Ana Dopico: Retratos cubanos, política y amor
Es una foto extraña. Rota en una esquina, manchada. El tiempo la dañó. Siete dos figuras. Una niñita, vestida de asturiana, cargando una muñeca con un vestido similar. Y una joven delgada que le agarra la mano. Están en un separador del malecón de La Habana. No puedo precisar a la altura de qué calle. La brisa sopla del mar. Despeina a la muchacha, le revuelve su pelo negro, mientras ella mira hacia la avenida o el muro del Malecón. Lo hace con interés, quizás hasta sonríe un poquito. Difícil discernir eso ahora. Pero algo definitivamente le llama la atención. Se le ve tranquila, con gracia. La niña a su lado parece plantada en pleno centro de la foto. A su espalda, un poste del público alumbrado divide la escena, como partiendo en dos su silueta.
La niña no mira al mar. No sonríe, sino que mira enfuruñada a la cámara. Quizás no quiere estar en la foto, o la muñeca le pesa un mundo. Quizás sea sólo el demasiado el viento o el ruido. Detrás y encima, como flotando sobre la niña, una decoración de máscaras anuncia que son días de carnaval. Con esos trajes de asturianas, la niña y su muñeca parecen también anuncios, pequeños restos del espectáculo. De noche, a una hora muy distinta, esta misma calle estaba repleta de parranderos. Quizás ya se acabó el carnaval. En la foto, tanto la decoración como la niña parecen sacados de contexto en esas calles vacías. La sepia gastada le confiere a la luz del día algo de desolación. Las figuras se ven expuestas y vulnerables. Forman parte de un equilibrio precario.
En el edificio del fondo, las ventanas podrían estar lo mismo abiertas que rotas. Pasan autos a la izquierda. Si nos fijamos bien, notamos unas figuras paradas alrededor de un carro a la derecha. El blanco y negro gastado de la foto nos roba la luminosidad, esa paleta esencial de La Habana: el azul, los rayos dorados, las texturas saturadas y la tez trigueña de ambas. En blanco y negro, sin el menor signo de nostalgia, ni tampoco marcas de opulencia o sensualidad, las fotografías de La Habana son todo un reto. Devienen en ejercicios de la memoria documental. Y piden un ajuste de cuentas con la factualidad política, con la historia, con lo que se perdió.
Esta foto quizás forma parte de un álbum, enganchada por sus esquinas a un cartón. O quizás la metieron suelta entre las páginas de un libro. O fue enviado por carta. Si llegó a ser parte de algún archivo, ese archivo se dispersó. Y la foto terminó siendo un fragmento hace ya bastante, debiendo vivir en libros y en sobres durante décadas, libre de todo marco. Tiene rastros de tinta por uno de sus lados. El papel está raído y tiende a enroscarse. Sus bordes se le siguen desgastando.
Si reparamos cuidadosamente en la imagen, descubrimos cierta huella de la memoria colectiva cubana. Las máscaras del carnaval, en ese centro distante de la foto, señalan una ruptura, y no sólo en la composición de la imagen. Parecen ser carteles del carnaval de La Habana en 1966, como parte de la larga tradición de carnavales en la capital, desde inicios del siglo XVI. La Revolución comenzó a intervenir en los carnavales en 1962, introduciéndoles motivos socialistas hasta que en 1967 fueron cancelados de manera oficial. Ese año, y los dos siguientes, las festividades se suspendieron porque el Estado dirigió la disciplina de la población hacia la meta nacional de una zafra de diez millones de toneladas de azúcar, proyectada para 1970. El esfuerzo heroico falló y la zafra llegó sólo a poco más de 8 millones, pero al fin en 1970 los carnavales regresaron a La Habana. Desde entonces, ya no se celebraron más antes de la Cuaresma, sino en lo más crudo del verano, haciendo coincidir con la efeméride revolucionaria del 26 de julio.
Para mí, esas máscaras flotan como un escudo extraño sobre las figuras se detiene en el separador: la muchacha y la niña, mirando en direcciones distintas de un paisaje partido en dos. El escenario político también se iba dividiendo más y más. A finales de los sesenta una segunda ola de cubanos abandonan la Isla: profesionales, clase media, obreros, de cualquier raza y estatus social. Al llegar a Miami, se les identifica intencionalmente como “profesionales blancos”, colimándolos en el encontronazo entre Guerra Fría y la lucha por los derechos civiles en la ciudad. Pero esas decenas de millas de cubanos provenían en realidad de políticas disímiles. Con la restricción de una maleta por persona y un juguete por niño, sus archivos tuvieron que ser tan ligeros como pesados eran sus decisiones al elegir el exilio.
Las miradas divergentes de la foto son eco de las trayectorias que separaron a tantas familias cubanas. El fotógrafo, mi tío abuelo José Luis, salió a Miami y luego a San Juan. Yo soy la niña del trajecito cortado en casa, guindada de la mano de mi prima bajo las máscaras del Malecón. En 1970, para cuando los carnavales volvieron a La Habana, la mitad de mi familia ya se había ido de Cuba. Y me habían llevado con ellos. Pensando instalarse en el Noreste, mis padres volaron hasta Miami y ya nunca se fueron de allí. La joven de la foto se quedó y aún vive en La Habana. Es una veterana de la Revolución y de todo lo que vendría después.
La joven de la foto es Lucila Jiménez Castro, una prima segunda muy querida que es hija de mi tía abuela, quien a su vez es tocaya de su madre. Mis padres no tenían hermanos, así que para mí Lucilita era una especie de tía encantadora, además de mi prima. Delgada, despierta, rítmica, cómica, voluble y dulce. Una persona íntegra y tierna, cariño de mis primeros recuerdos cubanos. Influyó, de manera directa e indirecta, en todo lo que sé de Cuba. Una mujer de conciencia política, fiel a su familia de izquierda, Lucilita se enamoró de un joven revolucionario, alto y flaco, que había venido del campo a La Habana para estudiar entre tantos otros becados de la Revolución. Se llamaba Albio Castro, y Lucilita se casó con él en los primeros años de la Revolución, antes de que yo naciera. Creo recordar la estatura de Albio, su bondad y el verde olivo de su uniforme. El romance de Albio y Lucilita, esa elección política, hizo de la Revolución una historia íntima y no sólo un acontecimiento histórico. Como el resto de mi familia por parte de madre—que decidió quedarse, que creyeron en la promesa política de esos años—Lucilita hizo imposible que ridiculizáramos la Revolución, que condenáramos a sus seguidores, o que despreciáramos los lazos entre política y amor.
La familia se dividió entre La Habana, Puerto Rico y Miami. Mi abuela, que estaba en Miami, entabló una correspondencia de décadas con su hermana en La Habana, una intimidada epistolar urgente para paliar la distancia. Mientras mis padres trabajaban sin cesar para salir adelante, mi hermana menor y yo escribíamos las primeras cartas de nuestra vida bajo la batuta de mi abuela y las enviábamos a su hermana, a la bisabuela Mamita, a Lucilita y Albio, ya nuestra querida Nena Jiménez. , otra matriarca de la familia habanera. Diríase que aprendimos a leer y escribir solo para mandar aquellas cartas a La Habana. Cada acento y cada palabra tenían que ser precisos, como prueba de que no habíamos perdido nuestro español. En tanto niñas pequeñas, fue una lección precoz sobre la responsabilidad de las palabras, de la palabra correcta, y también una lección sobre el arte de la correspondencia. Mi abuela nos obligaba a escribir mejor, ya hacerlo más a menudo. Cada carta era un examen de ortografía y acentuación. Según fui creciendo, iba postergando el escribir esas cartas, eludía esa tarea onerosa. Así, cuando Mamita murió en La Habana, sintió una culpa terrible de que hubiera muerto por no haberle escrito lo suficiente. Yo tendría nueve o diez años por entonces. Después, se me hizo aún más difícil escribirle nada a nadie en Cuba.
Aún cuando no escribíamos las cartas, mi hermana y yo éramos las que poníamos en el sobre: Marianao, 14 Número 6203, Esquina 62, altos. Eso se me quedó grabado en la mente, como el número de teléfono de Lucila, aprendiendo de memoria de tanto repetírselo a las operadoras americanas que mi abuela nunca pudo entender. Las cartas lograban lo que aquellas llamadas emotivas nunca pudieron: permitían un diálogo sostenido dentro de códigos de cariño. A través de esa correspondencia a lo largo de más de treinta años, seguimos de cerca la lucha de mi tía abuela Lucila, la opaca vida y muerte de mi tío Braulio, pero sobre todas las vidas de Lucilita y Albio. Por ellos conocimos cómo se vivía en La Habana de nuestra ausencia: la zafra, los cambios de trabajo, la libreta de abastecimiento, el trabajo voluntario, los hijos que iban naciendo, las excursiones escolares, las vacaciones a otra provincia o los parques del socialismo. . Supimos de mis primos y de sus puntos para la ciencia y la ingeniería. De cuando Albio se fue a Angola y de cuando regresó. De enfermedades y muertes. Nos mandaban fotos de mi bisabuela, de mis primos y sus caritas de niños que se hacían grandes: los niños de mi generación que apenas conocí. También nos enviaban postalitas bucólicas de Cuba, decenas de postales en blanco con becarias que nadaban en lo azul de piscinas gigantes, con dinosaurios de piedra en el parque temático de Baconao y papalotes remontando los cielos del Parque Lenin. Las postales se acumulaban en una caja que guardaba mi abuela en su armario. A cambio, les enviábamos fotos de familia con las mujeres y niñas en sus vestidos de Pascua, posando junto al achacoso pero servicial Pontiac color oro de mi papá. Fotos de mis dos hermanos menores, nacidos en Miami. Fotos de los carnavales de Halloween. Fotos que demostraran que nos iba bien aquí, para que ellos no se preocuparan allá.
En los primeros años, en la primera década, nuestras cartas a Marianao iban cargadas con papel de jabón, cuchillitas de afeitar, medias de mujer, artículos de primera necesidad imposibles de encontrar en aquella Habana de los racionamientos. El papel de jabón se te derretía en las manos si jugabas con él. Qué desperdicio, decía mi abuela. Ellos, en “la luchita” de La Habana; nosotros, en “la luchita” de Miami. Mi abuela aquí, como su hermana allá, ahorrando hasta el último retazo de papel. También las bolsas de compra y el papel de aluminio para envolver. En esos primeros años, ellas hacían cola para comprar huevos y leche en La Habana; nosotros íbamos al Refugio a buscar frijoles y leche evaporada. Mi hermana Gigi, de tres o cuatro años entonces, escondía las bolsas de frijoles bajo su cama, para tener una reserva por si acaso todo se nos acababa.
Jamás ni un susurro sobre política: mi abuela y su hermana se escribían esquivando a los censores. Para una familia revolucionaria en Cuba, cartearse con el exterior, escribirles a sus exiliados, no era una nimiedad. En una y otra orilla, cada hermana sabía que sus palabras podrían poder contarse las cosas. También es probable que se mintieran mutuamente, suavizando sus respectivas dificultades. Como millones de mujeres cubanas, a lo largo de décadas de separación, ellas supieron sortear el escenario minado de la ideología y la emoción.
Los años y sus desgloses sentimentales crearon en mi familia una ambivalencia sobre la memoria política. La sensación de que era algo muy importante pero arriesgado, algo de lo que quizás nadie debería fiar. Es el legado de una larga Guerra Fría civil. Prestarle atención a semejante memoria requiere de una devoción perversa y de una labor descomunal: escudriñar a través de los archivos y de los materiales de nuestra cultura, escarbando genealogías familiares, textuales y políticas. Lo que implica una ardua faena de memorias y desmemorias, y requiere de sumo cuidado y respeto por los artefactos y rastros de aquello que más nos falta. En ese proceso, nos topamos con los vínculos y las pérdidas de un amor estructurado por lo político y por las rupturas de la política, nos enfrentamos con el recuerdo, y con una silenciosa aceptación de sentimientos y de un compromiso cabal. Es un amor que no es exclusivamente del individuo, ni de la familia, ni siquiera solo de lo nacional.
Al recordar, comprendo lo que me une a Lucilita, ya Cuba, a pesar de las demasiadas décadas y la distancia. Ese lazo amarra íntimamente la política y el amor. Por escrito en cartas, ensartado entre conversaciones, visitas, discusiones, e incluso silencios, sí ha ocurrido un diálogo sobre el amor más allá del reino de lo privado, sobre las formas del amor expresadas de manera política. No un amor político, sino algo diferente, que pide invención y nombre, quizás algo que podríamos llamar politicamor.
En Cuba y en su diáspora, las decisiones y los secretos de la políticamor conforman nuestra noción sobre qué es posible y qué es resistencia, formándonos en el sacrificio, la solidaridad y las carencias. Lo que se tradujo en ritos íntimos y maneras de conocer el mundo. Ese enlace de política y amor –por la justicia y la libertad, por la gente, por las ciudades y comunidades, por los líderes y los revolucionarios, por las ideas y las prácticas del bien común, así en la isla como en el exilio– , esa forma de amor por lo nacional, moldea el carácter individual y colectivo, y también nuestro entendimiento de la distancia entre estado y nación. Los escritores, músicos y artistas cubanos la han invocado durante doscientos años, tal como los filósofos y académicos meditaron sobre la nación y su políticamor. Yo pienso en algo más allá del amor patrio o la ideología, en algo más íntimo que entrecruza eros con caritas, deseo y querer. Esos lazos entre política y amor los sentimientos en privado, pero nos ayudan a reconocer cuanto compartimos, a reconstruir lo que nos es común.
En un momento en que Cuba es reimaginada desde la perspectiva de los Estados Unidos como un objeto de deseo y transacción, nuestra memoria colectiva bien podría desplazarse hacia otro tipo de negociación: pensar más allá de la nostalgia nacionalera y los sueños desarrollistas, para retomar entonces la historia sumergida de nuestro politicamor. Es el legado de las mujeres que esquivaban a los censores con sus cartas, de las familias que mandan remesas, de los revolucionarios comprometidos y los presos políticos que rechazaron la venganza y el odio. Cubanos y cubanas que han vivido más allá de las especulaciones del presente, para atesorar el pasado como algo mejor que un fetiche más.
Lidiar con la políticamor transforma nuestra memoria y pone en jaque los mitos. Los cubanos de Cuba y de la diáspora se conocen al dedillo los secretos y el precio a pagar por su políticamor: es eso que religa y rompe familias, marcándonos en tanto pueblo. Para los cubanos, la historia de nuestro políticomor termina demasiado a menudo en el desencanto, en traiciones y rupturas. Es una narrativa de la desilusión que redunda en una paranoia sin fondo. Mirándome en esa foto, junto a mi primera segunda Lucila, habito aquel momento efímero e imagino una políticamor que implica cariño y cuidado, respeto y reparación. Una políticamor que nos convoca a contar cada historia por segunda vez.
Lucila Jiménez Castro está muy enferma en La Habana. Yo estoy en Nueva York, resolviendo los papeles para intentar verla de nuevo. Estudio su cara en la fotografía. Releo su retrato y los emblemas. En lo retroactivo que es el acto de recordar, en su posterioridad, algo ha comenzado a cambiar. En la distancia entre ella y yo, tal como en nuestra común narrativa, el trabajo de la memoria hace más lúcidas las genealogías desgastadas y los inicios perdidos—todos esos archivos desperdigados de política y amor.
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