Jesús J. Barquet: De cómo sobreviví al socialismo real. Ser joven en la Cuba de los años 60 y 70

Archivo | Autores | Memoria | 21 de noviembre de 2020

Pues guárdate con tiento
si no es que quieres ser juego del viento.
Horacio, “O navis” (tr. Fray Luis de León)

Para describir mi hoja de ruta como poeta, he decidido limitarme aquí a los dos derroteros que han guiado mi travesía. Cronológicamente hablando, el primero fue sobrevivir en la Cuba de los años 60 y 70 como ciudadano e incipiente intelectual sin vocación de mártir que, en medio de frecuentes arbitrariedades, buscaba llevar a cabo sus elecciones afectivas, profesionales y creativas, a contracorriente, en varios aspectos, de los irrefutables dictados oficiales. El segundo derrotero ha sido salvaguardar en mi interior, frente a todo antagonismo entonces y después, la imaginación y la creación poética. Animaron mi camino la exhortación de “[e]sas cosas haré, y no las omitiré” que aparece en Isaías (42:16), y una frase de Kafka —que por fortuna leí a mis 13 ó 14 años— en la que el autor checo afirmaba que desde joven comprendió que para hacer su obra no requería de ningún beneplácito externo. También de Kafka leí entonces el relato “Ante la ley”: la indefensión del personaje ficcional ante la inaccesibilidad de la Ley era, para muchos de nosotros, una realidad cotidiana que reforzaba nuestra urgencia por sobrevivir dentro del sistema, una vez que percibíamos los insalvables obstáculos y peligros de oponérsele frontalmente.

Antes de comenzar, entiendo que el término ‘sobrevivir’ tiene sentidos diversos y hasta mucho más trágicos que el que relataré a continuación, ya que su significado deriva no sólo del contexto al que se refiere, sino también de las interrelaciones personales que cada sujeto establece con su entorno, de ahí que incluso para dos personas provenientes del mismo contexto sobrevivir llegue a significar diferentes cosas. Pero uno responde a, y da testimonio de, sus circunstancias y elecciones particulares. Por otra parte, he comprobado que mi testimonio individual es también colectivo en la medida en que recoge, en lo esencial, experiencias similares a las de otros cubanos de mi época.

Por residir principalmente en la ciudad de La Habana desde mi nacimiento en 1953, año del Centenario del Nacimiento de José Martí, hasta mi salida del país por el puerto del Mariel en 1980, creo que la circunstancia mayor que me marcó desde la infancia fue vivir en una sociedad socialista real (o comunista, como también se autoproclamaba); es decir, conocer en mi cotidianidad familiar, íntima, estudiantil, profesional y creativa, de manera consciente ya desde los siete u ocho años, los mecanismos sociopolíticos y culturales que operan en un sistema totalitario. Innumerables hechos históricos y experiencias personales contribuyeron a tal aprendizaje, cuyo balance final me entregó la imagen estática de unos míticos ideales de igualdad, justicia y bienestar social repetidos hasta el cansancio por un Máximo Líder (ML) en sus interminables e irrefutables monólogos y proclamas, mientras que la realidad se encargaba de contradecir dichos ideales y de enraizar y expandir, cada vez más, las prácticas coercitivas del omnipotente Estado.

Apenas yo era un adolescente y ya veía cómo, en medio de privaciones y sacrificios diarios, se le imponía a la ciudadanía (niños incluidos) la fidelísima repetición de eslóganes oficialistas, mientras los más parlanchines demagogos de los principios llamados socialistas demostraban ser, además de dogmáticos, agentes represores, oportunistas que —en muchos casos sin mayores méritos que un servilismo verbal y conductual— buscaban su empoderamiento y acomodo material: mejores trabajos, mejores casas (por lo común las mansiones usurpadas a las familias adineradas que salían al exilio), puestos burocráticos de dirección, carros privados, tiendas especiales donde comprar y viajes al exterior pagados por el Gobierno, entre otros privilegios. Cual redomados Tartufos, contradecían así lo que propugnaban a viva voz. Asimismo, veía cómo para la mayoría de los esforzados obreros, campesinos, estudiantes y profesionales con los que conviví, la existencia diaria era un atolladero —repetido cada mañana— de urgentes necesidades básicas de comida, ropa, alojamiento, transporte, información, asociación y expresión; atolladero sobre el cual solía pender la polivalente y omnipresente Espada de Damocles Oficial, atenta a cualquier pecaminoso “pensamiento, palabra, obra u omisión”.

Justo es añadir que conocí también a algunos militantes del Partido Comunista de Cuba (PCC) o de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) que eran honestos y no ambicionaban prebendas personales: cual raras excepciones, confirmaban la regla. Uno de ellos —variante tropical del Bartleby de Melville (“I would prefer not to”)— me confesó una vez que, frente a ciertas situaciones infames que vivíamos en el centro de trabajo y que requerían su pronta atención, él “pref[ería] no ver”.

Como he dicho, mi derrotero insoslayable fue sobrevivir, y en tal contexto esto incluía realizarme, con la mayor libertad posible, en la vocación literaria (poética, en particular) que desde los 12 ó 13 años concebía como un posible futuro profesional y artístico para mí. A diferencia de otros poetas, intuía que para escribir mi poesía no resultaba perjudicial, sino todo lo contrario, tratar de conocer y estudiar como académico la poesía mundial y, en especial, la poesía en lengua española.

Aunque nunca descuidé la literatura, por varios años me interesó la dirección de cine, carrera entonces inexistente en la Isla. Sin embargo, tal interés se diluyó en mí tras obtener, de repente, una plaza de ‘realizador’ a fines de 1979: los cuatro o cinco meses iniciales de entrenamiento me mostraron que la creación cinematográfica, en cuanto labor colectiva en manos del Estado y bajo su vigilante control, resultaría, a largo plazo, una profesión mucho más riesgosa y frustrante que la vinculada a la literatura (1). Si para hacer cine había que contar con comités de aprobación de temas y guiones, numerosos técnicos y costosos medios materiales, para escribir poesía —como observó Dulce María Loynaz— uno requería sólo de un lápiz y un papel.

Pero en 1971, ante mi enorme interés por ser director de cine, mi amigo Jesús Ruiz, quien entonces trabajaba como vestuarista del curiosísimo filme Una pelea cubana contra los demonios, de Tomás Gutiérrez Alea, me facilitó un encuentro con este para que me aconsejara. Según Gutiérrez Alea, mi mejor opción era formarme en Letras y continuar viendo “mucho cine”. En consecuencia, mis ‘logros’ de sobrevivencia y realización fueron los siguientes:

El preuniversitario (1968-1971)

Lograr graduarme del preuniversitario sin conflictos políticos mayores que me obstaculizaran luego el acceso a la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas que me interesaba y que en 1971 era en extremo restrictiva (que no es lo mismo que selectiva) desde el punto de vista ideológico y hasta sexual. En ese año, además, para los estudiantes habaneros no-trabajadores como yo había sólo dos plazas disponibles en dicha carrera, la cual estaba entonces enfrascada en una especie de segunda ola (o nouvelle vague) de las purgas habidas en los años 60, cuando bajo el eslogan de “La Universidad para los revolucionarios” fueron expulsados centenares de estudiantes y profesores por acusaciones de carácter ideológico, religioso y de orientación sexual.

Existía un primer filtro que dependía de la puntuación académica: cada instituto preuniversitario tenía cuotas limitadas para aspirar a una plaza universitaria (las carreras técnicas y pedagógicas no tenían estas restricciones) y los estudiantes de mayor puntaje eran los primeros a escoger hasta agotar existencias. Ahí no tuve problemas y, a diferencia de un par de amigos que no pudieron ni optar, escogí Letras. Pero esto no era entrar, sino ‘aspirar’ a entrar en la carrera. (Para los trabajadores de tiempo completo existía otra vía de acceso conocida como el “Curso para trabajadores”).

Pruebas para entrar en la carrera de Letras (1971)

Lograr ser aceptado en Letras, a pesar de las disparatadas pruebas y entrevistas personales (de carácter político, cultural, matemático y sico-sexual) que los candidatos de la ‘viciosa’ ciudad de La Habana teníamos que hacer. No recuerdo si este requisito o segundo filtro aplicó a los ‘saludables’ candidatos del interior (léase no-habaneros). Aplicando retorcidas teorías sociales lanzadas por el propio ML en los años 60, el socialismo cubano reciclaba, resemantizándolo, el clásico tema literario de “menosprecio de corte y alabanza de aldea”: la corte o ciudad se asociaba con los vicios y lacras (incluida la homosexualidad) generados por el pasado capitalista burgués, en tanto que la aldea o campo se asociaba con las puras virtudes heteronormativas del humilde pueblo trabajador (2). Sin embargo, fue en esos virtuosos campos cubanos donde mayormente surgió durante los años 60 la poco organizada, armada y avituallada oposición contra el régimen castrista.

Algo breve sobre cómo burlé esas pruebas, excepto la de matemáticas. En política y cultura yo conocía bien lo Política o Policíacamente Correcto (PC) a decir o responder, o sea, el fantasma “diversionista” a evitar. En matemáticas no tenía problemas: el PCC (apenas una letra más que PC) no había detectado aún ninguna “debilidad” en que 2 + 2 fueran 4 (1984, de Orwell, debía esperar). Y para la prueba sico-sexual, mi pareja de entonces, quien ejercía la profesión de Sicología, me puso al corriente de lo que un joven cubano revolucionario de mente sana y sin “desviaciones” debía ver, dibujar, interpretar, escoger y escribir en dicho test —consejos que seguí al pie de la letra—. Para 1971 amenazaban ya mis elecciones fundamentales, tres de las peores Espadas de Damocles de la época: diversionismo, debilidad y desviación.

Estas Espadas, entre muchas otras, acababan de ratificarse unos meses antes de mi entrada en Letras. En el primer semestre de 1971, el Primer Congreso Nacional de (dizque) Educación y Cultura las estableció en sus “declaraciones finales” para la incipiente década, la cual reveló ser nefasta, en particular por el destructor “proceso de parametrización” que desató en contra de la cultura y los artistas e intelectuales cubanos: con pelos y señales, el Congreso establecía la Política Cultural de la Revolución. Y como un intimidante ejemplo o escarmiento que afectó tanto a los escritores establecidos como a los aspirantes a serlo, vimos, además, ese año al poeta Heberto Padilla ir a prisión y ser compelido a una autoinculpación pública de oprobioso estilo estalinista: el llamado Caso Padilla. Y si las reglas del juego no estaban aún claras, en 1972 el hermano menor del ML volvía a la carga con su amedrentador discurso sobre “El diversionismo ideológico”. Por lo tanto, yo estaba consciente del “mar tempestuoso” (Fr. Luis) o contienda en que me estaba metiendo, pero ‘guerra avisada no mata soldado’: durante lustros, la escolar Palabra del Día fue sobrevivir.

La Universidad de La Habana (1971-1976)

Lograr graduarme de Licenciado en Letras, es decir, haber logrado que no me expulsaran de la carrera en cualquier momento, como era la norma, debido al “peso de mis extraordinarias / desviaciones ideológicas” (S. Ariel) o de otro tipo. Haber comenzado la carrera no era garantía de poder terminarla: arbitrarias acusaciones —ajenas, en mi caso, al rendimiento académico— podían tronchármela y, con ello, clausurarme toda subsiguiente formación académica, pues, con la sola excepción de estudiar para cura en el Seminario de San Carlos, no contábamos con escuelas privadas o independientes del Estado. En mi época existía hasta la absurda acusación de “docentista”, referida al “individualismo egoísta” (lacra capitalista, of course) que significaba obtener uno buenas calificaciones en una asignatura que muchos reprobaran. La forma en que esquivé esa acusación durante los dos primeros años fue dando repasos generales de Gramática y Sintaxis —dos de las asignaturas más temidas (el estructuralismo y los escabrosos arbolitos sintácticos hacían ola entonces)— a todo el estudiantado el día anterior a cada evaluación.

Durante el período universitario estábamos obligados a trabajar cuatro horas diarias en donde nos ubicaran. Fue el llamado Plan de Inserción Laboral, el cual se aplicaba de manera coercitiva contra los estudiantes considerados conflictivos o con debilidades ideológicas. De mis cinco años de Inserción, trabajé dos como obrero en una fábrica de fósforos del Cerro y dos como ayudante de vaquería e investigador cultural en las montañas del Escambray. Fue curioso ver cómo los dirigentes estudiantiles (la autodenominada vanguardia del estudiantado: usualmente militantes de la UJC o aspirantes a serlo) evitaban estos trabajos fabriles y rurales, y reservaban para sí cómodos puestos oficinescos relacionados incluso con sus carreras o aspiraciones políticas. Para mí, sin embargo, trabajar con obreros, campesinos y vaqueros resultó una gran experiencia humana que iba más allá de la retórica existente sobre dichos sectores sociales.

Tales eran, bajo el socialismo real, las ‘virtudes’ de la educación estatal exclusivamente y gratuita sólo en apariencia, ya que (A) ajeno por completo al concepto de sistema tributario y a la transparencia en los presupuestos fiscales, el pueblo cubano desconocía (y desconoce aún) el volumen y la distribución de la riqueza generada por los trabajadores, y (B) desde la minoría de edad (13 ó 14 años), los estudiantes secundarios y preuniversitarios fuimos prácticamente obligados a trabajar full-time en el campo en lo que se nos asignara (papa, tabaco, frutos menores, caña de azúcar) por un determinado tiempo y sin remuneración monetaria; más tarde, lo hacíamos a diario, part-time, durante la Inserción universitaria. (El estudiante preuniversitario que, sin una justificación válida, rehusara ir al campo sufría serias consecuencias sociales, extensivas a sus padres).

Comenzó así a finales de los 60 la llamada Escuela al Campo: de la ciudad nos trasladaban a vivir en improvisados barracones en el campo y trabajar en labores agrícolas por un período que fue aumentando cada año: empezó por 15 días y en la Zafra de los Diez Millones (1970) llegó a casi tres meses. Más tarde aparecieron, como opción, las Escuelas en el Campo, donde los estudiantes vivían y trabajaban en el campo durante todo el período lectivo. (Años después, con escasas excepciones, se volvió obligatorio hacer todo el preuniversitario en las Escuelas en el Campo). Pero aunque aceptemos que la educación era gratuita, es decir, aunque no veamos lo anterior como una forma de trabajo forzado no remunerado que involucraba incluso a menores, en muchos aspectos la instrucción no se realizaba en libertad. Además de la censura de información y expresión, su carácter coercitivo y discriminatorio la hacía demasiado vejatoria o costosa en términos ideológicos, sicológicos, éticos y hasta religiosos: el precio moral a pagar resultaba muy alto y desgastador.

Proliferaban en Letras las constantes, interminables y obligatorias reuniones o asambleas de docencia, de crítica y autocrítica, de adoctrinamiento político y hasta de producción o Inserción: en estas últimas, un incumplimiento considerado grave podía resultar en la expulsión de la Universidad, de ahí que muchos colegas prefirieran faltar o llegar tarde a clase, en vez de al trabajo. El “reunionismo” abarcaba desde el ineludible círculo político para leer y (dizque) discutir el último discurso del ML —o sea, para garantizar nuestra lectura y repetición entusiasmada y admirativa de sus ideas, así como para corregir y condenar cualquier desvío de los principios de la fe— (3), hasta las terroríficas asambleas en las que los estudiantes teníamos que no sólo autocriticarnos por asuntos considerados políticamente incorrectos, sino también criticar o delatar a nuestros compañeros o, en el menos activo de los casos, aprobar públicamente la arbitrariedad o injusticia que allí los dirigentes cometieran. El objetivo de esos encuentros no era facilitar un marco democrático de expresión de ideas y solución de problemas, sino crear y mantener, mediante el amedrentamiento y los parámetros represores del momento, una conforme homogeneidad entre nosotros.

Ese monocorde control que se buscaba implantar en el rumbo de las cosas y, si imposible en la inaccesible conciencia humana, al menos en el habla y la conducta pública de los estudiantes, se realizaba como una elaborada pieza teatral. Con el refuerzo de la abducida Federación Estudiantil Universitaria (FEU), las autoproclamadas vanguardias (militantes de la UJC y PCC) se encargaban de escribir un guion cuyo objetivo era decidir a quién criticar o expulsar, qué idea rechazar o imponer, qué integridad moral denigrar, qué lazos de familia o amistad socavar, qué escarmiento dar y, peor aún, qué inesperadas delaciones conseguir en cada reunión. Los actores y actrices obvios de la pieza eran los militantes de tales organizaciones políticas, colocados como francotiradores previamente coordinados entre sí en cuanto a quién disparar, qué decir, cómo y cuándo decirlo; pero ellos no solían entrar de inmediato en escena, sino que “delegaban funciones”: primero lanzaban a los aspirantes a la militancia, como poniéndolos a prueba, y hasta aguardaban por la repentina intervención de aquellos que, ansiosos por mostrarse ultracombativos y confiables para “ganar puntos” en su ascenso político, acusaban o delataban espontáneamente. Los había también que, para sobrevivir, entraban en complicidad con el Poder, y después en privado le pedían disculpas al acusado.

Para contrarrestar estos concertados ataques, contaba yo con tres amigas de mucha confianza: como veíamos las inconveniencias de ser tomados por sorpresa y tener que defendernos solos contra tal entramado (por temor nadie acudiría en nuestra defensa), solíamos reunirnos la víspera de cada reunión importante para concebir y coordinar nuestro guion de autodefensa y mutuo apoyo. Tomando en cuenta toda acusación, comentario, convicción o insinuación posible sobre cada uno de nosotros, planificábamos cómo reaccionar y responder en solidario bloque; pero, como además había que mostrar una “combatividad revolucionaria” y atajar cualquier ataque de mayor envergadura, también planificábamos qué críticas recíprocas y autocríticas hacernos sobre puntos que no fueran graves, es decir, que se hallaran siempre por encima de la línea de flotación: acusarnos así de cosas tales como llegar tarde a una actividad deportiva (nunca a una política), no participar al máximo en un proyecto de grupo, no tener suficiente “iniciativa” (vocablo de la época), etc. Por culpa del reunionismo (versión socialista del viejo examen inquisitorial “de los delitos contra la fe, la moral y la celebración de los sacramentos”), un insano estrés y una pérdida absurda de tiempo marcaron esos años (4).

La combatividad revolucionaria se refería a la imperiosa necesidad de hacer explícito en todo momento, mediante palabras y actos concretos, un apoyo incondicional al régimen castrista. Esto incluía no sólo la ratificación constante de los eslóganes de turno, sino también la vertical respuesta inmediata a cualquier acción o comentario que frente a uno realizaran otros y que pudiera ser visto como contrarrevolucionario, sospechoso o no claramente partidista. Por ser un parámetro de evaluación, uno tenía que mostrar públicamente su combatividad revolucionaria para no recibir la peligrosa acusación de “el compañero no tiene suficiente combatividad revolucionaria”.

El Escambray (1973-1975)

Si sobreviví en Letras fue gracias a mi decisión de unirme en 1973 al grupo universitario de investigación cultural del Escambray. Creo que, de los que nos integramos ese año, yo era el único que lo hacía por propia elección: debido mayormente a los estudiantes empoderados que —según se decía— no hacían carrera académica sino política en busca de privilegios personales, el ambiente en el campus habanero era tan nocivo que pensé que sobreviviría mejor si me alejaba de la ciudad y trabajaba en la Sierra del Escambray bajo la única supervisión de los dos profesores (Graziella Pogolotti y Helmo Hernández) que, sin agendas persecutorias ni arribismos politiqueros —según me habían contado—, dirigían el grupo. Frente al Terror inquisitorial implantado en la Escuela de Letras, el Escambray con todas sus incomodidades materiales (falta de agua, electricidad y comidas regulares, ratones por doquier, piso de tierra, dudosa sanidad, madrugones de ordeño, transporte escaso y precario, ningún lugar de entretenimiento) era un verdadero París. Seguía yo la táctica de muchos judíos españoles que, al emigrar al Nuevo Mundo, se instalaban lejos de las centros virreinales donde tenía una sede el Santo Oficio de la Inquisición.

Sin cacerías de brujas ni encerronas políticas, lo importante en el Escambray era el trabajo, el estudio y el compañerismo entre nosotros: esa era la atmósfera establecida por nuestros dos directores. Además, para la retórica de Revolución Cultural China que vivíamos, abandonar la ciudad e irme a trabajar y estudiar al campo me daba el argumento irrebatible con que desarmar a mis perseguidores citadinos, a la vez que me desaparecía de su radio de mira y acción. Si mal no recuerdo, en nuestro grupo del Escambray sólo había dos militantes de la UJC que, “neutralizados” por no estar allí en un ambiente como el habanero que les exigía sacar de sí lo peor, resultaron ser muy buena onda.

Sobre la actitud comprensiva de nuestros directores valga la siguiente anécdota: un lunes que debíamos tomar el pequeño bus que nos llevaba mensualmente de La Habana al Escambray, no me presenté a la hora indicada, porque no quería perderme esa noche la inusitada presentación del conflictivo filme Andrei Rublev (1966), de Andrei Tarkovski, en la Cinemateca de Cuba. (Era vox populi que no habría otra oportunidad de verlo). Terminada la película, me fui al Escambray por mi cuenta, padeciendo las consabidas escasez y demora de transporte. A mi llegada, por tal incumplimiento y tardanza de un día —que justifiqué con un simple catarro—, Helmo y la dra. Pogolotti me llamaron la atención en una reunión con el colectivo. Acto seguido, dijeron que debían hablar conmigo en privado: se suponía que para una reprimenda mayor. Pasamos a un cuarto, Helmo cierra la puerta y con juguetona complicidad me dice: “Ahora cuéntanos la película”.

Al parecer, esto ocurrió en noviembre de 1974, pues lleva esa fecha un texto mío que recién hallé entre mis papeles inéditos: “Andrei Rublev, pintor de iconos”, dedicado a José Lezama Lima. Un segmento (revisado) dice así: “Sales al sol, la vida es un constante volcán: ojos que ruedan mudos, labios que el dolor distorsiona, lenguas ciegas por reclamar lo prohibido, mas también hiedra que salta todas las barreras, insecto que cruza todos los abismos, Andrei, con tus pinceles. La vida, una gran guerra externa contra los invasores; y otra no menos grande, interna, contra los poderosos, Andrei, los envidiosos, hechos de lástima y panal de frustraciones”.

Por otra parte, trabajando con los vaqueros en el Escambray vi de cerca (algo así como “la observación participante” le llamábamos a nuestra labor) el ingente esfuerzo cotidiano de los trabajadores tratando de cumplir con sus tareas a pesar de las constantes y malamente resueltas irregularidades de producción, comida y transporte, mientras el secretario general del PCC local, quien no los escuchaba ni asumía su obvia responsabilidad por los incumplimientos, les exigía cada vez más sacrificios: “Nunca se baja del jeep”, era el comentario sotto voce sobre él.

Entre mis obligaciones de entonces estuvo la creación de pequeñas piezas teatrales que abordaran aspectos laborales concretos con el fin de debatirlos libremente después de la función y hallarles solución. En la segunda mitad de 1974 creé el personaje del vaquero Julián, quien cada semana encarnaba un tema diferente y suscitaba una productiva discusión. Si al inicio el mencionado secretario me sugería qué asuntos tratar, poco después los propios vaqueros, identificados con Julián, comenzaron a proponerme sus ideas. Esto que significaba el mayor objetivo de mi trabajo cultural —que los propios trabajadores fueran los creadores de las piezas— no fue bien recibido por el secretario: Julián y los temas que les interesaban a los vaqueros se estaban saliendo de su control, algunas discusiones hasta habían cuestionado con cierta cautela su eficiencia. A inicios de 1975, era notorio su disgusto y poco a poco vi implantarse en los debates el mismo control y entramado intimidatorio de las reuniones en Letras. Hacia abril o mayo Julián cesó de existir y el Partido nos cortó los suministros de comida. Sin mucha explicación, el siguiente año escolar (1975-1976) no regresamos a trabajar en el Escambray: el grupo se mantuvo como tal pero trabajando en La Habana. Muchos se habían graduado en 1975, otros lo haríamos en 1976.

En el Escambray vi campesinos que habían sido compelidos a entregarle o venderle al Gobierno sus pequeñas parcelas de tierra —en ocasiones las mismas que la Reforma Agraria, con gran revuelo incluso internacional, les había repartido unos años atrás— para convertirse en obreros agropecuarios asalariados del Estado en un nuevo plan lechero que, acrecentando el deterioro económico local iniciado en los años 60, significaba más un capricho personal del ML que un razonado y realista proyecto económico; campesinos que habían abandonado, además, sus hogares privados (precarios muchos, pero suyos) para ir a vivir en los edificios colectivos (“palomares”, les decían) de los “pueblos nuevos” correspondientes al plan. Como es usual en el socialismo real, sobre este voluntarismo del ML la prensa oficial —la única existente— informaba con admiración: “Fidel mostró la genialidad de constructor y declaró al sitio envidiable”. Su visión incluyó la creación, en la cima de una loma, del pueblo donde residimos al final de nuestra estancia: La Parra, el cual resultó ser muy poco práctico. Además de retrasarse y encarecerse su construcción porque hubo primero que rellenar los numerosos huecos de la loma, la ubicación del pueblo resultaba inoperante: su altura y los riesgos del zigzagueante y accidentado camino de tierra que llegaba hasta él dificultaban no sólo la conclusión de su fabricación y el suministro de agua y electricidad, sino también la transportación de los vaqueros, quienes, tras pocas horas de sueño, poca comida y un trabajo exigente, tenían aún que subir y bajar cada día esa loma unas veces hacinados en una carreta insegura y maltrecha, otras a pie. Por no contradecir al ML, los seres humanos tenían (o teníamos) que añadir más desgastes de tiempo y energías. Como ocurrió con tantas otras ‘genialidades’ del ML —ningún experto economista, campesino, obrero o constructor podía ni se atrevía a cuestionarlas—, unos lustros después de creado el plan lechero del Escambray, muchas vaquerías de la zona eran ya ruinas.

Frustrante pero revelador para mí fue ver la silenciada memoria histórica de los hombres y mujeres del Escambray con quienes trabajé por dos años. Una cautelosa cortina de acero cubría todo comentario personal sobre los alzados anticastristas de los años 60, quienes en buena parte eran campesinos del Escambray, aunque aparecieron en todas las provincias del país. ¿Era acaso posible que, como nosotros —inexpertos jóvenes fuereños—, ellos, que habían vivido allí toda su vida, nada supieran? En los recesos laborales y las entrevistas periódicas que realicé, no escuché nunca un recuerdo o anécdota sobre las arbitrarias acusaciones de colaboración con los alzados que pulularon en esa área, ni sobre los ajusticiamientos y las condenas basadas en pruebas dudosas o la “convicción” subjetiva del acusador (como en La Habana, la mera convicción o mala intención de un envidioso acomplejado o resentido constituía una figura legal), ni sobre las detenciones y encarcelamientos de individuos desprovistos de todo derecho, ni sobre las familias divididas y desplazadas a la fuerza (todavía en la primera mitad de los años 70 hubo desplazamientos en el Escambray), ni sobre las consecuentes usurpaciones de sus escasos bienes y tierras, ni sobre los campos de trabajo forzado y los nuevos “pueblos cautivos” lejos del Escambray a los que muchísimas familias locales fueron enviadas, ni sobre los muertos desaparecidos ya que sus parientes nunca vieron los cadáveres. Es decir, sobre asuntos tan traumáticos y cercanos en el tiempo y el espacio nada comentaban ni se atrevían a comentar aquellos campesinos y vaqueros (5).

Si por algún motivo el tema aparecía, ellos se escabullían repitiendo la impuesta versión del Estado, sin humanizarla ni controvertirla con sus experiencias individuales o familiares. De primera mano me veía asistiendo a un coercitivo intento gobernista de borrar tanto el registro plural de los hechos como la transmisión de la memoria colectiva del pueblo. Con tal borradura se pretendía obstaculizar o impedir no sólo la refutación de la sesgada historia oficial, sino también el futuro establecimiento de una verdad histórica más compleja y ajustada a los hechos y a la diversidad de los sujetos involucrados. Típico de las sociedades comunistas, en la Cuba posterior a 1959 ha contribuido por décadas a esa borradura la ausencia de una Academia y un periodismo críticos, de instituciones cuestionadoras, de imprentas independientes del Estado, de registros escritos —incluso oficiales— sobre las acciones injustas del Gobierno. De ahí que uno de los niños desplazados del Escambray, Ramón Valle Eupiérrez, reafirmara, 40 años después, la imperiosa necesidad del testimonio personal: “Cualquiera que vaya a buscar un documento legal en Cuba que recoja esa información no lo encontrará. (…) En realidad no hay archivo ni constancia de esa condición. (…) [T]odo fue enmascarado de una manera que hay que contarlo detalladamente para que lo puedan entender. En la misma Cuba hay una inmensa cantidad de personas que no conocieron y no tienen idea del calvario que les tocó vivir a miles de campesinos” (Cuba: desplazados, p. 242). Cuando vi el filme Katyn (2007), de Andrzej Wajda, el cual reconstruye tras seis décadas de silencio y tabú la masacre cometida allí por las tropas soviéticas contra la población polaca durante la Segunda Guerra Mundial, no tuve que esforzarme en comprender.

Para el discurso oficial, los alzados de los años 60 no pasaban de ser “bandidos matavacas (o comevacas) pagados por la CIA”, por lo que a esta Guerra Civil se le denominó de forma peyorativa Lucha contra Bandidos y, reduciendo geográficamente el conflicto, Limpia del Escambray, limpieza esta insertada en un vasto plan nacional de higienización que abarcó a diversos grupos humanos: homosexuales, religiosos, librepensadores, vagos, extravagantes, etc. La denominación de bandidos tenía varios objetivos desinformadores: (A) desacreditar moral y políticamente a los alzados al dar como mayoritaria y definidora la ocasional presencia de algún delincuente común entre ellos; (B) desatender y desautorizar, en las primeras reflexiones sobre el rumbo antidemocrático y pro-comunista —inesperado y no deseado por muchos— que tomaba el ML tras su empoderamiento, la pluralidad ideológica del movimiento revolucionario de los años 50: dentro de esto, resultaba significativo que numerosos nuevos alzados habían sido guerrilleros antibatistianos que veían ahora traicionados sus anteriores ideales de lucha; y (C) ocultar dos aspectos que cuestionaban de frente la propaganda del régimen sobre su apoyo al campesinado pobre: el amplio carácter popular y rural de los nuevos rebeldes, y las justificadas razones que llevaban a esos trabajadores y familias del campo a rebelarse contra, o a no simpatizar con, “este gobierno”, frase esta que los lugareños, más perspicaces que nosotros, utilizaban y que debíamos corregir persuadiéndolos de que lo apropiado (ó PC) era decir “la Revolución”. Revisando las obras El juicio (1973) y La emboscada (1978), del Grupo Teatro Escambray, compruebo ahora cómo los personajes no identificados como “revolucionarios” dicen “este gobierno”, mientras que los así identificados dicen “la Revolución”.

La única vez que pude ver un remanente humano de sensibilidad histórica sobre estos temas fue durante una conmovedora puesta en escena de El juicio, de Gilda Hernández Rico, en un descampado del Escambray (y le agradezco a Helmo el haberme llevado a verla). Esa humanidad se liberó de repente no sólo ante la efervescencia del tema (aceptar o no, de regreso en la región, a los alzados y colaboradores que habían cumplido ya su condena), sino también ante el carácter abierto y relativamente improvisado de la puesta: en esta, un jurado formado ahí mismo por espectadores escogidos al azar debía interrelacionarse con las escenas y los actores preguntando y argumentando a voluntad, sin guion alguno. De igual forma el resto del público era invitado a participar. Como los espectadores tenían sus propios vínculos con los sucesos presentados, y como, al parecer, la obra —después de varios años y con la permisibilidad derivada del respaldo gubernamental con que contaba el grupo— invitaba a abrir, aparentemente al menos, las privadas esclusas de contención anímica y verbal sobre el tema, una creciente y profunda identificación catártica se apoderó del ambiente, al punto de que durante la función se llegó a cuestionar incluso la validez o pertinencia de la acusación de colaborar con los alzados. Es decir, la recepción del público desestabilizó el objetivo de la pieza: presentar como una medida justificada y correcta las “relocalizaciones” (eufemismo) forzadas que padecieron numerosos residentes del Escambray todavía a inicios de los años 70. Huelga decir que el texto no informaba sobre la forma brutal y arbitraria en que, sin respeto alguno por los derechos humanos, se habían realizado no sólo los desplazamientos humanos, sino también la usurpación de bienes, las divisiones de familias y los envíos a “pueblos cautivos” y a campos de trabajo forzado. Por el contrario, El juicio describía el período carcelario del protagonista como una escuela que había sido muy beneficiosa para su desarrollo intelectual.

Unos años después en La Habana vi de nuevo esta puesta en un teatro convencional, pero los jueces eran ahora actores con un texto preestablecido. Ningún impacto logró. Si bien la representación en el Escambray fue, para mí, uno de los logros más memorables del teatro cubano de los años 70, el texto mismo de la obra no ha sido motivo de destaque entre los historiadores teatrales: no suele incluirse en las antologías de las mejores piezas cubanas, ni fue incluido en el volumen pionero del grupo: Teatro Escambray (ed. R. Leal. La Habana: Letras Cubanas, 1978 y 1990). Por su asunto, aparece en la compilación teatral Lucha contra Bandidos (ed. R. Orihuela. La Habana: Letras Cubanas, 1983).

Curiosamente, la siguiente pieza del grupo con estos temas, La emboscada (R. Orihuela), no seguía la apertura al debate y a la intervención del público que habían caracterizado la dramaturgia del Teatro Escambray, y se presentaba, en cambio, como una propuesta cerrada, es decir, sin espacio para que el público arguyera sobre las razones que movieron al antiguo alzado antibatistiano Jacinto a convertirse ahora en alzado anticomunista, en contra del nuevo Gobierno. De deleznable temperamento violento y cruel, Jacinto era desacreditado además por lo que la doctrina oficial consideraba mezquinas limitaciones pequeño-burguesas y errónea concepción del comunismo. Siguiendo el objetivo de crear obras que fueran un “arma eficaz al servicio de las necesidades del desarrollo de la Revolución” (en Lucha, p. xxiii), La emboscada participaba así de la fuerte campaña ideológica que, desde 1959, buscaba no sólo contrarrestar y eliminar el anticomunismo arraigado —no sin fundamento— por décadas en diversos sectores del país, sino también llevar a toda la población a abrazar convencidos un edulcorado “comunismo científico” tenido como fase superior o desiderátum (Lenin dixit) del sistema socialista en que vivíamos. Veamos estos collages adaptados de dos diálogos de La emboscada:

JACINTO (a su madre ZOILA): Mire, vieja, ya le dije que yo no soy un hombre ambicionista, pero me gusta ver la mejoría de mi familia. Por eso me alcé contra Batista; por eso me alzo contra los comunistas. (…) [U]no tiene sus aspiraciones, sus pensamientos. Yo siempre he soñao con tener mis cinco, mis diez caballerías de tierra; una camionetica pa sacar las cosas pa el pueblo; par de yuntas de bueyes, una casa decente, pa ustedes. Ir levantando cabeza honradamente, sin robarle na a nadie. ¡Pero con esta gente hay que morirse pobre! (…) Yo no me jugué el pellejo en el monte pa que me vinieran con la limosna de una caballería e tierra, mientras gente que no le tiraron un gollejo a un chino están viviendo la dulce vida. (Lucha, pp. 129-131)

JACINTO (a su hermano LORENZO): ¿Qué coño hago yo con una caballería de tierra? (…) Los cachitos de tierra pa los guajiros y to lo otro pa el gobierno. (…) ¡El comunismo es del carajo! ¡To es pa el gobierno: las tierras, las casas, los hijos, las mujeres, to se lo cogen! (…) ¿[P]or qué no ves entonces las mierdas que se están haciendo! (…) ¿Qué coño te han metío a ti esa gente en la cabeza? (…) Ahora luchamos también por las tierras y por los derechos. (Lucha, pp. 145-146)

Más de 40 años después de escrita la obra, convendría revisitar estas razones de Jacinto, cuyo diálogo con Lorenzo remeda en varios rasgos formales el de los hermanos Etéocles y Polinice en Los siete contra Tebas (1968), de Antón Arrufat. (Sobre este segundo diálogo, véase mi libro Teatro y Revolución Cubana: subversión y utopía en Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat. Lewiston, NY: The Edwin Mellen, 2002, pp. 89-121).

Otra puesta relevante de los 70 fue La dolorosa historia del amor secreto de Don Jacinto Milanés, de Abelardo Estorino, dirigida por Vicente Revuelta en el patio de La Casona de Línea de la compañía del teatro Hubert de Blanck. Es cierto que la obra no se estrenó oficialmente, pero, ¿qué constituye un estreno teatral? Durante varias semanas los ensayos generales, sin ninguna interrupción, se convirtieron en verdaderas funciones abiertas a un limitado número de convidados y de reservas. Era vox populi que no habría otra opción de verla y creo que Revuelta presagiaba el destino contrario de su puesta, ya que su adaptación al aire libre en el patio —usando los árboles, la simultaneidad de espacios diversos, el anochecer habanero y una alucinada Teté Vergara recogiendo hojas muertas y lanzándoselas a los actores y espectadores mientras merodeaba ad libitum entre ellos—, en casi nada se correspondía ni con la estructura tradicional y cerrada del Hubert de Blanck ni con la prevista escenografía (a cargo de Jesús Ruiz) que, como una novia dejada en el altar, se quedó montada en el escenario (6).

Recuerdo que, antes de asistir a la puesta de esta obra de Estorino, ya la conocía, porque Lezama Lima me había prestado el manuscrito de la misma con mucha cautela. Pero mi mera lectura no podía imaginar los sugerentes discursos escénicos con que Vicente enriqueció notablemente el texto. Desconozco las (sin)razones que impidieron el estreno oficial de la obra en el Hubert de Blanck, pero sé que algunos artistas entonces «parametrados» por las conclusiones del Congreso de 1971 eran parte de la puesta de Vicente, cuya hermana Raquel, directora de Teatro Estudio —así se llamaba esta compañía— no había aceptado la parametrización en su grupo y les había orientado a sus afectados que resistieran —es decir, que no renunciaran a sus puestos y aceptaran los trabajos de construcción que el Gobierno les ofrecía—, mientras ella se enfrascaba en un inusitado proceso legal por sus derechos.

El Servicio Militar Obligatorio (SMO)

Lograr que no me llamaran al SMO. Si bien era obligatorio para los hombres, existía la práctica de que quienes desde los 16 años cumplíamos con lo oficialmente establecido en cuanto al estudio y, después, el trabajo (a saber, no reprobar ningún año escolar, no incumplir con el trabajo, no ser expulsado de la escuela o el trabajo), no éramos prioridad en los llamados al servicio “activo” de tres años. Pero quedábamos en deuda con el Estado, deuda que al graduarnos de la universidad pagábamos aceptando forzosamente por tres años el puesto que nos asignaran: era el Servicio Social Profesional y lo teníamos que culminar con una evaluación positiva por parte de los dirigentes del centro laboral. El SMO funcionaba así como otra Espada de Damocles sobre la población masculina: al más leve desvío de lo establecido, “te llamaban al Servicio”. En mi caso, me sentí liberado de esa obligación al terminar con éxito mi Servicio Social a los 25 años y medio.

Pero esa liberación era un tanto endeble, ya que en la segunda mitad de los años 70, cuando el Gobierno cubano desplegó sus campañas militares en Angola y Etiopía, la posibilidad de ser llamado por primera vez al servicio activo o de ser vuelto a reclutar se recrudeció de repente para todos los hombres. Al inicio, se pretendió presentar dicho reclutamiento como un acto voluntario en que, inspirados por el espíritu del “internacionalismo proletario” del ML, los cubanos se desvivían por ir a Angola a pelear… Hasta aceptando los truculentos rumores sobre las crueldades de esas guerras, se comentaba que, si el Gobierno te preguntaba si estabas dispuesto a ir, era “más valiente decir no que decir sí”.

De haberme “cogido el Servicio”, se habrían postergado mis planes profesionales por tres años, o tal vez por toda mi vida según lo que me hubiera ocurrido no ya en lo físico sino en lo político y personal en el ejército. Por si acaso, al arribar a la edad militar y hacer las requeridas pruebas iniciales, seguí los consejos médicos de mi padre y logré quedar clasificado como hipertenso; asimismo, empleé con buena visión mi pésima vista y logré que en las prácticas de tiro me tildaran de “no apto” y hasta peligroso para el batallón. Unos minutos fueron suficientes para que, aún un adolescente, me quitaran el fusil y me pusieran a tomar asistencia en la entrada.

Años después, por mis varios traslados de residencia (7) —todos ellos justificados, ya que el Gobierno obstaculizaba el libre movimiento interno de sus súbditos—, parece que mi registro del ejército y de la milicia reservista se extravió. Los hombres en edad militar estábamos obligados a reportar todo cambio de residencia, así fuera temporal. Consciente de la deficiente burocracia del sistema, así como de mis intenciones más que de mis obligaciones ante el Estado, yo me presentaba cada cinco o seis meses en el centro de registro militar de la región donde estuviera y solicitaba mi traslado. Gracias a ese vaivén, imagino que mis papeles se embarullaron. El caso es que jamás me citaron ni para marchar los domingos.

Veo que este recuento a modo de holístico Bildungsroman va cobrando, a veces, un tono de manual picaresco para sobrevivir en un país totalitario que no cuente con las computadoras actuales. Por esto último, los cubanos de los años 70, a diferencia de los chinos continentales actuales, fuimos afortunados (8).

El Servicio Social Profesional: Camagüey (1976-1979)

Tras graduarme en 1976, lograr completar satisfactoriamente los siguientes tres años de Servicio Social como profesor —‘instructor’, a los efectos legales— en el Instituto Superior Pedagógico José Martí, de Camagüey, no obstante las zancadillas que, hasta mi último día en esa maravillosa ciudad, me pusieron la Decana y su esposo jefe del Sindicato y del PCC de la institución, con vistas a perjudicarme como profesional de Letras, entre otras cosas (9). (Anoto aquí que el primer año me ubicaron en una filial que el Instituto tenía en medio del campo, cerca del poblado de Sola; y los restantes dos años en la ciudad de Camagüey).

En junio de 1979, terminaba yo mi Servicio Social y, por fortuna, en La Habana me esperaba ya un puesto que hacía posible mi traslado legal de trabajo y de residencia. Cuando una semana antes se lo informé a la Decana y su esposo (por no ser una obligación, no les revelé para dónde me trasladaba), la noticia les dolió “en todo el paladar” (C. Vallejo). (Entre otras vilezas, dominaba a la Decana una ambigua ansiedad no resuelta: por un lado, le molestaban los habaneros; por el otro, le satisfacía mantenernos bajo sus provincianas garras). Como ella sabía lo difícil que era entonces hallar empleo en La Habana, se había pasado meses insinuándome que, aunque acabara mi Servicio Social, yo seguiría trabajando bajo su égida: sin otro trabajo seguro, renunciar al Instituto y quedarme desempleado no constituía para mí una opción ni siquiera temporera en Cuba, con una damoclesiana Ley contra la Vagancia pendiendo sobre los adultos varones.

Un ejemplo de cómo un individuo puede depender totalmente de la arbitrariedad del Estado socialista encarnado en burócratas empoderados, es la siguiente anécdota protagonizada por los dos citados “representantes de la Revolución” —así se autoproclamaban— que, con remedos kafkianos, tenían entonces en sus caprichosas manos el futuro de todo mi estudio y trabajo de años. Unas horas antes de dejar Camagüey y regresar a La Habana, me vi obligado a enfrentar a la Decana, porque no quiso entregarme, como era su deber según mi Servicio Social, el documento oficial con su firma y la mía donde constara la satisfactoria evaluación final que, en una reunión, mis colegas habían hecho de mi labor docente e investigativa. En cambio, me pedía que le firmara un papel en blanco que después ella rellenaría con la evaluación y enviaría a La Habana. Como me negué a su indecente propuesta diciéndole que no me iría sin llevarme el documento que por derecho laboral me pertenecía, casi me acusó de contrarrevolucionario. “¿Dudas de mí?”, me preguntó airada. Dudar de ella —pontificó— significaba dudar de la Revolución y así lo informaría a “las instancias superiores del Partido” y constaría en mi “expediente”: “Aquí la Revolución soy yo”, aseveró parafraseando al monarca Luis XIV. “Ud. nunca me ha dado razones para no dudar de Ud.”, fue todo lo que atiné a responderle con un giro borgiano que la implicaba a ella y a la susodicha Revolución. Salí de su oficina y me senté frente a su puerta a esperar, como el campesino del relato kafkiano. A algunos profesores que andaban por allí les conté lo sucedido, el asunto se regó por la facultad (los colegas estaban de mi parte, pero el Sindicato era un cero ‘a la izquierda’, literalmente) y tras varias horas de tirantez recibí por fin el documento de marras.

Recreando con probadas razones las distopías de Orwell y Kafka, existía en Cuba la creencia o convicción de que la Seguridad del Estado le tenía abierto de por vida a cada ciudadano un expediente. Según mi contemporáneo Alejandro González Acosta, era “aquel expediente estudiantil y laboral que nunca veías, pero donde los maestros, jefes y dirigentes de organizaciones políticas o de masas (UJC, PCC, CDR, FEU, Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media [FEEM]) podían poner de ti lo que se les ocurriera”, y donde además se archivaban los documentos personales comprometedores: cartas con extranjeros o parientes exiliados que habían sido interceptadas por el Estado, un manuscrito confiscado, unos olvidados poemas de adolescencia, etc. La existencia de dicho expediente nunca era negada por los funcionarios empoderados; por el contrario, la invocaban con coercitivas frases-hechas, como una Espada de Damocles sobre la población. Pero si algunos dudaban de su existencia real y permanente, nadie dudaba de su posible creación inmediata: en cualquier momento y por cualquier situación políticamente incorrecta podían “abrirte un expediente”. De los monstruosos archivos de la STASI en la antigua RDA se puede inferir que la creencia popular cubana sobre el expediente no era desacertada.

La Dirección de Cultura de Plaza (1979)

El puesto de director de Literatura en el Ministerio de Cultura del Municipio Plaza, en La Habana, me lo ofreció el director general de Cultura de allí tras conocernos brevemente una tarde de marzo o abril de 1979 en que pasé por su oficina en busca del trabajo que me permitiera renunciar al Pedagógico y a la vida en albergues colectivos, y regresar a mi casa en La Habana. Él tenía un caos en el área literaria y no confiaba en ninguno de sus asesores. Quería alguien nuevo que reorganizara y dirigiera todo, pero sería “una nominación interna”, me dijo: a los efectos legales mi puesto sería el de ‘asesor’, como el de mis subalternos. En seguida, sin ninguna averiguación, me dio el salvoconducto, o sea, la carta de oferta del trabajo.

A mis dos o tres meses en Plaza, había logrado sacar del caos a mi sección y atendíamos con éxito a muchas escuelas y empresas del municipio. Sin embargo, mi jefe percibía que, en otros asuntos no laborales, yo no era con exactitud el títere que él esperaba. Una de esas peligrosas discrepancias con el director general ocurrió en una reunión convocada por él para discutir con los directores de cada área el caso de una asesora que, hasta entonces sin ningún incumplimiento, había solicitado la salida del país. Yo no conocía bien a la mujer, ni sabía la vía que estaba utilizando para hacer algo tan dificultoso y prácticamente negado a la mayoría de la población: salir legalmente del país. Pero era vox populi en 1979 que muchos ex presos políticos estaban obteniendo visas familiares de entrada a los EEUU y España y que, para deshacerse de ellos, el Gobierno cubano les estaba concediendo el “permiso de salida” a ellos y a sus parientes ya existentes o de reciente —y en ocasiones, interesada— adquisición. (Bajo el socialismo real, salir del propio país ha sido, por décadas, otro derecho negado a sus ciudadanos).

En la mencionada reunión, sabíamos que la opinión aceptada y, por lo tanto, esperada era desacreditar el trabajo de la colega y condenar su decisión. Impelido a hablar, revelé mi poca combatividad revolucionaria al proponer que, si ella quería abandonar el país, sólo nos quedaba darle la baja y buscar su reemplazo. Meses después, durante el éxodo del Mariel, mi entonces herética opinión sería el eufórico eslogan autorizado y repetido por todos: “¡Que se vayan!”.

Desde mi llegada a Cultura, la Providencia propició mi amistad con la directora del área de Teatro, una joven muy simpática y relajada que, aun siendo militante del PCC, se permitía algunas libertades afectivas gracias a la garantía que le daba tener a su mamá en las altas esferas políticas del país. En unas recientes reuniones del Partido algo había surgido contra mí y esta amiga me alertó: “No te lo había dicho para no preocuparte, pero el jefe te tiene en la mirilla”. Me vi obligado a actuar rápido y, providencialmente de nuevo, no tardó en aparecer mi salvación (¡conseguir dos puestos buenos en La Habana en menos de seis meses no era nada usual!): unas semanas después, por mi propia decisión y siguiendo el pertinente aviso del colega Marcelo Fajardo sobre esa plaza, pasé a ser realizador cinematográfico en la sección de Cine Educativo (CINED) del Ministerio de Educación. Y allí trabajé hasta mi salida por el Mariel.

Dos curiosidades de mi labor en Cultura que contribuyeron a mi formación política. La primera se refiere a los talleres literarios para adolescentes, jóvenes y adultos que impartíamos por todo Plaza. Según se me orientó, les informé a mis asesores que debían entregarme dos copias de cada texto personal que los talleristas presentaran. Yo debía guardar las primeras copias en nuestros archivos y colocar las segundas en un determinado lugar para que “una persona” con acceso al local y sin dejarse ver las recogiera periódicamente. No se me reveló la identidad de la persona ni el destino de las copias extra, mas sospechábamos que estas se dirigían a la Seguridad del Estado; y yo me imaginaba a un jovencito de 14 o 15 años sometiendo con ingenua timidez al taller sus primeros versos sin sospechar que, en un futuro, esos mismos poemas que él ya ni recordara, podrían reaparecer para incriminarlo en manos de un agente del Estado que detentara su expediente. Por supuesto que una noche me las ingenié y, sin dejarme ver, descubrí a la segurosa F. —de nombre portocarrérico, era la única militante del Partido entre mis asesores literarios— llevándose las segundas copias con el fin de que estas cumplieran con sus segundas intenciones. (By the way, ella había sido la anterior directora de Literatura que había llevado el colectivo al caos).

La otra curiosidad se me quedó irresuelta, porque me fui de Cultura y, poco después, del país: hacia octubre o noviembre de 1979 se me asignó, de repente, fuera de todo plan, la tarea de crear un seminario intensivo de literatura general, de pocas semanas, para un pequeño grupo “escogido”. Para planificar mejor, pregunté sobre el nivel educacional de los integrantes y el objetivo de esos estudios: ¿entrar en Letras, hacerse maestros con urgencia? “Eso no importa. Lo que queremos es que tengan un barnicito de literatura, que en una conversación sepan de lo que se está hablando y hasta puedan preguntar algo”, fue toda la información que se me dio. Le asigné el seminario a un asesor y, como me correspondía, lo acompañé el día de la inauguración, y cuál fue mi sorpresa al ver que el grupo lo formaban sólo varones jóvenes de extremado buen porte: obvios ratones de gimnasio, no de biblioteca. Sin dudas, quien los había escogido tenía muy buen gusto y sabía que esos chicos cumplirían con creces cualquiera que fuese su innombrable mas no imposible misión. Ojalá que alguno de ellos lea esto y se anime a completar mi historia.

Papeles son papeles

Lograr, y esto fue más que azaroso, obtener en 1977 o 1978 dos juegos de documentos oficiales originales que daban constancia de mi título universitario y de mis calificaciones en todas las asignaturas cursadas. El Pedagógico estaba evaluando la categoría docente de sus profesores y necesitaba tales papeles, los cuales debían llegar por vía directa institucional. Como los míos no llegaban —ah, las consabidas ineficiencias del sistema—, propuse traerlos en persona de La Habana si me daban una carta de petición formal del Pedagógico.

En mi antigua Alma Mater, la chica que me atendió no sabía qué hacer con dicha carta: “Primera vez que una institución solicita esto así”, por lo que le expliqué con burocrática creatividad que la mía necesitaba con urgencia no uno sino tres juegos originales (uno para la Decana, uno para el Partido y uno para el Sindicato) y que, para garantizar el carácter oficial de los mismos, debía dármelos en sobres separados, cerrados y lacrados. Así hizo, y con las mismas manos con que los recibí, entregué después sólo uno. Intuía que no sobraba tener de mi lado y por duplicado esa documentación. Poco después de llegar al exilio, logré recuperarla junto con mis poemas gracias a las hábiles gestiones de mi madre y de mi gran amigo René Leyva, de modo que no tuve contratiempos académicos al solicitar a fines de 1980 mi ingreso en los programas de posgrado de varias universidades estadounidenses. Hubo compatriotas míos que demoraron más en reintegrarse como profesionales en los EEUU por dificultárseles el acceso a esas credenciales consideradas entonces, de facto, no propiedad del individuo, sino del Estado (10).

Cuando salí de Cuba como “escoria social”, sólo se me permitió sacar la ropa que tenía puesta. Además del temor que muchos tenían a perder el viaje si intentaban llevarse su documentación profesional, en mi caso esta desmentía mi condición de escoria. De salir a la luz, esos papeles habrían impedido mi salida, y no me era difícil imaginar el infierno aún mayor que representaba el quedarme en la Isla una vez reveladas mis intenciones de irme y las vías que para ello había utilizado y que describiré más adelante. Por otra parte, tomando en cuenta la atmósfera antirreligiosa impuesta por el régimen (expulsar del país a muchos curas católicos en los años 60, atacar a los Testigos de Jehová en el Escambray, censurar a los religiosos en la Universidad, delatar al joven que visitara una iglesia: si te veían, te excusabas diciendo que estabas viendo la arquitectura, los cuadros, las esculturas…), imposté una fanática religiosidad que, además de reforzar mi condición antirrevolucionaria, me permitió llevarme un pequeño crucifijo y el Nuevo Testamento: entre salmos y proverbios iban los nombres y teléfonos de mis prácticamente desconocidos familiares en los EEUU.

Ser y Hacer, 1

Lograr tener una vida afectiva, amorosa y sexual activa, a pesar de los enormes peligros políticos, profesionales y sociales que ello implicaba en mi caso: desde ser detenido —como me ocurrió una vez en Guanabo (ah, las redentoras casas de alquiler durante los templados inviernos playeros) debido a la falsa acusación de un policía, pero con la buena fortuna de salir al día siguiente sin que quedara ningún registro que pudiera perjudicarme—, hasta ver anulada mi práctica profesional por culpa de las medidas discriminatorias y represoras sobre Educación, Cultura y Sexualidad aprobadas en el mencionado congreso de 1971.

En cuanto a las relaciones interpersonales, se añade a lo anterior el peligroso sambenito que la dirigencia política de cada institución les colocaba a los sujetos considerados conflictivos. No era inusual que en una reunión estudiantil de crítica y autocrítica se esgrimiera la demoledora acusación de “Al compañero se le ha visto un par de veces en la Cinemateca hablando con K”. Por temor, las personas evitaban interrelacionarse motu proprio con los consabidos K, pero también podían recibir la ”recomendación” verbal de distanciarse de ellos.

Ser y Hacer, 2

Lograr escribir mi poesía y guardarla bien de los ubicuos compañeros con quienes estuve obligado a convivir, por meses o semestres, en barracones agrícolas y albergues de estudiantes o profesores, con escasa o ninguna privacidad en cuanto a los objetos personales. (Cuando uno trabajaba fuera de la ciudad donde residía, no alquilaba un lugar privado: la única opción era convivir gratis en albergues del Estado). Aun sin ser explícitamente contestatarios, mis poemas de entonces no seguían los derroteros ideoestéticos favorecidos por la cultura oficial y uno era siempre sospechoso por el mero hecho de “escribir” y no compartir lo escrito ya sea en forma directa personal o en las publicaciones del Estado, las cuales constituían la única vía posible. Sabía que mis colegas de barracones y albergues tenían que mantener una vigilante y delatora combatividad revolucionaria ante cualquier rareza que “atentara contra la integridad de la Revolución”, de ahí que fungieran como delatores o espías potenciales incluso en contra de su voluntad, por mera sobrevivencia también, pues el silencio —o sea, no delatar— se consideraba una complicidad con el fantasmagórico y sempiterno enemigo contrarrevolucionario.

Antes de entrar a la Universidad ya había recibido un alerta con respecto a mi poesía. En 1971, a los jóvenes que nos reuníamos de forma espontánea en los jardines de la Unión de Artistas y Escritores de Cuba (UNEAC) para leer y comentar nuestros textos, se nos invitó a hacer una presentación personal en dicha institución, bajo la tutoría respectiva de un poeta reconocido. Por mi confeso interés por Lezama Lima y el Grupo Orígenes, me encomendaron a Fayad Jamís, antiguo colaborador de la revista Orígenes. En dos consultas previas a mi presentación, Fayad me dio sus sugerencias, me dijo que todo iría bien y que, de cualquier forma, él estaría allí para ayudarme. Pero no ocurrió así: solo me vi ante las interpretaciones ‘literarias’ (de clara intención política) de dos escritores y el inusitado silencio y prematuro mutis por el foro de mi tutor. Mi decisión: mayor cautela al mostrar mis poemas en público.

Recibí un segundo alerta durante un concurso interno de la Escuela de Letras. Como el jurado lo formaban nuestros profesores con Mirta Aguirre al frente, pensé que tal vez habría una mayor apertura ideoestética y presenté un conjunto de poemas. No gané y se suponía que, tras la premiación, los textos enviados serían destruidos, pero algo inesperado sucedió. Sin conocernos personalmente, Aguirre se me acercó con algo en la mano: “Quería devolverle sus poemas con la opinión de un miembro del jurado para que sepa lo que debe hacer”, me dijo y se despidió. Confundido al inicio, comprendí su gesto de protección hacia mí —impedir que mi manuscrito acabara en mi expediente— cuando leí la escueta nota escrita a lápiz en la primera página del mismo: “Posible finalista. Serios problemas ideológicos”.

Varios de esos poemas entraron en mi primer libro: Sin decir el mar (Madrid: Playor, 1981), publicado un año después de mi llegada al exilio, y algunos les daban la razón a mis jueces. Sobre la atmósfera oscurantista de cacería de brujas que vivíamos, era el poema del que surgió el título del conjunto y que comenzaba así: “Como si se me hubiera desatado o destinado, un cuerpo me amenaza, se desliza, me sucumbe, fanatiza en mi ser, me viste bruja y soy halcón, me huye alterno y caigo muerto, vive por mí —dice decir— y en verdad zarpas, por eso clamo y mis dedos largos como enredándome el amor y que no escape, por eso escudos y tanta la necesidad de los abrigos —amigos— en quienes naufragar ausente el fuego” (p. 33). En otros versos aparecían un fuego inquisitorial y la ciudad y la noche como refugios del ser: “salimos a conversar con la noche en este reducto que suele ser la ciudad, de noche / sin testigos que nos obliguen después a comparecer ante el fuego” (p. 30); o había un cuestionamiento del entorno y la existencia: “La verdad son los restos de esta mentira. / La mentira es esta verdad en la que vivo” (p. 24); o se preveía un encierro: “Quizás se cierre la puerta con el viento, eterno viento, eterna puerta, dejándome encerrado” (p. 25); o se aludía a la encrucijada del ser ante un oficialismo poético que le pedía al yo lírico renunciar a sus supuestas limitaciones pequeño-burguesas y disolverse en un triunfalista nosotros colectivista y constructor del socialismo: “¿(…) el yo / que se nos muere como lanza de barro / doblemente cocida, por ciego / y humildad y flagelarse / los hombros donde queremos incorporar el mundo / inmenso que sólo todos cargamos / como tortugas al inicio de la especie?” (p. 31).

José Lezama Lima

Lograr mantener desde fines de los años 60 hasta su muerte en 1976 una amistad muy nutricia para mí con Lezama Lima. Debido a su ostracismo de los años 70, en alguna que otra interminable y frecuente reunión de evaluación política se me indicó que mi amistad con él constituía “una mancha en mi expediente” (11). Relaté esta experiencia en “Del cotidiano arte de escapar: JLL”, incluido en José Lezama Lima y la mitificación barroca (ed. Maricel Mayor Marsán, Miami: Baquiana, 2007, pp. 17-50).

Las lecturas peligrosas

Lograr leer a los autores clave de mi formación literaria que estaban prohibidos o se consideraban problemáticos por las más arbitrarias razones: Borges, Paz, Baquero, Bulgakov y Mayacovski —tanto el futurista anterior a la Revolución de Octubre (La nube en pantalones y La flauta vertebrada) como el posterior, comunista y suicida—. Sendos libros no estaban disponibles en las librerías ni en circulación en las bibliotecas. Por fortuna, varios podían consultarse in situ en el área de Reserva de la Biblioteca Nacional. Paradójicamente, el index librorum prohibitorum constituía una lista de lecturas insoslayables. Y aunque por mi carrera todo esto me reportaba un doble riesgo, yo me arriesgaba.

A continuación una anécdota más sobre esos imprevistos intermediarios que favorecieron y cuidaron mi travesía. Ya en exilio, me presentan un día en Miami a una antigua bibliotecaria de la Reserva que en Cuba había sido amiga de una hermana mía. No nos conocíamos de vista, porque ella no trabajaba con el público en el primer piso de la Biblioteca, donde se pedían los libros mediante formularios firmados, sino en los pisos superiores, donde estaban los libros y se atendían los pedidos. “Tú leías mucho a Borges y a Mayacovski”, me dice para mi sorpresa, y añade que, durante años, para protegerme —por mi apellido suponía que yo era pariente de su amiga— y no colaborar con su delación, ella destruía mis pedidos de libros conflictivos tras enviarme estos al primer piso, pues en la Biblioteca existía un control interno que les exigía a sus empleados reportar los nombres de los aficionados a tales lecturas.

En la biblioteca de la propia Escuela de Letras funcionó en los 70 una red clandestina —de la que participé algunas veces al inicio de mi carrera— que nos dio acceso a los libros que la censura mantenía fuera de consulta, en el sótano. Poco antes o después de graduarme, la red fue descubierta y sus propiciadores, sancionados. Huelga contar cómo ocultábamos o disfrazábamos libros tales como Tres tristes tigres (G. Cabrera Infante), El mundo alucinante (R. Arenas), El Maestro y Margarita y Corazón de perro (M. Bulgakov), Un día en la vida de Iván Denisovich (A. Solshenitzyn), Fuera del juego (H. Padilla) y de Cintio Vitier Ese sol del mundo moral (publicado en Cuba sólo 20 años después de aparecer en 1975 en México); y cómo evitábamos ser cogidos infraganti leyéndolos en lugares públicos. Hasta manuscritos conflictivos circulaban de mano en mano: entre otros, El libro rojo (G. Rodríguez Rivera), Lenguaje de mudos (D. Prats) y, en anónima traducción al español, El aullido, de Allen Ginsberg, quien había sido expulsado de la Isla en 1965.

Los viajes decisivos (1978 y 1979)

Lograr visitar como turista, pagándome los gastos, casi todos los países socialistas europeos (URSS, RDA, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía y Bulgaria) en los veranos de 1978 y 1979. Me interesaba ver y constatar por mí mismo, como anoto en mi poemario Aguja de diversos (Leiden: Bokeh, 2018), “el prometido futuro luminoso del comunismo” (p. 217) en países más avanzados que Cuba: al regreso, iluminado por tal visión, reafirmé mi decisión de salir al exilio. Un objetivo en mis dos visitas a Moscú fue visitar, fuera de los paseos asignados a mi grupo, el apartamento-museo de Mayacovski, la plaza con su nombre, todo lo que recordara su existencia. Incómodo para la cúpula soviética, su suicidio resonó siempre en mis oídos como un pistoletazo de alerta: la solución no era suicidarse sino sobrevivir.

Creo que fue en 1976 cuando comenzaron a ofrecerse, como algo inusitado, tales tours al extranjero. Se sabía que no bastaba con poder costearse de forma privada el viaje: los solicitantes tenían que ser aprobados por el Estado. Probé mi suerte en La Habana un par de veces y no me aceptaron; pensé que quizás en Camagüey tendría más chance, y acerté gracias no a los resquicios del totalitarismo local —que los tenía—, sino al voluntarismo del director de Turismo de Camagüey, a quien, sin conocerlo ni estar al tanto de su cargo político, yo había ayudado de manera desinteresada unos meses atrás en asuntos académicos que él con urgencia necesitaba.

“Eh, profesor Barquet, Ud. por aquí. Así que está interesado en visitar los países socialistas. ¡Qué placer poder ayudarlo yo ahora! Escoja el tour que quiera y delo por hecho”, afirmó con agradecido júbilo tras salir de su oficina a mi encuentro por haber reconocido mi voz cuando me dirigía a la recepcionista. Ese “delo por hecho” significó que para ambos viajes, al parecer, él no hizo ninguna averiguación sobre mí: de haberla hecho con mi estimadísima Decana y su marido, estos habrían denegado mi solicitud y hasta mi supuesto derecho a viajar al extranjero. Tal vez este dirigente —como después el director de Cultura de Plaza— suponía que, por ser yo profesor universitario de literatura durante esos años tan represivos, no debía tener graves problemas políticos ni personales.

Salir como escoria por el Mariel (1980)

Lograr salir al exilio como parte del éxodo del Mariel por la vía que resultaba más factible y expedita, la de escoria social. Sabía que la otra vía posible, la de “reclamación familiar”, conllevaba no sólo numerosas trabas laborales y profesionales difíciles de vencer, sino también daños materiales, físicos y sicológicos tanto para mí como para mis padres, debido a los violentos y oprobiosos Actos de Repudio que el régimen promovía frente a las casas y en los centros de trabajo o estudio de quienes, al salir por la vía familiar, ponían en evidencia sus deseos de irse. Por la vía familiar, los trámites de salida comenzaban en tu propia casa (los agentes venían a informarte que un familiar tuyo había llegado al Mariel para reclamarte y esperaban de ti una respuesta irreversible) y uno de los requisitos era solicitar en persona la baja laboral o educacional, de ahí que tus vecinos y tus compañeros de trabajo o estudio pudieran movilizarse con tiempo para, bajo las órdenes de sus dirigentes y de los CDR, cumplir con sus combativos deberes revolucionarios de repudiarte públicamente, lo cual consistía en propinarte insultos, vejarte y arrastrarte por las calles, ponerte carteles injuriosos, tirarte piedras y huevos a ti y a tu casa, etc. Hasta se llegó a rumorear que, en el caso de los graduados universitarios que optaban por la vía familiar, otro requisito era que sus parientes en el extranjero pagaran primero unos cinco mil dólares por su carrera, como si fuera el rescate a un secuestrado. Ni lugar ni tiempo había para verificar todos los rumores, pero sí vi en las calles y en las casas los oficialistas Actos de Repudio: ver un Estado azuzando y fomentando la violencia física y verbal entre sus ciudadanos y a estos entregados a tal Armagedón me resulto suficiente para decidir. Poco después, el sadismo de los guardias encargados de vigilarnos mientras esperábamos ser llamados a los botes —miles de personas hacinadas al aire libre por dos o tres días, prácticamente sin comida, en un descampado llamado apropiadamente El Mosquito—, así como la forma en que, sin necesidad, dichos guardias azuzaban ahora a los perros policía contra nosotros, ratificaron mi decisión.

En unos días, los que vivíamos en La Habana descubrimos que algunos trámites que dificultaban la vía familiar eran evitables por la vía de la escoria (12): como escoria, uno mismo podía iniciar los trámites y lo hacía en una ajena estación de policía, uno podía mantener en secreto hasta el último minuto el plan de salida y no necesitaba ninguna baja oficial ya que uno era un indeseable social. Para los que no contábamos con la trayectoria y la documentación que te clasificaban automáticamente como escoria (despido laboral, carta de condena cumplida, denuncia del CDR, solicitud de salida del país, etc.), el problema era entonces construirnos y documentar esa nueva identidad de escoria y convencer con un apropiado performance a los agentes. La Providencia de nuevo me facilitó el camino: (A) cambié rápidamente sin pruebas legales mi dirección en el Carné de Identidad para un lugar donde, por no conocerme los vecinos, yo podía ser quien en varios aspectos no era (hacer un cambio de residencia no era fácil en Cuba, pero una chica encargada de eso se ofreció, con el consabido coqueteo local, a hacérmelo en pocos minutos); (B) conseguí en seguida, por 400 pesos —unos dos salarios mensuales normales—, la carta de un policía del barrio en la que, sin saber nada de mí, se hacía constar mi abyecta condición: a saber, vago habitual, antisocial, gusano o desafecto al régimen, subescolarizado, marihuanero, homosexual y otros ‘méritos’ similares (13); y (C) en la verificación final previa a la autorización de salida, me topé con un agente que, en su ignorancia, interpretó mi continuada trayectoria profesional (registrada en el carné y difícil de alterar) de una manera alucinante, pero que me convino sin que yo tuviera que aducir casi nada.

Para dicho agente, los títulos de ‘instructor’, ‘asesor’ y ‘realizador’ que aparecían en mi carné se referían a trabajos no cualificados: “A ver, ciudadano —desde nuestra petición de salida habíamos dejado de ser ‘compañeros’—, eso de instructor y asesor, ¿qué es?”, me preguntó confuso. “Que instruía, como que asesoraba… cualquier cosa”, le respondí como si me faltaran las palabras (en esta parte de la entrevista estaba mi Talón de Aquiles: se suponía que yo ni trabajaba, así que mientras menos hablara, mejor). “Ah, como un ayudante de albañil —retomó él la entrevista—. Y realizador sería lo mismo, ¿no?: que realiza lo que sea”, eran sus magníficas deducciones. “Sí, cargaba una lámpara, llevaba café, lo que me pidieran”, corroboré esperanzado. Si en vez de instructor, en mi carné hubieran escrito ‘profesor’; y si en vez de asesor y realizador, hubieran escrito ‘director’—dos términos de más lustre social—, otro habría sido mi destino: para mi salvación, mi vida, destinada a las letras, dependió allí de esas tres deslucidas palabras (14).

O de cuatro: Sola. Por haber comenzado allí mi Servicio Social, Sola aparecía en la sección laboral de mi carné. Al trasladarme en 1977 a la ciudad de Camagüey no cambié ese dato, porque no residir en la ciudad me daba algún derecho a alquilar en sus hoteles. Para mi beneficio, el agente resultó estar más informado que yo sobre la historia de Sola y vio mi permanencia allá como una prueba más de mi condición de escoria: “Mmmm, Sola… —me dijo—, ¿no era ahí donde estuvieron los maricones?” (Se refería, con razón, a las UMAP (15), de las cuales yo tenía escasísima información, ya que de eso tampoco se hablaba ni había válida documentación escrita dentro de la Isla). Y agregó: “Allí metieron después a esos inútiles del Ejército Juvenil del Trabajo, ¿no? Y a ti te pusieron de instructor de ellos. Jajajaja, ¡cualquiera es instructor de esos brutos!” Yo, callado, pero sobrecogido viendo ante mí desplegarse a través del tiempo las sucesivas señales de un intrincado plan Providencial que en ese momento decidió revelárseme.

Esta entrevista era decisiva. El paso siguiente era esperar a las autoridades que me traerían la aprobación o denegación de mi salida: “Y no salgas de la casa, que no regresan”. Durante los 12 ó 14 días que esperé encerrado, tuve que lidiar con algo que podía echar abajo todo: el CINED. Por esas fechas, aquel que, sin justificación, no se personara en el trabajo era sospechoso de estar planeando irse por el Mariel, así que los dirigentes estaban en estado de alerta y yo temía que mi prolongada ausencia en el trabajo levantara sospechas y esto perjudicara mi salida. Por suerte, en esas semanas yo trabajaba en la fase de investigación de campo para un futuro documental didáctico sobre el poeta Regino Pedroso, y para ello no necesitaba ir al CINED, sino investigar en bibliotecas de la ciudad y visitar y entrevistar a los individuos afines a su obra y persona. Bastaba con telefonear al centro cada mañana a las ocho para reportar mi plan del día. (Mi nueva locación contaba con el lujo de tener un teléfono). Me convino también que el CINED estaba muy cerca de la Embajada del Perú, donde se había originado el revuelo sociopolítico que culminó en el éxodo del Mariel y donde ahora el Gobierno había concentrado la atención: controles policíacos, marchas oficialistas, calles cerradas y dificultades de transporte abundaban en esa área, lo cual aportó otra excusa a mis ausencias.

Pero más allá de las válidas justificaciones, estuvo siempre la telefonista que recibía nuestros mensajes: aunque uno estuviera investigando fuera, no era correcto ausentarse tan seguido ni faltar a las reuniones obligatorias de rutina, así que, pasados los días, la telefonista llegó a decirme que no me preocupara si no podía asistir a tal o cual reunión, o no lograba llamar (hallar un teléfono público que funcionara constituía una rareza), que ella comprendía y se “encarg[aba] de todo”. No le pregunté a qué se refería con esa frase, pero percibí en su voz un tono solidario. Y, además, qué sorpresa, mientras esperaba, despertarme algunos días y ver que, en silencio —como tenía que ser—, alguien anónimo me había dejado en la puerta una lata de leche condensada (otro lujo para la época, y todavía).

***

En conclusión, el derrotero inmediato de mis años cubanos fue sobrevivir realizándome dentro de mi vocación literaria a pesar de las circunstancias negativas que me tocó vivir. Pero hubo también circunstancias positivas que enriquecieron o facilitaron mi vida académica, creativa y laboral: entre ellas, y no mencionadas aún, estuvo tener de profesores a Hortensia Roselló, Beatriz Maggi, Ofelia García Cortiñas, Max Figueroa Esteva, Gustavo Dubouchet y Roberto Fernández Retamar; compartir ideas y lecturas con Fina García Marruz y Cintio Vitier; y, last but not least, residir en el barrio interracial y marginal de La Timba en La Habana. En medio de las enormes dificultades de transporte, tuve la suerte de vivir at a walking (or running) distance de la Biblioteca Nacional, la Escuela de Letras, la Cinemateca de Cuba, el Departamento de Cultura de Plaza, la fábrica de fósforos del Cerro y la Plaza antes Cívica y ahora de la Revolución.

Para asegurar no sólo la asistencia masiva a los frecuentes e interminables desfiles, manifestaciones y discursos del ML en la Plaza, sino también la permanencia del público en ella hasta el final, se llegó a crear un sistema de chequeo mediante el cual, con anterioridad, los centros de trabajo o estudio establecían el lugar y la hora en que su personal se reuniría el día del acto. Estos controles sólo eran factibles al inicio y al final del espectáculo, ya que, una vez comenzado este, la confusión era inevitable, máxime si aparecían de repente unos camiones repartiendo bebida o tirándole naranjas —otro lujo— a los asistentes. Como yo vivía a unos 500 metros de la Plaza, podía cumplir con la obligación de asistir a la Plaza sin perder más tiempo que el imprescindible ni arriesgarme a ser visto vagabundeando fuera del área o del alcance de Su Voz. Tras “marcar tarjeta” al inicio en el punto indicado por mi escuela o trabajo (es decir, hacerme ver por varios compañeros, quienes también anhelaban ser vistos), me regresaba a casa hasta que, al oír en la distancia por los altavoces los himnos de clausura, me personaba allí mismo de nuevo para garantizar mis testigos oculares de final de desfile. Esto que ahora parece un juego, en realidad no lo era: cada mes teníamos que cumplir con un número predeterminado de actividades políticas, deportivas y culturales, respectivamente. Ir a oír y a aplaudir al ML era una actividad política ineludible (16).

Útil todos esos años fue la autodisciplina alcanzada: esta me permitió crear el arsenal académico y laboral de “puntos objetivos a mi favor” que, para la contienda en que andaba, me sirvió de escudo protector contra los amenazadores prejuicios, parámetros, argumentos subjetivos y convicciones de la época. También contribuyó —pensarían algunos— el Azar, pero tantas oportunas, favorables e intencionales intermediaciones contradicen tal concepto y me llevan a pensar, con mayores razones, en la Providencia: sus gaseiformes pero efectivas redes de gestión valiente y solidaria restableciéndonos la fe, no en el futuro mejoramiento de la humanidad, sino en la presente resistencia de la condición humana. Y muy útil me fue esa autodisciplina cuando me trasladé a una sociedad tan diversa, dinámica y libre como la estadounidense, donde no existían las paralizantes dificultades y prohibiciones sistémicas de la Isla, pero sí innumerables y seductoras distracciones. Nunca he olvidado que vine a los EEUU para ejercer mi vida, profesión y escritura de forma independiente y productiva; y no para sacrificar todo ello por cualquier seducción materialista y estéril.

Mientras luchaba por sobrevivir en Cuba, seguía otro derrotero no menos importante y alentador: crearme un mundo espiritual e imaginativo en constante expansión, y salvaguardarlo más allá de cualquier contingencia en su contra, estuviera yo donde estuviera. Tenía claro que no podía dejar que ningún gobierno o sistema político eliminara o socavara en mí el interés por el cine, la pintura, la literatura y, en particular, la poesía. Tras sobrevivir la enmarañada tormenta comunista, mi barco encontró en los EEUU un remanso donde continuar avanzando sin cesar y sin César en mis asuntos, ahora con vientos mucho más propicios y con sucesivos resultados concretos que dependerían únicamente de mí y no del voluntarismo de un Estado totalitario y sus empoderados funcionarios ad usum. Porque mi travesía no acabó al llegar aquí, ni ha acabado aún: lo que ocurrió fue que mejoraron en demasía las circunstancias del viaje.

Sabe mi carnet de route que lo real y lo verdadero pueden ser categorías diferentes. El mundo de la imaginación —en ocasiones más real que el mundo tenido como tal— es el que le da verdadero sentido y resolución a la travesía; es ese albatros de Baudelaire y Coleridge volando libremente sobre el navío, como orientándolo y estimulándolo a seguir, pero un albatros que ninguna “chusma diligente” (G. Gómez de Avellaneda) o dirigente de aquí o de allá ha logrado jamás lacerar o mutilar sobre los leños de cubierta de mi vida: “BARCO ES EL ASTRO QUE MEJOR VUELA” (Sin decir, p. 38), inscribí así con mayúsculas en un poema de esos ignominiosos años 70 en Cuba.

Las Cruces, NM, agosto-octubre y 2020

Notas

  1. Al estar todo en manos del Estado y controlar este lo que se vende en el país, resultaba casi imposible la idea de un cine independiente que tuviera y/o utilizara, de forma privada, equipos y material de filmación y de revelado.
  2. En 1826, ya la Silva a la agricultura de la zona tórrida, de Andrés Bello, había retomado la dicotomía campo-ciudad para proponerla como modelo de desarrollo rural capitalista a las incipientes naciones latinoamericanas. En un llamado a abandonar la ciudad para entregarse activamente a las labores y costumbres de un campo concebido según el ideal burgués de los exitosos farmers estadounidenses, el citadino Bello —cuya fértil vida transcurrió entre Caracas, Londres y Santiago de Chile— presentaba la ciudad como propiciadora de vicios, esterilidad y afeminamiento. Afincado en la ciudad, el yo poético de su nation-building poem les pedía así tales abandono y entrega a ‘vosotros’, sin incluirse entre ellos, con lo cual contribuía a la hipócrita práctica —que en la Cuba socialista cobraba, además, un tinte demagógico— de enviar al duro trabajo físico a los ‘otros’.
  3. No bastaba con asistir a ese círculo en la Universidad, sino que sobre el mismo discurso del ML teníamos que asistir a los que organizaban el centro de trabajo y el Comité de Defensa de la Revolución (CDR) de la cuadra donde uno vivía. Entre otros deberes, cada CDR funcionaba como policía, espía, moralista e ideólogo del vecindario.
  4. En esto Cuba reproducía las inspiradoras pautas norcoreanas: “Una vez a la semana, todos y cada uno están ‘invitados’ a una clase de adoctrinamiento, y (…) a una sesión de crítica y de autocrítica llamada en Corea del Norte ‘balance de vida’. En ellas uno debe acusarse, por lo menos, de una falta política y, por lo menos, debe uno hacer dos reproches a los compañeros que están al lado”, afirma Pierre Rigolout en su artículo “Crímenes, terror y secreto en Corea del Norte”, incluido en Stéphane Courtois et al. El libro negro del comunismo (Barcelona: Ediciones B, 2010), p. 724.
  5. Al respecto, véase de P. Corzo, I. Darias y A. Rodríguez el libro Cuba: desplazados y pueblos cautivos (Miami: Universal, 2011), el cual recoge 40 testimonios personales realizados bajo el auspicio del Instituto de la Memoria Histórica Cubana contra el Totalitarismo. A inicios del siglo XXI, Juanita Reyes afirma en su testimonio que “[m]ucha gente todavía tiene miedo y no quieren hablar porque si dicen algo los pueden condenar o apresar” (p. 165). De Darias es también Escambray: la historia que el totalitarismo trató de sepultar (Miami: Memorias, 2008). Para esos miles de desplazados (incluidos ancianos, mujeres y niños) del Escambray, el término sobrevivir tuvo por más de tres décadas un sentido fatídico.
  6. Sobre sus ensayos en La Casona convertidos en funciones habla el propio Revuelta en https://www.encaribe.org/Files/Personalidades/vicente-revuelta-planas/texto/entrevista%20a%20vicente%20revuelta.pdf. (Acceso: 22 octubre 2020).
  7. Como se verá al final de este texto, de La Habana pasé a residir, durante los períodos lectivos universitarios, dos años en el Escambray, uno en Sola y dos en Camagüey. Los veranos regresaba a La Habana.
  8. Por las cartas que, desde su presidio político en Cuba, escribió en noviembre de 1971 el poeta Miguel Sales (1951), preso desde los 17 años, se puede afirmar que lo que aquí registro como actividades formativas de mi juventud no fueran más que “cosas que meramente [me] hayan ‘sucedido’, como quien tropieza con una piedra y continúa andando a ciegas”, porque, añade Sales con respecto a su experiencia carcelaria y nuestra generación, “hay ciertas cosas de tremenda importancia también para la existencia del hombre —sobre todo del hombre actual— sobre las cuales muy poca luz pueden esas actividades arrojar. Dadas las circunstancias especiales que rodean nuestra juventud, no resulta sencillo entender muchas de esas verdades elementales. Es precisamente en ese aspecto que llevo una buena ventaja respecto a mi generación” (Miguel Sales. Desde las rejas. Miami: Universal, 1976, p. 147).
  9. En las novelas latinoamericanas de tema rural del siglo XIX y parte del XX, la vida del campesinado pobre suele aparecer regida arbitrariamente por cuatro personajes: el terrateniente (poder económico), el alcalde (poder político), el jefe de la policía o del ejército (poder armado) y el cura (poder eclesiástico). En algunas novelas (y luego en los filmes), con sólo un cambio de sombrero, ese cuadrivio de poderes lo conforman tres personajes; en el Pedagógico, apenas dos: la Decana y su marido, quienes en realidad eran uno —el marido era un mero telón de fondo suyo—.
  10. Tras ser aceptado en tres universidades, escogí hacer mi Maestría y Doctorado en Tulane University, en New Orleans, donde ya radicaba desde 1980. Retomando el tema de la educación gratuita y libre de ataduras, valga decir que, gracias a mi Teaching Assistantship en Tulane, no sólo recibía un modesto pero suficiente estipendio mensual por las 3-4 horas de clase semanales que impartía, sino que además estaba exento de pagar (Tuition Waiver) la costosa matrícula semestral. Así que, de mi peculio, mis únicos pagos cada seis meses eran, aproximadamente, los 100 dólares del Activity Fee y los 80 del Seguro de Salud. Para quien como yo había llegado a los EEUU sin un centavo hacía poco más de un año, esos dos pagos resultaban súper módicos, especialmente por lo que incluían: acceso al gimnasio, la piscina, la excelente biblioteca, los servicios médicos internos y de Tulane Hospital, los partidos deportivos y las frecuentes sesiones de cine y teatro que había en el campus. Eso es lo que bien podría llamarse una educación prácticamente gratis y totalmente libre.
  11. En conversaciones de pasillo en Letras, mi convencida defensa de Solaris (1972), de Tarkovski, significó “otra mancha en mi expediente”.
  12. Los que no vivían en La Habana tuvieron mayores trabas para salir como escoria: entre ellas, inventarse una identidad en un pueblo pequeño y trasladarse a La Habana, donde, por su cercanía con el puerto del Mariel, se orquestaba el éxodo.
  13. Al norte del infierno (Miami: SIBI, 1984), del también marielito Miguel Correa, narra muy bien estos trasiegos policíacos e identitarios para pasar como escoria.
  14. La ironía de esto es que los realizadores del CINED, mucho antes de que yo entrara allí, llevaban tiempo pidiendo, sin éxito, que en nuestros carnés se registrara ‘director’ en vez de ‘realizador’.
  15. Las eufemísticamente llamadas Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) fueron los campos de concentración y trabajo forzado que el régimen castrista creó en Cuba en la década del 60 contra los librepensadores, los homosexuales, los religiosos, etc. Al respecto, véase el documental Conducta impropia (1984), de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal.
  16. Vivir cerca de la Plaza durante los desfiles también favoreció la despensa familiar: cuando había naranjas, mi madre me obligaba a dar varios viajes a la Plaza con una jaba suficientemente discreta como para que no me acusaran de acaparador. Para ella, mientras más naranjas yo le traía, mejor había sido el desfile.

Publicación original en ‘El otro lunes’.