El comisario Rojas arde en deseos de una buena querella, rabia por un debate abierto, por una entrada a trompadas, quiere soltar un insulto, sacarse del alma un expletivo (¡escoria, estalinista!, da lo mismo), pero le está vedado. Tan vedado como ese Vedado adonde acude cada temporada teatral por encargo del Partido. Desde la última luneta del Trianón, mira a un grupo de jóvenes actores burlarse de él, de todo lo que él, Fernando Rojas (¡vaya apellido!) representa. Sabe, en su fuero interno, que es un vulgar censor. Si va a otro teatro, digamos, El Ciervo Encantado o el Argos, se encuentra con idéntico panorama. Gente joven que discute a careta quitada los asuntos candentes de la sociedad civil que él reprime, gente que grita las verdades que él escamotea. Lo mismo pasa si va al cine o si navega un blog cualquiera. Para seguir leyendo…
1 comentario
Alfonsina Storni | 08/12/2019 - 01:12:02
Tuve un marido cubizhe que se aferraba con raro deleite a su rojez. Era pescador clandestino y traficante de todos los subproductos prohibidos por el castrato abracadabrador. Hoy sigue allí viendo cómo se la meten y sacan sin vaselina los mismos que le hicieron la vida un yogurt.
Le he propuesto –dinerito de por medio– que mande a cargar ese apellido. Que es tóxico. Qué es preferible diluirlo hasta un rosadito aunque lo tilden de maricón.
Eso.
Tuve un marido cubizhe que se aferraba con raro deleite a su rojez. Era pescador clandestino y traficante de todos los subproductos prohibidos por el castrato abracadabrador. Hoy sigue allí viendo cómo se la meten y sacan sin vaselina los mismos que le hicieron la vida un yogurt.
Le he propuesto –dinerito de por medio– que mande a cargar ese apellido. Que es tóxico. Qué es preferible diluirlo hasta un rosadito aunque lo tilden de maricón.
Eso.