Héctor Antón: Cero o el infinito (el caso Ezequiel)

Artes visuales | 17 de marzo de 2020
©Ezequiel Suárez, Self-portrait.

Ezequiel Suárez es un caso atípico dentro del contexto del arte cubano contemporáneo. Se trata de uno de esos mitos carentes de una literatura que le garantice una visibilidad en la memoria de nuestro imaginario plástico. En este sentido, las excepciones se limitan a uno que otro párrafo respetuoso de Gerardo Mosquera o de Tonel. Si hace un tiempo era un caminante que daba la impresión de estar ajeno a todo cuanto acontecía en las calles, hoy en día apenas sale de su casa para sumarse a la urdimbre del cuerpo social. Pero quienes mejor lo conocen, aseguran que siempre ha permanecido “a solas con todo y con todos”, lo que indica que su introversión no es signo de aislamiento. De ser cierto que padece en carne propia toda la agonía de su isla, entonces se impone una duda irreversible: ¿es un fantasma que vive como hombre o un hombre que vive como un fantasma? En última instancia, resulta uno de esos seres concebidos para que la posteridad extraiga solamente algunos recuerdos de esas múltiples peripecias tan frecuentemente difíciles de atrapar.

1994 (sin ánimo de parafrasear a Orwell)

Fue en uno de esos años cruciales de nuestra historia cuando Ezequiel vio frustrado el sueño de inaugurar su muestra El frente Bauhaus en la Galería 23 y 12. Pero qué tenían ciertos cuadros para que tuvieran que ser descolgados poco antes de la apertura. Según el crítico y curador Eugenio Valdés Figueroa, aquellas poéticas figuraciones de estirpe constructivista esbozaban una “evidencia” donde podían confluir en la memoria el recuerdo de Segundo Planes, Tomás Esson y los sucesos de El objeto esculturado. Sin embargo, esta clausura propició una apertura donde pocos imaginaron que una “lección de paranoia” trasformada en útil accidente histórico, aportara su granito de arena en la conformación de un fenómeno que se llamó Espacio Aglutinador. De esta forma, Sandra Ceballos y Ezequiel Suárez convirtieron su apartamento del Vedado en una “galería de la actitud”, donde finalmente pudieron exhibirse “las dichosas telas de la discordia”.

El resto de la historia es bien conocida. En este pequeño espacio se pudieron apreciar obras bastante alejadas de las “exigencias” del canon museográfico y curatorial que predominaba en los recintos institucionales. Pero que se constituyera en una alternativa independiente dentro del circuito del arte cubano, no impidió que la “línea dura” de su “razón de ser política” la aportaran más sus detractores internos que las mismas propuestas artísticas. Por una razón similar, el quehacer de este creador –ya alejado de esta opción curatorial- no difiere de aquellas primeras intenciones. Suerte que Ezequiel prácticamente no ha cambiado y, en los tiempos que corren, podemos adentrarnos en su obra reconociendo muchas de las obsesiones que animaron la fundación de aquel  “margen sostenido por el gesto”, al cual consagró sus insomnios de entonces.

Una para la liebre y otra para el cazador (¿fifty-fifty?)

A pesar de los pesares, Ezequiel realizó en ese mismo año 94 una exposición personal en Galería Habana titulada Self-made man. Por lo visto, no tuvo que padecer las secuelas de artista estigmatizado, sacándoles algún provecho a los efectos inmediatos de la “amnesiapositiva”. Esto lo prueba que un año después recibió mención en el Primer Salón Nacional de Pintura Contemporánea Juan Francisco Elso Padilla, efectuado en el Museo Nacional de Bellas Artes. Asimismo, logró concretar su muestra Los panfletos de Era Él en el Convento de Santa Clara. Aun así, todo parecía indicar que solo deseaba probarse como artista y curador en su propio hogar y, de paso, compartir la aventura creativa con los escogidos para exponer en Aglutinador. En este rechazo a la oferta institucional del momento se reflejaba esa avaricia de autonomía que late en la esencia de su personalidad. Solo de esta manera podía desarrollar una poética de la  “descarga”, inspirada en el disfrute de ese “pliegue marginal” que constituye el sello de su fuerza.

Más que una pueril irreverencia política, Sandra y Ezequiel pretendían experimentar esa sensación de libertad que significa desafiar los límites impuestos por las buenas costumbres del orden privado. En su performance Cada artista que se va es un fragmento que se pierde, Ezequiel ilustró un paralelo entre las ruinas representadas de Carlos Garaicoa y los pedazos de techo que él mismo golpeaba con una lanceta de hierro para que cayeran al suelo sin remedio. En esta aparente locura de romper el techo de su casa en nombre de la más efímera de las prácticas visuales contemporáneas, se reveló la existencia de una conciencia crítica oculta tras el barniz de la jocosidad. Con esta metáfora de la caída, intentaba reflexionar sobre esas ruinas humanas fulminadas por las trampas del tiempo. Del mismo modo, este  homenaje a todas las ausencias posibles se traducía en alegoría de numerosas demoliciones ejecutadas bajo la promesa de futuras restauraciones, siempre expuestas a  las veleidades de simulacros redentores.

De lo anterior se deriva la presencia de un contrapunteo entre lo lúdico-aparente y lo dramático-esencial, dualidad que compromete tanto a la individualidad como a la obra de Ezequiel. En estas circunstancias, puede transitar desde la ironía más punzante hasta la travesura poética más fugaz. Por lo que no siempre la solución que espera su espectador natural se enmarca dentro de esa vena satírica que lo identifica. Un ejemplo de ello lo constituye una recreación pictórica de la imagen de Martí en la que no se detecta un trueque simbólico del icono en función de otra manipulación más. Esta vez todo se resume en una especie de autorretrato desprovisto de título alguno. Aquí el artista se apropia de los rasgos físicos del prócer, con la supuesta intención de atenuar su condición de sujeto consciente de sentirse excluido de la reescritura de la Historia. Pero resulta que ese “querer parecerse a Martí” deja entrever cómo la conocida máscara de la causticidad termina siendo abolida por el rostro de la más vulnerable inocencia. Como si en determinadas ocasiones la intuición de una fábula enmarcada fuera del tiempo y del espacio prevaleciera por encima de la propia razón cínica.

No todos los caminos conducen al  MoMA (“de cara a sí mismo”)

En la actualidad, cualquier reacción de menosprecio a las maniobras imprescindibles para insertarse en el circuito élite del arte contemporáneo se califica como una locura fuera de lugar. Mucho más cuando la autoconstrucción de mitos dorados por la píldora de la astucia se validan como arquetipos de éxito dignos de imitar por los más jóvenes. En un contexto dominado por la lógica del ascenso impostergable, apoyada más en la carrera que en la obra, se puede afirmar que Ezequiel está condenado al fracaso. Qué estratega no se alarmaría al comprobar que a este creador no le preocupa encaminar su obra hacia una senda legitimada internacionalmente o hallar la fórmula de conseguir insertarla y venderla como se merece. No es casual leer en uno de sus textos: “Si todos somos artistas, somos todos artistas locales, no sé… porque el mundo es una localidad. ¿Hay que ir más allá de Plutón? ¿Para qué?” Esto reafirma todo lo que implica decidirse por crear o escalar en estos tiempos, así como imaginar cuánto vale un artista negado a rentar su imaginario al mejor postor.

Paradójicamente, su condición de hacedor inclasificable lo sitúa en la línea de quienes proclaman su libertad formal en nombre de ardides que transitan de lo conceptual a lo banal sin grandes dificultades. Aunque en ese “despliegue genérico”, el libertinaje de Ezequiel no se ajusta a una manera de utilizar los recursos del lenguaje plástico que permitan vislumbrar una continuidad o una ruptura con relación a la etapa que dejó atrás. De lo cual se deduce que cuando trabaja con los textos o se burla de posturas hieráticas, no lo hace con el fin de articular una poética suficiente para tolerar una justificación teórica. Así, su trayectoria es como una suma de principios sin fines concretos. Como si el  propósito se concentrara en perpetrar una “descarga total”, satisfecha de ignorar los requisitos de la añorada  “operatoria total”. No olvidemos que esta última deviene un recurso necesario para enfrentar productivamente las demandas competitivas del circuito artístico.

Con respecto a su participación en las Bienales de La Habana, ha intervenido mayormente de forma alternativa, compartiendo esta suerte con otros tantos excluidos y autoexcluidos de la magna cita de las artes visuales cubanas. Casualmente, los interiores de casas particulares le han permitido compensar la ausencia de los espacios legitimadores. Tal parece que la intimidad de un hogar improvisado en una galería de arte resulta  un destino contra el cual no valdría la pena oponerle resistencia. Incluso, cuando este artista muestra sus últimas ocurrencias y las pone encima de la mesa, uno siente que respiran en su hábitat natural. En este sentido, si Mahoma no va a la montaña, todo el mundo debe estar preparado, porque puede sobrevenir cualquier imprevisto. Solo que estas herejías localmente universales, basadas en una desfocalización del suceso, acaban por desconcertar a los cazadores de respuestas rápidas o definitivas.

Aun lejos de pertenecer al gremio de lo que Harold Bloom denomina como la “escuela del resentimiento”, Ezequiel no deja de ser un problema. La dificultad reside en que su trabajo implica una actitud contestataria que no se plantea como premisa estratégica la negociación con las instancias hegemónicas pertinentes. Pero admitir que sus“deconstrucciones malditas” no son producto de un retorcimiento interior, tampoco lo libra de la sospecha de que puedan ser provocaciones solapadas a ese “instinto de conservación” característico de paranoicos sin convicción. Tan es así que hasta el más leve de los sarcasmos podría derivar en una broma imposible de ser tolerada por los límites de lo políticamente aceptable. Este peligro se evidencia cuando manipula imágenes y cintillos de la prensa oficial para vaciar de contenido solemne una noticia o un suceso del acontecer nacional o internacional. En esta serie de piezas manufacturadas vuelve a relucir su fijación con el texto apropiado o inventado. Lo curioso es que el medio utilizado para articular estas combinatorias engañosamente artesanales adolece de una finalidad precisa. Entonces la idea se subvierte hasta el punto en que ni siquiera impera un equilibrio entre lo serio y lo risible. Quizás en el mismo hecho de reducir lo trágico al ridículo pueda hallarse la única certeza de estos recortes de periódicos en los que nunca se sabe dónde comienza o termina el drama o la comedia. El arte es todo y a la vez nada. Suponemos que Ezequiel aspira a persuadirnos de que con la política ocurre algo similar.

En cuanto a la relación entre la imagen y el texto, le corresponde a este último el protagonismo decisivo. Es decir, que el concepto es el texto encargado de vaciar la particularidad simbólica de la imagen. En una de sus lijas, leemos: “Tanto tiempo huyendo de la institución para entrar en la institución. ¡Diantre! Y los artistas, ¿qué somos? ¿Protoinstituciones algunos, realeza otros, infelices algunos? Aquí la parte rugosa de la lija exhibe el reverso del texto cosido con hilo, su parte abstracta, el lado más doloroso. Estos  “sentimientos compartidos” se asemejan a parábolas kafkianas que luchan por hacerse de un lugar en el mundo desde el no-lugar. De estas parábolas se desprende una moraleja que nos remite a la sátira de la cadena y el mono, donde únicamente son recomendables los infinitos juegos con la cadena. En cuanto al texto de la lija referida, el mismo pone al descubierto el trasfondo de un “vértigo de eticidad” transformado en mito de Sísifo que, por momentos, parece destinado a soportar el peso de una angustia que acaba por reconocer la inutilidad de su rebeldía.

“Agárrate de la brocha que se cae la escalera”

Como buen cubano que no acepta someterse a las exigencias de la racionalidad occidental, el absurdo es el resorte comunicativo por excelencia en la obra de Ezequiel. En su caso particular, este se refleja como un interminable rompecabezas que se “arma” con la pasión de un miniaturista. A partir de una tensión entre la alta y la baja cultura, lo político y lo apolítico, lo sacro y lo profano, se va gestando una cadena de fábulas menores que presumen encarnar todo un glosario de negaciones reales e imaginarias. No obstante, la esencia de tantos “anti” esconde la coartada definitiva de estos chistes tan falsos como toda la filosofía que aparentan sostener. Más que un filósofo popular, como calificó Mosquera a Lázaro Saavedra, percibimos a  Ezequiel siempre cautivo de ese “tormento light”, resultante de afrontar  el reto de la vasta ignorancia humana con las armas periféricas disponibles.

Vista como reflejo de este síntoma de la condición insular, su gesto parece estar regido por la impronta de ser un eterno aprendiz de todo. Solo que en esta oportunidad, la distinción se concentra en el goce de ese saber que, aun consciente de tocar fondo, se asume con anárquica ligereza. Aquí sobreviene otra paradoja que emana de esta actitud: detrás de esta falta  de sistema se oculta la voluntad de establecer un orden a partir del caos. Así, lo supuestamente antifilosófico se trasmuta en símbolo de quien tiene bien puestos los pies sobre el aire de su tierra. Después de todo, sospechamos que para Ezequiel el arte nunca supera a la vida, como ningún torrente de lágrimas puede ser más poderoso que la más sencilla sonrisa. La siguiente paradoja residiría en admitir que todo el tiempo que le ha dedicado a expandir su imaginario lúdico consiste en una limpieza espiritual que encuentra en el humor el medio más propicio para su ejecución.

Ni Beuys ni Warhol  (maní pa’ cogerlo vivo)

Una de las singularidades de este quehacer plástico radica en la constante mutación de soportes. Puede ser la tela clásica, una libreta escolar, un periódico, una lija o una bolsita de nailon. Estos simplemente cumplen el rol de una puesta en escena provisional, la que adquiere una connotación de arquetipo simbólico según la naturaleza del texto elegido. Observemos cómo sobre una bolsa plástica que contiene la imagen de una ruina solitaria aparece la palabra Hablará. Aquí la imagen de apoyo puede variar desde la cumbre de una montaña remota hasta el fondo del mar, pero ese complejo de impotencia ante hechos que nos rebasan se mantiene invariable en cualquier circunstancia, por lo que esta insubordinación al icono donde la idea debe ser insertada para alcanzar su verdadera significación constituye una peculiaridad en ese afán del artista por transgredirse a sí mismo. Hacer un arte de  “bajo costo”, apelando exclusivamente a las posibilidades de la imaginación, se revierte en un llamado de alerta a tanto desgaste por concretar propuestas de un aparataje formal carente de ideas. “Hay que ser soberbio en el contenido y humilde en la forma. Así en la vida como en el arte.” Intuimos que este presupuesto sintetiza la actitud de alguien empeñado en explotar lo posible antes que sumirse en la persecución de lo imposible. Una lección tan antigua como tan sabia, pero asimismo tan desoída por muchos de nuestros contemporáneos.

Si en el mundo cada cosa que miramos es la parodia de otra como afirmó otro maldito, probablemente el revés de las tramas de Ezequiel Suárez tenga algún sentido. Para que esto ocurra, tiene que consumarse la metamorfosis lúdica de las “buenas conciencias”.  Solo en ese instante de reconocer “el temblor de la razón”, la más implacable de las almas podría advertir la detención del tiempo en la imagen más pasajera. Mientras esperamos por tal milagro, esta obra continuará siendo un enigma del más allá o un disparate del más acá. Otra certeza palpable estriba en que este artista no es un paradigma ni un ejemplo para nadie. Para llegar a escucharlo, hay que escucharse a sí mismo. Frente a la sombra de su ausencia, nunca podremos vislumbrar si la fuga se verifica rumbo a cero o hacia el infinito. Por lo pronto, sería aconsejable aplacar la más pretenciosa de las dudas con otra duda suficiente para exorcizar a todos los demonios.

Publicación original en revista Artecubano, 3, 2004.