Sergio Chejfec: García Vega, el escritor plástico

Archivo | Autores | Memoria | 7 de agosto de 2015

En el libro que ahora describiré, el autor se detiene en observaciones previas a la composición propiamente dicha. Cada recuerdo y objeto en general que rescata del pasado o del presente –su textura, color, luminosidad, su contexto, su condición en general– es considerado desde varios ángulos para decidir si vale la pena incluirlo en la escena que se dispone relatar. Obviamente es una coartada, porque el autor termina describiendo no solamente aquello que se propuso sino los obstáculos, ciertos o no, que para hacerlo encontró en esos objetos. El método de este escritor anfibio oscila entre la exaltación y la incertidumbre, pone en entredicho el significado de lo que cuenta porque la premisa de su estrategia es que, en primer lugar, uno sólo está seguro de lo que cada cosa no es.

Sobre el goteo de Lorenzo García Vega

Lorenzo García Vega es un autor prolífico y bastante conocido. Pero pertenece a ese grupo de escritores sobre los cuales cada vez que se escribe debe explicarse casi todo. Hay un motivo obvio: es un escritor infrecuente. Es esa infrecuencia, más allá de que sea conocida o no, la que pone a los comentaristas en la incómoda posición de construir sus argumentos desde la excepción, lo excepcional. Estoy seguro de que a García Vega no lo incomoda la palabra infrecuente, y acaso podría aceptar que lo llamen raro. Sin embargo, raros son los escritores que escriben como se ha hecho siempre; o sea, nada más alejado de García Vega, que escribe como raramente se ha hecho.

La literatura de García Vega tiene un vínculo muy estrecho con lo excepcional, en el sentido de lo que ocurre por única vez. Por otra parte, tiene un estilo muy particular, parece escribir como si hablara en voz alta, y en sus composiciones los hechos se describen como únicos, peripecias de tenso y oculto significado, aunque se repitan de un libro a otro y bajo diferentes combinaciones.

Uno de los rasgos más característicos de este autor es que su escritura es reconocible de inmediato, para ello sólo basta una frase. Y sin embargo muy raramente sus libros son una sola cosa. Es difícil decir de cualquiera de ellos que se trata de algo en particular sobre algo preciso. García Vega escribe con la intención, o el resultado, de borrar las fronteras entre los esquemas literarios más típicos. Pero enseguida uno advierte que ello obedece menos a una intención que a la imperiosa necesidad de su estilo y de sus elecciones temáticas.

Varios de sus libros hacen parte de una autobiografía dinámica y otros incorporan experiencias vividas. Con el paso del tiempo, una vez que la vida se hizo escritura, lo escrito se ha vuelto vida. Un ejemplo de ello es Playa Albina, el lugar de leyenda donde se vive y desde donde se escribe. Lo que más me llama la atención de García Vega es cómo los hechos del pasado continúan vigentes mientras son recuperados, están vivos, adquieren el estatuto de lo simultáneo, siempre son mencionados en su carácter de señal alerta, como si nunca hubieran dejado de ocurrir, y como si el verdadero encargo de la literatura fuera actualizar el recuerdo y someterlo al mandato de un presente constante.

Estas características están también presentes en un libro que García Vega publica en 2010, una edición de 200 ejemplares: Son gotas de autismo visual, de Mata-Mata Ediciones, en Ciudad de Guatemala. Gotas, autismo, visual. El título ofrece algunas claves. No me refiero al autismo, esa condición psicológica o social con la que los narradores de García Vega se han ido familiarizando de libro en libro, de cuyo carácter son emblemas arquetípicos el portero de Gucci o el bag boy del Publix, sino a la idea de gotas en el sentido de unidades independientes y serializadas, repetidas pero autónomas, como los párrafos y desvíos del autor; y me refiero también a la promesa de visualización, en tanto una naturaleza o escena previas al texto que deben ser organizadas de un modo, antes que legible, visible. Porque el narrador de estas Gotas… no tiene ningún problema en anunciar que estamos frente a construcciones plásticas, unidades visuales en las que se combinan elementos heterogéneos de manera más o menos autónoma, o más bien, de manera tributaria de los roles simbólicos que han asumido, pero autónoma una vez que han pasado a formar parte del nuevo dispositivo visual.

Así, en el comienzo el libro anuncia la primera escenografía. García Vega está en su casa. Ve el reloj sobre la mesa, ve la hora indicada, ve las agujas, ve la madera que lo rodea. Ve todo separado y junto al mismo tiempo. Los elementos pertenecen a naturalezas distintas, pero coinciden en el encuadre. Luego pegará sobre la pared varias tapas de libros, fotografías, recortes de colores, reliquias del pasado. Es un comienzo dedicado a exhibir el dispositivo del autor, ya que más adelante esas operaciones físicas de poner, agregar, pegar, recortar, quitar, reemplazar, etc., serán menos anunciadas y estarán más implícitas. En cierto modo, el libro vendría a ser la descripción del proyecto de un artista plástico, o de un escritor convertido en documentalista que no quiere renunciar a la palabra escrita pero valora más la elocuencia de lo físico y lo tangible. Porque el pasado, esa copiosa veta de premoniciones y experiencias que cuando se lo convoca anula la sucesión cronológica para flotar en la constante duración proustiana del recuerdo, ese pasado no es obediente, se manifiesta a los saltos, o más bien a los tumbos, vapuleando al autista que ha tomado como sujeto y víctima.

Alguien admirado por García Vega, mencionado en este y otros de sus libros, Joseph Cornell, puede alumbrar la personalidad estética, y en parte el procedimiento, del vecino de Playa Albina. En primer lugar están las famosas cajas cornellianas, o cajitas, cuya forma de elaboración, al usar materiales heterogéneos –ya sea simbólicos, documentales o meramente arbitrarios–, tiende a ser recreada en estas Gotas…; y en segundo lugar está el valor icónico que la misma instalación asume para el artista. Porque así como para Cornell las cajas eran una vía para representar un autoexamen, que gracias a las mediaciones de los objetos y su sucinta escenografía miniaturizada, develaba y ocultaba, oscilando entre la confesión y el secreto, de modo similar para García Vega, la construcción de esos paisajes visuales despliega una gramática de la revelación y el ocultamiento.

Es secundario que García Vega ignore, según dice, el significado último de los episodios a través de los cuales él mismo se cuenta, porque, naturalmente, así como no nos sentimos atrapados por las cajas de Cornell por lo que puedan decir u ocultar sobre su vida o su conciencia, sino que al contrario, nos cautiva asistir a un sistema de alusiones abstractas representado con objetos prácticamente bastardos, del mismo modo, la construcción verbal de García Vega funciona como el monólogo de alguien que busca representarse subrayadamente, pero con un contado y casi mudo inventario de anécdotas. Es digamos, el sujeto escaso, el pobre en experiencias que, precisamente por eso, precisa invocarlas reiteradamente y en términos de profundidad. De ahí la repetición de motivos y secuencias, como si se tratara de barajas recurrentes. Los episodios que convoca (los objetos) obviamente no están tan discriminados ni son tan disímiles como los de Cornell, porque naturalmente los de García Vega no son tangibles. Por ello sería quizás incongruente una analogía directa entre las cajas de uno y las construcciones verbales de otro.

Y sin embargo el procedimiento es similar. De hecho, la puesta en escena textual de Gotas… recuerda una serie de piezas de naturaleza ambigua, que no fueron concebidas como «obras» por parte de Cornell en el sentido usual de la palabra, pero que ocupan un lugar ambiguo, a la espera de convertirse en tales. Me refiero a los dossiers, esas carpetas o cajas en las que Cornell iba agrupando cosas variadas según un orden dado que podía ser temático, cronológico, afectivo, conceptual, utilitario, etc. Estos dossiers permiten ver una lógica en funcionamiento (o varias) que tiende a categorizar las señales y objetos del mundo, porque fueron las verdaderas cajas de donde Cornell extraía las piezas, o sus sucedáneos, que componían las otras cajas, las fabricadas.

Entonces, a diferencia de las cajas o collages habituales, que buscan expresar y esconder una interioridad, los dossiers guardan la lógica veraz del inventario y la dimensión empírica de la acumulación: se expresan como recorte y selección. Son capciosamente gráficos por lo que guardan, todavía ninguna intención de que sean estéticamente representativos los rescató. Creo que en esta forma de acumulación ecléctica, un poco a destiempo por lo lenta y elástica, pero que al final se manifiesta de manera urgida, porque no de otra forma se pone de manifiesto la expresión de García Vega, o sea, como un precipitación nerviosa, se esconden las claves de los episodios que dan vida a las ficciones autobiográficas de este autor. La misma naturaleza de las anécdotas impone una representación tipo «instalación verbal», o discurso visual como da a entender García Vega.

Una de las preguntas más interesantes e intrigantes que ofrecen sus relatos (aunque en realidad, cómo llamarlos: ¿narraciones, piezas, alegatos, prosas, derivas, comentarios, ensayos?) pasa por la relación inarmónica que hay entre lo dicho y lo que se ha querido decir. Es un simple malentendido que convierte a García Vega y a su escritura en algo extrañamente vigente y atemporal. Es como si hubiera asumido un programa de impugnación sistemática de Lezama Lima, quizás uno de los últimos y más grandes escritores con plena confianza en las posibilidades de representación de la lengua.

García Vega se propuso relatar la decepción, dentro de ella la imposibilidad de hacerlo, incluso como decepción, frente a cualquier narración. Lo que queda, entonces, son las intenciones. Pero como se sabe, es imposible confiar en las intenciones de los escritores. García Vega lo sabe; por ello se propone construir objetos con palabras.

Transcribo por último, para eventual provecho de los lectores, los dos párrafos finales de Gotas… Es como si la descripción de los hechos venciera a la narración. No otra cosa apreciaban los surrealistas; aunque en este caso es más real.

Pero, ¿qué fue lo que se hizo para poder fabricar todo lo que acabo de enumerar? Pues bien, lo que se hizo fue muy sencillo: primero se introdujo, dentro de una cajita, una imprevisible, sombra táctil; después se estableció –por supuesto, dentro de la cajita– la relación con un teléfono que no sonaba; y entonces todo quedó –al oscurecerse, más y más, el soñado montón de oscuridad–, súbitamente fabricado.

Así fue la cosa, aunque no se entienda, ya que todo esto, producto de una fabricación sencilla, no deja de estar bastante enredado.

En su momento, la pregunta que muchos comenzaron a hacerse frente a piezas y acopios como los de Cornell fue dónde comienza y termina lo que puede ser considerado obra. Es la misma pregunta que proponen los textos de García Vega, porque son piezas textuales que no se han concebido como obras, y sin embargo inevitablemente lo son.

Tomado de la antología (ebook), Lorenzo García Vega: La patria albina, Edic. Incubadora, 2015. (Imagen: Maldito Menéndez).