Margarita Pintado: El cristal que se desdobla

Autores | Memoria | 3 de mayo de 2018
©Portada del libro en Amargord

Leer a Lorenzo García Vega puede producir cierta ansiedad. Por más páginas que devoremos, al final los lectores quedamos con la impresión de no haber leído casi nada. Quizás esta sensación sea el resultado natural de leer el relato interminable, repetitivo, a veces inconexo, e invariablemente íntimo de un hombre que no le teme (o que vence el miedo todos los días, a todas horas) a la primera persona, con todo lo que ello acarrea. Tras terminar las 553 páginas de El cristal que se desdobla, los diarios que en el 2016 publicara la editorial española Amargord, y que el escritor comenzara a escribir en el 1994, nos asalta la sospecha de que apenas hemos comenzado a rascar la superficie de un universo literario cuya contundencia se mide a partir de la gran falta lograda a través de una escritura que es, simultáneamente, mínima (minimalista) y excesiva (barroca). Digamos que no leemos a García Vega, sino que nos desplazamos por ese pequeño abismo que construye el “escritor no-escritor”, amarrando como puede todas las superficies de una vida que siempre parece estar resbalándose de las manos. A los lectores nos toca también resbalar sobre sus impresiones, sus anotaciones, sus sueños, mientras nos vamos haciendo cómplices de su objetivo, un objetivo también elusivo, pero que, adivinamos, consiste en evitar que los recuerdos que le dan sentido a una vida sin sentido, o más bien, a una vida cuyo único sentido se cifra en el acto de escribir, se disuelvan para siempre. La gran proeza de Lorenzo García Vega es saber encontrarse en el desvío, saber desintegrarse para después reconocerse íntegro, retomar obsesivamente el delicado hilo de una vida cuya única constante ha sido el fracaso, la culpa, la vergüenza, la certeza de ser diferente, y la entrega absoluta al cultivo de una expresión marginal que honre, o que exprese, auténticamente, esa diferencia.

El cristal que se desdobla, título que dialoga con El espejo que vuelve, de Alain Robbe-Grillet, es, junto a El oficio de perder, el proyecto más ambicioso de Lorenzo García Vega, no sólo por su extensión, sino por lo propuesto allí: nacer y morir en el texto. En estos diarios el poeta intenta edificar una casa desde donde es posible sobrellevar la vida, o más bien, sobrevivir una vida siempre volcada hacia adentro. El libro se propone como la extensión, no de un afuera, sino de ese adentro, un adentro enfermo, y frágil que, de tanto estudiarse, ha devenido en fortaleza y en conocimiento que, no obstante, no puede redimir, ni transformar el destino de quien ha nacido para “registrar piezas” (274). Hay en este “registrar piezas” una confirmación del lugar que Lorenzo siempre ha habitado respecto al mundo, un mundo en el que siempre se ha sentido como un extranjero, así como respecto a su propia vida: el lugar del testigo. Dar testimonio de la propia experiencia, reportar sobre el tránsito del día, de las semanas, de los años, de todas las vidas y de todas las muertes que cargamos muy adentro; tal ha sido la empresa de este escritor, produciendo así una obra alucinante, no porque sea absurda o fantástica, sino, por el contrario, porque es insoportablemente real.

El cristal que se desdobla comienza con el nacimiento del poeta: “Nací, creo, a las diez de la mañana de un día como hoy. ¿Quién soy? Hoy he cumplido 68 años, la pregunta es… Trazos, líneas como conjuros. Explicación que plásticamente se asemejara al agua. Lo que se necesitaría para trazar, lo que se necesitaría para dibujar esta pregunta: ¿Quién soy yo?” (15). Y es esa la pregunta que ancla el universo lorenziano, una pregunta por la identidad, por los orígenes del Yo, por las grietas por las que ese Yo a veces se ha perdido, por los caminos en donde, de repente, hemos recuperado los fragmentos de lo que siempre hemos sido, o vamos siendo. Y este Yo que está siempre en proceso de (de)formación, jugando en esa grieta que une y desune el ser del no ser, se revela en el proceso creativo que se da, no sólo en el oficio del escritor, es decir, no sólo mientras se escribe, sino, sobre todo, en el a veces tedioso proceso de vivir, de estar vivos, ya sea en la sala de la casa, o en el solar vacío a donde llega el poeta con la misión de contemplar una colchoneta abandonada, o en el supermercado Publix en donde trabaja como bag boy. Es la vida vivida y creada, la no distinción entre lo que se escribe y lo que se vive, lo que induce a un constante olvido en el lector que casi deja de ser lector para convertirse él también en testigo, personaje y persona dentro del incesante reportar que suplementa (en el sentido derridiano, de sustituir y complementar) la vida sobrevivida del escritor no-escritor.

Los grandes temas que recurren en la obra de García Vega, y que aparecen aquí con particular fuerza y determinación son: la vocación, la familia (la madre como una constante angustia), la niñez, la enfermedad, y la muerte. Más que otra cosa, El cristal que se desdobla es el libro que anticipa (aunque haya sido publicado después) a El oficio de perder, cuyo título alternativo es No mueras sin laberinto. En otras palabras, El cristal que se desdobla es el libro que anticipa la muerte. Y, como toda la obra de Lorenzo, es también el libro que combate la muerte, ofreciéndose como trinchera última en contra de toda muerte, conquistada por la imaginación y la disposición creadora.

García Vega es un experto en la manipulación de la experiencia. El suyo es el arte de la disección de la materia y de la conversión de lo inmaterial en material para su degustación, para cumplir su propósito como artista que usa y re usa todo lo que esté a su alcance. No es de extrañar, por ejemplo, su obsesión con los ruidos y los colores, sus esfuerzos por trocar la esencia del ruido y del color en relatos. No obstante, la crisis del artista cuyo arte está decididamente enfrentado a la mentira (es decir, a la ficción) reside en vivir siempre en la duda de lo que se manipula para revelar, y en lo que se manipula para ocultar: “¿Cómo se puede saber sobre la sinceridad de una imagen?”, se pregunta, nos pregunta, angustiado el escritor, “¿Cómo se llega a una autenticidad? ¿Qué es la sinceridad, cuando de imágenes se trata?” (178).

A pesar de sus años, y muy a pesar de haber dedicado buena parte de su vida a buscar la respuesta a interrogantes como éstas (que, por supuesto, están muy cerca de la pregunta por la identidad: “¿quién soy yo?”), García Vega no cuenta con respuestas definitivas. La única manera de vivir dentro de la duda es escribiendo, trazando las coordenadas de la vida sobre el papel, jugando con los eventos, grandes y pequeños, que se acumulan como basura en la mirada: “Cuervos, cuervos. Por esta parte albina donde vivo hay muchos cuervos. Yo vivo cerca de un canal. Por arriba del canal, vuelan los cuervos, haciendo piruetas, zigzagueando. Yo, como un colegial que acabara de conocer a Góngora hago piruetas verbales con un cardumen que anduviera por el aire. Cardumen del aire: los cuervos de la Playa Albina” (232). Los cuervos como escritura en potencia a la espera del poeta cuya capacidad de mirar es capaz de engendrar visiones. La escritura muda de los pájaros, como la escritura ingrávida, pero contundente de García Vega, grabada en el aire, echada a volar, rasgando un cielo hecho a su medida, un cielo y un universo como maquetas, o cajitas en donde todo entra y sale, en donde nada es esencial ni trascendental, y sin embargo… en donde todo parece evocar, adivinar, recibir la muerte. Los cuervos, el ruido del refrigerador, el color de un recuerdo, la luz que golpea las paredes de la sala: todo en la mirada del poeta, todo narrado desde una franqueza y una simplicidad que obliga a redirigir nuestra mirada a lo pequeño que nos sostiene.

Publicación fuente ‘La santa crítica’, 2018