Abel Sierra Madero: Interviú a Ana María Simo / Cuba es dolorosa. Trato de no verla
El trauma que producen los regímenes totalitarios es difícil de cuantificar, y la traducción de esa experiencia en una narrativa orgánica y creíble, es aún más complicado. A los cubanos nadie nos escuchaba: nobody listened. Todavía sucede. Las historias que cuentan los exiliados sobre las atrocidades que padecieron, por lo general son desechadas. Cuando Néstor Almendros entrevistó a la escritora Ana María Simo durante el rodaje del documental Conducta impropia (1983), le dijo que no incluiría parte de su testimonio porque nadie le creería. La escritora fue sometida a varias sesiones de electrochoks en centros siquiátricos revolucionarios, después de haber sido denunciada por sus propios familiares. Esa parte quedó fuera del filme.
Ana María Simo es una mujer fascinante, con una historia que todavía se resiste a contar. A inicios de la década de 1960 formó parte de Ediciones El Puente, un proyecto editorial fundado por José Mario Rodríguez que recibió las presiones de la policía política y fue desmantelado en 1965. José Mario terminó en un campo de concentración de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Ella logró salir de Cuba en 1967 y se instaló en París. Allí vivió el Mayo Francés, asistió a los seminarios de Roland Barthes y se asoció a movimientos de lesbianas. En los setenta se mudó a Nueva York.
Desde hace mucho tiempo Ana María Simo no concede entrevistas, y mantiene un perfil muy bajo en este mundo de hiperconectividad global. Hace unos meses logré que accediera a responder unas preguntas. Lo que sigue es el resultado de ese intercambio.
En 1961 te involucraste con Ediciones El Puente, un proyecto creado por José Mario Rodríguez y que fue desmantelado en 1965. ¿Qué aportaba El Puente al campo cultural cubano?
José Mario me reclutó a principios de 1961 en la Biblioteca Nacional, a donde yo iba a menudo. En una época fuimos inseparables. El Puente fue una utopía liberadora creada sobre todo por mujeres, negros y mulatos, gente de origen modesto, homosexuales. Algo nunca visto en la Isla. Su aporte sobrepasó el campo cultural.
Para mí, entonces, El Puente era la esencia misma de la Revolución. De lo que la Revolución me había prometido y no cumplía: un cambio antropológico radical y liberador. Cuando la represión nos alcanzó y la Revolución nos repudió, empecé a pensar El Puente como una revolución dentro de esa “Revolución”.
Algunos intelectuales han dicho que El Caimán Barbudo se creó, precisamente, para acabar con Ediciones El Puente. Desde las páginas de esa publicación, Jesús Díaz se involucró en una “polémica”, más política que literaria, en la que te llegó a atacar. ¿Qué consecuencias tuvo para ti ese evento? ¿Ese fue el trigger para que decidieras abandonar el país?
El Caimán Barbudo fue el zarpazo de la contrarrevolución, que ya entonces no era ni “Revolución”. Su finalidad era prevenir el surgimiento de cualquier otro proyecto joven independiente que amenazara su hegemonía. Darle el golpe de gracia a El Puente y borrarlo de la historia no fue fin, sino medio. El Caimán Barbudo fue el anti-Puente oficial. En todo sentido: rígido, excluyente y caricaturesco. Sus fundadores eras hombres, heteros, pálidos, universitarios y conformistas.
Yo había decidido irme del país poco antes de la polémica con Díaz. Me costó sangre, sudor y lágrimas conseguir el odioso “Permiso de salida”. Mi expediente “se perdió” varias veces durante más de año y medio de batalla. Esto era común en esos años, así que no sé si fue consecuencia de haber osado contradecir en público a Díaz, que era entonces el “golden boy” intelectual del régimen.
En la década de 1960 la homofobia tomó mucha fuerza en Cuba y se estableció como política de Estado. Como intelectual y como lesbiana, ¿sentiste el rigor de la represión del gobierno revolucionario? ¿Ya habías salido del clóset?
Sentí la represión creciente del régimen como revolucionaria radical, que era como yo me definía. La homofobia me pareció retrógrada, catastrófica para el país entero. Sin embargo, la represión que sentí desde que tuve uso de razón, fue por ser mujer. Solo muy al principio de la “Revolución” hubo un momento de alivio, cuando todos vestíamos los uniformes de las milicias y había por lo menos un ínfimo respeto a la mujer con uniforme. El hostigamiento callejero era brutal. Una mujer no podía sentarse en un parque al mediodía a leer un libro sin que un enjambre de hombres la rodeasen. Por no hablar de los hombres que se masturbaban entre los arbustos de la playa cuando me sentaba sola, o con una amiga, en la arena. “Las mujeres decentes no callejean”, era la regla de oro que permitía e instigaba todo esto. Lo viví de niña, de adolescente, y de joven adulta. Hasta que me fui del país.
Como intelectual, llegué a la conclusión de que si me quedaba en Cuba acabaría en la cárcel o algo peor, pues no estaba dispuesta a obedecer ni autocensurarme. Consideré quedarme como trabajadora manual en alguna granja remota, renunciando a toda actividad intelectual y a mi identidad misma. Probé una semana en una granja, pero mis compañeras me trataron con la deferencia que entonces se le reservaba a la gente “más instruida”. De modo que mi idea de transformarme en proletaria anónima fracasó, y volví a La Habana con una laringitis aguda provocada por el polvo de las carreteras cuando se viaja en camiones. Poco después presenté mis papeles de salida del país.
Algunos afirman, incluso, que fuiste sometida a tratamientos de reconversión sexual con electroshocks. ¿Puedes dar algunos detalles de esa experiencia? Te pregunto porque me interesan mucho las conexiones del saber médico y siquiátrico con el poder y la ideología revolucionaria.
En enero de 1964, a primeras horas de la mañana, tres individuos vestidos de civil que dijeron ser de la Seguridad del Estado me sacaron de mi casa (yo estaba aún durmiendo) y me llevaron al DTI (Departamento Técnico de Investigaciones). Esa noche me transfirieron en una jaula a la Cárcel de Mujeres de Guanabacoa. Allí me interrogó varias veces —siempre tarde en la noche— un militar de rango más alto que los que manejaban la cárcel. Nunca me dijo su nombre. Quería saber quiénes eran homosexuales o contrarrevolucionarios en Ediciones El Puente. Ambas categorías se confundían en sus preguntas. Yo los defendí a todos y negué saber nada íntimo de nadie (cosa en gran medida cierta). De ahí no pudo sacarme. Aun cuando me dijo que, si yo no hablaba, mis amigos iban a pagarla caro e irían todos a parar a la cárcel. Yo no lo creí.
Una noche perdió los estribos con mi resistencia pasiva y me gritó: “¿Tu sabes lo que tus amiguitos hacen en la cama?”. Y me describió a grito pelado y con lujo de detalles escatológicos y repulsivos, cómo, según él, dos hombres homosexuales tenían sexo anal. Se puso tan histérico que yo temí que echara mano a la pistola de reglamento (que como siempre se había quitado del cinturón y habíapuesto sobre su buró) y me diese un tiro. “Ahí es donde vas a pasar el resto de tu vida si sigues con esos degenerados”, me amenazó, refiriéndose a la galera donde habían hacinado a media docena de lesbianas, la peor de la cárcel, y a la cual me habían transferido ese día.
Dos semanas después me llevaron en la jaula de vuelta al DTI. Allí, para mi sorpresa, encontré a mis padres sentados en una oficina con el militar, que los increpó por no haber sabido “controlarme”. Ellos bajaron la cabeza y asumieron la responsabilidad de mi “mala conducta”. Él redactó un documento e hizo que mis padres lo firmaran. En el documento, me liberaba y me entregaba a mis padres bajo el compromiso de presentarme “mañana a las 2:00 p.m. en un retiro siquiátrico para su ingreso en este, en el cual habrá de permanecer hasta que convenga a los efectos por lo cual se ingresa”. El militar resultó ser Miguel Fernández, Director de Cárceles de la Provincia de La Habana.
Esa noche dormí en mi casa, vigilada por mis padres y sin acceso al teléfono. Mi estancia en la cárcel había sido particularmente traumática, porque yo no entendía las razones. En ningún momento se me acusó de un delito ni mucho menos se me presentó a un juez. Parece que mi falta fue “andar en malas compañías”. Se me castigaba y se me aterrorizaba preventivamente para que no cometiera un delito político-sexual. Era una especie de estado de peligrosidad, de predelincuencia. El interrogador me repetía constantemente: “sabemos que tú no eres como los otros, que eres una buena persona, revolucionaria”, y me preguntaba por qué andaba con “esos degenerados, homosexuales, esa gente de baja calaña”. Se refería a mis compañeros de Ediciones El Puente.
Cada vez que me sacaban de una galera y me llevaban a otra, con mi colchoneta y mi lata de leche condensada vacía en medio de la noche, yo temía que me fueran a fusilar. Fue una pesadilla kafkiana: un lugar común, pero así lo viví entonces.
Al día siguiente, mis padres me llevaron en un taxi a una clínica siquiátrica, donde me dieron doce electroshocks. Allí pasé más de dos meses. La clínica tenía tanta seguridad como la cárcel. Nadie podía escapar de aquel sitio. Y yo no sabía en qué lugar se encontraba. Las dos primeras semanas me prohibieron libros, lápiz y papel. Me daban algunas pastillas por la noche. El director de la clínica, un siquiatra que trabajaba en Mazorra, habló varias veces conmigo. Más sutil y amable que el interrogador de la cárcel, pero como aquel, tratando de sacarme información sobre la sexualidad de los de El Puente.
Tampoco le dije nada. Pensé, ingenuamente, que tratándose de un médico y no de un policía, podía razonar con él informándole que mi encarcelamiento era arbitrario, ilegal, político y no terapéutico. Le dije que yo no padecía una enfermedad mental, pero mientras más le hablaba, más notas tomaba y más implacable era su mirada. Traté también de comunicarle esto a la sicóloga que el director trajo en dos ocasiones, para hacerme tests de Rorschach y otros. Ambos, separadamente —siquiatra y sicóloga— empezaron su primera sesión conmigo preguntándome amablemente por qué estaba yo allí. Y cuando se los decía, con pelos y señales, sus rostros se cerraban y más notas tomaban, aceleradamente.
Creo que mi insistencia en los hechos me hundió aún más a sus ojos y me ganó, quizás, unos cuantos electroshocks de más, por paranoica. Si yo hubiera entendido la razón de todo aquel tinglado carcelario-siquiátrico y hubiera tenido talento histriónico, que no tengo, quizás hubiera podido pretender mansedumbre, pedir perdón y fingir asco por mis amigos. No sé si aun así me habrían creído.
Solo me autorizaron, después de empezar los electroshocks, a tener un libro, un lápiz y unas cuantas hojas de papel en blanco. Escogí mi ejemplar de las Elegías de Duino de Rilke. Pasé los dos meses siguientes copiando y recopiando las primeras líneas de la Primera Elegía. Fue mi tabla de salvación. No atinaba a leer ni a recordar nada. Gracias a los electroshocks.
Mis padres me vieron un día inconsciente después de un electroshock, se alarmaron y llamaron al Dr. Jorge Abdo Canasí, que me salvó la vida. Este, que tenía buenas conexiones oficiales, suspendió de inmediato los electroshocks y me transfirió al Sanatorio Galigarcía, donde ejercía. Allí pasé un par de semanas, al cabo de las cuales el Dr. Abdo Canasí, que conversó conmigo varias veces, se responsabilizó de mi regreso a la casa, diciéndoles a mis padres, y supongo que a las autoridades, que yo seguiría tratamiento de terapia verbal con él.
La vuelta a la casa familiar no significó libertad, sino una especie de arresto domiciliario. Tenía prohibido salir por la noche, por ejemplo. Poco a poco, con gran prudencia, logré ir ganándome una libertad restringida.
Temía que mis familiares me denunciasen de nuevo y fuese otra vez a parar a la cárcel o, aun peor, a la clínica siquiátrica.
En abril de 1965, ya mayor de edad (cumplidos los 21 años), me fui de la casa con ayuda de uno de mis hermanos, la única persona de mi familia a quien le confié mi nuevo paradero.
Cuando Néstor Almendros me entrevistó para Conducta impropia, le conté lo de los electroshocks y las dos clínicas siquiátricas. Me dijo que no lo iba a incluir porque nadie me creería.
Desaparecí en enero de 1964 y reaparecí a mediados de abril. Mis amigos de El Puente me parecieron alegres y ligeros, como niños inocentes. Los seguía queriendo, seguían siendo mi verdadera familia, pero yo vivía ya en otro mundo. Bajo el pavimento de La Habana risueña, yo veía el universo carcelario y siquiátrico, sus corredores mohosos y grises. Things were not what they seemed to be.
Entonces yo era exclusivamente heterosexual en teoría y práctica. El policía y el siquiatra me acusaron no de ser lesbiana, sino de andar con homosexuales y gente de “baja calaña”. Esto último me chocó profundamente, porque no sospechaba que el desprecio de clase social aún perduraba tanto en Cuba.
A finales de 1964 tuve mi primer encuentro con una muchacha, por curiosidad, deseo y venganza hacia los represores estatales y familiares. El castigo preventivo no solo no me disuadió, sino que me instaló en un saludable estado mental en el que me decía a mí misma: “ya no tengo nada que perder y voy a hacer lo que me da la gana”. Por suerte ese modo de pensar me ha durado el resto de la vida. Mi identificación plena como lesbiana fue mucho después, en París, en el contexto de los movimientos feminista y gay.
Clasificar lo que me ocurrió de simple “reconversión sexual” es inexacto, aunque fuese una reconversión preventiva, si tal cosa existiese. Reduce estos hechos represivos a un marco individual. A una cuestión de familia y no de régimen o ambas cosas. Esto fue un acto de represión política e ideológica de las autoridades, aprovechando la homofobia y misoginia tradicionalistas de uno o dos familiares que me denunciaron y colaboraron con las autoridades.
Digo misoginia porque nada de esto me hubiera ocurrido si hubiese sido hombre. Los familiares delatores no solo se escandalizaban de mi amistad con muchachos homosexuales, sino de mi libertad de movimientos, de mi vida de mujer emancipada. Vivían mentalmente en la Cuba provinciana y mezquina de la que yo me había escapado a los 15 años gracias a la Revolución. Qué ironía que esa misma Revolución se aliase con el ancien régime para castigarme, a mí que había creído fervientemente en ella y en su energía liberadora.
Te fuiste a París en 1967, ¿no? ¿Cómo fue tu salida de Cuba?
Salí de Cuba a fines de diciembre de 1967. Yo era miembro de la UNEAC. Le envié una carta a Nicolás Guillén diciéndole que no iba a seguir guardando silencio. Que si no me dejaban salir iba a denunciar mi encarcelamiento y los electroshocks durante el Congreso Cultural de La Habana (del 4 al 11 de enero de 1968), que iba a reunir a más de 500 intelectuales y artistas, entre ellos celebridades como Susan Sontag, Aimé Césaire, Italo Calvino, Hans Magnus Enzensberger y Mario Vargas Llosa. Poco después me llegó el telegrama de salida.
¿Cómo leíste las protestas estudiantiles de mayo de 1968? ¿Qué te aportaron?
Mayo de 1968 fue para mí una gran puerta abierta. Mi orfandad política y existencial empezó a mitigarse. Me sentí incluida en la ciudad (París), en el país, en la sensibilidad política, aún difusa, que estaba naciendo. Una sensibilidad de izquierda, pero a la vez libertaria e irreverente, que conduciría un año después al surgimiento del MLF y el FHAR, en los que participé. El exilio nunca fue mi proyecto. Mayo de 1968 aceleró mi entrada al primero de mis nuevos mundos.
En París asististe a los seminarios de Roland Barthes. Cuéntame de esa experiencia. ¿Tuviste algún contacto o relación de amistad con Severo Sarduy?
Durante mis dos años en el seminario de Barthes (1968 y 1969), este analizó casi palabra por palabra el cuento de Balzac, “Sarrasine”. Más que seminario era un curso magistral. Barthes hablaba sin interrupción durante una hora y media o dos horas. Leía una frase y la analizaba, con voz suave y neutra, sin ningún énfasis, calmante más que monótona, como quien no quería interponerse entre el texto y el salón abarrotado (pues ya Barthes era una rock star intelectual). Esto ocurría una noche a la semana en los altos de un edificio vetusto justo enfrente de la iglesia de Saint Germain-des-Prés. La emancipación del texto que Barthes me mostró, metódica e implacablemente durante dos años, reforzó mi intuición y mi inclinación naturales, que siempre han ido en esa dirección.
Sobre Racine, de Barthes, que leí en Cuba, me había deslumbrado por su inteligencia. Por entonces, no había nada ni remotamente de ese calibre en la Isla. Estudiar con Barthes me hizo escoger París y no Londres como paradero. Pese a que el inglés era mi segundo idioma y mi francés, rudimentario.
Cuanto llegué a París a principios de enero de 1967, el seminario de Barthes ya había comenzado. Severo Sarduy me recomendó a Barthes y este hizo que su escuela me inscribiese tardíamente. Fue mi antiguo vecino habanero y compañero de El Puente, Guillermo Cuevas Carrión, quien le pidió a Sarduy —a quien yo no conocía— que me ayudase.
A Sarduy lo saludé una o dos veces, brevemente, en Editions du Seuil, donde trabajaba. No tuve otro contacto.
Háblame de tu participación en organizaciones de activismo político. En esa época creo que te involucraste con varios proyectos como el de las Gouines Rouges (Tortilleras Rojas), el MLF (Mouvement de Libération des Femmes / Movimiento de Liberación de las Mujeres) y el FHAR (Front homosexuel d’action révolutionnaire / Frente Homosexual de Acción Revolucionaria).
De 1970 a 1972 participé en el MLF y, en menor medida, el FHAR. Gouines Rouges fue uno de los nombres, diversos y efímeros, de reuniones de lesbianas sobre todo del MLF para reflexionar sobre nuestra identidad social y política y nuestro papel futuro en ambos movimientos. Un par de veces nos reunimos en mi casa, al doblar de la Bastilla. Yo abogaba por la creación de un movimiento autónomo, pero aliado tanto del MLF como del FHAR. Una idea que no prosperó en aquel momento.
¿En el exilio tuviste algún contacto con José Mario?
No. La amistad, ya maltrecha al final en Cuba, no sobrevivió.
¿Qué te llevó a Nueva York a mediados de la década de 1970?
Fui en el otoño de 1972 en busca de trabajo, sin intención de quedarme. Pero me fui quedando, y al cabo de un año me di cuenta de que, de hecho, vivía en Nueva York y no en París.
En Nueva York me sentí como en mi casa por primera vez en mi vida.
En Nueva York fundaste un grupo de teatro lésbico, Medusa’s Revenge, con Magaly Alabau. Cuéntame de esa experiencia.
Medusa’s Revenge fue el “cuarto propio” que la comunidad de lesbianas no tenía. Fue un espacio grande, muy bien equipado y no comercial para performance, teatro, y otras actividades culturales y comunitarias (música, cine, reuniones, fiestas multitudinarias, etc.). Medusa’s Revenge Ensemble fue el grupo teatral residente. Lo creamos con mujeres que respondieron a nuestro llamado de casting, la mayoría con poca o ninguna experiencia teatral, pero gran talento natural.
Magaly Alabau, cofundadora de Medusa’s Revenge, creó y condujo el taller de actuación del Ensemble y dirigió las dos obras teatrales originales que se presentaron. Yo escribí la primera obra, Bayou, y ayudé con el texto de la segunda, Going Slow, basada en improvisaciones de las actrices del Ensemble. Ambas obras se presentaron para un público de mujeres solas (women only).
Además de esto, presentamos a muchas otras artistas, lesbianas o feministas, como Spiderwomen Theater, la extraordinaria percusionista afroamericana Edwina Lee Tyler, y Peggy Shaw y Lois Weaver, que luego fundarían el legendario WOW Café.
Yo me ocupé sobre todo de la comunicación (anuncios de prensa, carteles, flyers), la temática de las fiestas y la organización de las sesiones de cine. La seguridad del local y de las mujeres que nos hacían confianza fueron mi preocupación constante. A una de nuestras fiestas asistieron alrededor de 600 mujeres. Durante las performances y, sobre todo, las fiestas, prefería pararme cerca de la puerta de entrada, para cortarle el paso a quien viniese a molestarnos.
Medusa’s Revenge estaba en 10 Bleecker Street, casi esquina al Bowery y al mítico club de música CBGB. Empezamos en 1976 y cerramos en enero de 1981, cuando perdimos el contrato de arrendamiento.
¿Qué tal el Village de entonces? ¿Cómo era tu vida? ¿Qué diferencias ves entre aquella Nueva York y la ciudad que es hoy?
Descubrí el East Village una noche de invierno, a principios de 1973, poco después de llegar a Nueva York. La oscuridad en las calles fue lo que más me impresionó. Y la energía volcánica que se sentía en medio de esa oscuridad. Parada en la esquina de Saint Mark’s Place y la Segunda Avenida, oscura como boca de lobo, sentí que había llegado a mi país adoptivo. Caótico, pobre, creativo, libre, inesperado, con un filo peligroso y lleno de lesbianas y otros expulsados como yo.
Pese a la gentrificación galopante, los fantasmas y la historia perduran. Soy y seguiré siendo ciudadana de mi barrio querido.
En 1983 te involucraste en otra aventura editorial. Se trata de Mariel. ¿Qué significó la revista para ti? ¿Por qué fue tan efímero ese proyecto?
Yo no fui parte del equipo editorial de la revista Mariel. Mi única conexión con ese proyecto fue cuando mi amigo Reinaldo García Ramos me pidió que colaborase con él en la preparación de la sección gay del número 5, y yo acepté. También reseñé luego un libro, a petición suya.
En 1984 se produjo una enconada polémica en publicaciones newyorkinas sobre Conducta impropia, el documental de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal. Respondiste a un texto de Ruby Rich que había salido en la revista American Film y que criticaba el filme. Dijiste que Rich pertenecía a la “maquinaria de propaganda y relaciones públicas” del régimen cubano. Me gustaría saber más detalles sobre la confrontación entre los exiliados cubanos y esa izquierda académica e intelectual a favor del engagement con la dictadura cubana. ¿Por qué a los cubanos con una postura crítica sobre la Revolución les ha resultado tan difícil ser escuchados?
A los cubanos con una postura crítica sobre la “Revolución” les ha resultado tan difícil ser escuchados, por la misma razón que Orwell y tantos otros no fueron escuchados durante los años de Stalin. La izquierda mundial necesita su ciudad luminosa en la colina. Y en Estados Unidos la derecha necesita su gallina de los huevos de oro electorales. Todos contentos.
¿Cómo fue tu relación con Reinaldo Arenas durante esos años newyorkinos?
Solo coincidimos unas cuantas veces en reuniones sobre Cuba, en 1984. En La Habana, alguien de El Puente me lo había presentado un día en la calle.
Tengo la impresión de que después de Mariel experimentaste una especie de retirada, de alejamiento de la cosa cubana. ¿Es cierto? ¿Por qué?
Yo empecé a alejarme de Cuba desde el momento en que abordé el avión de salida en diciembre de 1967. Cuba me había expulsado de su seno y yo la dejaba atrás. Escogí la reinvención en otro idioma en vez del exilio nostálgico. No borré mis orígenes, pero tampoco los privilegié. Perdí mucho y gané mucho. En general, el futuro siempre me ha interesado más que el pasado.
El éxodo de Mariel puso de nuevo a Cuba en primer plano en mi mente, en gran parte porque me afectó personalmente: ayudé a sacar de la Isla a uno de mis hermanos y a mi querido amigo Reinaldo García Ramos. Verlos en carne y hueso después de 13 años de ausencia fue estremecedor.
¿Cómo ves a Cuba desde la distancia?
Cuba es dolorosa. Trato de no verla.
Publicación original en Hypermedia magazine
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