Carlos Victoria: Seis poemas para mi madre loca en Camagüey

Archivo | Autores | Memoria | 21 de mayo de 2014
©Carlos Victoria / Facebook De la Paz

Carlos Victoria, narrador por excelencia, escribió en 1969 (esos años que narra en su tremendísima ‘La travesía secreta’) este desgarrado poema a su madre.
Busquen. Lean.

I
El invierno vino sólo por ti,
mujer que cruzaste desde la vieja
escuela
hasta la muerte de tus padres,
y tus hermanos y primos se casaron
y procrearon
como Dios manda en
El Libro.
Nada de viernes ni fiestas ocultas,
sólo el invierno fue
en tu corazón.
El azar despoblando
tus hermosos labios
me vuelve a recordar
la niña que dejaste,
abandonada y fría
en un pozo de Marzo,
y el invierno la olvida
y la dibuja
contra toda ceniza de ti misma.

Niña y madre,
el reposo tardío busca
en vano
tu cuerpo en otro cuerpo.
Tus muñecas, las pálidas y sucias,
juegan a perecer
en el frío y la tristeza.
Y tú eres la novia de mis tardes,
siempre adiós, no me olvides,
y hacia inviernos más tuyos,
donde nadie te besará jamás
los ojos y los labios
solos.

II
Solías decir:
“el jardín es un cielo inviolable,
y los ángeles flores”.
Tu pañuelo a capricho se ocultaba
en el verde,
y tu madre, llena de ingenuidad,
creía en las flores.
La tierra del jardín
fue una sombra de muerte
hasta el día de tus lágrimas.
Y años más tarde llegaron
los claveles, rosas de dedos rojos,
amapolas contritas,
girasoles con cabeza llorosa,
lirios temblando,
todos te conocieron.
Y tú empolvabas rostros dentro
de cada flor,
la cara de mi padre,
la de tus dos abuelos cuando fuiste pequeña,
las de tus más queridos novios,
viajeros de muy lejos, fatigados,
y en los ojos una tibia nostalgia.
“El jardín ya se puebla
de flores…”
y tú estabas llorando, laboriosa,
en medio de recuerdos y de ángeles.

III
¡Qué isla desierta la locura,
la paz de manos grises,
la añoranza!
La tarde en que mi madre
tuvo el único hijo,
todas las calles se le volvieron muerte.
Cabezas de tiniebla
y animales sin labios
merodeaban la cuna de sus noches.
Y sus pechos estaban helados.
las salamandras llenaban
las paredes,
aunque nunca mostraban los ojos.
Y mi madre, que soñaba
con un dios en la puerta,
sentía a los muertos acercarse.
De rezos y de amor
me abrigaba en su blusa.
Y los muertos entraban
sólo a tocar
su sombra,
junto a la mecedora gris
donde ella cada noche me
arrullaba. Y había voces y llaves más reales.
Los dos éramos eco de otra eternidad.

IV
Fue amargo
el ángel en tu cuerpo
dentro de los muros altos y habitados
que conociste.
El aire puebla allí
los meses dolorosos,
las cabezas enfermas de muerte
y vida,
la eternidad de nunca.
El niño que yo fui
te visitó tres domingos
en un largo año,
quieto y torpe como un pájaro herido.
Y hay un parque con árboles
y una nueva imagen
de la muerte
en aquel frío espacio.
Allí una mujer intentó besarte,
y otra te arrojó piedras
desde su desgracia.
Yo lloré sobre mi pubertad caída
todo el tiempo.
Un asilo más alto que un reino
vendría a ser el resumen,
una foto de angustia
o miseria
a tus veintiséis años.
Y la memoria posee esos dedos
en el rostro
de una mujer vivida,
con los ojos llenos de ceniza,
de un puñado de lágrimas,
una mujer tan dueña
del poema
como de sus dementes ojos.

V
Los días,
presurosos en la blanca cabeza
de las nubes,
no vuelven a traer el hilo de alegría
que supieron dar en otros tiempos.
Tu rostro amarillea
el espejo del primer cuarto,
donde Dios y su fiel enemigo
luchan por poseerte cada noche.
Mientras los ojos y las manos,
mi madre,
te envejecen inolvidablemente.
Ahora todos se fueron,
te olvidaron,
y dejaron postales y nostalgias
en lugar del olvido.
Tu locura los espantó a todos,
y te quedaste con la Biblia
y la más primitiva soledad.
Camagüey ya no espera
tocar tu adolescencia,
sólo la cartera y el vestido blanco
de la justa mitad de tu vida.
Y los sueños todavía te despiertan,
aunque ya demasiado
oscuros
para ser sueños.
Sin embargo,
las calles que conoces,
los árboles del patio, las tristezas,
todo trata de imaginar acuerdos
para así parecerse a
tu infancia.

VI
Ah mi madre,
cuando el dolor sea sólo una estatua de huesos,
un tibio y dulce polvo,
cómo voy a recordarte entonces.
Todos los manicomios del mundo
serán mi última casa, mi guarida,
porque el hogar se nos habrá quebrado
en dulces terrones y lluvia.
Y los poemas de la carne y los ojos
serán un breve sueño
desterrado.
Para el portal tendré los balances
y las persianas rotas,
y el ángel te mirará soñando.
Las faldas y los peines
de cuando eras muchacha
serán los enemigos de tu viaje.
Ah, qué cristal agudo,
qué memorias,
los nuevos niños habrán desconocido.
Cerradas con aldabas de oro y sombra
para toda la vida.
Cómo será la huida de tu boca,
de tus años y de tus visiones,
en mi propia estancia.
Colocar el mantel, las cucharillas,
la fuente junto al pan,
los platos blancos,
sentarme en la mesa frente a tu nostalgia,
y ya nunca más estarás conmigo.
(Agosto 1969)