Antonio E. González: Enrique Pineda Barnet, el surreal que rodó ‘Cosmorama’
En los últimos tiempos de su vida, Pineda Barnet trasuntaba una fragilidad física que enunciaba su paulatina y bella disolución. Como si en una suerte de «viaje a la semilla» o reencuentro temporal, remontara el laberinto proteico que deja avizorar por un momento en su cortometraje Cosmorama (1963), la primera obra cubana (perdida y reecontrada) de cine experimental, precursora innegable de la video creación en el país.
Consonante con las animaciones coloristas de artistas como los alemanes Walther Ruttmann (Lichtpiel Opus 1 y 3, 1924) y Oskar Fischinger (Komposition in Blau, 1935), la propuesta de un Pineda Barnet debutante entonces en el mundo de las imágenes en movimiento, invita a visitar la obra escultórica cinética desarrollada en Cuba por el rumano Sandú Darié, pero desde una perspectiva eminentemente sensorial, cromática, abstracta. Bien lejos de exposiciones didactistas. Sonidos, formas difuminadas (en fuga), colores y movimientos, bastan para abordar un espacio mental depurado de cualquier figuracionismo.
Suerte de manifiesto del arte cinético, además de grácil y, por qué no, surreal defensa del muy problematizado abstraccionismo cubano gestado en la década previa a su realización, Cosmorama quizás representa la primera gran transgresión de fronteras canónicas en el arte cubano. Y resulta un documento a favor de la hibridación genérica que caracterizaría parte de la profusa y variopinta obra de Pineda Barnet, coronada por una pieza como la referida, y en cuyos antípodas se localiza su obra más famosa, gozosa y melodramáticamente canónica: el largometraje La bella del Alhambra (1989), la más exitosa incursión en el cine musical después de 1959, un apartado bastante magro para la tan promocionada «isla de la música». Otro record de Enrique.
Pineda Barnet desembaraza este biopic de moralinas y prejuicios contra el deleite lúdico, desplegando sobre la pantalla otra fiesta de colores y sensaciones, pero de altas cotas lúbricas bien carnales, y sobre todo marcando distancias de una menos afortunada incursión en estos lares como fue la setentera Mella (1975), de rigideces marcadas por las primeras grisuras quinquenales cubanas, donde el cine se replegó a terrenos conservadores.
Sin perder el sesgo trágico del personaje central de Rachel (Beatriz Valdés) y el convulso contexto histórico político, se aprecia en esta ganadora del español Premio Goya a la Mejor película extranjera de habla hispana, un énfasis nostálgico en la resurrección casi antropológica del extinto teatro Alhambra de La Habana, donde se deduce una de las células básicas del costumbrismo cubano.
Todo esto hace dialogar a la película, sin muchas timideces, con el muy latinoamericano «cine de rumberas» precedente, y con el más subtropical «cine de cabaret», donde se adscriben cintas como El ángel azul (Josef von Sternberg, 1930), Cabaret (Bob Fosse, ¡1972) o Moulin Rouge! (Baz Luhrmann, 2001). Incluso, puede ser revisitado como todo un gesto conciliatorio con lo filmado previo a la coyuntura revolucionaria que propició la creación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic), rotundo negador por excelencia de este otro cine republicano.
A la vez, La bella… consigue mixturar, con más éxito y organicidad que la subvalorada neo noir El extraño caso de Rachel K (Oscar Valdés, 1979), el cine de género con la crítica política a la República que por entonces no podía faltar en las películas cubanas históricas como suerte de advertencia o ratificación de principios.
Ahora, cual manifiesto de heterogeneidad fílmica, así como el propio Pineda Barnet es ejemplo de heterodoxia artística por inmiscuirse en diversos campos creativos (desde la publicidad hasta el teatro), la película de Rachel cuenta con un epílogo o spin off realizado unos 27 años después: Aplausos (2016), donde el realizador regresa al personaje de la madre de la trágica estrella del cabaret, interpretado nuevamente por Verónica Lynn.
Aquí el realizador se pone por última vez tras las cámaras. Se decanta entonces por una puesta en escena menos convencional, de búsquedas estéticas y discursivas complejas, casi una constante en su obra de corto metraje, desde el propio Cosmorama, hasta First (1997), uno de los primeros desnudos frontales masculinos del audiovisual cubano, y Los tres juanes (2000), End (2013) y Upstairs (2014).
Con esta película final, además de una mirada nostálgica a uno de sus títulos más queridos, Enrique Pineda Barnet lega una postura flexible, fluida y dinámica frente al audiovisual, revelándose como un artista de amplia pendulación creativa, imaginativo, desprejuiciado, empecinado en generar imágenes e ideas, en probar y probarse, en buscar y ser encontrado por el cine y desde el cine.
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