Virgilio Piñera: Artaud, fundador de una nueva vanguardia

Archivo | Autores | Teatro | 21 de junio de 2019
©Marroiak

La vida de Artaud fue relativamente corta. Nacido en Marsella en 1896, muere en París en 1948. Es decir, un poco más de cincuenta años. Y vida aún más breve si descontamos de ella los siete años (1937-1946) de reclusión en los hospitales de Ruán, París y Rodez. Toda su actividad creadora se desarrolla en un corto período que va de 1920 —fecha de su llegada a París— a 1936, momento de su viaje a México.

A los 24 años Artaud llega a París para ser actor. ¿Pero serlo tan sólo como modus vivendi? ¿Ser actor de cualquier compañía o serlo de acuerdo con su concepción del teatro? En una carta a Max Jacob dice:

«Hice una prueba ante Gemier, quien después de escucharme ha pensado que lo que hago puede interesarte a Dullin. Este me oyó e inmediatamente me contrató. Estoy entusiasmado con el trabajo de Dullin. Me parece con mucho la iniciativa teatral más interesante del momento. Todo su trabajo se basa en una tal voluntad de limpieza moral —tanto desde el punto de vista de las costumbres como del oficio del actor, y sobre principios artísticos muy meditados y estudiados— que dicha iniciativa puede ser considerada como una innovación. Oyendo las enseñanzas de Dullin tenemos la impresión de haber reencontrado viejos secretos y toda una mística olvidada de la puesta en escena. Es a la vez un teatro y una escuela. Cada actor es también un alumno. Entre ellos algunos han alcanzado un grado de desarrollo capaz de excitar la envidia de muchos actores famosos. Estos alumnos de Dullin actúan con lo más recóndito de su ser, con las manos, con los pies, con todos sus músculos, con todos sus miembros. Se siente el objeto, se olfatea, se palpa, se ve, se oye y, sin embargo, no hay trastos sobre el escenario. Los japoneses son nuestros maestros y nuestros inspiradores. También Edgar Allan Poe. Es algo admirable.»

La vida de Artaud ha sido una lucha agónica. Lucha por su existencia como hombre de teatro, lucha por la subsistencia diaria, lucha contra su propia personalidad. Artaud mismo nos habla de esta lucha. En una carta a Max Jacob, le dice:

«Todavía vivo de lo que mi familia me manda y no sé hasta cuándo va a durar. No crea usted que mi propósito ha sido el de pedirle dinero; sé el trabajo que le cuesta vivir. Lo que yo quiero es, fuera de mis horas de trabajo en el teatro, encontrar algo que me permita aumentar un poco mis ingresos.»

Esta era su situación económica en 1921. Diez años más tarde era, poco más o menos, la misma. En 1931 le escribe a Louis Jouvet pidiéndole ayuda:

«Si el Teatro Alfred Jarry ya no existe, en cambio yo sigo viviendo, desdichadamente para mí, y en la actualidad me encuentro en una situación penosa. Tengo una urgente necesidad de trabajo y pienso que usted podría socorrerme.»

Veamos ahora a Artaud encarnando el papel de anatematizador de un teatro obsoleto. Le escribe al administrador de La Comedia Francesa en estos términos terribles:

«Basta ya de infestar la crónica. Su burdel es muy glotón. Es preciso que los representantes de un arte muerto nos rompan un poco menos los tímpanos. La tragedia no necesita Rolls Royce ni la putería bisutería. Basta de idas y venidas en tu casa de citas. Picamos más alto que la tragedia, piedra angular de tu venenosa casa, y el Molière que ustedes hacen no es otra cosa que un cretino. Pero no se trata de la tragedia. Le negamos a su organismo alimenticio el derecho a representar cualquier cosa del teatro del pasado, del presente y del porvenir. Con Piérat, Sorel, Segond-Weber, Alexandr y el resto, La Comedia Francesa no ha sido más que la casa de los sexos, ¡y qué sexos!, sin que la idea de un teatro, ni siquiera prepucial, haya tenido algo que ver con ustedes.»

De su lucha con su propia personalidad da testimonio la correspondencia sostenida con Jacques Rivière. Artaud se confiesa (es esta la palabra) ante Rivière:

«Sufro de una espantosa enfermedad del espíritu. Mi pensamiento me abandona en todos los grados. Desde el hecho simple del pensamiento hasta el hecho exterior de su materialización en la palabra. Palabras, formas de la frase, direcciones interiores del pensamiento, reacciones simples del espíritu, estoy constantemente en la persecución de mi ser intelectual. Así, por ello, cuando puedo asir una forma, por imperfecta que sea, la fijo por temor a perder todo pensamiento. Sé que soy un ser indigno: esto me hace sufrir, pero acepto el hecho por temor a no morir enteramente.»

En otra carta del 29 de enero de 1924, vuelve a insistir en «su espantosa enfermedad»:

«El carácter dispersivo de mis poemas, sus defectos formales, el constante decaimiento de mi pensamiento deben ser atribuidos, no a una falta de práctica, de dominio del instrumento que manejo, de mi desarrollo intelectual, sino a un desplome interior de la mente, a una especie de erosión, tanto esencial como transitoria de mi pensamiento, a la no-posesión efímera de los logros materiales de mi desarrollo, a la enorme separación de los elementos del pensamiento: el impulso a pensar, en cada una de las estratificaciones extremas del pensamiento, incluyendo todos los estados, todas las bifurcaciones del pensamiento y de la forma. Existe, por tanto, algo que está destruyendo mi pensamiento, algo que no me impide ser lo que podría ser, pero que me deja, si me permite decirlo así, en suspenso. Algo que me priva de las palabras que había descubierto, que disminuye mi tensión mental, que destruye sustancialmente la masa de mi pensamiento según este evoluciona, que me roba incluso el recuerdo de los recursos con que nos expresamos y que traduce con precisión las modulaciones más inseparables, localizadas y existentes. No insistiré sobre este punto. No es necesario describir mi estado mental.»

Este hombre Artaud está en contradicción con el medio social en que vive, con el teatro que se hace en ese medio social, con su propio ser. Aclaremos que esta última contradicción, lejos de debilitarlo, lo fortalece. A diferencia de muchos otros hombres, él ha asumido su vida dramáticamente, y al asumirla, automáticamente está asumiendo la de sus semejantes. De Artaud se ha dicho con gran exactitud «que ha vivido su vida como un drama, a tal extremo que podemos preguntarnos si eso que llaman su locura no será más que una consecuencia de su dramatización de la vida».

Al mismo tiempo, y como un resultado de la contradicción, Artaud está en estado de protesta permanente: contra ese medio social burgués, contra ese teatro para burgueses, contra sí mismo al asumir su propia vida como un drama.

La «canción protesta» de Artaud se manifestaba a través de sus cartas-protesta. Cuando los surrealistas le confiaron la dirección del número tres de la revista La revolución surrealista, en el sumario aparecían esas cartas-protesta: Carta a los Rectores de las Universidades de EuropaMensaje al PapaMensaje al Dalia-LamaCarta a las Escuelas del BudaCarta a los Médicos-Jefes de los manicomios… Nuevas cartas-protesta a los surrealistas (con los que en un momento estuvo asociado) por la difamación que hacen del Teatro Alfred Jarry. Es asombroso que en una Europa apenas salida de la Primera Guerra Mundial, en una sociedad capitalista, Artaud, que no fue precisamente un teórico marxista, haya escrito a Jouvet esta carta-protesta de un fuerte sabor revolucionario:

«Usted piensa que el orden capitalista y burgués en el cual vivimos puede resistir todavía y que resistirá frente a los acontecimientos. Yo pienso en cambio que ese orden está a punto de reventar: y, efectivamente, son los acontecimientos los que van a permitir que nos desembaracemos de dicho orden.
Pienso que va a reventar:
»1. Porque ya no queda nada en ese orden para hacer frente a las necesidades catastróficas del momento.
»2. Porque es inmoral, pues se asienta exclusivamente sobre la ganancia y sobre el dinero.
»No es justo, es odioso que el dinero cierre el camino a las ideas y que usted, por ejemplo, se vea en la imposibilidad de hacer el teatro que le gusta porque es imprescindible que una pieza dé ganancias y para que las dé tendrán que ser piezas de un nivel mediocre y que no choquen con nadie. En todo caso, vivimos en un período de tensión, y creo que en este momento sería conveniente dar al público una pieza que lo sacuda y que rompa en él algo para obligarlo a soltar sus centavos.»

En 1926, Artaud, en el estado de protesta en que vive frente a todo cuanto signifique explotación —tanto material como en el orden del espíritu y la cultura— funda, en compañía de Roger Vitrac y de Robert Aron, el Teatro Alfred Jarry. Bautizarlo con este nombre era un homenaje a otro gran provocador, el autor de Ubu Roi. Y era una provocación más por parte de Artaud. El 13 de noviembre de 1926 Artaud lanzaba su famoso Manifiesto para un Teatro Abortado. He aquí sus comienzos:

«En la época de confusión en que vivimos, época sobrecargada de blasfemias y de fosforescencias, de una negación infinita, en que todos los valores, tanto artísticos como morales, parecen fundirse en un abismo del que nada, en ninguna de las épocas del espíritu, puede dar una idea, he tenido la debilidad de pensar que podría hacer un teatro que, al menos, pudiera esbozar esa tentativa de volver a dar vida al valor universalmente menospreciado del teatro. Pero la estupidez de unos, la mala fe y la innoble canallada de otros me disuadieron para siempre de la idea.»

No para siempre; era tan sólo un modo de hablar, un modo de reflejar las inmensas dificultades que tuvo que enfrentar. El Teatro Alfred Jarry dio su primera representación —Los misterios del amor— el día 2 de junio de 1927, en el Teatro de Grenelle.

En una carta de ese mismo año a Jean Paulhan, dice Artaud:

«Me asombra que Benjamín Crémieux, al hacer el recuento del movimiento teatral en estos benditos años de 1926-1927, se ocupe todavía de esas podredumbres vacilantes, de esos fantasmas antirrepresentativos que son Jouvet, Pitoef, Dullin y hasta Gemier. ¿Cuándo se dejará de remover la porquería? Esté tranquilo. No trato de insinuar que en el momento actual sólo existe el Teatro Alfred Jarry. El Teatro Alfred Jarry está muy enfermo por falta de fondos y no sabemos a ciencia cierta si podremos continuar. Soy el primero en darme cuenta de las lagunas de nuestra primera tentativa.»

Pero continuaron. Como ha dicho el propio Artaud, «a despecho de las peores dificultades» se ofrecieron cuatro espectáculos. La crítica estuvo dividida. En general la impresión era de perplejidad. Desde la representación famosa de Ubu Roi en 1896 por el Teatro L’Oeuvre, París no había vuelto a presenciar una representación tan virulenta e insolente como Los misteriosos del amor, de Roger Vitrac.

La «hostilidad pública», los ataques de los surrealistas, la dificultad para encontrar dinero, el déficit dejado por cada puesta en escena dieron buena cuenta del Teatro Jarry. Ya a comienzos de 1931 Artaud le confiaba a Paulhan: El Teatro Jarry me ha traído mala suerte y no estoy dispuesto a que me enemiste con los pocos amigos que me quedan.

¿Cuál era el balance de estos cuatro años de tentativas, de experimentaciones, de arriesgadas puestas en escena, de polémicas, de enfrentamientos con la crítica y con el público? Artaud cerraba sus libros, de teneduría teatral sin déficit, es decir, sin déficit en el sentido del logro artístico. Había echado nada menos que las bases del Teatro de la Crueldad, del que saldrían treinta años más tarde Genet, Beckett, Ionesco, Arrabal, Jodorowski, el Living Theatre, Grotowski, las denominaciones Teatro PánicoTeatro TotalAnti-teatro, en una palabra, el Teatro que hoy día representa la vanguardia más avanzada. En 1933 el propio Artaud escribía estas palabras proféticas:

«No es por gusto que todos los jóvenes entre veinte y veinticinco años, y que piensan, han sentido que el Teatro de la Crueldad entronca con el teatro primitivo y lo han escrito. Aunque lo impugnen o lo nieguen, sería bueno que las gentes con una posición acabaran de reconocer que el Teatro de la Crueldad tiene el futuro de su parte.»

¿Qué es, en suma, Teatro de la Crueldad? Artaud contesta la pregunta:

«Quiero alcanzar, más allá del bien y del mal, esa noción de la vida universal que comunicaba tanta fuerza a los Misterios de Eleusis. La Crueldad —que nadie se llame a engaño sobre ella— es para mí algo totalmente diferente de un caso sangriento, de un asunto de dureza… La Crueldad es ir hasta el límite extremo de todo lo que puede el director de escena sobre la sensibilidad del actor y del espectador.»

Esta aclaración sobre el sentido y el uso dado por Artaud a «Crueldad» y que es parte de un artículo publicado en 1935 en Le Petit Parisien, coincide con los argumentos expuestos en 1932 en la Primera carta sobre la Crueldad:

«No hay sadismo ni sangre en esta crueldad, al menos no de manera exclusiva. No cultivo sistemáticamente el horror. La palabra crueldad debe ser tomada en un sentido amplio y no en el sentido material y rapaz que se le da habitualmente.
»Cabe muy bien imaginar una crueldad pura, sin desgarramiento carnal. Y filosóficamente hablando, ¿qué es por otra parte la crueldad? Desde el punto de vista del espíritu, crueldad significa rigor, aplicación y decisión implacables, determinación irreversible, absoluta.
»Se da erróneamente a la palabra crueldad un sentido de rigor sangriento.»

Se ha dicho, por otra parte, que Artaud era un metafísico porque para él el teatro tenía un sentido mágico y ritual. A esta falsa interpretación de su pensamiento, opongamos una propia idea del teatro:

«Del teatro me hago una idea religiosa y metafísica, pero en el sentido de una acción mágica, real, absolutamente efectiva. Y debe entenderse que tomo las palabras «religioso» y «metafísico» en un sentido que nada tiene que ver ni con la religión ni con la metafísica tales como habitualmente se las toma (El Teatro y su doble).»

En su libro Las grandes aventuras del Teatro, el crítico Guy Leclerc dice a propósito de Bertold Brecht:

«El hombre se siente fascinado por la representación dramática que sufre pasivamente: Brecht quiere que sea libre y ejerza su libertad crítica. El Hombre está solo frente a su «Destino»: Brecht quiere que lo coloquen frente a la Historia. En nuestra época científica, el teatro debe utilizar métodos científicos, ser un arte de descripción y de crítica social que contribuya a la liberación del hombre mediante la libre crítica de lo que ve. La lección no está en el escenario: son los espectadores los que deben obtenerla del espectáculo.»

Por caminos diferentes, Artaud buscaba en el teatro algo similar a Brecht:

«Mi teatro aspira a la búsqueda de un nuevo lenguaje escénico a base de signos o gestos activos y dinámicos, y no de palabras. De cualquier manera, si el teatro quiere seguir viviendo no puede seguir presentándose como una especie de recreación digestiva o una distracción de literato inteligente y culto. Creo que la finalidad del verdadero teatro es reconciliarnos con una cierta idea de la acción, de la eficacia inmediata (algunos piensan que dicha eficacia debe desarrollarse sobre el plano utilitario de la vida y de la actualidad), que en mi sentir debe tratar de tocar las regiones profundas del individuo y crear en él una especie de alteración real, aunque oculta, cuyas consecuencias sólo percibirá más tarde. Esto equivale a poner al Teatro sobre el plano de la magia. Si embargo, no debemos creer que el Teatro, de acuerdo con esta concepción, esté reservado a una minoría de espíritus religiosos y místicos y de iniciados.»

Claro está que entre Brecht y Artaud hay una diferencia esencial y de procedimiento: Brecht quería la liberación inmediata del hombre, su realización como ser social; Artaud quería esta liberación, pero sobre el plano más dilatado de lo existencial. Lo que ambos ponían en juego era nada menos que la rebeldía del hombre: Brecht, la rebeldía contra los procedimientos opresivos y represivos de otros hombres; Artaud, la rebeldía contra las propias fuerzas oscuras que cada hombre lleva en su propio ser.

Prólogo a Antonin Artaud, El teatro y su doble, La Habana: Instituto del libro, 1969.