Nestor Díaz de Villegas: El Castro de Kcho

Autores | DD.HH. | 7 de junio de 2014
©Kcho / Cibercuba

El miércoles 8 de enero de 2014, durante la ceremonia de inauguración del Estudio Romerillo Laboratorio para el Arte, Fidel Castro reapareció en público. Vestía pantalón negro, chaqueta azul, camisa gris y bufanda verde. El artista Alexis Leyva Machado (Kcho), organizador del evento, se le acercó e intercambió con él unas frases de cortesía. En algún momento un fotógrafo tomó la instantánea que circuló como un bólido por los medios sociales: Castro asomado a un cuadro, una escultura o una instalación.

El tirano es sorprendido en un instante de contemplación. La cabeza cae en un ángulo de 45 grados desde el que puede observar la pieza y que posibilita un atisbo de su rostro a quienes lo miramos. Se establece una relación simétrica –e ilícita– entre el espectador de la obra y el público que mira al mirante. Este es un Castro atisbado, una de las raras ocasiones en que lo pillamos fuera de base.

No se trata del héroe de las grandes poses; al contrario, aquí Fidel luce decrépito, su legendaria intensidad reducida a un titubeo, aunque todavía quede el brillo autoritario, una dureza española, una violencia y una fijeza goyescas. El ojo de Fidel enjuicia, es un ojo crítico. Percibimos suspicacia y soberbia en el mirar. Ese vistazo furtivo declara, aun a estas alturas, que tratará la realidad –cualquier realidad– como una política, que no se dejará embaucar por la ilusión artística. En el fondo, esa mirada no mira, es una especie de ceguera.

Ahora vemos por primera vez lo que Fidel ve, somos testigos del vacío de su mirar, la opacidad que anula el objeto. El recuadro fotográfico es el hueco por donde nos vigila y por donde nosotros lo vigilamos: nuestras sospechas coinciden en el punto de fuga. Fidel en la galería –y más específicamente: la mirada de Fidel en la galería– es la obra maestra de Kcho, el artista oficial. Es Kcho quien negocia las condiciones de la aparición del dictador, y Kcho quien facilita la presencia en el Estudio Romerillo del artista performático Fidel Castro, algo que no está permitido prácticamente a nadie. Ahora Castro es un Kcho.

Pero hay más: por su complexión cerúlea, su rigidez y distanciamiento, Castro deviene una especie de muñeco hiperrealista, la versión cubana de las construcciones antropomórficas de Maurizio Cattelan: el Hitler arrodillado o el Papa aplastado por el meteorito, o ambos inclusive. Castro en la galería es una cita del imaginario posmoderno, una apropiación.

Kcho saca al tirano de su Palacio y lo trae al museo. La pieza que exhibió el 8 de enero es “su” Fidel. Antes que nombrarlo o destaparlo como objeto de arte, Kcho prefiere implicarlo con un gesto, con un señalamiento, como otro efecto especial de la imaginación indéxica. Fidel Castro, en situación estatuaria, inclinado o agachado con respecto a la concurrencia, adopta una pose similar a la del Él de Cattelan. Es otro dictador de resina sintética, y lo que Kcho expresa con “él” es la aporía central del arte contemporáneo: la idea del fascismo como hecho estético.

Lo que Fidel observa en el Laboratorio es un montón de balsas, es decir: su propia obra. Kcho se apropia del tema de la balsa, el tema castrista por excelencia, y lo pone delante de Fidel, delante de los ojos del autor del éxodo. Se trata de la más perfecta subversión artística: Fidel es obligado, por el poder del arte, a contemplar “un Fidel”.

¿Y qué apunta, qué significa este anciano de barba hirsuta y mirada perdida? Alexis Leyva lo explica: “Hoy se cumplen 55 años de la entrada de Fidel a La Habana, y que Fidel haiga [sic] venido aquí, a la inauguración del proyecto es algo para mí… ¡Estoy muy emocionado!”.

Sabemos que 55 años atrás el anciano de la bufanda verde encabezó un desfile, y que esa marcha triunfal fue la culminación de una serie de intentonas violentas. Complementariamente, la procesión del 8 de enero de 1959 podría verse como la expresión definitiva de un primer desfile victorioso ocurrido en la Sierra, en febrero de 1957.

Mucho se ha especulado sobre la manera en que Castro hizo circular delante del periodista Herbert Matthews unas tropas que aparentaban ser más numerosas de lo que realmente eran. Dos años después, el 8 de enero de 1959, a escasas horas de la celebración de los Reyes Magos, Fidel entraba a La Habana con sus batallones. La coincidencia de epifanías otorgó a la efeméride política una doble significación escatológica.

La aparición de Castro anunciaba el nacimiento de una nueva era recién salida del pesebre. Su autoridad se basa, hasta el presente, en un único hecho incontrovertible: haber perpetrado, en el apogeo de la posmodernidad, una revolución fascista. El pelotón de soldados desfilando delante del mismo público durante 55 revolutionibus orbium coelestium debe entenderse, fuera de contexto, como una exhibición artística permanente.

El gesto de Alexis Leyva Machado, su apropiación de Fidel Castro, adelanta, asimismo, una interpretación nouménica del hecho artístico: Castro queda aceptado, o dicho en términos más petulantes, “absuelto” por el arte. Cattelan demostró que era posible absolver artísticamente a Hitler; bastaba provocar un cambio de postura, de actitud: arrodillarlo en lugar de mostrarlo erguido o rampante. El führer arrodillado, o más exactamente, hincado en la galería (un trueque de locación que es, al mismo tiempo, una dislocación de valores), queda eximido de culpas.

El Castro de Kcho es otra instancia de absolutio in nomine arte, aunque, en este caso, lo que confiere dignidad artística al sujeto es la vejez (entendida como supervivencia) y el dasein (la pura persistencia del ser-y-estar-allí). El Palacio de la Revolución se transforma (también por iniciativa de Kcho) en un museo adonde acuden dignatarios, estrellas de hip-hop, procuradores y diplomáticos atraídos por el antiguo espectáculo del animatrón nacionalsocialista.

Entonces, ¿por qué el gesto de Kcho causó tanto asombro y repugnancia en el medio artístico? La respuesta habría que buscarla en la concepción del arte como expresión de la Verdad y el Bien. Tal es el error que apuntala el programa cultural socialista: que el arte induce un estado especial de conciencia. Sobre las bases de un falso orden metafísico los comisarios levantaron, en los albores de la dictadura, las obligatorias Escuelas de Arte.

El socialismo, en su aspecto mimético, produce arte, y el arte mimetizado se proclama “derecho del pueblo”; pero el arte verdadero entraña, más bien, la suspensión de derechos, la restricción de las prerrogativas artísticas populares. Cuando los primeros intelectuales europeos arribaron a La Habana en 1959, encontraron que el componente artístico había usurpado el lugar de la praxis: Carlos Franqui aparece en ese momento como decorador y productor general de la Revolución cubana. Atrae a fotógrafos, afichistas y pintores en calidad de imagineros del nuevo exhibicionismo. Might Makes Art: el castrismo debe su éxito a la complejidad estética, no a la fuerza bruta.

El Hitler de Cattelan, como el Castro de Kcho, aparece en indumentaria civil. La civilidad en la vestimenta no es más que la amplificación del atuendo marcial que definió, en ambos casos, la personalidad del representado. Que Hitler aparezca en chaqueta, corbata y bombachos, como un monaguillo de galería, es un triunfo de la neutralidad artística. Que Castro regrese con chamarra y bufanda, disfrazado de artiste, nos recuerda que la noción de vanguardia contenía ya un elemento castrense, y que el vanguardista era, a fin de cuentas, un milico del arte.

De manera que Kcho se repliega hacia la dependencia (el artista cubano depende de la filantropía policíaca como benefactora de las artes), mientras que la imagen de Castro acapara un lugar en la alta tradición iconográfica europea, la misma a la que pertenecen Weyler, Loyola y Niño de Guevara. El rostro melancólico asomado al recuadro de Romerillo es un Velázquez que nos espía desde el ocaso del Imperio.

En 1923, Fulgencio Batista fungió de taquígrafo y guardaespaldas del presidente Zayas; pero Batista en 1923 era un mulato mucho más logrado, más evolucionado que Kcho en Palacio, debido a que la hispanidad castrista se exacerba en la cercanía del negro. En virtud de la relación diferencial entre su persona y la de Kcho, Castro subordina la negritud a los designios artísticos de la dictadura. El hombre de color –músico, atleta o cantante– deberá reajustar su situación a las necesidades del poder absolutista.

Allí donde Castro alcanza su realización suprema, la decadencia española llega al apogeo. En lugar del negrismo vernáculo encontramos en Kcho un tenebrismo de corte ibérico. Lo que nos mira en el Laboratorio (reflejado en la pupila del vasallo) son las tenebras de la hispanidad. Tendríamos que remitirnos a Goya, al Saturno devorando a un hijo o al boceto Aun aprendo, del álbum de Burdeos, para entender al Castro de los últimos tiempos.

Este octogenario que aún aprende la importancia del arte como instrumento de reivindicación personal, ejerce su diversionismo como una suerte de diverticulitis. Fidel ocambo es reimaginado de todas las maneras posibles: es el primer dictador ontológicamente rediseñado. A la disneyficación castrista (La Cabaña convertida en galería de arte, Isla de Pinos en la cuna de Kcho, y Birán en la casita de Hansel y Gretel, after Pedro Álvarez), el mundo responde de manera turística. Provocar una respuesta turística al fascismo corriente es la gran aportación del castrismo a la ciencia teratológica.

Fidel ha aprendido, incluso, de la limitación motriz, incorporándola a su espectáculo personal: Castro en Birán; Castro de regreso a las UMAP; Castro en la sinagoga, recorriendo en su carrito los escenarios especialmente recreados para él. Fidel refuta al Fidel clásico: no ha habido opositor o adversario que realizara una crítica más radical, una deconstrucción más prodigiosa que la que Fidel ha operado en sí mismo. Hasta el mismo Raúl aparece en escena como su creación, y no lo suplanta, sino que lo supone (hypokeimenon: lo sub-pone). Ahora Fidel queda libre para ser manejado y trasladado del Palacio a la finquita, al terruño, al salón de operaciones.

Al gobernar desde el branding, a la cabeza de una sociedad anónima, Fidel abdica en favor de sus manejadores: es la personificación tenebrosa del capitalismo ciego, despojado de voluntad, desvestido de humanidad. El dictador como CEO (Chief Executive Officer) no elige el vestuario: sufre, más bien, un cambio de piel. Al cambiar de situación, la epidermis del animatrón muda, mimetiza el entorno global, se hace ropa de sport, uniforme de jubilado. El vestuario castrista responde a las alteraciones del medio ambiente, pasa del verde al gris, al naranja, al Day-Glo, al arcoiris gay. En la Sierra, durante la gran campaña fascista, era de caqui; aun antes, en el bufete republicano, fue traje notarial, muceta de doctor, cazadora de abogado.

Aún aprendo, nos dice Fidel Castro al borde de la tumba: su educación no ha terminado, lo que significa que nuestra instrucción tampoco acaba. Las obligaciones del educador y Gran Maestro de una masonería internacional tomaron precedencia en el período heroico de su gobierno. Fidel como pedagogo y sofista y, por lo tanto, como diletante: el eterno aprendiz. Las cosas tenían que salir mal para que él continuara aprendiendo; si él aprende, entonces queda todo por aprender. La Revolución no fue más que el espectáculo público del aprendizaje castrista.

De esta manera, Kcho echa por tierra la idea de la viabilidad del artista independiente, del artista no comprometido con la política real. La generación del ochenta es el ejemplo trágico de que, al cortar los lazos con la dictadura, el artista desaparece. Grandes carreras quedaron suspendidas, grandes promesas incumplidas, durante esa década infeliz. Un artista independiente es la cosa más antinatural (el castrismo es nuestra segunda naturaleza) del mundo. Tomás Esson, Arturo Cuenca, Consuelo Castañeda, por mencionar sólo tres casos límites, no supieron qué hacer consigo fuera de la dictadura, debido a que la evolución de sus obras estaba ligada a una polémica, a una crisis. Su crítica fue despachada por los estudiosos del arte cubano como otra faceta del castrismo, como el excedente artístico de la tiranía. Que una dictadura produjera arte, y de la más alta calidad, no debió sorprender al conocedor, aparte de lo que creyera el público ignorante, aunque la misma confusión se repite con cada graduación de artistas cubanos.

Que Kcho dedique su obra a Fidel tampoco debe causar bochorno: el artista cumple, escrupulosamente, con un requisito feudal. Sin mucho aspaviento, ofrece a Castro lo que es de Castro: su obra. Como bien lo entendió Tomás Sánchez en otro momento, una obra no dedicada, no palabreada por el Poder, es un vacío. Y, a fin de cuentas, es lo que hacemos todos, sin confesárnoslo: nos dedicamos al Líder en cuerpo y alma, su realidad es nuestra fantasmagoría: “Yo sé que yo no llegué solo adonde estoy. Para que Kcho esté en el MoMA, en el Pompidou, en donde Kcho está, hay muchos cubanos que se han sacrificado mucho; maestros, pescadores, constructores, doctores, hay tanta gente que está detrás de nosotros. Porque en esta sociedad nuestra todo el Estado lo facilita [sic]”.

No hay escapatoria: la magnitud castrista nos confina y tira de nosotros con fuerza gravitatoria. Fidel es el hueco negro en el centro del curriculum cubense, el Anus Mundi. Kcho se hinca a los pies del señor, sin otra alternativa que sucumbir a la servidumbre para la que fue creado. La Historia, que absuelve a Castro, seguirá avasallándolo hasta que un nuevo sistema –más justo, pero menos artístico– venga a emanciparlo.

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NDDV, 2014. Versión definitiva en Cubano, demasiado cubano. Escritos de transvaloración culturalBokeh, Leiden, 2015