Somos los únicos seres del planeta que desconfiamos de los benditos protestantes latinoamericanos —al menos, de estetipo de hipócrita—. La pregunta es, ¿cómo se consigue pasar en tan corto tiempo de la protesta generalizada a la obediencia absoluta? La respuesta es: por culpa del “palpitante entusiasmo”. Es curioso que no haya existido entusiasmo por el batistato, por el trujillato, ni por el videlato, mientras que nuestra patria, penetrada por la amargura foránea, palpitó como una perra en celo. Hablo de la ruinera de una nación que necesitó a un gran hombre (“un Tiberio Graco”, lo llamó Martínez Estrada), hablo de un pueblo que reclamó a gritos el latigazo de un comandante. Para seguir leyendo…
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