Cuba puede entenderse como una de las mayores colecciones de disparates de la historia. Casi cada mínimo aspecto de la realidad tangible es absurdo: el dispositivo intrauterino usado (…); los coches gringos de los 50, esos a los que tuvieron que resignarse los cubanos por obra de la utopía socialista, convertidos en atractivo turístico, con entrañas de Toyota; los manojos de cables; las goteras que no pueden taparse con bolsas de plástico porque tampoco hay bolsas de plástico; las clínicas para todos, pero sin aspirinas o jeringas o acceso a Internet para aprender un poco de tus colegas. Un reyezuelo delirante y todopoderoso decidió hacer de esa isla su campo de juegos surrealistas, su gran museo de la aberración. El reyezuelo se llamaba Fidel Castro, y pasó durante muchos años por un benefactor de su pueblo. Para seguir leyendo…
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