Juan A. Molina: Desdoblamientos de Alicia Rodríguez Alvisa
Según reportes del Centro de Política de Violencia (VPC, por sus siglas en inglés), en el año 2015 más de 1600 mujeres fueron asesinadas por hombres en Estados Unidos. El 93% de ellas fue víctima de su propia pareja y en la mayoría de los casos el crimen se cometió con arma de fuego. En 2017 la cifra de mujeres asesinadas por hombres había subido a 1948. No sorprende que un gran porcentaje de las víctimas sean latinas o negras. De hecho, en promedio, en 2017 fueron asesinadas, en eventos de violencia de género, 2.55 mujeres negras por cada 100 000 habitantes, mientras que el promedio de mujeres blancas muertas en esas circunstancias fue de 1.13 por cien mil.
Uno de los terrenos de batalla del arte feminista en las últimas décadas se ha generado en torno a una crítica de la representación. El arte feminista ha contribuido a revelar los modelos de representación del arte occidental como construcciones masculinas, sostenidas históricamente mediante ejercicios de poder y violencia simbólica. La historia del arte ha servido para dar legitimidad y autoridad a la voz y la mirada del hombre (blanco) occidental y así han funcionado los otros actores y factores del llamado “campo del arte”. Contestar y subvertir esas hegemonías es parte fundamental de las agendas de artistas que representan ciertas minorías, desde el género o la raza. La insistencia en estos temas nunca está de más; sin embargo a veces causa la impresión de que se están discutiendo problemas concernientes estrictamente al campo del arte, mediante códigos que solamente en ese contexto pueden ser descifrados y aceptados.
La acción titulada I Can Look Strong, I am Strong (2017), realizada por Alicia Rodríguez Alvisa en la galería Kayafas, de Boston, critica la “normalidad” con que se asume una solapada segregación en las instituciones artísticas más poderosas de Europa y Estados Unidos. Pero a mí lo que me preocupa es que tal vez, mientras Rodríguez Alvisa ironizaba sobre la ausencia de exposiciones personales de artistas mujeres en el MoMA, otra mujer, menos preocupada por el arte, estaba siendo asesinada por su pareja.
La trampa que acecha a obras como esta es que ese tipo de irrupción también es normal. El tono de protesta no parece incomodar a nadie y la intervención es asumida como otra contribución a los rituales del arte contemporáneo. En parte eso se debe a la tolerancia que ha desarrollado la institución ante las operaciones de resistencia, pero me pregunto si no se debe también a que para las galerías y los museos resulta más confortable un ambiente en el que la inquietud política y la inconformidad se resuelven mediante referencias endógenas, que no se contaminan con la realidad externa al mundo del arte.
La parte más fina en la obra performática de Alicia Rodríguez Alvisa es la sofisticada relación que establece entre cuerpo y discurso. El personaje de Strongarm sirve para cuestionar el paradigma sexista hombre-fuerte contra mujer-débil, pero también sirve para trabajar simultáneamente en la representación enfática del cuerpo mientras se produce el discurso. Desde ese proyecto ya Alvisa viene trabajando en el desdoblamiento, no sólo mediante la dupla autor-personaje, sino mediante la dualidad cuerpo-ideología o actividad física-producción discursiva. El desdoblamiento se produce también mediante el lenguaje, pues en esta acción la artista se dirige al público en inglés, pero oportunamente introduce frases en idioma español, como para que no olviden que está hablando no sólo desde su condición de mujer, sino también de inmigrante.
En cualquier caso se está retando al poder masculino, sostenido por construcciones ideológicas y lingüísticas, poder económico y fuerza física, que se complementan mutuamente. El espectador es obligado a prestar una doble atención: por un lado atiende al discurso (del cual forma parte también el lenguaje corporal) y simultáneamente atiende a la presencia inquietante de ese cuerpo artificial, grotescamente musculoso.
En Challenge (2018) la relación cuerpo-discurso es llevada a un nivel aún más fértil. Es una pieza más compleja en términos formales, demuestra más control de la escena y del tiempo y equilibra muy bien los códigos de la performance, el video y la instalación. El discurso tiene un tono más autobiográfico. De hecho, la obra codifica en cierto modo la relación psicológica de la artista con su propio cuerpo. Pero las interrogaciones sobre la identidad propia remiten consistentemente a su condición de inmigrante y al impacto del encuentro con un nuevo contexto cultural, donde la persona no sólo vive la experiencia de ser otra, sino de ser definida por otros y a partir de nuevas referencias.
Esta obra, en la que la artista habla mientras realiza su gimnasia, también trata sobre la dificultad para hablar. Esto incluye la dificultad para hablar en otro idioma, pero va más allá. Me estoy refiriendo a la dificultad o al esfuerzo empleado en producir un logos o una racionalidad capaz de interrogarse sobre la verdad. En Challenge el ejercicio físico no tiene impacto sólo sobre el cuerpo, sino sobre el lenguaje; no es una simple distracción o una ironía respecto al acto discursivo, es más bien una metáfora sobre el trabajo (el gasto, si se quiere) con que son producidos el lenguaje y el arte mismo. Ahora mismo esto me hace recordar las pinturas de la serie Expenditure (2003-2005), del artista conceptual cubano Raúl Cordero, que incluyen la medición de las calorías y la grasa gastada en la realización de cada pieza. Aunque la obra de Rodríguez Alvisa no incluye ese factor cuantitativo, sí hace evidente el esfuerzo y llama la atención sobre la componente física y corporal en la producción artística.
Muy acertadamente, esta artista opta por la fotografía cuando busca representaciones con una fuerte carga simbólica. You Are There, Are You There? There You Are (en proceso desde 2017) es una serie en la que lleva la relación psicológica con su propio cuerpo a un mayor nivel de síntesis conceptual, depuración formal y sutileza narrativa. Esta es una obra en la que la autorrepresentación es trabajada desde la intimidad, con elegancia, con inteligencia y con un cuidadoso manejo de las técnicas de montaje digital. La serie está compuesta por un conjunto de autorretratos, en los que la figura se desdobla representando relaciones entre dos personajes en el mismo espacio. Cada uno de estos personajes puede ser visto como una de las mitades de una personalidad simétricamente escindida.
La mayoría de las fotografías muestran escenas domésticas, en las que la semidesnudez del cuerpo está justificada por la atmósfera de cotidianidad y el aire casual de las situaciones fotografiadas. Con más detenimiento se aprecia el efecto inquietante que provoca ese realismo llevado al límite de lo irreal: las escenas empiezan a revelar su tono onírico, los retratos descubren su matiz idealizado y los personajes comienzan a diferenciarse en virtud de roles específicos: la fuerte y la vulnerable, la que cuida y la que es cuidada, la que existe en el mundo material y la que parece provenir de un universo imaginario. La fuerza icónica de estas fotografías, su tono levemente alegórico y el uso -moderado, pero insistente- de elementos retóricos, como la luz natural (en esta serie la luz y la ven- tana son el correlato de la oposición dentro-fuera) le dan un sentido melancólico a las imágenes, muy diferente a la ironía, la materialidad y la energía física que proyecta la artista en sus acciones performáticas.
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