Carlos Ferrera: La casa en Marianao de Wifredo Lam: en ruinas y olvidada
Mi paso por este mundo está repleto de acontecimientos fortuitos que invariablemente “cierran” historias de mi vida, con finales que nunca puedo prever.
Estoy acostumbrado a que la casualidad me sacuda de forma sorpresiva, para poner punto final a alguna cosa que quedó inconclusa en mi pasado, incluso, muchos años después de que haya sucedido. Mi existencia es pues, un ejemplo claro de que nada hay más socorrido, que un día detrás de otro.
Desde mucho antes de comenzar a estudiar Arquitectura, me enganché sin remedio a la figura enigmática de Wilfredo Lam, que me fascinaba como pintor, pero me intrigaba mucho más como persona.
Le llamo “Wilfredo”, como él prefería que lo llamaran, porque así lo bautizó su madre, y no “Wifredo” como escribió en su inscripción de nacimiento una inepta empleada en el Registro Civil de su Sagua natal, y que tantos dolores de cabeza le trajo a la hora de firmar y registrar después algunas de sus obras.
También su mezcla racial, tan multiétnica, me lo hacía cercano. Tenía de negro, de blanco y de chino, como yo, y de hecho, guardaba un gran parecido con mi abuelo materno, que era de ascendencia hongkonesa. A mí me intrigaba su vida personal llena de claroscuros, cuyos detalles entonces me eran inaccesibles. Por eso desde muy joven, me interesé por conocer la historia de su obra y las curiosas -y a veces misteriosas- circunstancias de su vida.
Vi a Lam una única y última vez en 1980, ya muy anciano en silla de ruedas, bajo un sol de justicia en la Plaza de la Catedral de La Habana. Había ido a someterse a un tratamiento en el hospital Frank País, para intentar curarse una grave enfermedad, que finalmente lo mataría dos años más tarde.
Pero por esos días, Armando Hart lo había invitado a un acto en su honor, organizado por el Ministerio de Cultura. Apenas podía responder al saludo de la multitud que lo rodeaba pidiéndole un autógrafo, que firmaba débil y tembloroso, sin muchas ganas de socializar.
Fue por entonces que lo entrevistó y grabó el realizador Humberto Solás, que preparaba una película sobre su vida, y que había podido grabarlo también años antes, en Sagua, cuando el pintor aún conservaba la salud.
Y es también en esos días cuando Lam se entera de la muerte de su amigo Alejo Carpentier en París, una noticia que lo deja hundido y triste.
A Carpentier lo trajeron a La Habana cuatro días después de su fallecimiento, cumpliendo su última voluntad, para enterrarlo en la ciudad donde no quiso vivir, pero en la que quiso descansar después de muerto. Lam pudo, al menos, rendirle homenaje a su amigo del alma, dándole un último adiós en Colón.
Tenía 78 años y estaba muy enfermo, pero aunque seguía en activo, pintando, exponiendo y concurriendo a eventos pictóricos en el mundo entero, era ya un monigote al servicio del poder cubano. Quizás pagaba el precio de haber comulgado con la dictadura, aunque en privado tuviera otras ideas bien distintas, que tradujo muy oportunamente en un “exilio permitido” en Francia.
París había sido su casa antes de la revolución y lo siguió siendo después y hasta su muerte, por más que declarara siempre su adhesión incondicional a Castro, “Yo esperaba impaciente a la revolución, como todos los cubanos”, decía. Pero parece claro que, una vez llegada ésta, y después de los saludos de rigor, Lam prefirió permanecer donde estaba. Este juego a dos bandas desde 1959 hasta su desaparición física en 1982, lo desacreditó bastante como cubano, si bien no hizo mella importante en su prestigio como artista.
París perfeccionó su técnica y sentó las bases académicas de su estilo como pintor de la negritud y el mestizaje. También aprendió allí de los grandes maestros -como Picasso-, y dotó a su obra de una base conceptual, aupado por teóricos de solera -como Alain Jouffroy-, que lo ubicó en la cima del arte abstracto latinoamericano, y le abrió las puertas del MoMA.
Así que, como hizo su amigo Alejo, Lam no regresó a comerse el cable que nos comimos todos los cubanos, y se quedó en la Ciudad de la Luz y la buena cocina, porque La Habana sería pronto la de la mala, y de los apagones. Y así no había Dios que pudiera pintar con decencia. Regresará a Cuba otra vez en 1981, para que Antonio Núñez Jiménez lo entreviste y comience a escribir su biografía, pero enseguida volverá a París para participar en la exposición París-París 1937-1957, en el centro Georges-Pompidou.
A pesar de la dolencia que lo está matando, durante 1982 sigue participando en actividades públicas, crea seis grabados para ilustrar la colección de novelas de su amigo Jean-Dominique Rey, “La Hierba bajo los adoquines”, y termina su aguafuerte “Anunciación” para un libro de poemas de otro amigo, el poeta y político martiniqués Aimé Césaire.
En junio de 1982 se inaugura una exposición de sus obras realizadas entre 1942-1951, en la Galería Pierre Matisse de Nueva York, que lo hizo famoso en Norteamérica en los años 40s, pero ya Wilfredo no puede asistir.
Pasa con su mujer Lou el último verano en Albisola, y vuelve a París para morir allí el 11 de septiembre. Lo incineran en el Père-Lachaise, y, como Carpentier, es trasladado a Cuba, donde su familia lo despide en Colón el 8 de diciembre de 1982.
Fidel Castro está presente en sus exequias. En el futuro le dará su nombre al Centro de Arte Contemporáneo, expondrá y comercializará sus obras, pero renunciará a perpetuar su memoria invirtiendo dinero en otros asuntos relacionados con su legado o con su vida que no le sean rentables.
Como su casa.
LA CASA DEL OLVIDO
Entre 1941 y 1943, Wilfredo pintó dos de sus obras más importantes en el taller que tenía en su vivienda en Marianao; “La silla”, y “La Jungla”, éste último, el más universal de sus trabajos, al que dediqué un amplio artículo.
Era su domicilio una casita situada en la antigua calle Panorama No. 42, entre Dr. Domínguez y Boquete, en el barrio conocido como reparto Buen Retiro. Hoy corresponde a la dirección, Avenida 41 No. 10 804, entre 108 y 110.
Desde que empecé a ver la Habana con ojos de arquitecto, mi curiosidad me llevó muchas veces a visitar aquel lugar rodeado de maleza. Durante los 80s, la casa no estaba demasiado mal; la mantenían más o menos presentable, porque Lam solía pasar a visitarla durante sus breves vacaciones en Cuba.
Pero al morir el artista, la abandonaron a su suerte. La revolución y sus instituciones la ignoraron completamente, aduciendo que “no era apropiada para albergar funciones culturales, museísticas o comunitarias».
La casa de Wilfredo corrió la misma suerte que centenares de otros edificios cubanos con valor artístico o histórico, que ya han desaparecido, o están a punto de hacerlo.
Durante años la vi envejecer poco a poco ante mis ojos. Sus ocupantes, hartos de esperar por la ayuda estatal, fueron haciendo modificaciones sucesivas, que redujeron su valor arquitectónico. Pero a pesar de eso, cuando abandoné la isla a principios de los 90, tenía aspecto de ruina.
¿Cómo es que nadie en toda la jerarquía cultural y política de la Isla, advirtió que se cometía una injusticia con el pintor, que podía convertirse en una irreparable pérdida patrimonial para Cuba?
Lo hizo alguien.
Hilda María Rodríguez, la directora del Centro de Arte Contemporáneo que lleva su nombre, le envió una carta de advertencia en 2003 a Eusebio Leal, el Historiador de la Ciudad y presidente de la Comisión de Monumentos de la Provincia de La Habana. Le decía, refiriéndose a la vivienda:
«El inmueble tiene gran valor para la cultura cubana y, en especial para las artes visuales, toda vez que fue en él donde Lam alcanzó la madurez intelectual y pintó los dos cuadros iniciales del conocido período cubano; es decir, el segmento más valorado por estudiosos y críticos, que lo dio a conocer como artista en el esplendor de su maestría».
Estaba claro que la pobre mujer no iba a poner al corriente al ladino Eusebio de algo que él sabía mejor que nadie en Cuba. Pero Leal no estaba por la labor, seguramente porque Avenida 51 no es una zona turística, y él estaba entonces muy ocupado restaurando los palacios hermosos de su Habana Vieja, que sí lo es. Así que le respondió a Hilda que “la vivienda no estaba incluida en el Inventario Nacional de Construcción y Sitios”. Pero se guardó las espaldas, y al menos orientó su inclusión en la lista.
Y allí sigue hoy, inventariada con el No. 03.11-05-0010, y clasificada en grado dos de protección, según la dirección de Planificación Física del municipio. La entonces directora de esa instancia, la arquitecta Annie Estupiñán Guzmán, dijo que «la edificación no es patrimonio porque nadie se ha interesado en presentar un expediente, que resulta imprescindible, por tanto la institución solo puede declararla de valor histórico cultural, aunque ya está muy modificada2.
Una antigua vecina de la casa, Beatriz Alonso, junto al arquitecto de la comunidad, Enrique Alonso, presentaron un expediente a la Oficina de Patrimonio, que incluía fotos, un dictamen técnico, las mediciones del terreno e, incluso, un plan de restauración para el inmueble.
Fue un completo y detallado documento técnico, que por su interés patrimonial fue presentado en la Bienal de Arquitectura de La Habana, y en el VI Simposio Internacional de Estructuras, Geotecnia y Materiales de Construcción de Villa Clara, donde le otorgaron el premio de Patrimonio Urbano. Paradójico que la casa en ruinas de Lam, fuera premiada en planos, mientras era ninguneada en la vida real.
Pero la cadena de contrasentidos de la tóxica burocracia cubana no terminó ahí.
Al ser preguntado sobre el tema, el entonces secretario ejecutivo de la Comisión de Monumentos, Otto Rondín, dijo simplemente que la entrega de ese documento “no le constaba, aunque tampoco puedo estar seguro de que no se entregó, porque los archivos están muy desorganizados debido a la reciente mudanza de la oficina”. Y añadió «Queríamos hacer un proyecto donde expusieran los artistas de la comunidad, pero no se pudo; primero, por las dudas de algunos intelectuales y, segundo, porque existe un elemento objetivo de mucho peso: buscarle hogar a los inquilinos que permanecen ahí. Además, tampoco es que pasaran allí tantas cosas importantes en la vida de Wilfredo Lam…».
La casa de Lam, además de ser el lugar en que pintó su obra cumbre y se reencontró con sus raíces afrocubanas, era concurrida cada domingo por sus mejores amigos; su representante Pierre Loeb, Alejo Carpentier, Lydia Cabrera, Lezama, Virgilio, Fernando Ortiz, el poeta surrealista francés Benjamín Péret y el compositor ruso Igor Stravinsky. En las biografías de todos ellos, hay algún capítulo en la casa de la calle Panorama, con Wilfredo como protagonista y anfitrión.
Eso sí lo sabía una exdiputada de la Asamblea Nacional, María Ducas, que llevó a esa instancia de gobierno el tema, y defendió el proyecto comunitario presentado en Patrimonio. No tuvo el apoyo de nadie, apenas logró que se reconocieran como ciertos los testimonios de los vecinos. Pero siguió el silencio clamoroso de las instancias superiores.
Durante décadas no ha existido –ni existe– intención de declarar la vivienda Patrimonio Nacional, por parte del estamento responsable.
MI REGRESO VIRTUAL A LA CASA DE LAM
Pasaron más de 30 años desde que estuve la última vez físicamente frente a la puerta de la casa de Wilfredo Lam.
Ya en el exilio, comencé a escribir un guion sobre su Jungla, -que aún preparo- y con frecuencia lanzaba una búsqueda por la red, para recabar información fresca sobre su casa. Pero la que encontraba era casa vez más precaria y pobre; apenas alguna foto de un turista nostálgico del genio, que quiso retratarse en su fachada.
Pero el año pasado, una mañana al abrir el correo interno de Facebook, me encontré con un mensaje de uno de mis seguidores, que no me dejará mentir, porque estará leyendo este post en el momento en que lo publico. Era el propietario actual de la vivienda.
La casa de Lam volvía a mí, de la forma más directa y veraz que podía hacerlo; de la mano de su ocupante y dueño.
Mi seguidor en Cuba, -que lo es desde hace tiempo-, había leído mi crónica sobre La Jungla y se había animado a escribirme para informarme de la situación actual de la vivienda. Y -¡oh, sorpresa!- la cosa no ha cambiado nada en 30 años.
El gobierno no le ha dado a su actual propietario ni un mísero ladrillo para repararla, y ha tenido que enfrentar solo y sin ayuda institucional alguna, los arreglos de urgencia que su economía le ha permitido estos últimos años. Me envió fotografías de su estado actual, del documento de propiedad original que conserva, los planos del catastro y el plano de la planta, que adjunto en esta crónica.
Él ya perdió las esperanzas de que alguien venga en su auxilio. Yo casi que también, pero no puedo quedarme de brazos cruzados después de que la casualidad, Internet, y mi suerte para “cerrar” historias pendientes, hayan puesto la casa de Wilfredo otra vez en mi vida.
Fidel Castro “olvidó” su existencia, también lo hizo su hermano, y al parecer el actual presidente, tampoco ha recobrado la memoria. Qué menos puedo entonces hacer yo, que escribir y publicar esta nota, desde la indignación y el enfado.
No quiero que la casa donde Wilfredo pintó la obra que lo convirtió en leyenda, caiga también en el olvido de los que nada podemos hacer ya por ella.
Que quede constancia, pues, de otro de los desmanes que han convertido en ruinas una de las más bellas capitales del América Latina.
Publicación fuente ‘Cibercuba’, 2019
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