Héctor Santiago: La larga muerte de Reinaldo Arenas

Archivo | Autores | 1 de noviembre de 2018
©Luis de la Paz, Reinaldo Arenas y Juan Abreu. Miami, 1984 / Facebook

Aunque no me gusta hablar de mí mismo, tengo que hacerlo para establecer las coordenadas históricas y circunstancias que esclarecen este testimonio. Cuando comenzó el indetenible desangramiento de lo que aún podía considerarse un exilio político a comienzos de 1979, bajo uno de esos disfraces lingüísticos tan afines a las dictaduras, el régimen cubano utilizó una vez más, uno de sus recursos para vaciar la caldera política y social del descontento, propiciando una “emigración controlada” que llamó “reunificación familiar”. Tal emigración sería casi inmediatamente seguida por otra: los incidentes de la embajada peruana que causarían la estampida del Mariel –sin precedentes en la historia del hemisferio occidental–. Entre todos los segmentos de la sociedad cubana, a uno de ellos en especial les esperaba un traicionero destino acortando el disfrute de la libertad: la comunidad homosexual. Escapando de decenios de represión (redadas policiacas, expulsión de trabajos y centros educativos, obstáculos para ingresar y graduarse de las universidades, censura a los creadores, los “especializados” campos de concentración de la UMAP solo para homosexuales –igualmente sin antecedentes en todo el continente americano) al desembarcar en USA les esperaba agazapada en el exilio la Plaga del Sida. Llamada inicialmente el cáncer gay, después, echando por tierra los sermones mesiánicos y las campañas de los moralistas, se vería que era simplemente un virus atacando a todos por igual.

La indiferencia del gobierno del presidente Reagan y los políticos, además de los ataques de los religiosos, junto con el miedo generalizado, lo convertía en un tema tabú –desatando todos los ataques y discriminaciones imaginables. Ignorados, discriminados y sin medicamentos: los muertos fueron por miles. Todo esto hizo que la comunidad homosexual se movilizara, conscientes de que si querían detener la enfermedad, tenían que asumir la batalla con sus propias manos. En los mediados de los 80 los estragos de la Plaga devastaron a la comunidad creativa: básicamente al mundo del teatro, la industria de la moda, los curadores del arte, la decoración interior… En el ámbito cubano se filtraban lentamente los nombres del cinematógrafo Néstor Almendros, el pintor Carlos Alfonzo, el actor Manolito Martínez, el novelista Severo Sarduy. Y algunos otros, que por aún estar vivos, no debo mencionar.  Gracias a la poco conocida labor del dramaturgo cubano Pedro Monge, que en momentos donde en nuestra comunidad nadie tocaba el tema ni apenas había sido llevado al escenario hispanoparlante, tuvo la valentía y honradez intelectual no sólo de escribir Noche de Ronda sobre el SIDA sino que en unión del académico y escritor puertorriqueño Alberto Sandoval, en 1992, dedicó su revista Ollantay Theater Magazine Volume II, Number 2 a la desconocida temática teatral. Desde su revista me ofreció que hablara de mis obras donde tocaba el tema. Esto lo aproveché para también contar mi experiencia comunitaria, y salir del silencio haciendo público mi estatus como VIH positivo –que muchos calificaron como “mi locura y suicidio artístico”. Pero no yo pasé por mis desdichas con la involución cubana, para siendo un hombre libre en el exilio, vivir en el silencio y la hipocresía: bastante tuve que padecerlo en Cuba.

Al inicio de la Plaga yo me limitaba a ayudar a mis amigos y a todos los que lo necesitaran: cada día eran más. El catalizador de mi activismo social fue, cuando una tarde caminando por la Octava Avenida y la Calle 48, pasando por el restaurante puertorriqueño–cubano Juanita vi un alboroto en la calle. Al actor y escritor cubano Jorge Ronet –autor de la olvidada noveleta La mueca de la Paloma Negra sobre la UMAP– que se veía visiblemente depauperado, le habían negado servirle por tener SIDA, y como se negó a levantarse de la mesa hasta que le sirvieran, lo sacaron a rastras tirándolo a la acera. Lo ayudé a recomponerse, y mis gritos obscenos y amenazas, hicieron que llamaran a la policía. Estos, al oír “AIDS”, ni siquiera se atrevieron a acercarse y nos ordenaron que nos marcháramos. Tres semanas después Ronet moriría solitario y abandonado, en una cama apestosa y sucia, porque las enfermeras no se atrevían a tocarla cambiándola, y en torno, en el piso, los platos de comida que le dejaban y él no podía cogerlos por su estado. Yo era el único en la lista de sus contactos en el hospital y cuando me llamaron eso fue lo que encontré. Yo canalicé mi rabia. ¡Tenía que hacer algo!  

Ya comenzaban los actos guerrilleros de la organización Act-Up en los que participé. Pero viniendo de la experiencia represiva cubana, no me sentía cómodo con su innata violencia y espíritu anarquista: aunque los sabía necesarios para sacudir la indolencia de la sociedad, me desequilibraban bastante al revivir las turbas fascistas cubanas con sus actos de repudio.   Además yo creía que su aspecto político se priorizaba sobre la parte práctica de la Plaga: buscar y aplicar los tratamientos, la prevención y su cura. Por lo que participé en otras organizaciones como el Gay Men’s Health Crisis. Este en sus comienzos estaba formado por elementos de la clase media gay, predominantemente liberal y blanca, donde no tenían representación las mujeres, los más pobres de las comunidades negras e hispanas, ni los drogadictos. A veces permanecía sentado largas horas en el teléfono respondiendo a la línea abierta en español. Tal línea nominalmente existía para cumplir con el dinero que daba la ciudad pero en la práctica sólo la atendíamos dos personas, limitadamente, pues éramos voluntarios que compartíamos nuestros trabajos y descanso. El pánico fue mayor, cuando el virus “gay” se hizo presente en los hemofílicos, heterosexuales y bisexuales, haciendo que se rompiera el silencio y la indiferencia: el Sida era de todos. Entonces el dinero comenzó a llegar. Proliferaron muchas organizaciones que aprendían de la experiencia de los grupos homosexuales y les pedían asistencia. Yo asesoraba a las que ofrecían servicios bilingües y a la vez buscaba alguna que pudiera satisfacerme. Encontré muchas organizaciones fantasmas, auténticos atracos que le sacaban tajadas a la ocasión, concesiones de los políticos demócratas corruptos a los miembros de sus piñas y otras sacándoles partido a determinadas etnias: cumpliendo con el sistema neoyorquino de las cuotas a las minorías. Sus directores me recibían en oficinas con relucientes muebles de piel y buróes costosísimos, en las paredes originales de Andy Warhol, banderas y fotos de los políticos. Sus Consejos de Dirección organizaban viajes de “intercambio de información científica” a las Bermudas y Cancún y “conferencias” en París. Cuando les preguntaba por su labor concreta siempre “la estaban preparando”. Finalmente, en una pequeña organización llamada Body Positive, metiendo a la fuerza una oficina en unos pocos metros y con equipos donados encontré lo que estaba buscando: un grupo de jóvenes voluntarios, que salían de sus trabajos y trabajaban allí hasta la medianoche, y procedían de los diversos estratos de las comunidades pobres afectadas por la Plaga. En vez de permanecer encerrados en lujosas oficinas se lanzaban a la calle, visitando los barrios que la población homosexual del Village ni sabía que existían –y aterrorizados jamás hubieran visitado–. Además, era la única organización que por no poseer prejuicios antirreligiosos liberales trabajó con los sacerdotes y monjes franciscanos y establecieron el primer refugio para enfermos terminales, junto con un comedor para los desamparados positivos. Ellos nos daban espacios para nuestras conferencias y reuniones, y -contra la política oficial de la Iglesia- nos permitían repartir condones.

Me uní a una lesbiana puertorriqueña exdrogadicta y positiva, que provenía del gueto y sabía hablar su idioma. Yo por mi parte conocía a la comunidad hispana y ya había trabajado con la comunidad negra en Brooklyn. Nos metíamos en los sótanos donde se inyectaban, las calles donde trabajaban las prostitutas, la Corte donde los juzgaban por drogadictos, los parques oscuros del sexo gay, los centros de rehabilitación de drogas, las organizaciones comunitarias: ofreciendo conferencias, dando condones, agujas hipodérmicas y folletos bilingües traducidos por nosotros. Las iglesias solo nos cedían sus espacios si no hablábamos de sexo ni homosexualismo. ¡En un virus que se trasmitía sexualmente y en ese momento mataba primariamente a los homosexuales!

Con una intención más práctica, formada por un grupo de doctores, enfermeras e investigadores se creó People with Aids Coalition. Tal organización mantenía una clínica y un laboratorio para investigaciones, una farmacia clandestina donde se distribuían tratamientos no aprobados por las autoridades –comprados en Tijuana y a través de todo el mundo, conectados con el Instituto Pasteur de París, y mantenían una red informativa a nivel mundial. A esta me integré en mi doble papel de voluntario y positivo. Estando la atención médica dominada por el miedo a lo desconocido, era bastante deleznable e inhumana, a la vez que las leyes obligaban –y obligan– a los enfermos, durante largo tiempo a permanecer unidos a tubos y máquinas. Muchos deseaban la libertad de poner fin a sus tormentos con la eutanasia. Tal derecho les estaba (y está) negado: apoyado por la oposición y las campañas de las religiones organizadas en Nueva York. Muchos médicos se exponían, ayudándolos de manera que no dejaran trazos que los pudieran inculpar. Así que el trato medico se convirtió en el nuevo frente de batalla.

Entonces es cuando entra en el mecanismo de la Plaga la Hemlock Society, una sociedad clandestina que abogaba por la eutanasia –centrada básicamente en el cáncer terminal, el parkinson, el alzheimer’s, y la enfermedad de Lou Gehrig–. Nos acercamos a ellos e incluyeron al Sida en su batalla. Su fundador y director Derek Humphry reunió todas sus investigaciones y métodos, y en 1992 los publica en su exitoso libro Final Exit: un tratado práctico sobre los métodos para morir. Entre los enfermos terminales del Sida, el más utilizado era el ingerir barbitúricos con vodka, y cuando se adormecían meter una bolsa plástica en sus cabezas y atarlas al cuello, asfixiándolos en la inconciencia. Pero a veces tomaba un largo tiempo, otras había que redoblarles la dosis de alcohol y pastillas, y no pocas en un ataque de pánico se la quitaban –pues aun en los suicidas se manifiesta de manera intuitiva el deseo por sobrevivir–. Lo discutiría con Reinaldo, que enmascarando su miedo me dijo burlón. “Será como ir de compras al supermercado y comprar un melón [su cabeza] trayéndolo a casa en una bolsa”. Finalmente la HS encontró un método más efectivo: una enorme pastilla azul que paralizaba en minutos el corazón y las vías respiratorias cuya sustancia se utiliza hoy en día para inyectarla a los condenados a muerte. No era un proceso fácil sino largo y angustioso: había que llevar a la HS el certificado de la enfermedad y los últimos análisis, entrevistarse con un médico que evaluaba el estado de la persona, y un psicólogo que determinaba la competencia mental para tomar tal decisión. Si decidían que no estaban en la etapa final, o pasaban simplemente por una depresión, debían regresar hasta tener la nota terminal del médico, reiniciando angustiosamente el proceso cumpliendo con ciertos requisitos de exoneración legal, y manteniéndolo en el más absoluto secreto. Solo un pequeño grupo intimo sabía que Reinaldo estaba enfermo. Hasta que no fue evidente su deterioro físico él supo ocultarlo muy bien. No se mostraba mucho en público, enmascaraba la palidez de su anemia vistiendo camisas y pulóveres de fuertes colores –preferiblemente rojos–. Cuando apareció en su rostro la mancha morada del Sarcoma de Kaposi (KS) un cáncer de la piel, yo lo llevé a la tienda Bloomingdale’s, al mostrador de cosméticos de la firma Clarins, que había lanzado un maquillaje para ocultar las cicatrices y quemaduras, o las tapaba con unos esparadrapos. Una muestra de cómo usaba el humor y su muy mala leche, fue en el lanzamiento de su novela Arturo la estrella más brillante, publicada por la Editorial Montesinos y presentada en la America’s Society en Park Avenue. Cuando subió al podio en medio de un desagradable silencio y muchos mirándolo insistentemente para ver si descubrían los rasgos de la enfermedad, dijo: “¡Esto parece un velorio!” 

Reinaldo sabía que yo era positivo y estaba al tanto de mi labor comunitaria. Fue testigo de la batalla de su amigo el cineasta Néstor Almendros, la larga agonía de Jorge Ronet –con el cual se iba a los sex shop de la Calle 42– y muchos de nuestros amigos nucleados en el barrio Hell Kitchen. Pero jamás hablaba del Sida. Como si no existiera. Una mañana, al abrirse la puerta del elevador del People with Aids Coalition, allí estaba; en silencio nos abrazamos y comenzamos a llorar. Yo rebasé el malestar de que no hubiera confiado en mí –realmente ni cuando comencé a temerlo me atreví a romper su privacidad y preguntárselo–. Yo conocía toda la información y los descubrimientos sobre el Sida que llegaban y se la daba. Además yo vivía cerca de su casa, mientras que Dolores Koch, Lázaro Gómez Carriles y Perla Rozencvaig y algunos otros vivían algo distantes –aunque siempre acudían a su llamado–. 

No me vale la pena recordar los pros y los contras de su personalidad tan compleja. Ni en La Habana ni en Nueva York, jamás utilizó conmigo ese látigo despiadado y burlón que le conocía. Ni tampoco era el único que yo conocía, con la dicotomía de ser una persona muy difícil y a la vez un gran escritor –eso sí: un gran y fiel amigo–. Su importancia en las letras cubanas-hispanas-gais, su honestidad intelectual y su valentía política, lo trascendía todo. La única discusión acalorada que tuvimos en muchos años fue cuando le sugerí que escribiera un artículo en la revista Body Positive, donde yo colaboraba o me permitiera entrevistarlo. Necesitábamos en el ámbito hispano nombres y rostros para humanizar la Plaga –que ya Rock Hudson había dado al mundo gay anglo y después Magic Johnson entre los heterosexuales–. Pero se negó rotundamente, arguyendo que el régimen cubano –y sectores de Miami–, ya trataban de utilizar su homosexualismo para desprestigiarlo y silenciarlo, y el Sida les daría un arma más. Además, siendo un conocido opositor al régimen cubano, los liberales norteamericanos –que lo odiaban– lo acusarían de politizar contrarrevolucionariamente la Plaga, Irónicamente, a su muerte un periodista gay publicó en el Village Voice que Antes que anochezca era producto de su demencia causada por el Sida. Seguimos discutiendo hasta que comprendí que era su elección y debía aceptarlo.

Después de su ingreso en el Roosevelt Hospital con una neumonía que lo mantuvo al borde de la muerte, Reinaldo más nunca fue el mismo: vivía acompañado por la Muerte. La conciencia de lo perecedero de la vida es algo inescapable. Comenzaba el largo proceso de una de sus tantas muertes. En la antesala de ir a buscar los análisis me llamaba aterrado, iba a verlo y estábamos hablando hasta la madrugada. Cuando regresaba con los resultados –cada vez más desalentadores– yo trataba de infundirle esperanzas, trayéndole cuanto remedio encontrara: desde raíces del Barrio Chino a sahumerios holísticos. El problema era que, por su intensa vida sexual, Reinaldo se infectaba constantemente con distintas cepas del virus siendo imposible para los pocos medicamentos de entonces el poder combatirlos. Él batallaba por su cuerpo pero más que todo su lucha era contra el tiempo para terminar su obra, seguir acusando al infame régimen cubano, quebrando el silencio de lo academia liberal norteamericana, la censura de la intelligentsia europea, la complicidad de los intelectuales latinoamericanos con los desmanes de la involución cubana y otras tantas luchas. Para esto necesitaba mucha energía, mientras lo aterrorizaba la idea de verse impedido físicamente. Además de que, espiritualmente, la soledad intrínseca de todas las metrópolis y la maldita desunión ególatra del exilio, lo aniquilaban. La mancha del KS en la mejilla lo derrumbó y la pérdida de peso lo avejentó: ya no podía seguir negando que tenía Sida. También perdió su atractivo físico, impidiéndole sus socorridas escapadas en los antros neoyorquinos del sexo.

Una noche en la cocina se le cayó de las manos un vaso que se rompió. Ya antes había notado ese buscar las cosas tanteando, pegarse al rostro los manuscritos para corregirlos –o leerlos a sus amigos como le gustaba hacer–, las erráticas líneas que no podía mantener rectas cuando escribía. Cada vez le molestaba más el sol, iba perdiendo la mirada periférica y describía una danza de bolas luminosas. Dos semanas después, el médico le confirmó una de las peores infecciones asociadas con la enfermedad: el Cytomegalovirus (CMV). Común en una ciudad llena de palomas, pues las aves eran sus portadoras, además del contacto con los fluidos infectados resultando en una ceguera total y la muerte por lenta parálisis cerebral. Se horrorizó al enterarse que el único tratamiento era el ponerle un catéter permanente en una vena del pecho, para administrarse la inyección –que solía infectarse y debían cambiarlo constantemente. Cuando estuvo en el hospital por la neumonía, se juró que nunca más regresaría, prefiriendo morir en el quinto piso de su apartamento.  

Perla Rozencvaig, su traductora Dolores Koch y Julio E. Hernández-Miyares –y quizás algún otro– lo ayudaban con la intrincada solución de su herencia que dividió entre ellos y Lázaro Cariiles nombrándolos sus albaceas. También estaba Oneida, su madre, quien residía en Cuba y a la que ayudaba con una mensualidad que le enviaba en dólares. Más tarde Perla Rozencvaig y Miyares renunciaron, y Dolores Koch falleció quedando todo en poder de Lázaro Carriles. El régimen cubano respondió, pagando a un costosísimo abogado especialista en esos menesteres y las costas del proceso judicial en una corte en España para que la actriz Ingrid González, su “esposa” cubana y su hijo al que Reinaldo reconoció como suyo, fueran declarados sus herederos y cobraran sus derechos de autor en todo el mundo.

Perla Rozencvaig le llevaba sus preferidos pollos rostizados o lo invitaba a su restaurante favorito en el barrio, a veces el pollo se acumulaba apenas sin tocar en su refrigerador –esperando a que lo desmenuzara cuidadosamente–. Otros amigos le llevábamos helados, polvos para batidos de proteínas, gelatinas, compotas para niños y le hacíamos puré de papa. El KS se había extendido a su garganta y le impedía tragar comidas solidas sin grandes dolores. De todas maneras, aunque pudiera comer normalmente, ya su cuerpo había iniciado el proceso del wasting: rechazaba las proteínas y el cuerpo, al no asimilarlas, perdía una gran cantidad de masa muscular y por tanto de energía.

No quedaba más nada por hacer. Tras dos previas visitas, finalmente en la Hemlock Society le dieron la pastilla azul. Comenzaba la antesala de su muerte. Durante semanas estuvo la maldita pastilla –para mí, y salvadora para él– sobre la mesa en la cocina a la vista de todos los que lo visitaban: los pocos que sabían qué era trataban inútilmente de no mirarla e ignorarla.  

Lo mismo que lo mantuvo con vida (escribir, dejar el legado del espanto de su vida contra las mentiras, denunciar a sus verdugos y combatir la fiebre del olvido) finalmente lo enfrentó a su final. Terminando a duras penas Antes que anochezca, más allá no quedaba sino una ciega y dolorosa muerte que tratarían de prolongarle hasta lo imposible. Aunque había firmado un Living Will, ninguno de nosotros éramos sus familiares, y no teníamos poder legal para desconectarle las máquinas o cesar los tratamientos más imprescindibles. Hizo lo mismo que dos de los creadores que más admiraba: Lezama Lima y Virgilio Piñera –que en el total ostracismo escribían pese a todo y como único objetivo existencial–. Una vez que eso le fue imposible ya su vida no tenía ningún sentido.

Una noche me hizo saber que había llegado el momento. Le pregunté si necesitaba mi ayuda y me dijo que contaba con Dolores y Lázaro, si bien no me precisó exactamente cuándo sería. ¿Qué se siente ante alguien que sabemos que ya no estará… que ésa es la última conversación… que siendo yo también positivo posiblemente me estaba mirando en el espejo de mi futuro. Fue una larga noche: hermosa, triste, con el amor de la amistad, serena, con una dolorosa nostalgia, unidos por un pasado común, lejanos y cercanos de nuestras raíces isleñas. Hablamos de cuando éramos jóvenes, cuando nos conocimos en la Biblioteca Nacional, La Habana de nuestra bohemia, las tardes en la Playita 16 de Miramar, con Virgilio en el parquecito frente a la Funeraria Rivero, en el atelier de la pintora Loló Soldevilla, la casa siempre abierta de Olga Andreu, los viajes por Regla y Casablanca con José Mario, cuando Tiqui-Tiqui un amigo gay que trabajaba en la cafetería del Parque Lenin, me vendía a sabiendas las cosas que le llevaba en su huida: yogurt, chocolate, croquetas con pan, y las frituras de calabaza de mi madre, de la isla que nos dolía, la mezquindad del exilio, nuestro lunático individualismo, las enfermizas divisiones, la complicidad de tantos bajo el llamado “Diálogo”, y por supuesto de la literatura: no parecía un adiós sino un hasta luego. Era tarde, cuando antes de despedirme le pedí que me llamara si me necesitaba –ya había asistido a otros en el viaje–. Que Dolores o Lázaro me avisaran…

No creo que fuera algo previamente escogido por Reinaldo. Pero en la historia de Cuba el 7 de diciembre es la muerte del General independentista Antonio Maceo y su ayudante Francisco Gómez Toro, en las alturas del Cacahual en Santiago de las Vegas. Cuando tomé el teléfono y escuché la voz de Dolores supe al instante que Reinaldo había muerto. Corrí al edificio en la calle 44. La puerta estaba abierta en espera de la policía. Había un silencio surreal. Reinaldo estaba en el sofá, Lázaro le había cruzado las manos sobre el pecho y estaba arrodillado en el piso rezando, Dolores estaba sentada en una silla a su lado: con esa fuerza que sólo las mujeres tienen ante el dolor. Dolores me hizo una señal para que me marchara, librándome de los procedimientos de la policía en esos casos. Bajé y me quedé en la acera. Cuando vino la policía, su pequeña nota exonerando a cualquiera de su muerte y su certificado del Sida aligeraron el proceso. Como a la media hora vino el carro de la morgue con el coroner: el responsable de levantar el cadáver. Dos negros corpulentos, con guantes amarillos de goma y mascarillas sanitarias, bajaron la camilla con el cadáver encerrado en una bolsa verde olivo de plástico y al ir a meterla en el carro dejaron caer su cuerpo a la calle. Gritaron. ¡Fuck! Dolores y Lázaro estaban en la escalera de entrada. Pero ni se excusaron, recogiéndolo y marchándose. 

Esperé unos días de sosiego para reunirme con Dolores y rellenar los vacíos de lo que sucedió. Reinaldo la había llamado. Realmente estaba muy depauperado físicamente y destrozado emocionalmente, pero aún no se atrevía a tomar la pastilla. Así que ella llamó a Lázaro. Reinaldo simplemente se quejaba. Era evidente su próxima agonía, y como no quería regresar al hospital…  Desesperado e impotente Lázaro estalló. “¡No jodas más y termina!” Reinaldo fue a la cocina. Cuando regresó dijo: “Ya lo hice”. Se acostó en el sofá y en total silencio esperaron. Una corta convulsión, la respiración agitada, y el viaje a la total libertad de quien nunca la conoció en vida. Dolores quería escribir su final pero nunca lo hizo. Su muerte me deja en libertad para hacerlo. Perla Rozencvaig y Lázaro Gómez Carriles pueden refutar mi testimonio. Y hay otros amigos, testigos de las muchas cosas lo que cuento. La película de Schnabel estableció el mito más dramático y rápido de la bolsa plástica asfixiándolo –que el mismo Lázaro ya ha negado–. Pero la realidad fue más dolorosa y larga: así murió Reinaldo Arenas. ¡No! Más bien su obra vive para siempre. Mientras que con el tiempo nadie recordará a sus verdugos: en una piedra sepulcral relegada a fotos turísticas; con el rabo entre las patas huyendo del paraíso con el carné de la diáspora…   

Publicación original Exilio, Nueva York, 07, 17, 2012 / Revisitado AHCE 3, 23, 2018