Jorge E. Lage: Salvaje Este

Autores | Diáspora(s) | 24 de septiembre de 2015

El volumen Ratas, líquenes, insectos, polímeros, espiroquetas: grupo Diásporas(s). Antología (1993-2013), publicado el pasado año por el sello mexicano Cabeza Prusia —el nombre del sello parece inventado expresamente para Diáspora(s)—, termina con una jugosa y «falsamente coral» entrevista a los miembros del grupo. Rogelio Saunders dice allí lo siguiente: «Creo (lo creo ahora mismo, y lo creeré siempre) que nacimos en el mejor lugar posible, en el mejor momento posible».

Es decir en Cuba, y en el seno de una generación marcada por el quiebre entre los 80 y los 90, por aquellos ya legendarios años en que la ruina totalitaria fue como una materia primordial, compacta y lacerante. Ni más ni menos.

La afirmación, tan segura de sí misma, sorprende y al mismo tiempo da qué pensar. Algo hay ahí de fiesta innombrable en medio del desierto y de la nada, relacionado con dos productividades: la lectura y la escritura. Valdría la pena seguir reflexionando sobre esto.

Poco después, respondiendo a una pregunta sobre fuentes literarias, Saunders menciona su descubrimiento de Miguel de Marcos. Un satírico cubano, dice, al que ni siquiera en Cuba se conoce mucho. Es el recuerdo de un viejo entusiasmo. «Se dirá que lo que escribe Miguel de Marcos está muy lejos de lo que yo escribo», reconoce Saunders. «Pero hay razones invisibles y alineamientos ocultos.»

En la sátira, en una posible tradición cubana de la sátira política y sus alineamientos y conexiones más o menos ocultas, pensaba yo —entre otras cosas— mientras leía El imperio Oblómov (Renacimiento, 2014), el más reciente libro de otro escritor antologado por Cabeza Prusia, y una novela salida de una cabeza programáticamente prusia: Carlos Alberto Aguilera.  

Lo de Aguilera es la geopolítica. Antes China, en sus relatos de Teoría del alma china. (Cuaderno de Feldafing, de Rolando Sánchez Mejías, otro escritor del núcleo duro de Diáspora(s), también mostraba esa experiencia de fuga cartográfica, esa cosa de escribir desde otra parte.) Ahora es el Este: un territorio que es alemán, austrohúngaro, otomano, transilvano, polaco, balcánico, paneslavo y ruso. Todo a la vez: descolocado, alocado, rabiosamente superpuesto. Reciclado en estas páginas como una gran provincia rica en enfermos y asesinos, tan policial como patética.

Ahí transcurre la saga de los Oblómovs: en una región «moralmente engurruñada», leemos, donde la gente se vigila entre ellas y cualquier desavenencia puede desembocar en linchamiento. Un lugar «de progromos y hachazos en la cabeza». Un lugar «pródigo en mitos, zorros, sectas, escopetas, delirios y creencias». Y un espacio convertido en retablo de adefesios, donde se mueven sin cesar unos personajes que van o vienen de la caricatura.

El Este de Aguilera es un espectáculo —para decirlo con él— zorruno. Vemos claramente los cortes de esa «cuchillita teatral» de la que ha hablado en alguna ocasión (Aguilera ha publicado también teatro). La parodia teatral lo chupa todo, lo empuja todo contra las cuerdas. La ficción deviene carromato itinerante; es ella misma «uno de esos carromatos gigantes que dan vueltas por todo el Este». Los personajes tienen «aire de muñecón de feria», son propensos a toda clase de risitas («reía brechtianamente mamushka Oblómov»), a largos monólogos y a poner lo ojos en blanco. Son sacos de huesos y gestos dementes («Un imperio sin locura no es un imperio, hijo mío», dirá esta mamushka).

Uno de esos personajes es una eminencia médica con joroba, capote gris-rata y «sonrisita de coleóptero», llamado Bertholdo. Paranoico y bacteriólogo, el profesor Bertholdo huele el esputo de sus enfermos —los sanatorios y manicomios centroeuropeos, se sabe, son un género en sí mismos—, recomienda «bromuro y manguera» y garrapatea en una libretica. Las aficiones de Bertholdo son las muñecas, los uniformes y las medallas militares. Tiene una muñeca de pelo de caballo, de nombre Bertholdina, con un hueco arrugado en la entrepierna. El bacteriólogo es adicto a oler y lamer esa rajita prieta mientras se pega latigazos.

Esta composición, muñecón/muñeca guarra–institución médica–sadomaso– neurosis militaroide–devenir animal, creo que es un buen ejemplo de lo que hace Aguilera a todo lo largo de El imperio Oblómov. La narración se mueve, zigzagueante, por trazados conceptuales de ese tipo.

Entre paréntesis: no sé cuántas sex-dolls tiene la literatura cubana —también habría que reflexionar con urgencia sobre ese tema— pero la Bertholdina merece sin duda un lugar destacado. Y pienso ahora en la Lucía de Paradiso, personaje que algunos tal vez recuerden «natural», pero que en realidad no es otra cosa que una muñecona en la que cobran vida las pesadillas de ginecólogo de Lezama. Visiones vulvofóbicas y vaginoplásticas. Hay que ver cómo se explora la entrepierna femenina en Paradiso.

(Está el Lezama B, por supuesto, el Lezama que cojea patafísica, el Lezama que quiere soplar una flauta helénica pero solo cuenta con su trompa de elefante, el Lezama que muy a menudo, y subrayo muy a menudo, parece un émulo pujón de Miguel de Marcos. Todos localizables en su novela maestra. No olvidar al Lezama que hacia el final del capítulo X se dedica, durante dos cuartillas y pico, a describir un fibroma uterino.)

«Esto sucede en mil ochocientos y pico», precisa el narrador en algún momento del relato. El imperio Oblómov es, sí, una novela histórica. Pero hablamos, si acaso, de una Historia neoplásica, que no está donde tiene que estar ni del modo en que tiene que estar. Yo diría que se trata de una novela histórica donde lo «histórico» tiene que ver, más que nada, con el pasado reciente de Cuba.

El going-east de Carlos A. Aguilera, casi una marca registrada dentro de la narrativa cubana reciente —¿cómo sería, especulando, un going-west; un going-west que no llevara necesariamente a China?—, antecede a su exilio centroeuropeo. (Quien postulara en un ensayo aquello del escritor inactual, que habla en checo a la oreja del Estado, vive actualmente entre verdaderos checos y sabe que Estado y Mercado prestan orejas muy parecidas a ese modelo de escritor.) El going-east es un procesamiento, una forma de convocar la memoria, la experiencia, las lecturas; una lengua-archivo, un método para desmenuzar las ficciones perversas del poder y burlarse de ellas.

El narrador de El imperio Oblómov nos habla de aquello que los exiliados rusos llamaban «El puntico del honor»: «Es decir, ese recodo donde la cháchara nacionalista y la cháchara patriótica se encuentran y ambas, derrotadas, farsescas, incoloras y sin nada que mostrarle al presente, aunque aún con una naricita de pájaro cien por ciento empinada por encima del chaleco, forman uno de esos pudines con nata ácida y frambuesa que no hay quien se los trague».

El autor, desde niño, vio pudines servidos en distintas mesas. Nació en el lugar y en el momento. Al principio de la novela conocemos a una profesora de internado que imparte clases de lengua, patriotismo y civilidad. La responsable de semejante tríada es una gorda casposa que usa capote, como Bertholdo, y por supuesto parece «un demonio de obra de teatro». Yo estoy casi seguro que detrás de ese personaje hay más de una profesora habanera.

Publicación original en DDC (2015).