Carlos Espinosa: La cartelística cubana
Últimamente, la llamada época dorada del cartel cubano (1960-1989) está disfrutando de una renovada atención en el extranjero. El año pasado, el Muzeo Nazionale del Cinema de Turín acogió la muestra ¡Hecho en Cuba! El cine en la gráfica cubana. También en 2016 salió de la imprenta El cartel cubano llama dos veces (Ediciones La Palma, Madrid, 243 páginas), libro coordinado por Sara Vega Miche. Y ahora mismo, en España se pueden ver dos exposiciones dedicadas a ese tema: Cartel Cubano 1959-1989. Crónica gráfica de la historia reciente de Cuba (hasta el 15 de octubre) y Diseñando la Revolución: Carteles cubanos 1960-1990 (hasta el 27 de agosto).
La primera ocupa la Sala Parpalló del Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad (Quevedo 10, Valencia) y fue comisariada por Moraima Clavijo, quien fue vicepresidenta del Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba. La componen 57 carteles pertenecientes a los fondos de esta institución (26) y de la Biblioteca Nacional José Martí (26). A los mismos se han sumado otros 14 recién adquiridos por el MuVIM y que, a partir de octubre, conformarán la versión itinerante de la exposición.
La muestra se abre con un poster firmado por Eladio Rivadulla y que lleva la fecha del 1 de enero de 1959. En el mismo se recrea en rojo y negro la fotografía que el periodista norteamericano Herbert Matthews tomó en 1957 al Finado, cuando se hallaba en la Sierra Maestra. A partir de ahí y a través de ese centenar de afiches, se traza un recorrido panorámico que recoge algunos de los principales hechos de las tres décadas que van desde la entrada de los barbudos en La Habana hasta la caída del Muro de Berlín. El material gráfico ha sido distribuido en cuatro bloques temáticos: el cartel político, el cartel cultural, el cartel de cine y el cartel institucional. Este último reúne fotos de vallas publicitarias que fueron reconvertidas en esos años en medios de comunicación del ideario propagandístico de la revolución.
Más de la mitad de los posters se relacionan con eventos culturales. Entre ellos están los dedicados al Museo Hemingway (Roger Aguilar), el montaje de Teatro Estudio de La casa de Bernarda Alba (Rafael Zarza), así como dos tan emblemáticos como el diseñado por Antonio Fernández Reboiro para el filme japonés Harakiri y el de Alfredo Rostgaard para el Encuentro de la Canción Protesta. Y aunque pertenecen a otras áreas, también son icónicos el cartel de Félix Beltrán para la campaña de ahorro de electricidad y varios de los dedicados a la guerra de Vietnam.
Un centenar de posters componen Diseñando la Revolución: Carteles cubanos 1960-1990, expuesta en la Sala Municipal de Exposiciones de las Francesas (Santiago sin número, Valladolid). Pertenecen a la colección María José Velloso-Luis Posadas, que acumula unos 800 afiches. La exposición está articulada en tres secciones. La primera reúne piezas de los años iniciales de la revolución y tienen mensajes victoriosos y combativos. La segunda cuenta como núcleo temático la solidaridad internacional y el apoyo a los movimientos de liberación que entonces se libraban en América Latina, Asia y África. En varios de ellos Cuba además intervino, unas veces directamente y otras entrenando en la Isla a quienes los iban a llevar a cabo. La última sección posee un ámbito menos político: ilustra el grafismo en el campo cultural, y en ella abundan los carteles de cine. Se exhiben, entre otros, los correspondientes a las películas Habanera, Lucía y Vampiros en La Habana.
Pese a las lógicas limitaciones de la selección, ambas exposiciones cumplen bien el propósito de dar a conocer la importancia de la cartelística cubana y alcanzan a dar una idea de la efervescencia creativa y la pluralidad de estilos que entonces eran notas dominantes. Abarcan además el período exacto que esa época dorada, que finalizó al iniciarse la década de los 90, cuando el país entró en una crisis material que se extiende hasta el presente. Apunto esto porque en las muestras y libros dedicados a los afiches de cine esa etapa se estira hasta nuestros días, cosa que en absoluto corresponde a la realidad. En primer lugar, en aquellos años la producción de carteles era inmensa, lo cual contrasta con la muy magra de hoy. Esa superioridad numérica, unida al alto número de copias, les daba una gran visibilidad en los espacios urbanos, al cual se integraron como elementos propios.
The Art of Revolution: Castro’s Cuba, 1959-1970 (McGraw-Hill, New York, 1970), un volumen de gran formato que se abría con un ensayo de Susan Sontag, fue el primer reconocimiento internacional a una manifestación que después ha sido objeto de exposiciones, estudios y libros. Los extranjeros descubrieron asombrados una producción tan abundante como heterogénea, que poseía una admirable diversidad estética y que había logrado acuñar una personalidad propia. La nueva realidad exigía códigos expresivos diferentes a los que hasta entonces predominaban, centrados en la publicidad de consumo. Fue, pues, una cartelística nacida de la necesidad, hecha con medios precarios, y de esa insuficiencia material proceden precisamente algunas de sus principales virtudes.
Se declararon en rebeldía propagandística
Por supuesto, en esas tres décadas la cartelística cubana tuvo un proceso evolutivo. Pero eso ya ha sido debidamente documentado por los especialistas en la materia, algo que este cronista dista de ser. Me ceñiré por tanto a pergeñar algunos apuntes generales. Lo primero a señalar es que aquellos afiches muy pronto dejaron de cumplir la simple divulgación del estreno de una película o la convocatoria para asistir a una actividad política. Fueron más allá y se erigieron en sí mismos en obras de arte. Como ha escrito el novelista Leonardo Padura, “se declaraban en rebeldía propagandística y se lanzaban en busca de su propia identidad estética”. A fines de los años 60, el cartel estaba ya a la altura de la pintura, el dibujo, el grabado. Prueba de ello es que en el Salón 70, organizado por el Museo Nacional de Bellas Artes, por primera vez el diseño gráfico fue incorporado como manifestación plástica. Un año antes, se había celebrado el I Salón Nacional de Carteles, inaugurado, como era de rigor, el 26 de julio.
La revolución recién triunfante estaba ansiosa por consolidar el poder alcanzado con las armas y empleó todos los medios de comunicación para conseguirlo. Uno de los más baratos y eficaces fue el cartel, que con sus mensajes claros y rotundos representó un instrumento de primer orden. Se dedicó a través del mismo a transmitir a la población su ideario. Los posters cumplieron así una función social comunicativa de persuadir, exhortar y sugerir. Este aspecto fue tomado en cuenta al programar la exposición del MuVIM, que se completa con otra titulada Las imágenes del poder. Ambas además integran el proyecto Poder y propaganda, que explora la potencia comunicativa de la imagen artística al servicio del poder. En Cuba, ya digo, la cartelística fue puesta al servicio del régimen, aunque las relaciones de este con los creadores no siempre fueron idílicas ni exentas de censuras. La propia comisaria de Cartel Cubano 1959-1989 admitió, al presentarla, que hubo afiches que no fueron aceptados y nunca llegaron a imprimirse.
Las dos exposiciones a las que aquí se hace referencia proporcionan algunas pistas para entender cómo se construyó la imagen de la revolución cubana, al poner de manifiesto la fuerza propagandística, expresiva y comunicativa del cartel y su maleabilidad para situarse al servicio del poder. A través de esos miles de afiches, se puede seguir una cronología del proceso revolucionario y de los avatares que lo acompañaron. Además de que muchos de ellos son obras de arte, constituyen huellas documentales de los cambios económicos, políticos y sociales, unas ventanas a las cuales la gente se asomaba para observar la realidad. La revolución los empleó para divulgar sus conquistas, sus objetivos, sus consignas, así como los mensajes destinados a crear una conciencia colectiva.
Las efemérides patrióticas, la zafra azucarera, la campaña de alfabetización, el trabajo de las organizaciones de masas, los eventos deportivos, la prevención de enfermedades y accidentes laborales, la limpieza de la ciudad, las campañas de ahorro de agua y electricidad, el homenaje a los héroes, la solidaridad con otros pueblos y otras vivencias de esa etapa pasaron por el filtro creativo de los diseñadores, que crearon una plástica de nuevo cuño.
En esa vertiente temática, la cartelística cubana alcanzó en poco tiempo efectos comunicativos de altos valores estéticos. Se acuñaron nuevos códigos visuales, cada vez más simples, los mensajes se hicieron más directos y concisos y las imágenes más potentes para lograr mayor expresividad. Hay carteles en los que casi no hay texto. El ejemplo más conocido es seguramente el afiche concebido por Félix Beltrán para la campaña de ahorro de electricidad (en realidad, formaba parte de una serie). Se reduce a la palabra Clic en letras amarillas sobre un fondo azul. Su increíble fuerza viene precisamente de su simplificación, de su formulación directa y sin ornamentos. Es una muestra modélica del mejor diseño gráfico comunicativo. Siguiendo esa pauta, Faustino Pérez también creó un buen cartel. En un fondo negro se ve un grifo invertido de color blanco, sobre el cual cae una gota de agua. En la parte inferior del afiche se lee: Ahórrala. No se puede decir más con tan pocos ingredientes.
Pese a que las temáticas no se prestaban mucho a ello, los diseñadores lograron dar a los carteles un nuevo sello creativo, que conjugaba la eficacia comunicativa con un gran impacto visual. Incluso dieron cabida al humor y la sátira y acuñaron una iconografía sencilla y eficaz: el Tío Sam, el águila imperial, el símbolo del dólar. Ejemplos que ilustran esos hallazgos y logros son, para mencionar solo unos pocos, Jornada de Solidaridad con el Congo (Alfredo Rostgard), Todos con Viet Nam (Ernesto Padrón) y la serie de René Mederos sobre el X aniversario del triunfo de la Revolución. En el primero, la cara de Patricio Lumumba adquiere el contorno del continente africano. El segundo está concebido a partir de varios círculos sobre un fondo rojo, que recrean los sombreros cónicos usados por los vietnamitas. De la primera fila salen unas figuras alargadas que sugieren fusiles y ametralladoras, símbolo de la actitud combativa de ese pueblo contra la agresión norteamericana.
En cuanto a la serie de Mederos, se trata de un juego de láminas de grandes proporciones que se caracterizan por la presencia de personajes humanos reales y por el uso de colores luminosos. Pero al cabo de varios años, la cartelística política cayó en el aburrimiento, en la propaganda más directa y obvia, en la reiteración de contenidos, en el triunfalismo panfletario, y recurrió, en ocasiones, a lenguajes y soluciones cercanos al realismo socialista. Todo eso, unido a otros factores, condujo a su estancamiento.
En cambio, el afichismo cultural y cinematográfico siempre consiguió mantener las distancias del rígido y chato realismo socialista. Optó por jugar con las posibilidades expresivas, por la incorporación de recursos propios de tendencias pictóricas, por la capacidad comunicativa del diseño puramente tipográfico. Y en resumen generó, cito nuevamente a Leonardo Padura, “una verdadera revolución en la visualidad y en las soluciones plásticas a las que acudieron sus artífices”. Esa ingente producción, además de informar sobre una actividad cultural específica, logró elevar el cartel publicitario al rango de obra de arte.
Las dificultades materiales no mermaron la calidad
Los diseñadores imprimieron al cartel un nuevo sello creativo. Se valían de una iconografía y un simbolismo sin nexo alguno con el afiche comercial y hacían interpretaciones muy libres de la obra o el evento a divulgar. Apostaron también por la diversidad y por un lenguaje nacido bajo los designios de las corrientes internacionales: el art nouveau, el pop, el simbolismo abstracto, el arte óptico, la neofiguración y otras reformulaciones artísticas, que fueron asimiladas y cubanizadas. Todo hallaba sitio en esta cartelística: el estilo colorido y exuberante, las metáforas visuales, las búsquedas más intrincadas, las posibilidades lúdicas. Creadores como Umberto Peña, Raúl Martínez, Rafael Morante, Pedro de Oraá, José M. Villa, Raúl Oliva fueron algunos de los que contribuyeron a ese legado plástico que, debido a sus hallazgos expresivos y conceptuales, devino una presencia permanente en muchas historias del diseño gráfico.
Ese elevado nivel de calidad no se vio mermado por las dificultades materiales, ni por el empleo extendido de la serigrafía. Esta última, que era la técnica que se usaba en los carteles de cine, posee restricciones que le son propias. En primer lugar, cada proceso se hace íntegramente a mano. Además, cada color que se utiliza requiere un día para secarse. Por otro lado, la carencia de materia prima obligaba a artistas y técnicos a ingeniárselas para encontrar soluciones que permitieran afrontar la falta de papel y colores. Desde el punto de vista gráfico, esto dio lugar a enfoques insólitos e innovadores.
El afiche de cine fue el mejor exponente de esta etapa dorada de la cartelística cubana. Eso justifica que haya merecido numerosas exposiciones en el extranjero y también que se le hayan dedicado varios los libros tanto en Cuba como en el extranjero. Dentro de toda aquella producción, fueron como una isla propia, su área más libre y renovadora. Aunque en su catálogo figuran los nombres de unos cuantos diseñadores, quienes realizaron un aporte más sustancial en la experimentación formal y conceptual y desarrollaron una labor más continuada fueron Eduardo Muñoz Bachs, Antonio Fernández Reboiro, René Azcuy y Antonio Pérez González (Ñiko) y el antes mencionado Alfredo Rostgaard. Acerca de su importancia, quiero reproducir una opinión autorizada, la de Steven Heller, copresidente del programa MFA Designer as Author, en la School of Visual Arts de Nueva York.
Heller comentó que los carteles cinematográficos “son conceptualmente tan extraordinarios, que cuesta creer que anuncien películas (…) Su mera existencia plantea en primer lugar la pregunta: ¿por qué los carteles de Hollywood son normalmente tan vulgares, mientras que estos carteles cubanos, algunos para las mismas películas, derrochan imaginación?”. Y apunta que “a simple vista estas joyas, ejemplo de agudeza visual y expresividad tipográfica, no siguen ni una sola de las convenciones del cartelismo, antes bien parecen cubiertas de libro. De hecho, la mayoría funcionaría igual de bien en un formato menor, aunque como carteles logran capturar la mirada tanto por su expresividad como por su capacidad para inducir a la reflexión (…) Son sin duda un modelo de excelencia”.
A más de uno debe haberle llamado la atención el hecho de que entre los nombres mencionados hasta aquí no figure ninguna mujer. Eso responde a una realidad, y es que fueron pocas las que se dedicaron a esta labor. Y las que lo hicieron se concentraron además en el cartel político, donde por razones comprensibles resulta mucho más difícil destacarse. No obstante, es de rigor mencionar a Berta Abelenda, Gladys Acosta, Estela Díaz, Daisy García López y Eufemia Álvarez del Castillo. A esta última se debe un afiche muy representativo. Es aquel en el cual la v de la palabra Revés sale y se agranda, para exhortar a convertir este en victoria (el cartel fue hecho inmediatamente después del fracaso de la zafra de los 10 millones).
Hubo tres instituciones que desempeñaron un papel decisivo en el florecimiento alcanzado por el afichismo en Cuba. Fueron el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, la Comisión de Orientación Revolucionaria y la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina. La primera impulsó la creación de carteles para anunciar y promocionar los filmes, tanto nacionales como extranjeros, que se estrenaban cada semana en las salas del país. Su producción fue muy voluminosa y ya en 1979 el Museo Nacional de Bellas Artes lo ilustró al organizar la exposición Mil carteles de cine. De los afiches políticos se encargó la COR (1962-1974), que después se reconvirtió en Departamento de Orientación Revolucionaria (1974-1984) y, finalmente, en Editora Política (1985). La OSPAAL, que surgió como resultado de la Conferencia Tricontinental y funcionó de 1966 a 1990, asumió la responsabilidad de encargar los posters relacionados con las campañas solidarias con las luchas de los pueblos que abarcaba. Aparte de esas tres, hubo otras instituciones —Casa de las Américas, Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación, Consejo Nacional de Cultura, después Ministerio de Cultura— que también produjeron una cifra considerable de afiches. El trabajo conjunto de todas se tradujo en unos 12 mil afiches, creados en la etapa que se extendió hasta el colapso de la Unión Soviética.
Aquellos posters tuvieron esencialmente una proyección urbana y se convirtieron en elementos icónicos y representativos del paisaje de las ciudades. Y con su sinfonía de color y mensaje, dieron a estas una belleza activa. Con ellos, además, surgió el coleccionismo. Aquellas personas que no podían permitirse el lujo de contar con cuadros de pintores reconocidos, adornaron sus casas con sus carteles favoritos. Algo que hacían con complacencia e incluso con algo de orgullo. Tras haber invadido el espacio exterior, los carteles ganaron también el ámbito interior de las casas. Eso permitió que esas imágenes fueran vistas por millares de cubanos, cuya memoria visual marcaron de modo indeleble.
Pero eran carteles no solo para mirar, sino que además invitaban a reflexionar sobre lo que se quería transmitir a través de ellos. Eso dio a lugar a una comunicación diferente. Y como escribió Reynaldo González, los afiches generaron “una sensibilidad receptora más despierta y perspicaz que en el cartel hallaba un reto y un diálogo, y sobre todo, una belleza que disfrutaba y compartía”.
Publicación fuente ‘Cubaencuentro’
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