John Updike: El mar de las lentejas

Archivo | Libros | 10 de febrero de 2017

El mar de las lentejas, del expatriado cubano Antonio Benítez Rojo, juega de forma estimulante con la historia de España y de América mediante una continua lluvia de luminosa y violenta imaginería y una inequívoca indignación. Benítez Rojo tiene un punto de vista propio, analítico y espantado que, cabe imaginar, procede de los tiempos en que, después de 1959, trabajó para el recién instalado régimen castrista. La introducción de El mar de las lentejas, escrita por Sidney Lea, cuya New England Review and Bread Loaf Quaterly publicó por primera vez en inglés a este chispeante autor, nos dice que, antes de la revolución castrista, Benítez Rojo había estudiado Economía en los Estados Unidos y que después trabajó en el Ministerio de Trabajo. Realizó investigaciones sobre historia caribeña para la Casa de las Américas, una institución cultural del gobierno, y, en 1979, se convirtió en el director del Centro Cubano para los Estudios Caribeños. Al año siguiente, cuando asistía a una reunión académica en París, desertó, y ahora da clases en el Amherst College. Después de proporcionar esos antecedentes, Lea pasa a describir El mar de las lentejas como algo líquido, no sólo por su temática sino por su método: “Su continuidad (o continuidades) consiste, paradójicamente, en los propios polirritmos de la interrupción, la divagación, la reconsideración y el agotamiento”. Cita a Benítez Rojo: “La cultura del meta-archipiélago es un eterno retorno, una desviación sin destino o mojón, una rotonda que no lleva más que de regreso a casa; es una maquinaria de retroalimentación, como el mar, el viento, la Via Láctea o la novela”. Continúa citando a este elocuente autor cuando dice que El mar de las lentejas es “sin duda, una novela desconstruccionista”, remitiéndose así a un término oscuro que resulta muy cómodo para los académicos contemporáneos. ¿Significa aquí “desconstrucción” que la novela se va disolviendo a medida que avanza o que, al dar vida a algunas desagradables anécdotas históricas, descompone nuestros mitos de expansión imperial? La novela no es especialmente intrincada o engañosa. Combina cuatro líneas narrativas diferentes, pero con demarcaciones bastante claras; aquellos lectores que hayan sobrevivido a Faulkner o Joyce no tendrían que tener problema en mantenerse a flote. En esta cuestión de si Benítez Rojo es legible o no, lo que importa es que ha llenado su novela de un material llamativo y que escribe maravillosamente, de forma vital, penetrante y con una densidad poética.
       Las cuatros líneas se refieren (1) al Rey Felipe II de España que, agonizante en su lecho de El Escorial en 1598, reflexiona con tristeza sobre su largo reinado; (2) al soldado Antón Babtista, un personaje inventado que llega a La Española en 1493, con el segundo viaje de Colón, y a su rapiñera carrera entre los crédulos y dóciles indios; (3) a don Pedro, el joven yerno del Adelantado (título que se daba al gobernador de una provincia) Pedro Menéndez de Avilés, que vive de la fundación de San Agustín en 1565 y la masacre inmisericorde de las tropas de los hugonotes franceses capturadas en sus cercanías; y (4) a los Ponte, una familia de comerciantes genoveses transplantada a Tenerife, en las Islas Canarias, y al provechoso comercio triangular que desarrollan, intercambiando armas por esclavos en África y esclavos por oro, plata y perlas en el Caribe. Esta última línea narrativa, la económica, se aprovecha de la especial erudición del autor y resulta crucial en este tapiz de explotación colonial, aunque sea la más difícil de seguir, a pesar de que las aventuras financieras de los Ponte tengan toques coloristas en los que se incluye la piratería y la calculada seducción del marino inglés John Hawkins por la encantadora Inés de Ponte. En las cuatro historias, las mujeres tienen un importante papel en los destinos de los hombres: Inés recluta a Hawkins para la flota de los Ponte; Felipe II lamenta profundamente no haber logrado los favores de Isabel de Inglaterra, un revés amoroso que tiene resultados cataclísmicos en la derrota de su armada treinta años después, y tanto Antón Babtista como don Pedro deben sus privilegiadas posiciones a los familiares de sus cónyuges.
       Babtista es una maravillosa creación, una especie de Sancho Panza de Rabelais. Las pequeñas indias taínas de La Española no son para él más que simples receptáculos que hay que llenar o vaciar:
       “…te solazaste con una moza de coño estrecho y azmizclado; enseguida tomaste a otra que criaba, y medio acogotándola te pegaste a mamar como un ternero hasta dejarle las ubres secas. Aquello sí que era vivir y no los días de hambruna y letanías de la Mariagalante, suspirabas de gozo, oculto entre las cañas del río, mientras rajabas con tu verga la entrepierna de una niña de pechitos duros y salados como cuezcos de aceituna”
       Este regodeante hombre común de la conquista, “con la panza pesada y los compañones vacíos”, sirve de estímulo para que la prosa de Benítez Rojo alcance el cálido entusiasmo del trato directo. Confundido con un dios, Babtista vive entre los indios como un huésped privilegiado:
       “…engordaste como un cerdo en ceba, Antón: criaste una dulce entrepiel de grasa y echaste enjundias y tocinos patriarcales que mecías en la bondad de la hamaca, Antón lechón, Antón gordinflón, Antón panzón, que hasta la nariz te rezumaba manteca”
       En un momento de impulsivo altruismo, Antón bautiza a un bebé taíno. A través de ese niño establece un vínculo con la sobrina de un jefe indio; a su amante la llama doña Antonia y se incrusta en su familia “como una voraz y descomunal nigua”. Sin embargo, su feliz estado parasitario se ve alterado por las nuevas normas coloniales de La Española, que se está asentando: cuando se prohíbe la cohabitación, Antón se casa con su benefactora india, y cuando un decreto declara que “todo aquel culpable de rebajar a los pisos la dignidad castellana por su matrimonio con india lorar y pagana” debe perder sus tierras y posesiones, actúa aún con más decisión. “Antón Babtista, al oír al pregonero, corrió a su casa, busco a doña Antonia y, en un periquete, la estranguló con la tira de algodón que llevaba a modo de tiara”.
       La crueldad arbitraria de esos invasores españoles, poseídos por sus ideas de Dios y del oro, arde en toda la alucinante historia de El mar de las lentejas. La devoción de Felipe II, que aspira a la santidad, se mezcla tenebrosamente con el hedor y con los efluvios de su postrer sufrimiento; el peso de un reinado sin alegría, dedicado a la Contrarreforma, le empuja a la tumba. Con fría satisfacción, contempla la amplitud de su católico imperio, en el que “si por un azar el enemigo pusiera pie en algún paraje desolado, no se sostendría allí mucho tiempo, pues correría la suerte de los hugonotes que osaron aposentarse en Florida”; así se alude a un acontecimiento del que hemos sido testigos en otras de las narraciones de la novela. Con todas las cortesías de la caballería medieval, Menéndez de Avilés (a quien su yerno considera débil y viejo, aunque en 1565 tenga sólo tenga cuarenta y seis años) rechaza el ofrecimiento de tributo de los soldados franceses y su petición de clemencia. Le indican que Francia y España no están en guerra, y él responde: “cierto que guerra no hay… más la Florida es casa ajena y vedada para todo aquel que no sea español. Por más sois herejes y, ansí, enemigos de España, y os habré de combatir como tales, que eso encomendóme mi rey… más sois luteranos y os habré de matar por ello”.
       Las fuerzas protestantes, creyéndose por error menos numerosas, se rinden y son masacradas a traición en las dunas. Al final de la carnicería, que ha tomado a don Pedro por sorpresa, su suegro le pregunta burlón: “¿Cuántos cerdos luteranos habéis matado, maestre?”. Cuando aparece el siguiente grupo de hugonotes, se invita a don Pedro a dar muerte a su jefe, Juan Ribao, cuando se arrodilla en la arena para cantar un himno. Tembloroso, el joven se pone a ello, pero, después de la primera arremetida, la víctima sigue cantando “aunque muy quedo y atorado por la sangre que le corría por boca y narices”. El Adelantado le abraza diciendo: “Ya puedo morir tranquilo, que destas tierras seréis buen cuidador”. La Contrarreforma ha conseguido otro buen soldado; el quisquilloso fanatismo forjado en las guerras contra los moro, con el que el imperio español habría de levantarse y caer, se ha puesto de manifiesto de manera escalofriante.
       El cuadro de Benítez Rojo prescinde de muchos elementos que un historiador imparcial podría haber incluido: los compasivos sacerdotes que iban tras los ejércitos, registrando y, finalmente, mitigando las atrocidades que sufrían los indios; el salvajismo que ya existía en las naciones indígenas, así como el valor y el brío quijotescos con el que, en pocas décadas, los conquistadores, atraídos por los rumores de la existencia de El Dorado y de la fuente de la juventud, reclamaron como propio un territorio que iba desde California hasta Chile. Sin embargo, la responsabilidad de una obra de arte reside en dotar de vida convincente a los materiales que elige y El mar de las lentejas, tomando su atmósfera irreal de los hechos, sí logra tejer una nauseabunda visión de la crueldad, codicia, opresión y destrucción desatada en el Nuevo Mundo por los conquistadores españoles. Esta novela nos hace lamentar el descubrimiento de América.