Roberto Fandiño: Pasión y muerte de Calvert Casey

Autores | Memoria | 13 de marzo de 2015
©Fragmento de portada de libro de Casey al inglés

Aún no había cumplido los cuarenta y cinco años cuando le pareció que no debía seguir adelante y puso en práctica su viejo propósito de renunciar e irse. Dejaba tras sí una breve obra literaria que muchos han considerado un tesoro y la perplejidad de cuantos le conocimos y reconocimos en él un ser humano excepcional por su calidez y su ternura.

Nunca nos hacemos a la idea de que alguien tome una decisión como esa y con la misma angustiosa necesidad con que el protagonista de Notas de un simulador espiaba a seres en agonía –buscando desentrañar, en el instante mismo en que se produce, el misterio del tránsito entre la vida y la muerte o entre la vida y, tal vez, otra vida– nos preguntamos qué ocasiona y en qué momento ocurre la quiebra en que la existencia se renuncia a sí misma y se vuelve una contradicción. Como si el milagro de saberlo nos procurara el milagro aun mayor de la recuperación y pudiéramos tener de nuevo a Calvert Casey entre nosotros, resignado ya a la vejez (que odiaba), multiplicada una obra que tantas revelaciones más nos prometía y enriquecido nuestro intelecto por el trato fecundo con su inteligencia.

Este año se cumplen tres décadas de aquel fatal acontecimiento y su figura y su gesto se hacen presente ocupando los primeros planos de la conciencia, igual que siempre han estado en los rincones más profundos. El título de su primer libro, El regreso, define su constante. Y ahora lo hace cargado de recuerdos.

Yo no pude prever el desenlace cuando, desde un año y medio antes, viví sus atormentados pero felices días de Roma. Gianni llenaba completamente su vida. El verano, todavía reciente, había puesto a prueba aquel amor. El joven estudiante debía irse a su pueblo cerca de Bari donde siempre le esperaban sus padres y no había nada a los ojos de estos que justificara la visita de un extranjero, más de veinte años mayor que el muchacho y a quien no lo unía ningún vínculo aparente.

Aunque el visitante fuera sobrio, sencillo, sin sombra de afeminamiento y no hubiera ninguna razón en su apariencia para suscitar sospechas. El ambiente de ese villorrio en el Adriático debía ser intensamente homofóbico y Gianni se crispaba ante la más mínima posibilidad de que alguno de los suyos sospechara la índole de su relación con el cubano.

Pero todo un verano era demasiado tiempo sin verse y acordaron el día y la hora exactos en que, al atardecer, Calvert pasaría como un turista más por un determinado parque y se detendría a descansar en un banco donde, supuestamente por azar, estaría sentado Gianni. Conversarían como dos desconocidos. Y cuando ya hubiese caído la noche, cualquier observador indeseado vería al extranjero despedirse cortésmente y como agradeciendo la charla hospitalaria de un lugareño que lo puso al tanto de los pormenores de la región.

Más o menos, así ocurrió. Pero los que se fingían desconocidos se dijeron cuánto se amaban, lo atroz que resultaba la separación, las ganas inmensas de que las vacaciones terminaran para estrecharse de nuevo en el apartamento anónimo de la gran ciudad. Vean un gran plano general del parque de altos árboles y fuentes. Fíjense bien y descubran abajo y hacia un lado del encuadre el banco donde los dos hombres se dicen palabras de amor sin mirarse, temerosos de que el fuego de sus miradas los delate. El ambiente crepuscular refiere la tristeza que los abate; una mancha roja en el cielo, la pasión que los exalta; pero en el gran paisaje son sólo dos pequeñas almas desoladas.

Menos dolorosa resultaba la separación si Calvert realizaba uno de sus frecuentes viajes de trabajo a Ginebra contratado como traductor por las Naciones Unidas. Se hablaban por teléfono y alguna vez el viajero se llevó al joven consigo y, de allí, a París, a Londres.

Para las Navidades de 1967, que también Gianni debía pasar con sus padres, tuvo Calvert, sin embargo, la alegría de poder traer de Madrid a Emilio Castillo –su amigo más entrañable–, recientemente exiliado. «Sé que iremos juntos a Asís» –le había escrito siete meses antes, cuando Emilio estaba aún en Cuba– «y subiremos al huerto de San Francisco». Efectivamente, fueron, y yo les acompañé.

Apenas regresamos a Roma en los primeros días del año, Emilio se marchó y volvió Gianni. Estuvieron muy unidos aquel mes de enero y se arraigó y se hizo habitual una forma peculiar de relacionarse muy de ellos, de amor intenso pero desapacible, atormentado.

En febrero del 68, también contratado por las Naciones Unidas, Calvert debió cumplir una misión en Delhi y, luego, en Teherán. De nuevo una prolongada separación. Calvert acaricia por unos días la ilusión de traerlo a la India. El día 2 me escribe a Roma: «Como a tu salud guayabas, zapotes, papayas, pero me falta Gianni como te podrás imaginar. Sé que la Universidad está cerrada y quizás eso le facilite la forma de venir, si suspenden por ahora los exámenes, al final de la conferencia o antes. ¿Lo has visto? ¿Cómo está? Sus dos cartas de la semana pasada me parecieron calmadas. Ojalá sea así.»

El viaje de Gianni a Delhi resultó imposible. Yo aprovechaba cualquier circunstancia para verlo, para apoyarlo, para compensar en alguna medida la ausencia de quien le creaba una gran dependencia. No era raro que Calvert lo amara, Gianni era un ángel. Sólo que era un ángel perturbado, un espíritu voluble, a veces oscuro y a veces luminoso, poseído por la cólera y la exaltación o dulce y depresivo, y de una rara inteligencia que, según me decía Calvert, a veces lo sorprendía con sus observaciones. Pero acabaría produciéndole tanto dolor como placer, aunque el placer que le causó fue mucho.

El día 22 me llega otra carta llena de preocupaciones:

«Qué me alegra lo de tus documentales y que vaya Gianni; mira bien esa cara que yo amo tanto; oye esa voz que me ha devuelto la vida.»
«Roberto: Necesito que hables seriamente con Gianni. Yo adoro a ese muchacho, daría mi idiota vida por su paz de espíritu (que no conseguirá sin gran esfuerzo y suerte). Háblale, trata de sacarlo de ese estado obsesivo que tú no conoces, pero yo sí. La India le hará bien, o Alemania o lo que sea, pero debe salir del círculo vicioso examen-fracaso-autocastigo. No le digas que te he escrito esto. Estoy ayudándolo pero me encuentro con la barrera de un gran complejo de culpa de parte suya, y mucho enredo mental y teoría.»
«Qué pena que no pueda estar un mes aquí conmigo, pero salir de Italia le haría bien.»

No salió de Italia, pero sí de Roma. Enfermó y se fue al pueblo con sus padres. Por otra parte, la Universidad continuaba cerrada. Fue un desastre aquel curso 1967-68.

A fines de abril ya Calvert está en Irán. Del 27 son estas noticias:

«El 15 regreso, llámame sin falta a eso de las 5 p.m. a casa, iré enseguida a ver a mi amor a Bari.»
«He pasado días desolados pensando en él, viendo nuestra relación perdida, tan difícil es a veces como la vida» […] «¿Qué me haré en Junio cuando tú no estés si Gianni no viene?»

Sólo tres días después me informa:

«Gianni se ha operado en estos días en Bari. No tendré noticias de él directamente en varios días. ME MUERO DE ANSIEDAD.»
«Cuando recibas ésta, ¿podrías llegarte a Piazza San Silvestro y llamar a su casa,» […] «hablar con el padre o la madre, decirle que eres Roberto, un compañero spagnolo de Universidad y que te digan cómo está y cuándo vuelve a casa.»

Gianni se las arregló para que pocos días después, inventando quién sabe qué pretextos relacionados con sus estudios, la familia no objetara su regreso a Roma. Al principio, la necesidad que tenían el uno del otro aplacaron las contradicciones y durante la tregua vivieron ratos felices.

Por aquellos días Calvert me pidió ayuda para que le alcanzara unos bombillos que almacenaba en una especie de barbacoa que había en el salón del apartamento. Insistió en traerme una escalera pero la rechacé: me subí en una silla y alcancé el sitio. Me preguntó por un pequeño frasco de barbitúricos que allí guardaba y cuando le aseguré que lo veía me explicó con toda naturalidad: «Son las pastillas con las que me voy a suicidar cuando llegue el momento.» Siguiéndole la corriente, le pregunté: «¿Y eso cuando será?» «No mientras mamá viva» –me respondió–. «No quisiera darle ese disgusto.»

No le creí. Hay personas que se cuidan de la indefensión pensando en la muerte como la gran protectora. Aún nombrándola «la iniquidad», él mismo, al final de su cuento La ejecución, pone bajo su amparo al protagonista, Mayer: «tuvo, con más claridad que en ningún otro momento, la sensación de hallarse como una criatura pequeña e indefensa, en el vientre seguro, inmenso y fecundo de la iniquidad, perfectamente protegido –¡para siempre, se dijo, para siempre!– de todas las iniquidades posibles». Pero, para la mayoría de estas personas esa actitud no representa más que el alivio que le proporciona a un cojo una muleta al andar y casi nunca llegan a encontrar una situación tan desesperada como para que consideren que vale la pena darle esa solución extrema.

En el caso de Calvert me parecía que gracias a su lucidez y a cierta sensualidad que no lograba asfixiar su carácter deprimido, no apelaría nunca a ella. Al final me demostró que aún siendo lúcido –para él tal vez era la lucidez mayor– se puede preferir la muerte a la vida, y que el suicidio no tiene por qué ser la respuesta a una situación desesperada. Él la vio, además, como una anticipación que le ahorraría los que suponía los peores momentos de la vida: la decadencia física, la enfermedad, la soledad… No llegó a saber nunca que el estado natural de la vejez es la felicidad.

A principios del verano se rompió la tregua pero, aún cuando las contradicciones eran constantes, se tomaron tanta piedad que las peleas terminaban en arranques incontenibles de ternura o en fuertes depresiones. En una ocasión quedamos en que yo pasaría a recogerlos por su apartamento para ir a ver un filme histórico que proyectaban en el Nuovo Olimpia, un pequeño cine, a escasas manzanas del apartamento, de intensa actividad homosexual y también cultural, por la calidad de las películas que exhibía. Cuando llegué, a la caída de la tarde, me encontré con Gianni que me esperaba para decirme que Calvert estaba con un ataque de depresión muy fuerte. Entré al cuarto y lo encontré tendido boca arriba, como un cadáver, con una sábana blanca cubriéndolo hasta el cuello. Él se contrajo al notar mi presencia y se puso en guardia esperando inútiles palabras de aliento. Yo me abstuve; me mantuve en silencio. Me senté a su lado y cuando bajó la guardia le pellizqué el dedo pulgar del pie y me puse a jugar con los otros. No lo esperaba. El estupor se convirtió en risa. Un rato después, bajamos a la tienda en lo que Gianni terminaba de ducharse y vestirse, pero al subir nos lo encontramos que yacía en la misma posición y cubierto con la misma sábana blanca en que antes estuvo Calvert. Sacó fuerzas sólo para decir: «Amore, andate voi. Io non posso, sono depresso». («Amor, vayan ustedes. Yo no puedo, estoy deprimido»). Para Gianni yo carecía de fórmulas.

El curso casi perdido de la Universidad por los desórdenes estudiantiles intentó normalizarse en el verano y el joven estudiante hizo el mejor de los esfuerzos para incorporarse y recuperar el tiempo perdido. Pero Calvert era un serio impedimento y para lograrlo debieron separarse. Gianni se fue a vivir a una pensión.

Como estaba previsto, en Junio me marché de Roma.

A fines de Julio, Calvert me escribe:

«Chato, ¿sabes que me has hecho una falta inmensa? He estado mucho mejor, todo parece ir aflojándose, liberándome yo de una obsesión que incluso llegó a hacerse aburrida, pero nos has hecho una falta terrible. Tú no sabes, yo que apenas te conocía cuando tocaste el timbre de la Via di Gesú e Maria por primera vez, lo que aprendí a quererte en Roma. Realmente, Roma sin ti no es Roma.»
«Gianni y yo parece que hallamos una fórmula bastante acertada; no vivimos juntos, eso me libera a mí de una tensión constante por su temperamento demasiado violento, y a él la sensación de hallarse comprometido demasiado pronto. Ha hecho cuatro exámenes muy brillantes y se va la semana que viene. Hemos estado juntos constantemente, de comiditas, compras y siesta, pero nos sentimos menos atados, y eso hará quizás que las cosas duren, aunque ya yo por mi parte le he dado a la Natura lo que me pide, y eso también me hace bien.»

Calvert lo amará hasta el último instante de su vida, pero ha tomado distancia. A partir de entonces seguirá formando parte de sus pasiones pero no de sus depresiones. Y Gianni, por su parte, tratará de cortar el cordón umbilical. Correponderá su amor, pero intentará liberarse –tal vez sin éxito– de una dependencia que a veces lo asfixia.

Apenas regresa Gianni junto a sus padres, Calvert se va solo de vacaciones a Pésaro y Venecia. «Escribí un capítulo bello en Pésaro, de la novela, que mañana trabajaré más y pasaré en limpio.» Se trata de Gianni, Gianni, una especie de exorcismo, sublimación y consagración de su amor por el joven, que escribe directamente en inglés, como si necesitara descontaminar su sentimiento de la inmediatez con que lo marcarían el español o el italiano y colocarlo en una región más neutra y pura.

Meses más tarde, en una crisis de aparente autorechazo, la entregará a las llamas y sólo se salvará el último capítulo, titulado Piazza Morgana, que hemos conocido a través de la magnífica traducción de Vicente Molina Foix. El tema es la entrega al amado a través de poseerlo totalmente cuando penetra en su sangre y recorre su cuerpo, degustando cada parte de él, sintiendo, a través de él, todo lo que él siente. «Estoy más tranquilo, la idea de Gianni no me abandona, creo que morirá conmigo; ojalá tenga el valor de llevarla hasta sus últimas consecuencias. Por lo menos será un destino aceptado, que nos eleva por encima del nivel del ganado que pasta hasta que vienen a buscarlo para la matanza.»

Confunde extrañamente «la idea de Gianni» con la idea del suicidio, que es la que podría llevar «hasta sus últimas consecuencias», y la que lo elevaría, supone él, a la élite. Al joven no lo define como causa o razón de la acción sino como un altísimo objetivo a alcanzar, lo identifica con la idea de la muerte, de una muerte asumida. Es una treta para que ese objeto carísimo de su amor deje de ser un obstáculo. La cuenta regresiva ha comenzado.

Agosto fue un mes triste, mordido por la soledad.

«Tú escribías y no supe más de ti.» […]
«No me has dicho nada si has podido averiguar qué carajo le pasa a Guillermo:» (se refiere al escritor Guillermo Cabrera Infante, por quien sentía un gran afecto) «el colmo: le mando unas páginas de la novela y ni siquiera me contesta: por favor averigua esto».
«El domingo salgo a Ginebra, trataré de no volver a Roma hasta enero. Si Gianni no está –y ya no estará más y si está nos hacemos un daño sin límites– no tiene objeto estar aquí. Quisiera llamarme Roberto Fandiño y ver en cada ser que pasa, en cada casa, un objeto de interés enorme; pero, ay, me llamo como tú sabes y no veo en este momento para qué estar aquí ni en ninguna otra parte.»

De regreso a Roma, en los primeros días de septiembre se va decantando su tristeza, se asientan sus ideas y se prepara para sufrir los rigores que siempre le depara Ginebra.

«No sé si Ginebra curará «la llaga», más bien es ciudad que empeora todo por lo muerta que es, pero quizás por misterioso instinto de sobrevivir voy razonándolo todo: no podía ser de otra manera, Gianni no podía actuar de otro modo porque sus conflictos internos lo llevan a ser así, y yo otro tanto. De la evolución de esa llaga creo que dependen muchas cosas: una visión más profunda o más errada de la vida, un amor o un desamor mayor a los demás, o sea, puede ser creativa o destructiva, y por él, y por mí, yo quiero que sea creativa. Extraño ¿verdad? que un ser que para tantos pasa desapercibido entre la masa llegue a ser en un momento determinado la clave del futuro de otro.»
«Gracias a Dios, pasó la época de la amargura, (ni siquiera in mente), de la posesión y de la esperanza. Queda una oscura comprensión, que el tiempo irá ojalá haciendo clara, de las grandes presiones mentales que indudablemente deben actuar sobre él, y un deseo enorme de no empeorarlas.»
«Me gustaría tanto estar contigo en este momento, porque sin esfuerzo y sin tristeza te abrazaría y lloraría con una dulce pena y un profundo cariño por todos los goces y los sufrimientos del hombre, que son los míos y los tuyos y los de él y los de todos. Pero en el fondo, qué bueno ser así como soy, a pesar de que siempre he querido ser como tú, desde que te conocí. Creo que todo esto será creador, bueno, fecundo.»
«Me preocupa Gianni porque creo que su camino será más largo y más difícil que el nuestro. Pero nada podemos hacer para evitarlo; es su propio camino, su propio laberinto.»

No pudo cumplir su propósito de permanecer en Ginebra hasta enero, y en noviembre lo encontramos de nuevo en Roma en un sospechoso estado de serenidad.

El 8 de ese mes me escribe:

«Extrañamente, una relación que se caracterizaba por su dramatismo ha dejado de ser dramática, la de Gianni, y estamos sencillamente tranquilos, yo sobre todo. Se laureó con notas buenísimas, le aceptaron la tesis sobre Calvino, y ahora busca trabajo. No sé si porque yo anuncié mi intención de marcharme a Madrid en busca de una vida más vivible, lo cierto es que ha decidido quedarse aquí en Roma y todo está como si nada hubiese pasado. Como no espero nada, todo lo que llega está de lo más bien».

Y un mes después, en diciembre 10:

«Gianni, como sabes, se laureó, lo llaman de todas partes para suplencias, es asesor de literatura inglesa de la revista Il Caffé, Einaudi le ha dado una prueba para traducir, otra colección de teatro le pide que cuide una edición. En fin, esa energía nerviosa, inmensa y agotadora se desvía hacia otros puntos. ¿Hasta cuándo durará tanta belleza? No lo sé y, francamente, no me preocupa. Estamos viendo films bellísimos de Pabst, Lang, Man Ray (de un surrealismo maravilloso), en el Film Studio. Un domingo hizo la maleta, anunciando que se marchaba. Yo tenía tanto sueño que le dije «cierra la puerta cuando te vayas, que hay cacos en el barrio». Y me acosté a dormir. Cuando desperté roncaba a mi lado que daba gusto, deshecha la maleta. Ay, O´Neill, ay «Ligados», ay Roberto Fandiño que lo ves todo…!»
«Por fin, no dejo la casa. La embellezco para cuando algún día vuelvas. Ahora estoy menos angustiado, Gianni me ayuda con los gastos.»

Este período será breve. Al fin, Gianni se marchará definitivamente. En febrero Calvert me confirma la decadencia de una relación que había empezado a hacerse monótona:

«Gianni te saluda; no, no te preocupes. Siempre nos vemos; hizo la maleta por quinta vez y se marchó por tercera vez; nos vemos a menudo pero en vivienda aparte; quizás esa era la dificultad; aunque no sé; te confieso que me fatiga mucho lo difícil de la relación y busco y hallo cosas ligeras sin complicaciones. Ve ahora a una médico –esto entre tú y yo exclusivamente– que parece ayudarlo. Por lo menos se graduó, trabaja, se paga la médico y la vida» […]
«Estate atento a la revista Insula que tiene un material mío, pero no la compres, es cara; no sé cuando saldrá. Il Caffé también publicará otra cosa mía y una traducción de Gianni del inglés al italiano, muy jocosa, que hizo entre ataques de complejos de inferioridad y crisis de desaliento, pero la hizo.»
«¿Cómo se llamaba aquella obra de O´Neill? ¿Ligados? Sí, esa misma.».

Fue la última vez que me lo mencionó en sus cartas.

Gianni lo amó tanto como Calvert a él o tal vez más. Tres años después de la muerte del escritor debí viajar a Roma por cuestiones de trabajo. Por las noches salía a deambular y no perdía la esperanza de encontrármelo, y así ocurrió. En la Stazione Termini se concentraban jóvenes a fare la marchetta y, confundidos entre los numerosos viajeros, abundaban los hombres mayores que iban allí a contratar compañía y placer. Pero también frecuentaban otros de cualquier edad que se procuraban lo mismo sin que mediara entre ellos interés comercial. Una noche, por el largo pasillo, un Gianni envejecido apareció corriendo; estaba desencajado, flaco, sucio. Aunque lejos aún de los treinta, parecía tener los casi cuarenta y cinco que tenía Calvert cuando nos dejó. Pasó por mi lado sin verme. Casi grité su nombre, tanto para que no me ahogara la sorpresa como para llamar su atención.

Se volvió hacia mí y al advertir mi presencia reaccionó como si hubiésemos dejado de vernos la noche anterior, como si yo nunca me hubiera marchado y este encuentro fuera algo habitual. «Roberto,» –me dijo– «inseguo un uomo che sono sicuro sia Calvert. Lui mi fa queste cose: si fa vedere e poi fugge, ma questa volta non lo lascerò scappare. Ciao, caro, ciao.» («Roberto, voy detrás de un hombre que estoy seguro que es Calvert. Él me hace estas cosas: se deja ver y luego huye, pero esta vez no lo dejaré escapar. Adiós, querido, adiós»). Me quedé estupefacto viéndolo alejarse detrás del desconocido. Un escalofrío me recorrió el espinazo. Nunca más supe de él.

Al salirse de su vida, Gianni dejó un vacío más grande aún que el que ya existía cuando vino a llenarlo. Mi buen amigo estaba ahora a la deriva, sin asideros, sin ilusión en lo que hacía, dejándose abatir por problemas que no eran, ni por asomo, tan graves como los que padecíamos la mayoría de los otros cubanos que habíamos abrazado el exilio por aquellos días.

En enero Seix Barral había publicado Notas de un simulador, pero eso tampoco llegaba a constituir un verdero estímulo. «Al fin leí las últimas pruebas de la novela. Fea portada, sin vida, un collage pálido y muerto; pensar lo que hizo Chago con los poquísimos elementos que tiene, pero tiene ah! imaginación.» (Se refiere a la edición de Memorias de una isla. Ediciones R, La Habana, 1964) «Menos mal que la contraportada es bella pues apareció al fin la foto que me hiciste en casa en Roma hace exactamente un año, donde me inspiro menos ESPANTO. Pasaba una mala época, pero salí muy bien.»

También se refiere a otros asuntos que le preocupaban por aquellos días:

«Bueno, díle a Ramoncito» (Ramón Suárez, el camarógrafo recién exiliado que me había acogido en su casa para evitar que yo durmiera en la calle) «que al fin resolví lo de la residencia en España. Y a ti también. Juan» (el pintor Juan Tapia Ruano, 1914-1980) «me mandó ayer la tarjeta. Lo de Roma creo que se resolverá pronto, y bien. Me siento un poco menos en el aire, aunque hace un mes que no me cae trabajo. Voy a tener que meterme un mes en Ginebra. Qué se le va a hacer. Entonces empezará a caerme trabajo y, claro, no estaré.»
«He empezado a traducir a Lawrence para Alianza Editorial; labor dura pero bella.»

En efecto, se fue a Ginebra y la soledad se le volvió más inmisericorde. Aumentó su desaliento y se ahondaron sus ideas sobre la vacuidad de la vida.
A fines de febrero muere su madre. («¿Y eso cuándo será?» «No mientras mamá viva. No quisiera darle ese disgusto».) Es a Emilio Castillo a quien le escribe apenas se entera de la noticia: «¿Sabes que quisiera mucho seguirla? Hace días que con gran calma, sabiendo ya lo que es la vida, le pido a Dios mi vida sin sentido a cambio de la serenidad y la dicha para tí, para Gianni, para todos a los que tanto quiero.» Ya todo lo enfila hacia la muerte.

Ante la proximidad del fin de contrato en Ginebra vuelve los ojos hacia mí:

«La noticia de que te vas a Ibiza a filmar me alegra por tratarse de tu trabajo y tu vida, y porque yo pensaba no ir a Madrid sino a Barcelona y luego a Mallorca, huyéndole a los gastos de Madrid, y tratando de descansar y coger un poco de sol. Ahora bien, no sé por qué yo siempre había tenido la fijación con Ibiza, por ser más salvaje, de modo que si tú estás allí el 10 díme dónde estarás y yo iré a estar contigo unos días si estás solo y aunque no lo estés porque no te molestaré» […] «se me ocurre una cosa ¿por qué no pasamos unos días juntos en Barcelona antes del 10 en una pensión de esas que tú conoces, baratas hasta morirse de baratas, gastando el mínimo como tú sabes?» […]
«Macho, tengo una extraña necesidad de verte. Será para que me infundas un poco de tu amor a la vida inmenso, del viejo vigor de los Fandiño y de la línea materna.»

Yo no fui capaz de medir la necesidad del amigo que buscaba una tabla de salvación a la que asirse porque ya se ahogaba sin fuerzas en un mar de desaliento. Ni siquiera contesté esa carta.

Del 18 de abril es la última que tuve de él.

«Sólo una líneas para repetirte lo que te decía en mi carta de hace dos semanas y pedirte que me contestes cuanto antes, pues si tú no vienes, no tiene ningún objeto irme a Ibiza.»
«El día 30 a las 9 p.m. pienso salir en el tren para Barcelona y llegar el 1 de mayo y alojarme en alguna pensión ultrabarata que tú conozcas y esperarte ahí. De ahí podemos ir juntos a Ibiza a menos que tú vayas directamente en avión desde Madrid, en cuyo caso díme en donde te hospedarás y yo te encontraré.»
«Machito, por favor, respóndeme a vuelta de correos si ya tienes las fechas y detalles.»

¿Cuál fue mi respuesta, incapaz entonces de advertir los gritos de socorro que se agolpaban detrás de sus palabras? Mi proyecto de trabajo en Ibiza se cayó. Seguramente le hice comprender –aún cuando yo mismo no estaba enteramente consciente de ello– que en aquel momento, tratando desesperadamente de sobrevivir en mi exilio recién estrenado, yo no podía entenderle ni atenderle. Treinta años después lloré al releer sus cartas. Tardé todo ese tiempo en enterarme de que tal vez, tal vez en aquella ocasión, pude haber hecho algo para evitar o al menos posponer el desenlace.

Se marchó a Barcelona y no fue a Mallorca ni a Ibiza como habría deseado. Tomó la decisión definitiva, la que tantas veces había imaginado, y ello le dio fuerzas para venir a Madrid a despedirse de los amigos, también de mí.

Aparte de las dos veces que nos vimos para comer en casa con sus íntimos, concertamos una reunión solos un mediodía en una cafetería de la calle de San Bernardo. Me pidió perdón por haberme acosado. Tampoco esta vez lo entendí. ¿Acosarme? ¿Cuándo? Ni siquiera sentí «como cuando un pan en la puerta del horno se nos quema», que diría César Vallejo. Aunque eso era lo que estaba ocurriendo. Por el contrario, pensé: «Cosas suyas, su humildad sin límites.» ¿Hubiese cambiado algo las cosas si en ese momento le hubiese dicho, como debí decirle: «Sabes que eres mi hermano y te quiero mucho»? Era muy tarde ya.

Lo que ocurrió después es de todos conocido. Regresó a Roma, le pidió a la señora de la limpieza que no volviera hasta el lunes, se encerró en el apartamento y no salió más. Aquel mismo viernes de mediados de mayo o tal vez el sábado ¿tomó la escalera que me había ofrecido para subir a la barbacoa o, como hice yo cuando le alcancé los bombillos, consideró que era suficiente subirse en una silla? Vean ahora un plano general corto de la habitación. La única luz parte de la lámpara de la mesa de noche donde el hombre que entra, aséptico y meticuloso, coloca un vaso de agua y un frasco de pastillas. Se sienta al borde de la cama, toma el frasco con la mano izquierda y el vaso con la derecha. A golpes moderados va vertiendo en su boca las pastillas y se ayuda a tragarlas bebiendo pequeños sorbos de agua. Ahora deposita de nuevo el frasco, ya vacío, y el vaso con un poco de agua sobrante, en la mesa de noche. Está tranquilo, indiferente, tal vez un poco desencantado, pero seguro de sí mismo, de lo que hace. Se acomoda en el lecho en decúbito supino y se pone a esperar.

Ni siquiera pudo espiar su propio tránsito. Se había dormido.

«No es la muerte lo que me obsesiona,» –nos dice a través del personaje de Notas– «es la vida, el humilde y grandioso bien siempre amenazado, siempre perdido. Me intriga el momento en que se extingue para siempre; aún no he podido explicármelo, está más allá de toda comprensión. He tratado de sorprenderlo. Siempre se me escapa, es evasivo.»

Tampoco esta vez pudo. Cuando se dio cuenta ya era todo espíritu.

Publicación original en Revista Hispano Cubana, No.5, Madrid, 1999.