Mei-Ling Cabrera Pérez: La escultura de los sesenta: sus contribuciones a los procesos de ensanchamiento en el arte cubano

Artes visuales | Memoria | 25 de junio de 2019
©Reinaldo González Fonticiella. ‘El Cristo’. Década del 60.

En nuestro contexto artístico mucho se ha polemizado sobre el concepto ampliado de arte, fundamentalmente a partir del decenio de los ochenta (siglo XX). Sin embargo, en una fecha tan temprana como 1953, el profesor Luis de Soto ya había establecido las pautas esenciales para comprender el proceso de ensanchamiento que tendría lugar en la producción artística posterior. Y es que, en su artículo “La escultura en Cuba”,1 proponía tomar en consideración el cambio de actitud ante el espacio, la jerarquía de otros elementos en la composición, así como el desplazamiento de medios y procedimientos convencionales. Dichos aspectos serían analizados décadas después por estudiosos y críticos para explicar el tránsito de la escultura a lo escultórico en el arte cubano contemporáneo.

Si bien, en su afán de ofrecer un panorama histórico del desarrollo de la escultura, el doctor Luis de Soto destacó la importancia del arte abstracto como parte de la noción de ensanchamiento –cuyo inicio ubicó en el decenio de los cuarenta–, esa línea de análisis careció de una continuidad capaz de justipreciar, en su justa medida, los aportes realizados por tal manifestación durante los años sesenta. Por tanto, urge valorar las principales renovaciones que, tanto en el orden morfológico como temático, se manifestaron en la producción escultórica del período.

Como es sabido, el uso de objetos y materiales diversos –incluyendo los de naturaleza más efímera– se constituyó en característica primordial del quehacer de no pocos creadores en los años ochenta. No obstante, debe advertirse que fueron algunos de los artistas actuantes en el decenio de los sesenta quienes iniciaron las más desprejuiciadas indagaciones en el uso de materiales diversos y ajenos, hasta entonces, al campo de la expresión artística. En este sentido vale señalar que, aunque escultores como Tomás Oliva y Sergio Martínez incorporaron la chatarra y hasta piezas de maquinarias en varias de sus obras, esa gama solo alcanzó un despliegue considerable en las propuestas de Antonia Eiriz, Reinaldo González Fonticiella, Agustín Drake, Orfilio Urquiola y Osneldo García.

De hecho, Antonia, Fonticiella y Drake concibieron sus personajes a partir de los restos de una silla, telas envejecidas, guantes, fragmentos de juguetes y cuerdas. Por su parte, Urquiola utilizó el hormigón para edificar sus cabezas y cuerpos, los que perforaba o rellenaba con tubos de metal, cordones eléctricos y clavos; mientras, Osneldo convertía la chatarra, los desechos o disímiles objetos abandonados en provocadoras alusiones a la anatomía erógena.

Ese afán inclusivo condujo a que se advirtieran cambios sustanciales en lo concerniente a las técnicas escultóricas y, por tanto, aflorara la necesidad de quebrantar las fronteras entre las manifestaciones artísticas. En virtud de esa voluntad transgresora, Antonia Eiriz, a propósito de su exposición personal en el Museo Nacional de Bellas Artes, en 1964, planteó que: “Un ensamblaje no es una pintura ni una escultura sino que contiene algo de las dos técnicas y de las dos disciplinas”.2

Por consiguiente, también se subvirtieron los criterios más tradicionales de emplazamiento, de modo que la obra escultórica podía ubicarse en la pared de la galería a la manera de una pintura, colgada del techo o, sencillamente, colocarse en el suelo. Esta condición sería rescatada y desarrollada por otros tantos artífices en el decenio de los ochenta, como Juan Francisco Elso Padilla y Alejandro Aguilera, por solo mencionar algunos ejemplos.

En el orden temático habría que reconocer que, distanciándose de las imágenes ya establecidas o estereotipadas, creadores representativos de ambas décadas se interesaron por proponer nuevas maneras de interpretar la identidad nacional. En los años ochenta, esta preocupación se evidenció en obras de Flavio Garciandía y Rubén Torres Llorca, a partir de las referencias a lo kitsch, reinantes en las decoraciones domésticas e, incluso, en ambientaciones urbanas.

Sin embargo, el apego a las manifestaciones de raíz popular había asomado con anterioridad en algunos ensamblajes de Antonia Eiriz, como El vendedor de periódicos y CHORI, expuestos en la referida muestra de 1964. Esa disposición de la artista por violentar las fronteras entre lo culto y lo popular trascendió los límites de su propuesta para convertirse en atributo de su propia existencia. Como bien expresara Antonio Eligio Fernández (Tonel): “Es el caso poco común de una artista ‘culta’ que se mantiene apegada a la ‘cultura de barrio’ y logra conectar, con naturalidad tremenda, las esferas de ‘lo culto’ y ‘lo popular’”.3

Osneldo García también abordó de manera diferente el fenómeno de la identidad en su exposición personal de 1968 en Galería de La Habana. En este caso, sorprendió por la desprejuiciada actitud que asumió hacia la sexualidad al descubrir, sin recato, las partes más íntimas de la anatomía humana. En efecto, el creador ha reconocido que su fascinación por lo erótico se debió a sus esencias guajiras, al contacto directo con la naturaleza que le mostraba a cada paso la omnipresencia del sexo en todo lo vivo.

Así de osada se manifestó, décadas después, la propuesta de Tomás Esson en tanto la representación de los órganos sexuales rebasaba, por lo general, los límites de lo estrictamente erótico. Por otro lado, la apropiación del humor resultó, en ambos artistas, una eficaz estrategia para ahondar en determinadas problemáticas, entre las que se insertó la imagen del héroe en la sociedad cubana. En este sentido, añadiéndole los consabidos valores éticos, Osneldo y Esson enfatizaron la potencia del falo como condición sine qua non en la naturaleza combativa de esta figura social.

Sin embargo, Osneldo no fue el único escultor que, en la década del sesenta, propuso una noción diferente de la iconografía heroica. Orfilio Urquiola también había establecido la ruptura con todo tipo de convencionalismo político en algunas de sus obras expuestas en Galería de La Habana, en 1966. La finalidad del creador quedó reflejada en las alusiones que realizara Almayda Catá en la revista Unión: “El héroe es una visión dolorosa y expresiva; cautiva y emociona”, mientras que “en Combatiente expresaba una vez más su sentido trágico del héroe”.4

Aun así, habría que reconocer que sería en el decenio de los ochenta cuando esa necesidad de ofrecer una idea renovada de los héroes, mártires y las figuras políticas del país, se constituiría en elemento generador de otros tantos juicios sobre la Historia de Cuba, como en el caso de Alejandro Aguilera.

Ese mismo tono provocador, beligerante e iconoclasta se evidenció en otros artistas que, al independizarse de aquel tipo de propuesta de matiz político entendida como ilustración del proceso revolucionario, terminaron dinamitando las posturas más dogmáticas profesadas en el contexto socio-político nacional. De modo que una parte de los creadores actuantes en las décadas antes referidas –sesenta y ochenta– abogó por un arte más valorativo, de dimensión reflexiva que a la postre generaría fuertes tensiones entre discurso político y artístico.

El quehacer escultórico de Reinaldo González Fonticiella expresó esta voluntad en tanto abogó por aludir a las inconformidades, contradicciones y cualidades negativas a las que ningún hombre puede ser totalmente ajeno. Por ello, cuando sus obras incluyeron representaciones del ser humano, los personajes fueron siempre seres deformados y dramáticos. De hecho, el creador escribió:

Mi obra es un misil artístico dirigido al intelecto, invitándolo a meditar sobre los múltiples y más preocupantes problemas, conflictos y contradicciones de las sociedades humanas, sobre nuestras miserias materiales y espirituales y sobre las más trascendentales propiedades del ser, es una concepción del arte en función de la experiencia social, al servicio de la búsqueda de la verdad y el progreso de la humanidad.5

Esta idea del arte, como conciencia crítica de la sociedad, fue precisamente la que animó el movimiento artístico los años ochenta, sobre todo, a partir del “proceso de rectificación de errores y tendencias negativas” desarrollado bajo la propia dirección política del país. En este sentido, el Detector de ideologías, de Lázaro Saavedra, constituye uno de los más acertados testimonios de la persistencia de aquellos criterios reduccionistas sobre los niveles de influencia del proceso revolucionario en la propuesta de un artista. Y para el que parecieran haber sido concebidas unas palabras de Antonia Eiriz, publicadas en La Gaceta de Cuba, en 1963:

No creo que la influencia del proceso revolucionario pueda medirse con un “revolucionariotómetro” como algunos pretenden; y esto nos conduce a otras reflexiones como, por ejemplo: que la actitud del verdadero artista debe consistir en ser sincero e inconforme consigo mismo y ser honesto y valiente con los demás, la conformidad solo engendra mediocres y arribistas.6

En general, las anteriores referencias apuntan hacia la necesidad de recurrir a una visión sistémica que pondere las diversas condicionantes que intervinieron en la producción escultórica de los sesenta. Sin lugar a dudas, ello conduciría no solo a reevaluar y justipreciar el verdadero nivel de desarrollo de la manifestación en esta etapa, sino también a revelar sus capitales contribuciones en los procesos de renovación y ensanchamiento que se desarrollarían en las prácticas artísticas a partir de la década del ochenta.

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1 Cfr. Luis de Soto: “La escultura en Cuba”, en Libro de Cuba, Edición Conmemorativa del Cincuentenario de la Independencia (1902-1952) y el Centenario del nacimiento de José Martí (1853-1953), La Habana, 1953.

2 Antonia Eiriz: Ensamblajes. El artista del mes (catálogo), Museo Nacional de Bellas Artes, La Habana, septiembre, 1964. Las palabras de Antonia, a propósito de dicha exposición, estuvieron a tono con la muestra The art of assemblage, 1961, celebrada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Su curador William C. Seitz presentó el ensamblaje como la segunda gran innovación del arte del siglo XX, por lo que fueron exhibidas obras de Duchamp y Jean Dubuffet junto a las de creadores entonces más jóvenes: Robert Rauschenberg, Jim Dine, Jaspers Johns, Edward Kienholz, entre otros.

3 Antonio Eligio Fernández: “Antonia Eiriz en la pintura cubana”, en Revolución y Cultura, La Habana, No. 3, marzo, 1987, p. 45.

4 Almayda Catá: “Urquiola en la Galería de La Habana”, en Unión, La Habana, año V, No. 2, abril-junio, 1966, p. 186.

5 Mei-Ling Cabrera Pérez: “Catálogo de Escultores Cubanos”. Trabajo de Diploma. Facultad de Artes y Letras, Universidad de La Habana, 2001. (Tutor: Dra. María de los Ángeles Pereira).

6 La Gaceta de Cuba, La Habana, año II, No. 30, 4 de diciembre de 1963, p. 12.

Publicación fuente ‘Artcrónica’