Carlos A. Montaner: Historia genital de la revolución cubana

Autores | DD.HH. | 5 de noviembre de 2018
©Fidel Castro junto a un grupo de bailarinas / Diario Las Américas

El peor aspecto del totalitarismo es la intromisión del Estado en la zona afectiva de los individuos, y muy especialmente su repugnante control de las relaciones sexuales. A lo largo de más de medio siglo, la dictadura castrista ha impuesto a los cubanos cómo y a quiénes deben querer, y a quiénes deben rechazar. Desde el principio, el gobierno decretó que no se podía tener relaciones con los familiares que emigraban del país, y súbitamente se interrumpieron los vínculos entre padres e hijos, entre hermanos, entre familiares que hasta ese momento se habían dispensado un gran cariño. Pero no sólo se trataba de cortar amarras con las personas que tomaban el camino del exilio. Fue entonces cuando un novedoso sustantivo, desafecto, se convirtió en un terrible sambenito. El único afecto posible y legítimo era el que se profesaba a Fidel Castro y a la revolución.

Bastaba con que alguien fuera desafecto a la dictadura comunista, es decir, que pensara, razonablemente, que casi todo lo que estaban haciendo aquellos jóvenes dogmáticos y violentos era un cruel disparate, para que, por indicaciones del gobierno, se le tratara como a una especie de leproso moral a quien se debía negar el saludo. No sólo se echaba a estos cubanos desafectos de sus puestos de trabajo, en asambleas humillantes en las que solían maltratarlos de palabra; también se les aislaba socialmente, a ellos y a sus hijos, creando una categoría de parias intocables dentro de la sociedad cubana. Las planillas que con frecuencia debían llenar los cubanos invariablemente llevaban la pregunta envenenada: «¿Tiene relaciones con personas desafectas a la revolución o con familiares radicados en el exterior?»

Ese control de la afectividad llegaba al extremo grotesco de que una de las mayores demostraciones de hidalguía dadas por algunos simpatizantes de la revolución era que, en una demostración de poder y mando, se atrevían a saludar con cierta cordialidad a compatriotas que habían caído en desgracia. A lo que se agregaba otra muestra de la degradación moral en que cayó la sociedad cubana: los desafectos, calificados como gusanos por el aparato propagandístico del régimen, exactamente como Hitler trataba a los judíos, acabaron asumiendo la ofensa como una etiqueta inevitable: gusano. Entre gusanos, el mote dejó de ser una ofensa y pasó a convertirse en una curiosa distinción con que se calificaban los demócratas, sin percatarse de la indignidad. «Gusano, y a mucha honra», solían manifestar con cierto tonillo picaresco.

Revolución, afectividad y sexo

Las relaciones y las preferencias sexuales de los individuos también cayeron bajo el control afectivo del régimen. Quienes tomaron el poder en Cuba en 1959 tenían una clara idea sobre cómo debía ser el comportamiento moral de los cubanos, cuáles eran las costumbres sexuales revolucionarias y cuáles las contrarrevolucionarias. Un buen revolucionario no debía casarse con una extranjera del mundillo capitalista, y ni siquiera estaba bien visto que lo hiciera con una camarada del bloque socialista. A partir de ese momento se desataba una especie de paranoia genital en las filas de la Seguridad del Estado. El homosexualismo y el lesbianismo eran vistos como el resultado de la blandenguería de una sociedad burguesa y decadente que educaba a la juventud para el vicio y no para el trabajo gallardo prescrito por la revolución.

Esas mariconerías, cuyos síntomas más evidentes eran el peinado, las ropas ajustadas o el tipo de música decadente que les gustaba a ciertos jóvenes, serían eliminadas cortando caña o sembrando malanga de sol a sol, versión caribeña de La naranja mecánica, aquella excelente película de Stanley Kubrick filmada a partir de una obra de Anthony Burgess. Fue entonces cuando a uno de aquellos guardianes de la moral revolucionaria se le ocurrió que el saxofón era un instrumento del imperialismo norteamericano. Lo verdaderamente cubano y varonil, supongo, eran la bandurria y el güiro.

Esa furia homofóbica tenía un componente hipócrita, dado que convivía con las muy frecuentes prácticas de sexo en grupo, tríos generalmente orquestados por un líder revolucionario o un alto oficial del Ejército rebelde acompañado de dos mujeres, a las que alentaban para que se entregaran a prácticas lésbicas que alimentaban las fantasías eróticas de los contradictorios revolucionarios.

En todo caso, no era censurable que los Castro y el resto de la cúpula dirigente sostuvieran una escala de valores éticos, algo perfectamente normal y predecible en todas las sociedades, sino la voluntad que poseían de también cambiar el país en ese terreno, dado que, como dioses, pretendían crear una especie a su imagen y semejanza. Algo nada sorprendente: al fin y al cabo, uno de los rasgos más desagradables de los revolucionarios, infatigables ingenieros sociales, es que no conocen la duda en campo alguno, y se dedican incesante y vanidosamente a tratar de clonarse.

Los revolucionarios saben lo que las personas deben creer o rechazar. Saben lo que deben producir y consumir. Saben cómo deben vestir o divertirse. Saben todos los males que las aquejan y conocen todas las soluciones. Lo saben todo, y entre las cosas que entonces creían saber estaba la de cuál era la conducta sexual adecuada, y qué comportamientos y costumbres debían ser reprimidos a sangre y fuego. Sólo que entonces, dada la historia cultural del país, prevalecía en la Isla el centenario paradigma hispano-católico, así que no es extraño que en los primeros meses de la revolución se persiguiera el aborto con firmeza, se cerraran casi todos los prostíbulos y se intentara reeducar a numerosas prostitutas para convertirlas en costureras o chóferes de taxi, víctimas de un paradójico espasmo moralista.

Sin embargo, paralelamente eran conocidas las divertidas fiestas de perchero y las constantes y promiscuas aventuras sexuales de algunos famosos comandantes, como es el caso de Camilo Cienfuegos, actitud que, según cuenta el periodista Benjamín de Yurre, ex secretario privado del entonces presidente del país, Manuel Urrutia, en unas memorias todavía inéditas, estuvo a punto de provocar una tragedia. De Yurre estaba en el despacho de Camilo cuando Raúl Castro, quien siempre ha tenido una vida privada discreta y una actitud medio jacobina, entró violentamente en el recinto y reprochó al popular comandante su conducta y que gastara los recursos del país en constantes francachelas de sexo y alcohol, que se llevaban a cabo en el hotel todavía llamado Havana Hilton. Camilo reaccionó indignado e intentó sacar su arma, acción que impidieron el oficial Olo Pantoja y otros asistentes de ambos militares.

En medio de esas contradicciones, el gobierno propició el matrimonio de cientos de parejas campesinas que no estaban casadas como Dios manda, dado que la libre convivencia entre adultos no exigía el matrimonio civil, porque en el campo, para quererse, no parecía indispensable pasar por la vicaría, y mucho menos por la notaría, pero, aparentemente, la ausencia de ese vínculo legal preocupaba a estos desnortados revolucionarios atrapados entre El Capital y el Catecismo.

Era tal la preocupación del gobierno por la castidad y el recto comportamiento de los cubanos, que en 1959 numerosas posadas fueron súbitamente clausuradas. Ni siquiera medió una orden tajante publicada en la Gaceta y legitimada por las autoridades. Sencillamente, enviaron patrullas de personas armadas a clausurar los recintos y a afear la conducta de quienes estaban dentro. De alguna manera, éste fue el hecho precursor de los actos de repudio, aunque entonces no perseguían las ideas políticas, sino la voluntad de las parejas no casadas de hacer el amor o lo que les diera la gana.

No me resisto a contarles una anécdota de la que fue protagonista un amigo mío en la legendaria posada El Reloj, situada en un exclusivo y discreto barrio habanero. Me perdonarán el final de la historia, pues lleva una palabra impropia dentro de un ambiente académico, pero eso fue lo que le gritaron. Veamos.

Estamos a mediados del año 59. Mi amigo había conseguido seducir a la esposa de un feroz miembro de la policía batistiana, quien se había escondido, nadie sabía dónde, por el temor, muy razonable, a ser descubierto y fusilado. La señora, abandonada por su esposo, decidió consolarse en brazos de su joven amante y una tarde, finalmente, acudieron a la mítica posada habanera. Una vez en la habitación, tras los escarceos preliminares, cuando se disponían a consumar el acto (él, que era un tipo instruido y burlón, le gustaba repetir: «Coito, ergo sum»), de pronto oyeron el potente vozarrón de alguien que hablaba por un altavoz desde fuera del recinto:

Compañeros: Este edificio va a ser clausurado y tiene que ser desalojado de inmediato. La revolución no puede permitir estas inmoralidades. Se pide a todas las personas que salgan ordenadamente. No se les va a detener ni se les va a acusar de nada. Sencillamente, tienen que abandonar este lugar.

Según el relato de mi amigo, su entusiasmo viril se encogió súbitamente. Se fue a la ventana y vio, en efecto, un jeep del ejército con unos barbudos armados, presididos por un señor afeitado, vestido con guayabera blanca, con una bocina en la mano, y una pequeña multitud de curiosos que se arremolinaban en la acera para ver quiénes salían de la posada.

Mi amigo me cuenta que a la vergüenza que le esperaba se unió el temor al implacable marido de la dama. ¿Y si estaba entre los curiosos? Le habían dicho que el militar estaba escondido en aquel vecindario. Le entró pánico y decidió desertar de una forma miserable: le propuso a la frustrada compañera de cama que cada uno saliera solo, por su cuenta, para que nadie pudiera relacionarlos. Dice que la mujer protestó pero, ante la inquebrantable firmeza de su cobardía, lo miró con desprecio, se vistió y se marchó. Él esperó un rato y, cuando creyó que había pasado el peligro, salió caminando, cautelosamente.

En ese momento sucedió algo inesperado y terrible. Al verlo salir solo, uno de los curiosos arremolinados comenzó a reírse y le gritó: «Pajero, pajero». A los diez segundos el coro era estruendoso: «Pajero, pajero, pajero», gritaban varias docenas de personas. Y así lo persiguieron hasta que consiguió llegar a su auto. Según me contó años más tarde, ése fue el momento en que decidió escapar de Cuba. Podía vivir con la revolución metida en el palacio de gobierno, incluso en la empresa de su padre, pero no en su entrepierna.

La época de la homofobia

Todos conocemos la infame existencia de los centros de reeducación política y moral conocidos como UMAP, Unidades Militares de Ayuda a la Producción, campos de concentración, rodeados de alambre de púas, en los que internaron a varios miles de jóvenes creyentes, hijos de personas desafectas, homosexuales o, simplemente, muchachos afeminados que no cumplían con el código gestual exigido por los machos supuestamente desbordados de testosterona que ejercían el poder. Lo que se conoce menos es que una medida tan cruel y bárbara como ésa sólo pudo surgir de la cúpula revolucionaria. Nadie en Cuba tenía autoridad para poner en marcha algo tan monstruoso, salvo Fidel y Raúl, con el aplauso de Ramiro Valdés, una persona tan absolutamente intolerante y rígida en materia de preferencias sexuales que exigía que sus subalternos inmediatos no utilizaran colonias olorosas, sustancia que le parecía la antesala del homosexualismo.

El Che, por supuesto, que también era un notorio homófobo, probablemente estaba de acuerdo, pero en noviembre de 1965, cuando surgen los campos de la UMAP, ya él estaba fuera de Cuba, dedicado a la lucha armada, y en julio de 1968, cuando los cerraron, estaba muerto, de manera que no parece justo endilgarle responsabilidad alguna en este grotesco atropello. Según le escuché mucho tiempo después de esos hechos a Carlos Franqui, persona que en los sesenta todavía estaba muy cerca del poder, Fidel fue el autor de la iniciativa, pero Raúl la aprobó con entusiasmo y se encargó de llevarla a cabo, como ministro de Defensa que era. Ambos creían que podían construir el hombre nuevo ­–viril, revolucionario, laborioso, desinteresado, colectivista, antiamericano, ateo, sudoroso, brusco, con pelo corto y ropa holgada de macho rural– mediante una combinación de entusiasmo, represión, intimidación y, como dicen los sicólogos behavioristas, refuerzos negativos. Creían que mediante el trabajo forzado y la mano dura podían remodelar el carácter díscolo de esos jóvenes que no comprendían la grandeza de la revolución y las bondades del comunismo.

En los campos de la UMAP, donde se comía y bebía poco y asquerosamente mal, hubo crueles golpizas, personas arrastradas por caballos, reclusos amarrados a los alambres de púas mientras eran literalmente desangrados por los mosquitos y comidos por las hormigas. Hubo fusilamientos sumarios, jóvenes sepultados vivos, con la cabeza fuera de la tierra, calcinados por el sol, y, como era predecible, muchas automutilaciones para escapar de aquellos infiernos rumbo a algún hospital, y varios suicidios de muchachos absolutamente desesperados.

Aquellos humillantes atropellos terminaron como resultado de las clamorosas protestas internacionales en defensa de los homosexuales, especialmente las iniciadas en Francia por el cineasta Néstor Almendros, ganador de un Óscar y autor (junto con Orlando Jiménez-Leal) de un excelente documental sobre el tema, Conducta impropia. No obstante, el aparato de propaganda del régimen, por medio de un libro del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, intentó exculpar a Fidel Castro con la fantástica historia de que el propio Comandante liquidó los campamentos tras infiltrarse subrepticiamente en uno de ellos y comprobar la existencia de abusos incalificables.

De acuerdo con esta fábula, Fidel, previamente, había enviado a cien justos e intrépidos jóvenes comunistas a que simularan ser reclusos para confirmar las denuncias que venían del exterior. Una vez percatado de los atropellos y vejámenes a que sometían a los prisioneros, procedió personalmente a desmantelar los campamentos. La obscena obra se titula En Cuba (1971), y es uno de los esfuerzos más ridículos de cuantos han sido dedicados a librar de culpas a los líderes revolucionarios, responsables de un salvaje comportamiento por el que nadie, nunca, ha sido juzgado y ni siquiera amonestado.

Por otra parte, se ha dicho, con total inexactitud, que tras el episodio de la UMAP desapareció en Cuba la represión y el trato humillante contra los homosexuales, algo absolutamente falso. Durante toda la década de los setenta continuaron echando de la universidad a numerosos jóvenes, acusados en asambleas públicas de tener esas preferencias sexuales. Asimismo, miles de personas que eran o parecían ser homosexuales fueron violentamente expulsadas de Cuba en el marco del éxodo del Mariel, en abril de 1980.

Moralina y voluntarismo

¿Por qué esta moralina idiota? En realidad, porque habían llegado al poder unos tipos autoritarios, totalmente ignorantes de la complejidad de la naturaleza humana, y como en esa época todavía prevalecía la moral tradicional, acompañada desde 1959 de una absoluta falta de respeto por la libertad individual, llevaron esta visión hasta sus últimas consecuencias.

Pese a la leyenda de una Cuba inmoral que era una especie de lupanar de los norteamericanos, la verdad era muy diferente. La sociedad cubana de los años cincuenta del siglo pasado era, como sucedía en toda Hispanoamérica, bastante pacata, y las mujeres, especialmente las de los sectores sociales medios y urbanos, solían llegar vírgenes al matrimonio, aunque los novios, de acuerdo con la prescripción del maestro Manzanero, como en todas partes, buscaban los momentos más oscuros para sus maniobras, hoy diríamos, clintonianas. No obstante, esa fase de la represión sexual duró poco tiempo. En los dos primeros años de la dictadura vino la ruptura total con la Iglesia, los colegios privados fueron estatizados y, como muchos de ellos eran católicos y protestantes, de pronto se dio la paradoja de una revolución que, como los personajes de Pirandello, se quedó a la búsqueda de un marco ético en el cual encuadrar su moral sexual. Los viejos comunistas, que en cierto momento inicial, en los años veinte, predicaron el amor libre, tampoco tenían nada claro cuáles eran los límites del Estado en esta materia, pues entre los cubanos de los años cuarenta fue tristemente famoso el espectáculo ridículo que dio el Partido Socialista Popular cuando su Comité Central decidió ventilar públicamente el triángulo amoroso surgido entre Edith García Buchaca, Joaquín Ordoqui y Carlos Rafael Rodríguez, tres de sus principales dirigentes.

La señora García Buchaca, casada con el señor Rodríguez, se había enamorado secretamente del señor Ordoqui –una fatigada historia de la especie humana–, pero el Partido examinó públicamente este asunto íntimo que sólo competía a los tres lados del triángulo. De alguna forma sinuosa y perversa, Blas Roca y los demás dirigentes pensaban que la conducta de la señora García Buchaca y del señor Ordoqui afectaba a la moral colectiva de los miembros del Partido. Para ellos, el honor no era un elemento que afectaba al individuo, sino a la colectividad. Por otra parte, si Ordoqui se hubiera enamorado de una señora casada con alguien que no fuera un dirigente comunista, no habría sucedido nada excepcional. El problema era que un glorioso dirigente comunista como Carlos Rafael Rodríguez no podía ser cornudo, ni su mujer podía sucumbir a las tentaciones de la ingle. Esa actitud calderoniana, cuando los comunistas llegaron al poder, la convirtieron en una cuestión de Estado.

‘La mujer del coronel’

Y ahí quería llegar. Hace pocas fechas la editorial Alfaguara editó y puso a la venta mi novela La mujer del coronel. En la contratapa los editores dicen lo siguiente:

Nuria, una atractiva psicóloga cubana de cuarenta años, es la mujer del coronel Arturo Gómez, un tipo duro y heroico al que ama. Pero en un breve viaje a Italia, adonde acude a dictar una conferencia, su vida dará un vuelco radical tras conocer al profesor Martinelli, un erotómano consumado. La mujer del coronel es una novela cargada de suspense y cálidamente erótica sobre el amor, el adulterio, la exploración de la sexualidad y la violencia.

Y así es: en mi novela, hecha de ficción y realidad –como casi todos los relatos–, el coronel Arturo Gómez, estando en Angola en una misión internacionalista, recibe un sobre amarillo en el que el Estado, oficialmente, le comunica que su mujer le es infiel, por lo que tiene que liquidar el matrimonio o separarse del Partido Comunista y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. La revolución, con total lealtad machista, cuida la castidad de las mujeres de sus líderes. A partir de ahí se desarrollan las dos líneas de acción de la obra: la tragedia del adulterio dentro de las filas de la revolución, convertido en un delito político, y los detalles íntimos de las relaciones de Nuria con su amante, contados en un largo flash-back.

Casualmente, al tiempo que las librerías comenzaban a exhibir mi novela, la señora Mariela Castro, hija del dictador cubano, dirigía en La Habana una manifestación en la que predominaban homosexuales, lesbianas y transexuales que protestaban contra una de las variantes del machismo de la sociedad y, sin duda, del Estado cubano. Magnífico. Tal vez es una manera lateral de comenzar a abrir las ventanas en ese sombrío manicomio. Pero no deja de ser curioso que hoy en Cuba se pueda protestar contra algunos aspectos de la represión sexual pero no contra la represión política o la falta de libertades cívicas. Si Yoani Sánchez, por ejemplo, encabezara una manifestación de blogueros dedicada a defender el acceso a internet, seguramente los participantes serían maltratados por las turbas y arrestados por la policía. Como alguna vez he escrito, coincidiendo en ello con un texto previo de Yoani que entonces no conocía, Cuba debe de ser el único país del mundo en el que es más fácil cambiar de sexo que de partido político.

En todo caso, resulta conveniente que al menos los homosexuales puedan exhibir sus preferencias íntimas sin temor a represalias. Antes, esa conducta los llevaba directamente a los calabozos y al desprecio. Ahora hay algo más de tolerancia. No obstante, eso no quiere decir que la represión de la sexualidad haya desaparecido del repertorio de comportamientos negativos existentes en el país e impulsados por el Estado. En esencia, la sociedad cubana sigue estando en manos de lo que algunos llaman el machismo-leninismo.

Mi novela, precisamente, examina otra zona de la represión sexual alentada por ese machismo-leninismo. La cúpula dirigente, compuesta por varones dominados por los viejos valores patriarcales, entreverados con las supersticiones del marxismo, también persigue y aplasta las manifestaciones de la sexualidad femenina heterosexual que se apartan de la monogamia. Monogamia y exclusividad sexual, por cierto, que los líderes revolucionarios exigen pero no practican, como suele suceder en todas las sociedades fundamentalmente patriarcales.

Espero que La mujer del coronel, además de deleitar al lector –principal responsabilidad de toda novela–, lo inquiete. Ojalá que también contribuya a iluminar otra zona sombría de la convivencia cubana.

Publicación fuente ‘Libertad digital’