Norberto Fuentes: El viril deporte de los puños / Fragmento de ‘Plaza sitiada’

Autores | Memoria | 17 de agosto de 2018
©El País / Intervención: In-cubadora

Yo diría que la fecha más significativa del affaire Padilla es ese 2 de marzo de 1971. No porque sea el día de mi cumpleaños o el de Pablo Armando Fernández y ni siquiera por el de los rockeros Lou Reed o Jon Bon Jovi (me enteraría años después) o el de Mijaíl Gorbachev (todavía el tipo andaba metido en aquella provincia soviética que no aparecía ni en los mapas para que uno le diera la relevancia pertinente de situarlo entre los dignatarios que adornan la fecha). El problema es que Heberto, la noche de ese día, digamos entre 8 y 9 de la noche, cometió el infausto incidente de liarse a trompadas con un agente de la inteligencia cubana que se hallaba en las vísperas de salir a cumplir una delicadísima misión en el extranjero y que, como producto de la refriega, aparte del precio pagado por Heberto de unas gafas puestas fuera de servicio así como, al menos, una cortada visible sobre el tabique nasal, que estuvo a punto de interesarle el globo ocular derecho, se debe contabilizar el precio pagado por el agente de la inteligencia cubana a punto de cumplir misión, consistente en algunos hematomas visibles en el rostro y cortaduras en los labios más otras cortaduras en la mano derecha, una que ya había sido afectada por otra severa herida unos dos años antes, a resultas de las cual le habían dejado el dedo del medio en estado de permanente tiesura, a punto he estado de decir erección, que de cualquier manera lo obligaba a estar haciendo una mala señal de manera permanente. En fin, que esto es lo que puede tener lugar cuando dos personas que requieren de gafas para su desenvolvimiento cotidiano, de repente se entran a trompadas que no alcanzan el mentón pero que un gesto de esquiva o una falla en el equilibrio te lleva a conectarla contra los cristales. El asunto, en fin, pudo haber quedado ahí, entre dos cegatos que les dio por el pugilismo. El problema es que Fidel Castro fue informado del incidente casi de inmediato. De cualquier manera, debido al hecho de que la turbamulta tuvo lugar dentro del pasillo de un ómnibus Leyland Olympic MCW Modelo EL-45-3 del servicio regular de la ruta 32, Playa-Terminal de Trenes, y mientras se desplazaba, hubiera sido inevitable que la citaran, al menos como curiosidad, en el Parte Nacional de la Seguridad. Pero el caso es que no solo se trataba de Padilla, al cual se le seguían los pasos celosamente desde el otoño, sino que el agente de inteligencia en vísperas de cumplir una misión en el extranjero participaba de una compleja operación que el mismo Fidel Castro era el que la estaba manejando. Y a punto de tirar su peón en el ruedo, ergo, que el agente debe viajar a Montevideo a la mayor brevedad donde lo esperan los Tupamaros para que haga la primera entrevista al prisionero más importante del mundo en ese momento, nada más y nada menos que Geoffrey Jackson, el embajador de Su Majestad Británica ante la Casa de Gobierno de Montevideo, que los Tupas han secuestrado y lo tienen embutido en un calabozo de lo que ellos llaman cárcel del pueblo, y que esa entrevista ha sido calculada para crear conmoción internacional. “Este mariconsón”, dice Fidel, rastrallándose los dientes, y refiriéndose a Padilla. “Este mariconsón está loco por crear un escándalo mediático”.

Vayamos ahora por partes. Es importante lo que vamos a contar. Primero, identifiquemos al agente de inteligencia a las puertas de cumplir su misión. Ernesto González Bermejo, ¿se acuerdan? El periodista uruguayo que formó parte de la camada que arribó a Cuba para fundar la agencia de noticias Prensa Latina en 1959, con los Carlos María Gutiérrez, los Jorge Timossi, los Rodolfo Walsh, los García Márquez, los Alfredo Muñoz-Unsaín, los Juan Bosch, los Eduardo Galeano, los Volodia Teitelboim, los Gregorio Selser, los Mario Benedetti, los Aroldo Wall, los Plinio Apuleyo Mendoza. Y que todos, todos, fueron reclutados por la inteligencia cubana y la sirvieron con lealtad, o al menos con eficiencia (ellos también asumieron la engañifa de que chivatear era una forma abnegada de participar en la Revolución). ¿Tú no, Plinio? Ah, coño, qué bueno. Tú no. Y ya saben, Bermejo había sido mi jefe pero, más que eso, mi amigo (o lo seguí considerando como tal aún después de que me cayeran en las manos un par de informes suyos sobre mí a la Seguridad que había descubierto Haydée, mi mujer, a la que él le había dado trabajo para compensar mi bajo salario como consecuencia de que me habían sacado de Granma y había perdido la mitad de mis ingresos. Entonces vinieron las desavenencias políticas después de Condenados de Condado y ya no lo vi nunca más. Entonces, en 1971, aparece Jorge Ruffinelli que era una especie de adelantado de Ángel Rama y publica un trabajo muy elogioso sobre Condenados y sobre mi nuevo libro Cazabandido en el sacro santo think tank de la Revolución Latinoamericana que era el semanario Marcha, donde ya el Che había publicado unos años antes su descarga de ‘El hombre y el socialismo en Cuba’ en la que dejaba muy mal parada a la clase intelectual cubana. Así las cosas, a los pocos días del despliegue de elogios de Ruffinelli, Bermejo responde con un texto bastante ofensivo en contra mía y en el que está clara la mano de Fidel Castro. A partir de aquí, las dos identidades adquieren una considerable importancia en mi relato, es decir, conocer que nuestro hombre responde a dos identidades. Por lo pronto dos. Es Fidel inventando. Fidel convierte a González Bermejo en Leopoldo Madruga para el apoyo a los Tupamaros y lo deja como un inesperado crítico literario dedicado al conflicto contra Norberto Fuentes y que, en ambos casos, él va a ir midiendo paso por paso.

Pasa lo inesperado, sin embargo. Pasa que Padilla une de manera involuntaria estos dos objetivos que bajo ningún concepto podían aparecer públicamente conectados, pero que en la realidad de los hechos eran una sola cosa.

Martes 2 de marzo de 1971. Hacia las 9 PM

Imagínense el maquis, un rendezvous con paracaidistas. Un comando me hubiese localizado enseguida. El único en jeans y desert boots en toda Cuba.

Veintiocho años sobre la faz de esta tierra. Tal la situación del compañero Fuentes aquella noche del 2 de marzo de 1971. Llegaba en bastante buena forma al día de su aniversario, además tenía los jeans, Levi´s legítimos, aparte de unos Lois en el closet, y un par de desert boots que me hacían la presencia aún más envidiable, y unas espesas patillonas copiadas de John Lennon, que a su vez las había copiado de Elvis. Todo como se ve, de procedencia foránea, y que era obtenido por aquí y por allá con algunos amigos europeos (por entonces no había yanquis viajando a La Habana) y que eran los atuendos de mayor incremento de envidia a despertar en mis coterráneos. (La Revolución Cubana y su patrimonio de escasez. Pero yo tenía unos amigos, un matrimonio, él italiano, ella irlandesa, Sandro y Joan Gandini que me habían abastecido con esos artículos). Aparte de que me sentaban muy bien. Sí, yo nací para llevar jeans, si no era el caso del uniforme de campaña verde olivo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Pero, al parecer, había algo que se me transculturaba en las venas, si se me permite decirlo así. Yo tenía una amiga que se llamaba Rosa Berre que venía de una familia de comunistas y que había sido secretaria de Carlos Rafael Rodríguez, uno de los principales personeros del viejo Partido Socialista Popular llegado al poder gracias a la Revolución de Fidel Castro, y ella además con un programa radial de agitación de los primeros años de la Revolución, que al verme llegar a la redacción del periódico Noticias de Hoy, de alguna de mis correrías como corresponsal de guerra, yo con mis atuendos bélicos, me decía: “Yo no sé cómo tú te las arreglas con ese uniforme para parecer un mercenario de la CIA”.

Bueno, no se ofendan. Solo trato de ponerlos en situación como el protagonista de este libro, que no es otro que uno mismo. Y esa era la estampa del muchachón espigado, limpio, el tono de guasa a más no poder, sonriente y engreído, que hacia las 9 de la noche del 2 de marzo de 1971 se presentó en la cafetería de nombre Kasalta, a la salida oeste del túnel bajo el río Almendares que da acceso al inicio de la Quinta Avenida.

A mi hermana Estrella, que era profesora de la Escuela de Arquitectura y tutora de la estudiante búlgara Lilia Lazarova Kadiiski en su tesis de grado (un arreglo con los pares universitarios de Sofía), le dio por invitarme (¡era mi cumpleaños!) a tomarme un batido de chocolate y comernos unos pasteles en Kasalta y para que conociera a su alumna porque ella le había hablado de mí y le había comentado, no sin cierta congoja, que creía que me iban a fusilar pronto. El ingrediente de intensa emoción que la apacible Bulgaria nunca le había proporcionado a Lily acababa de sacudirla. Sí les puedo decir que, un rato después de las presentaciones, su sonrisa de comisura a comisura no se apagaba ante ninguna tontería que yo dijera (no cabía un espacio más de dilatación dentro de sus mejillas para que el risorio de Santorini se expandiera hasta sus límites) por lo que me hizo pensar: “Pero… y qué cojones es lo que le pasa a la enanita esta”. Debo advertir que su currículo eludía (procedimiento de rigor cuando se trata de mover influencias) que el viejo partisano comunista Lazare y la laboriosa también comunista Ekaterina no creyeron prudente dejar atrás a la pequeña Lily en Pernik, un pobladito cerca de Sofia, mientras tatko Lazare cumplía su misión como consejero económico en La Habana. Tenían empuje en su país. Tenían historia. (Información obtenida posteriormente, claro). Lazare como primer traductor del Ejército Rojo al desalojar a los nazis de Bulgaria y luego como comisario encargado de la expropiación a los terratenientes de todos sus bienes en la mitad septentrional del país (se las tuvo que arreglar con un molino de madera, lo único que encontró). Ekaterina, por su parte, como destacada luchadora clandestina del grupo de Los Ángeles Negros cuya especialidad consistía en rebanarles el cuello o interesarles el hígado a través de las costillas, siempre con daga, a los más altos oficiales nazis y mientras se los fornicaban. Ah, tatko es papá en búlgaro.

Así que esa noche conozco a Lily.

Esa noche de marzo, que es cuando Padilla y el periodista uruguayo González Bermejo se enfrentan a los puños dentro de un ómnibus. Y el episodio es el que yo recuerdo como el verdadero comienzo de mi involucramiento en estos dimes y diretes de Padilla. Es lo que me permite definirlo con mayor nitidez. Es la fecha que yo establezco como de inicio del proceso de Padilla, no de la historia de desafección de Padilla con la Revolución, sino la de los días previos a lo que se conoce como su affaire. Yo me había cuidado mucho de mantenerme alejado de él y de todos sus escándalos y provocaciones, pero caí en esta trampa suya como si me halara por los pelos. Me apresuro en declarar que trampa en el sentido de que me dejé envolver en un menester que a su vez me desviaba del caminito que yo me había trazado. Yo admiraba a Padilla y de alguna extraña manera intentaba protegerlo porque me daba cuenta de que era un verdadero poeta pero que, del mismo modo, la poesía no le bastaba para sus ambiciones. Es comprensible que en un mundo de Hemingways y de aventureros la dedicación exclusiva a encorvarte sobre el pergamino resultara algo bastante despreciable. Yo creía suplir esa necesidad porque creía –y no me equivocaba– que participar en la Revolución Cubana me daba el segundo aire, el otro sprint.

Era un ómnibus de la ruta 32, que cubría un largo trayecto de 14,6 kilómetros desde un antiguo enclave de prostíbulos, casas de citas, bares, billares, cabaretuchos, una playa de pobres y el que fuera un bien equipado parque de diversiones llamado Coney Island –como correspondía–, hasta el terminal de trenes en el borde del casco viejo de la ciudad. El primer tramo de 5,6 kilómetros lo hacía sobre el impecable pavimento de la Quinta Avenida, hasta que su servicio fue trasladado, calladamente, sin una nota de advertencia en los periódicos, hacia una vía paralela, la Calle Tercera, cuando Quinta Avenida pasó a ser la “vía priorizada del Comandante en Jefe”, priorizada o expedita, que de las dos maneras era llamada por los oficiales de Seguridad Personal. Pero en la noche de nuestro recuento se mantenía aún como vía permitida para el transporte público. A resultas de lo cual, en lo que se denominaba el viaje de subida, y en la parada obligatoria de Quinta Avenida entre 18 y 20 –antepenúltima parada antes del túnel que atraviesa el Almendares, rumbo al este de La Habana–, y siendo aproximadamente las 8.30 PM, los escritores Pablo Armando Fernández y Heberto Padilla, en compañía de sus respectivas esposas, Maruja González y Belkis Cuza Malé (la casa del matrimonio Fernández-González se halla a unos 100 metros de la parada), abordan un coche de dicha ruta, con el propósito de dirigirse hacia la céntrica zona de La Rampa, ya que pretenden celebrar el onomástico del poeta Fernández y a los dos matrimonios se les ocurre ir a cenar. A resultas, asimismo, de que en la próxima parada obligatoria, la penúltima antes del túnel, Quinta Avenida y 12, se encuentra el periodista de nacionalidad uruguaya Ernesto González Bermejo, que ha ido a despedirse de su hija residente de la misma barriada porque a González Bermejo se le ha presentado un viaje urgente al extranjero (la hija con su madre viven a unas tres cuadras de esta parada), y que aborda el mismo ómnibus y para dirigirse a la misma zona céntrica de La Rampa, donde se encuentra la sede de Prensa Latina, que aún lo reconoce como su centro de trabajo. Lo demás es parte de la leyenda secreta del affaire Padilla. Ni Padilla, ni Edwards, ni Belkis, ni Pablo, ni González Bermejo –¡miren ustedes cuántos escritores! – han dejado nunca testimonio del incidente. De acuerdo a lo que me contó Padilla al otro día de los hechos, el ómnibus estaba medio vacío (no es un horario de mucho pasaje, la verdad), y González Bermejo no se percató de la presencia de los dos matrimonios al fondo, sentándose él, “muy tranquilito” a medianías del coche, cuando Heberto lo descubrió y, sujetándose de los pasamanos en el respaldar de los asientos, se le acercó por su espalda y le tocó en el hombro derecho y, sacando de adentro del sobre de manila mis recortes de Marcha (¡Heberto trasegando por toda La Habana con mis tesoros documentales!), se los restregó sin más, literalmente –y según sus palabras– “en el hocico” al tiempo que le preguntaba: “¿Tú escribiste esto?”. Demás está decir que comenzaron a llover piñazos y patadas y los insultos correspondientes. La situación continúa del siguiente modo: el chofer se pone nervioso y no atina a detener su carro. A la proliferación de insultos de los contendientes, se suman las de pasajeros justamente indignados que están siendo conducidos sabe Dios a qué parajes totalmente fuera de sus destinos previstos y se les escucha exigir: “¿Oyeeee, hasta dóndeeeeee?”. El Leyland medio vacío, pero todo el mundo gritando. Maruja y Belkis dando alaridos, pero nunca como los de Pablo. Déjenme decirles, que ni cuenta me di cuando ese ómnibus pasó hecho un bólido frente a Kasalta rumbo a la boca del túnel. Yo estaba demasiado ensimismado en mi personificación del condenado a muerte ante su postrer batido de chocolate (con el acompañante de dos cremosos ecláirs). Vuelvo al Leyland (no ha quedado registrado para la historia su número de matrícula). El final de la pelea tuvo lugar en la parada obligatoria en el kilómetro 10,3 del recorrido bajo la marquesina de un cine del sector más concurrido de la famosa zona céntrica de La Rampa. El chofer se decidió a detener su carro y abrir todas las puertas desde su comando en el panel a su izquierda y ser el primero en saltar hacia la calle como si adentro hubiesen dejado un saco de tarántulas. Ante el estupor de todos los viandantes, el abrirse las puertas dobles traseras, vieron caer un bulto que, al rebotarse contra la acera, perdió su compactación y se vio divido en dos personas aunque aún se agarraban por las costuras de las camisas y por el cuello y el pelo y por donde pudieran afincarse y que fueron seguidos por el estridente canto coral de Maruja, de Belkis y sobre todo de Pablo, que descendían tras ellos, alaridos mediante. En fin, que los buenos samaritanos que tanto abundan en todas las refriegas callejeras cubanas intervinieron en la bronca, separaron a los jadeantes contrincantes, esgrimieron emotivas expresiones filosóficas como “coño, caballeros, las cosas no se resuelven así” y palmaditas en los hombros y cada uno para su casa. Y, hombre, sin menoscabo del colofón nacional implícito en toda bronca que se respete: los transeúntes que empujan en dirección contraria a los camorristas y que estos, invariablemente, con lo que les queda de resuello, se viren para advertirle al otro que la próxima vez que lo coja sí que lo va a descojonar y terminar respectivamente prodigándose a voz en cuello el insulto, ofensa, acusación favorita de la raza: Maricón.

Miércoles 3 de marzo. Por la mañana

Padilla me muestra las pocas afectaciones de su rostro; pero la línea rojiza de una cortadura de casi dos pulgadas de extensión es visible en el lateral izquierdo del tabique. Luego comprendo que el derechazo de su contrincante, el periodista uruguayo al servicio de la Revolución, de nombre Ernesto González Bermejo, reclutado por la Inteligencia cubana en la misma camada de los fundadores de Prensa Latina de los años 59 y 60, conocido de ambos, es el que ha provocado el tajo al imprimirse contra sus espejuelos.

“¿Viste que no tengo afectaciones?”, dijo, trazando un círculo con el índice derecho alrededor de su rostro, pero un rostro excesivamente lavado, como si hubiese querido pulírselo con agua y jabón al levantarse aquella mañana, consciente de que iba a recibir mi visita. Se empeñaba en utilizar esa palabra tan sofisticada: afectación. Recuerdo con claridad que, mentalmente, comparé a Heberto Padilla con un decapitado al que le da pena presentarse en público con la cabeza en la mano.

“La más mínima afectación”, insistió.

“Ni una”, dije yo, complaciente, mientras observaba un hematoma que se enrojecía con cierta celeridad en el pómulo izquierdo y que ya las lavaduras de agua y jabón no podían contener más. Determiné que, para haber esquivado todas las ripostas de González Bermejo, me exhibía un rostro inadecuadamente magullado y con una horrible tajadura en el tabique. Decididamente ese derechazo había sido dañino.

Padilla me había ofrecido una silla al otro lado de la mesa donde, me imaginé, Belkis y él se servían la comida. Unas gafas de hombre, de armadura plástica negra, convertidos en un revoltillo reposaban colocadas sobre la mesa, como una especie de prueba de convicción. A su lado, un burujón de papeles de periódico. Padilla estaba sentado enfrente y Belkis, a mi derecha, sentada en la cama. Desde luego había muchos libros en los estantes de las paredes y creo haber calculado que eso era todo lo que comprendía el apartamento. ¿Una máquina de escribir portátil sobre la mesa? ¿Una meseta con una cocinita a mi izquierda? ¿La puerta del baño atrás y a la izquierda de Heberto? Nada de eso puedo asegurarlo ahora, pero sí que era una estancia húmeda, oscura y que no me resultaba placentero estar allí.

Pocos días antes, como ya expliqué, Heberto me había llamado porque se había enterado de una polémica respecto a mi persona, o más bien a mi desenvolvimiento político como escritor. La polémica de Marcha. Me la pide. Lo voy a ver y se la presto. Tenía las páginas del tabloide sujetas por una presilla y doblada dentro de un sobre de manila y así se la llevó. Muy atento siempre a todo lo que se publicaba. Después, a los pocos días, me llama para que recoja “el material”.

Heberto no salía de su bocadillo.

“¿Ves? Ninguna marca en la cara, ninguna afectación”.

Bueno, sí, sobre el puente de la nariz donde Bermejo le había incrustado un puñetazo sobre los espejuelos. Pero me mantuve callado.

“Ninguna”.

Era un hecho establecido que la cortadura en el lateral izquierdo del tabique, donde un derechazo de González Bermejo le reventó las gafas, no contaba en la versión de Heberto.

Padilla boxeaba con gafas, qué raro. Aunque el otro también las usaba.

Me hallo en una situación tan comprometedora como embarazosa. Heberto, al salir en mi defensa (o algo que se le puede llamar de esa manera) se ha liado a las trompadas con González Bermejo. Yo sé que el uruguayo no es manso, como se dice en nuestro lenguaje de barrio, y rápidamente eleva la guardia y se dispone a conectarte. Yo lo he visto fajándose, y repito que no es manso. Así que debe haberle dado una buena faena a Heberto, y eso recae sobre mí, al menos desde el punto de vista moral, porque Heberto, repito, ha actuado en mi nombre. Yo no se lo he pedido, y ni siquiera hubiera solicitado semejante servicio, pero había sido en mi nombre de cualquier modo.

María Eugenia, mi cuñada. Consolidado de Ópticas. Me vino a la mente como la solución adecuada y expedita del embrollo. Uno de los cristales no estaba astillado. Intacto. Así que era cuestión de armaduras y de un cristal. En un país donde la escasez de espejuelos clasificaba como endémica, que un miope (como yo) dispusiera de una cuñada en la dirección ejecutiva del Consolidado de Ópticas resultaba un privilegio. Miré las gafas de Heberto sobre la mesa. “Bueno”, dije, “me parece que debo hacerme cargo de esto”. Lo menos que podía hacer por él después que estuvo a punto, por cuenta mía, de que le partieran la nariz y eventualmente lo dejaran tuerto. Alisé el mazacote de mis periódicos lo mejor que pude para devolverles la presencia de lo que por género se llama prensa plana. Me voy con sus gafas y con mis periódicos. (Conservé los ejemplares por mucho tiempo). No me dieron café. María Eugenia. Una ama de casa (cuando no se hallaba en el Consolidado de Ópticas) de batas de casa sueltas, y de sangre gallega; rubia que quitaba el aliento como todas mis cuñadas. Me resolvió en pocos días el asunto de Heberto, creo que hasta con cristales nuevos. Al final, van a ser las gafas de armaduras de la RDA que va a exhibir en su autocrítica.

Thriller

Así que Heberto había tenido su bronca con Bermejo en una guagua, durante su trayecto oficial y que después me va a hacer el cuento. Era extraño ver en ese talante a un escritor cubano. Aunque Heberto también le había guapeado a Lisandro una vez a la entrada del Habana Libre. Guapeado quiere decir provocado. Un tipo guapo, arrojado, que quiere bronca con otro. Pero –según Heberto– Lisando no salió del Alfa Romeo donde se había refugiado. Había una historia famosa de Hemingway con Lisandro Otero en la barra del Floridita, creo que una de las únicas trompadas en la historia de la literatura cubana, aunque esta quedara en el vacío. Hemingway había respondido con un derechazo a la intención de Lisandro de rendirle pleitesía a su maestro, aunque Lisandro se movió rápido ante la proximidad acelerada de los nudillos del maestro y esquivó. Bueno, pero estuvo también el guirigay del crítico de teatro Rine Leal con el novelista César Leante, porque –en un corrillo de la sede de la Unión de Escritores– Rine dijo que César había logrado una prodigiosa síntesis histórica porque era César y Bruto a la vez. Lo que de inmediato llegó a oídos del agraviado y lo citó a duelo. Rine dejó su anillo de graduado en su casa, en una gaveta de su mesa de noche, y César le dio a sujetar sus espejuelos a alguien ya llegado al campo del honor. Se liaron a trompadas en los jardines de la Unión de Escritores, tal el campo del honor, y fueron separados después de un conveniente rato de pugilato. Y cada uno para su casa. Nadie llamó a la policía. Para terminar con Heberto, el día que yo lo conocí, se dedicó a hablarme de aquella agarrada que nunca llegó a estallar con Lisandro Otero en los bajos del Habana Libre. Años después, Lisandro me contó que estando en Londres, un día recibió en su hotel una llamada de Heberto, que ya se había ido de Cuba, para invitarlo de nuevo a fajarse, y que por toda respuesta le dijo, oye, Heberto, no jodas más.

Pero, esa noche del 2 de marzo de 1971 en particular, González Bermejo no debió fajarse, pese a ese pasado pugilístico. Por su parte Heberto Padilla no lo sabe, no puede ni imaginárselo, pero –como se dice– le está llenando la cachimba a la Seguridad del Estado. Lo que no sabía Padilla esa noche era la misión que enfrentaría González Bermejo en breve. Esta es quizá la primera de las casualidades que llevan a la determinación de meterlo preso. En fin, que estuvo a punto de echar a perder un paciente trabajo de inteligencia. González Bermejo, deben saberlo, tampoco escapa a la ira del alto mando. Cuando llega con todas sus magulladuras y otra vez la mano tasajeada los oficiales encargados de atenderle lo cubren de insultos. El más ligero de todos es preguntarle si no tiene otra manera mejor de estar comiendo mierda.

(*) Fragmento de un capítulo del libro Plaza sitiada. Un libro para los enemigos. Publicación original de este texto en Fronterad.