Luis Chitarroni: Virgilio, sacanos de este infierno

Autores | 7 de septiembre de 2020
©Piñera y Gombrowicz en Buenos Aires

Se pasó la vida dándole la espalda a cuanta persona o cosa le pudiera sacar beneficio, dándole a la escritura un valor y una valía excepcionales y únicos, insulares. Tal vez por eso también, el único libro de poemas que dejó, La isla en peso, no pretenda sino averiguar a dónde llegamos y dónde estamos en cada momento de nuestras vidas, en las islas instantáneas que el pleno instante no se toma el trabajo de moldear: “Poseo más estigmas en el cuerpo/ que los que exige su iglesia”, escribe el autor de La carne de René.

Desde que se lee el primer cuento de Virgilio Piñera, casi seguramente el insomnio que Silvina Ocampo, Borges y Bioy incluyen en su antología fatal, oímos que a nuestras espaldas Virgilio se va. Oímos, vale decir, Virgilio crea un efecto acústico de vacío, de alejamiento, de concavidad. Si se tratara de una mera ilusión (creo no ser supersticioso), qué curiosidad averiguar aquello que oiría quien estuviera de veras con él cuando el escritor cubano se fuera de veras. Gombrowicz, por lo menos, en El Querandí o en la Confitería Rex, en tiempos en que Virgilio formaba parte de la logia, partida o comité que se dedicaba a traducir Ferdydurke del polaco.

Muchas otras cuestiones plantea esa traducción, pero en cuanto a Virgilio sólo una: ¿por qué se le habrá ocurrido a Witoldo que Virgilio podía intentarla? ¿Lo había leído Gombrowicz en castellano, o de Virgilio emanaba el mismo coraje y el mismo miedo para no reverenciar el mundo, sobre todo el mundo intelectual?

Virgilio Piñera nació en 1912 en Cárdenas, Matanzas, Cuba, y pasó los primeros años de su vida entre Guanabacoa y Camagüey. ¿Guajiro mixto? Ocupó, para algo que necesitó desocupar el escritorio primero, poemas, ensayos, teatro (que acaso podría ocupar el primer lugar), narraciones de variada extensión. Así como su vida fue atestiguada por lo menos por tres escritores, su devoción por la poesía cubana tiene también tres apóstoles: Julián del Casal, Juan Clemente Zenea y José Jacinto Milanés.

Este gusto por lo propio, que es a veces lo más ajeno, se desprende de su vida a los arañazos, no sin violencia, como sus idas (dudosamente escapes o regresos), como sus fugas. De modo que el escritor pequeñito, provisto casi siempre de un paraguas, merece como pocos la caracterización de cine mudo con que se proponen a la vez evocarlo y averiguarlo. En realidad, el Virgilio legendario se pega al Virgilio anónimo, que le dio prioridad de huida a Buenos Aires; sospechaba en ella un cosmopolitismo que nunca se propuso explorar. O que exploró de sobra, a su manera enjuta.

Dio con Gombrowicz porque el tropiezo parece ser el gag imprescindible de los cómicos de slapstick. En realidad, da la sensación de que anduvo por la ciudad como caminaba por La Habana, como solía verlo o acompañarlo Antón Arrufat, quien le dedicó un libro incomparable, Entre él y yo, que guarda esos secretos favoritos de la profesión, los que se niegan a confesar aquello que revelan, una verdad general pero difusa; no vale la pena averiguarla.

Los escritores que van de aquí para allá sin motivación real, como perdidos, son autistas a los pies de alguna circunstancia o circunspección obligatoria. Es ese método pérfido el que le permite saber qué renglones o estrados caminarán después sus personajes: René, que ya había recorrido El camino de toda carne, de Samuel Butler, o Electra Garrigó, comediante y mártir.

Cuando las caminatas de Virgilio tenían un destino, el derrotero solía ser olímpico. Iba por el Paseo, donde está la estatua de bronce de Zenea. Que vivió en el destierro para volver y ser fusilado, con las acusaciones de traidor y espía, rumbo a la casa de Lezama Lima.

Si a Julián del Casal, Virgilio pudo decirle: “Como un pájaro ciego/ que vuela en la luminosidad de la imagen/ mecido por la noche del poeta, una cualquiera entre tantas insondables/ vi a Casal/ arañar un cuerpo liso/ bruñido,/ arañándolo con tal vehemencia/ que sus uñas se rompían,/ y a mi pregunta ansiosa respondió/ que adentro estaba el poema.”

“Apártate de él”, le dijo a Antón Arrufat Eloísa Lezama, hermana del poeta de Enemigo rumor, “es un pájaro de talento amargo”. Rapsodia de los rasguños del mulo, a todo pareció tratar de igual modo Virgilio, algo que inventa un repertorio de matices, porque los objetos y los sujetos son lo que exigen diferencias de grado y desagrado, sobre todo cuando se intenta averiguar de ellos la circunstancia de su concentración en la entrada en materia.

Virgilio fue un experto en eso porque era su “pasión y su paciencia”. Esta última, en resumen parece poca, pero la vida entre reinos que se gastan es a la vez como una partida (de ajedrez) y una canción de gesta.

Virgilio vigila la hora de su reloj pulsera para asegurar su puntualidad. “La puntualidad es la cortesía de los reyes”, se vanagloria. Es una máxima stendhaliana, que tiene la modestia feliz de su repertorio inefable, despojado de las respetables ínfulas de La Rochefoucauld y otros moralistas. Stendhal se había tomado la responsabilidad y el trabajo civil de no serlo. Virgilio la de ser, como Arrufat, un “muerto civil”, el huésped de la hospitalaria beatitud de otros difuntos en civilidad.

Va con su paraguas y los espaguetis, parte de la frugal ración que se permiten después de leer en voz alta –dramaturgos insulares– la obra de alguno de ellos. Contra el manjar lezamesco, contra su cornucopia, esta cena racionalizada. Por circunstancias ajenas a sus voluntades literarias, ambos escritores deben de seguir enfrentándose.

En una literatura tan austera y secreta, Virgilio Piñera es un maestro de la adjetivación; nunca parece que la necesita, sino, sustantivo como Brancusi, sólo que no la necesita. Llega a ella con la misma abstinencia que camina, que se dirige a algo, estatua de la que sospecha, y merece, extraer el trofeo y enigma, o ritual del que saldrá con algo valiosamente íntimo, por ignorancia o por indiferencia.

Virgilio supo escribir en contra, como Gombrowicz. Y contra aquello que no supo, sabía oponer el fantasma de su vocación sin consuelo, esqueleto quijotesco exento de vehemencia y armadura. Por eso queda atrás, dándonos la espalda. No le importa que nos alejemos por un rato. Sabe que, aun con la certidumbre de no encontrarlo, vamos a regresar a buscarlo. A encontrar su vastísima ausencia que en nada se parece a su apariencia. O que imploraremos, como lo hace Severo Sarduy: “Es por eso que a Roma, y de rodillas,/ iré a exigir que lo proclamen santo”.

Publicación original en ‘Clarín’.