Harold Alvarado Tenorio: Interviú a Severo Sarduy / ‘Yo he comprendido que vivo en la Era Lezama’
Según sus «propias» creencias, Severo Sarduy (Camagüey, 1937-1993) fue bautizado como Eleanora, pero «él» mismo fue sucesivamente María Antonieta Pons o Blanquita Amaro o Ninón Sevilla.
Hijo de un ferroviario, en cuanto el niño tuvo cuatro meses la familia se trasladó a Colonia María en el centro de la Isla. Allí residieron hasta los primeros años cuarenta, cuando retornaron a Camagüey, donde hizo la primaria mientras escuchaba en la radio El derecho de nacer de Félix B. Caignet, y con la ayuda y el entusiasmo de una adepta de Krisnamurti publicó su primer cuadernillo de poemas. Mediando los cincuenta se mudaron a la calle San Francisco, entre Neptuno y San Miguel, en La Habana, matriculándose la escuela de medicina de la universidad, que Fulgencio Batista cerró por las continuas y violentas huelgas estudiantiles en su contra.
Con la llegada al poder de los hermanos Castro comenzó a colaborar en periódicos como Lunes, Revolución y Diario Libre, pero a finales de 1959 voló a Madrid con una beca para hacerse crítico de arte. Un suceso político entre Franco y Castro le impidió seguir los estudios y se fue a París. Declarado contrarrevolucionario por su negativa a regresar a Cuba a pedido del gobierno, estudió entonces en la Escuela de Artes del Louvre y comenzó a trabajar en Radio Francia, vinculándose al grupo de la revista Tel Quel y la editorial du Seuil.
Aun cuando parece que nunca trató a José Lezama Lima, fue en Europa el más eficaz exégeta de las pretendidas proposiciones lezamianas y su reaparición viviente. La obra del camagüeyano es una amplificación de la del habanero, como lo evidencia esta conversación rebosante de gracia y tronío cubanos.
Novelista, ensayista, dramaturgo, fue Severo Sarduy un refinado poeta de la novedad, pródigo en ocurrencias y guiños desusados, maestro de la sutileza y el ingenio, que usó para retratar las zonas oscuras y trágicas de nuestras vidas.
¿Hay correspondencia entre su obra y la de Cabrera Infante?
Sí, sí, yo diría que esa raíz común es La Habana. Me refiero sobre todo a Gestos, pero entre la novela de Cabrera Infante [Tres tristes tigres] y la mía hay en efecto una obsesión de base: es la lengua habanera. Cabrera Infante decía que para poder interpretar todo lo que ha escrito en ese libro era necesaria una persona que hubiera vivido en La Habana, en su barrio, en su propia casa y que durmiera consigo. Todo eso, transpuesto a un vocabulario más pedante, a un vocabulario, por ejemplo, de la lingüística, querría expresar que su fuerza dialectal es enorme, no se trata ya de un lenguaje, no se trata ni siquiera de un microlenguaje, se trata de la noción precisa de un idiolecto, de una parcela del lenguaje al borde de lo indescifrable.
Hay pues, efectivamente, una especie de simulacro común entre ambos libros, donde La Habana es una imagen obsesionante y un habla; se trata sobre todo de eso, de captar el habla habanera. Guillermo lo ha hecho recurriendo a procedimientos fonéticos, tratando de reconstruir fonéticamente el sonido de la lengua cubana. Yo quizás no he recurrido aún a ese sistema de notación, yo no hago ningún tipo de brusquedad con respecto a las estructuras…
¿Esa relación no existe a nivel de los temas, de los personajes…?
Yo pienso quizás que no la hay, yo no creo que se pueda hablar realmente en mí de personajes, se trata más bien de simulacros, de anamorfismos del barroco y el mimetismo animal defensivo, del camuflaje de las mariposas indonesias, por ejemplo, el camuflaje de una mariposa indonesia que se llama Calima y que, al disfrazarse para protegerse, va más allá de sus fines, a tal punto que es devorada por los pájaros; ese camuflaje que Lezama calificó de hipertélico, de lo que va más allá de sus fines, es lo que yo creo que en el barroco es el personaje; no hay propiamente dicha entidad, substracción u ontología del personaje. Lo que hay es simulación…
Son entonces arquetipos…
Bueno, repito, del lenguaje, tradicionalmente se supone en la novela psicológica e incluso en la novela de tradición expresiva, argentina sobre todo, se supone que un personaje es la manifestación o la concretización de algo interno del escritor. Es decir, hay algo de esa interioridad que pasa al personaje, esa es una de las versiones; en otra de las versiones, el personaje no refleja ninguna interioridad, sino al contrario, refleja una exterioridad, refleja una realidad, refleja algo que no está en la conciencia del escritor, se trata en este caso de la actitud realista digamos.
Bueno, yo quisiera proponer lo siguiente: que el personaje no se encuentre ni en esa interioridad expresiva del autor ni en su psicología, ni en sus movimientos, ni en sus pulsiones, ni tampoco en un exterior de escritor, es decir, en un plano de una realidad que el texto no haría más que reconstruir o criticar. Yo quisiera que el personaje se encuentre en el medio de esos dos polos, es decir, en el texto. El personaje no es más que un simulacro del código, y para citar al inventor de unas camisas conocidas, no es más que un tigre de papel…
¿Cómo explicar que notables escritores cubanos tengan una estrecha vinculación con el barroco?
El barroco es la historia de las lenguas románicas. Y ha tenido dos momentos fulgurantes, uno en Góngora y otro, en Lezama Lima. Cuba ha dado a la historia de la sintaxis de las lenguas románicas la cúspide enorme que es Lezama Lima. Yo creo que a partir del surgimiento de este coloso cubano podemos interrogarnos efectivamente del porqué de la instancia, de la persistencia, de la obsesión del barroco y del porqué del barroco sudamericano en ese país.
La explicación digamos ortodoxa hasta ahora es la de Eugenio D’Ors, a mi juicio explicada en la obra de Carpentier. D’Ors suponía que la naturaleza sudamericana dada su proliferación, su superposición, dada su frondosidad y densidad, debía de irradiar forzosamente un barroco. La obra de Carpentier pone como escenografía esta ideología dorsiana del barroco.
Sin embargo, a mí me gustaría proponer humildemente otra noción de la etiología del barroco. No se trata de una restitución de la naturaleza —en literatura importa siempre muy poco lo que haya de natural. En América se produce un fenómeno de injerto de lenguajes que supone la metrópoli, la colonia, Europa, es decir: el Renacimiento llega a América como un lenguaje colonizador y protector, se instituye como lenguaje normativo, como lenguaje oficial, como lenguaje que va empezar a numerar, a codificar, a realizar la taxonomía de la naturaleza americana, pero hay, como se ve en las fachadas de Antonio Francisco Lisboa, el Aleijadinho (lo pronuncio muy mal), como se ve en la obra del Indio Condore y como va a verse finalmente en Lezama, una serie de injertos lingüísticos que acaban, no por ornamentar este idioma de base, sino por destruirlo. De allí la fuerza irrisoria, paródica, subversiva, revolucionaria del barroco. El poder está no solo puesto en tela de juicio, no solo tirado a choteo, está subvertido, ironizado. El rey no es ya el centro, la monarquía absoluta no dictamina ya, el sol no está situado al centro de una órbita circular como creía Galileo, sino que es uno de los dos polos de una elipse, el otro polo obturado, ese es el barroco…
De Carpentier a Lezama y de ellos a su disolución en Sarduy y Cabrera…
Totalmente, totalmente. Yo no puedo situar mi trabajo (la palabra «obra» sería megalomanía), no puedo situar bien mis ejercicios con respecto a Lezama por una sola cosa, por un motivo esencial: mi trabajo, eso que pretenciosamente puede llamarse mi obra, no viene después de Lezama, y como se ha dicho, haciéndome un honor, como una añadidura o una rectificación moderna de la obra de Lezama. Yo creo que lo que yo hago está inserto en el interior de Lezama. Es decir, creo que soy una posibilidad del mundo lezamesco, uno de sus potens como decía él, empleando una palabra etrusca.
Algunos críticos me han hecho el honor de decir que efectivamente yo corrijo con cierta modernidad, con cierto mundo de neón, de artificio, de travestismo, de aportes orientales, sobre todo tibetanos, nepaleses, ceilaneses, indios, la obra de Lezama. Efectivamente, digamos, la batería narrativa que yo empleo no es la de Lezama, la de él se encuentra más bien diría yo en una órbita proustiana si así se quiere, efectivamente. Es decir, a nivel de los mecanismos textuales, sí, son muy diferentes. Al nivel (yo creo) de la irrupción barroca, yo estoy comprendido en Lezama.
Por ejemplo, mi próxima novela, Maitreya, trabaja con un personaje que se llama Luis Lenge, al cual Lezama le dedica en Paradiso una o dos frases. Lezama señala únicamente que es un cocinero un poco aparatoso, que mezcla camarones con una salsa indebida, que es alumno del mulato Juan Izquierdo y que suscita la cólera de Rialta porque dice que a la cocina cubana no le van bien esas fanfarronerías. En fin, estoy parodiando o paragramatizando a Lezama. ¿Qué hago yo? A este personaje del cual Lezama da dos anotaciones lo hago nacer en Ceilán, de una familia china que ha atravesado la India en exilio. Describo su adolescencia ceilanesa. Lo traigo, siguiendo a Lezama, a París. Lo devuelvo a Sagua la Grande, donde hay una importante colonia china… En fin, yo trazo la vida entera de este personaje.
Mi novela es la vida de Luis Lenge. Es decir, yo amplío (si se quiere, macroscópicamente) lo que en Lezama es como los mantras que dan los maestros tibetanos, donde cada sílaba es un núcleo de significación que puede repercutir, que puede ampliarse. Mi obra, entre comillas, está pues inserta en el discurso inaugural del maestro. Yo no quedaré, por supuesto, ante la pequeña historia (a pesar de la enciclopedia que ya me incluye), como un escritor. Sin embargo, creo que de eso sí estoy orgulloso, y señalo mi situación muy fanfarronamente: yo creo que yo quedaré como el que ha visto al maestro, el que pudo señalarlo (no soy el primero, por supuesto. Cintio [Vitier] o José Rodríguez Feo lo vieron antes que yo), el que se ha dado cuenta de su inmensidad, y el que —para repetir un pequeño texto que hice en homenaje a él—, el que sabe que vive en la Era Lezama.
Termino con una pequeña anécdota, que es un texto de Borges, un texto que se llama Infierno I, 32, donde —como todos los de Borges, perfecto— el escritor argentino cuenta que un tigre encerrado en una jaula, en las postrimerías del siglo XII, comprendió que su función en la vida era la de aportar una palabra a la Commedia. Dante debía verlo y añadir que el infierno es 1,32 la palabra tigre. Su vida quedó pues justificada, porque sirvió como añadidura de una palabra a la Commedia.
Mi vida también está justificada, yo he comprendido que vivo en la Era Lezama.
¿Y Borges?
Con respecto al método borgiano yo creo que la actitud nuestra es muy clara. Borges representa el paradigma de un rigor. En una de sus grandes boutades un día Borges me dijo: «Mi editor francés quiere hacer editar mis Obras Completas, y yo me he negado porque no ocuparían ni un solo volumen, se trata de textos extremadamente breves, fragmentarios, de algunas líneas, nunca he sido un autor proliferante, ni masivo». Ahora bien, lo que él ha aportado, que es radical, es el sentido del rigor: un sistema planetario, galáctico, un sistema que no soporta ni el más mínimo desarreglo o perturbación. Se trata de un sistema orbital donde ninguna coma, ningún sustantivo, pueden venir por azar. Y aquí no quiero hacerme el mártir de la escritura, ni la Juana de Arco de la fonética, pero a veces los adjetivos me cuestan días, días, ya horas sería poco, me cuestan días para obtener el carácter sorpresivo que debe tener la escritura. Es decir, ninguna información supuesta por el lector o adivinable debe ir en el texto. Todo lo que se aporta debe ser totalmente insospechado y éste carácter literalmente insólito, inédito, del texto exige un trabajo enorme, sobre todo para llegar a lo humorístico.
¿Cómo se llega a lo humorístico? Respuesta: tomando la forma en serio, únicamente cuando la forma ha sido objeto de una seriedad, de un trabajo propiamente neurótico, allí surge la risa. Una buena medida que yo tengo de cuándo un texto mío ya debe de entregarse a la imprenta es cuando me empiezo a reír solo…
Hablemos de erotismo
Lo que escribe en mí, eso que escribe en mí, eso que practica la escritura (y conste que ese enigma de qué cosa escribe me ha intrigado por mucho tiempo), lo que escribe es el deseo sexual. La pulsión, la energía, el arranque de la escritura está en la energía sexual. Quizá voy a hacer referencia, puesto que vivo en ese mundo, a un diagrama tibetano, a un diagrama tantrico, ese diagrama representa al hombre en posición de loto con los seis chacras o centros de radiación o de vibración que componen el eje de su cuerpo, desde el sexo hasta el cerebro, en que cuando la energía sube estalla en un loto blanco de mil pétalos.
Lo que irradia a través del cuerpo del hombre, lo que sube a través del sexo son dos canales que significativamente son las vocales y las consonantes. Eso que sube por el sexo en el caso de los iluminados hasta el cerebro, en el mío hasta la mano, eso es la escritura. Como una energía sexual que se va desarrollando, la imagen que se da en el tantrismo es la de una serpiente alrededor de la columna vertebral. Esta energía sube pues hasta la mano, anima el movimiento de la mano. Esa energía es sexo, lo que escribe es sexo, lo que escribe es el deseo, la pasión de mi vida no habrá sido el miedo, sino el deseo…
Un juego…
Se habla de juego como actividad lúdica, por ejemplo cuando un niño juega, pero también de las piezas de un auto, el juego implica también la estructuración, el funcionamiento, el acomodamiento de una serie de regiones para que la totalidad funcione. En ese sentido digo sí, hay juego pero en este segundo sentido de la palabra.
Juego en el sentido lúdico, juegos de palabras, en todo lo que yo he escrito no hay ni uno solo. Jamás he hecho, jamás he trabajado con el juego puramente mecánico. Es decir, si es para jugar en ese sentido no me interesa, el juego en el otro sentido sí. Hay que aceitar, hay que modelar, hay que insertar unas piezas en otras, en las otras, para lograr el funcionamiento general de un aparato utilitario. No se trata de un aparato en función informativa, no. Se trata de un aparato de transmisión de un mensaje, se trata de un aparato que se ríe y se burla de sí mismo.
En ese caso compararía mi juego al de las grandes máquinas de Jean Tinguely, por ejemplo. Enormes artefactos aceitados, bruñidos, brillantes, cuya última función es agitar una pluma. Lo cual, quiero señalar, no es tan banal ni tan anodino como puede parecer. Hay aquí toda una impugnación, toda una contestación y toda una crítica violentísima del orden.
El texto, Sarduy, que para el lector no avisado puede ser un divertimento, ¿qué sería para ti?
¿Qué le doy al lector, que debe él recibir de mí? Placer. ¿Qué tipo de placer? Yo creo que un placer muy parecido al placer sexual. Es decir, el texto pretende instaurarse en tanto que cuerpo. Se trata de un cuerpo, yo escribo con la totalidad del cuerpo. Se compromete músculo por músculo, desde la cabeza hasta los pies, y no solo con el intelecto. El texto pues, se convierte en un cuerpo, y el cuerpo también, tal como el diagrama tántrico lo demuestra, se convierte en un texto. El texto es algo somático, corporal, olfativo, sensorial.
No se trata en lo más mínimo de vehicular conceptos con un soporte neutro, vacío, anodino, que sería el lenguaje. El lenguaje está allí, para utilizar una metáfora bastante cubana, como una canasta de frutas o como un vitral de medio punto colonial, es decir, irradiando colores, olores, sensaciones. El lector, pues, tendrá un placer de ese orden, de ese orden puramente sexual si se quiere. Sin embargo, este placer va a descentrar algo en su logos y aquí vuelvo a acercarme a la didáctica jesuita, es decir de lo más estricto del barroco, porque se subvertía el orden a través del placer, a través del espectáculo, a través de Santa Teresa helicoidal ascendiendo flechada por un ángel del Bernini; es decir, este espectáculo sin fin, esta fiesta barroca, este juego para los ojos, subvierte, descentra y de otro lado mueve las estructuras ya fijas de la lógica de la información, del placer…
El lector sería ¿Sarduy?
La percepción o el acceso que el lector tiene al texto no está en lo más mínimo regulado, digamos, por la tradición literaria. Yo no pretendo en lo más mínimo que el lector capte todas las connotaciones que hay en el texto. Recientemente me está sucediendo una aventura interesante, y es que estoy escribiendo para la prensa, estoy haciendo artículos de gran difusión, bastante seductores, atractivos si es posible, pero me cuesta un trabajo enorme, casi más que un texto, porque el rigor de la escritura es extremo, es decir, yo pretendo en definitiva que el lector tenga acceso a una especie de mundo que yo le construyo, casi como en los cuadros del Bosco, a una esfera paradisíaca.
Roland Barthes, que me ha hecho el honor de escribir algunos ensayos sobre lo poco que he podido ir haciendo, dice que yo estoy en un paraíso y que ese paraíso es el paraíso de las palabras. Efectivamente, el lector va a entrar en esa órbita mía, va a entrar en esas vibraciones, él va a entrar en esa especie de mundo anaranjado y rojo como el cuadro del Bosco que vibra ante él y se despliega, que lo va a abarcar como una música o como un cuerpo amante y deseado, él va a entrar allí, quizás se pierda, quizás pierda sus coordenadas habituales, de todo orden. En ese caso, cuando él ya se ha perdido, entonces se ha recuperado para el texto.
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