Rafael Rojas: El debate sobre necropolítica en América Latina
Achille Mbembe es un profesor de la Universidad de Harvard, nacido en Camerún, que ha hecho estudios sobre la administración de la muerte en los estados modernos. A partir del enfoque postcolonial, Mbembe, graduado de La Sorbonne, aplicó las tesis de Michel Foucault sobre la biopolítica al estudio de prácticas de exclusión y exterminio en países como Sudáfrica, Israel, Palestina o la ex Yugoslavia.
Aunque Mbembe, seguidor de Frantz Fanon, se ha interesado especialmente en la experiencia postcolonial de África, sus análisis son válidos para todo Estado moderno. Eso explica que en una región tan desigual y violenta como América Latina y el Caribe, sus estudios sobre la necropolítica y los necropoderes sean aplicados a investigaciones sobre guerras civiles, narcotráfico, pandillas o estados represores.
En México, el filósofo de la UNAM, Guillermo Hurtado, fue de los primeros en llamar la atención sobre la importancia de recurrir a Mbembe para estudiar la letalidad cotidiana como consecuencia de múltiples ejercicios de la violencia. Varias teóricas feministas han seguido esa ruta para reflexionar sobre los altos índices de crímenes contra las mujeres en este país.
En Brasil, son frecuentes los trabajos que parten de la necropolítica para indagar sobre el racismo y el machismo en esa nación latinoamericana. Débora Diniz y Giselle Carino han hablado de la “necropolítica como régimen de gobierno” (El País, 9/ 7/ 2019) a partir de feminicidios como el de la concejal Marielle Franco en Río de Janeiro. También proponen repensar masacres en Colombia, como la del Salado, y crímenes de odio como los que han sufrido María del Pilar Hurtado, Yirley Velasco y otras mujeres.
Como bien apuntara Guillermo Hurtado, la necropolítica o el necropoder no se manifiestan únicamente en la violencia de Estado. La sociedad civil, las mafias locales o los patriarcas de familia también recurren a esos mecanismos para reproducir su poder. Desde Foucault está bastante claro que existe una microfísica del poder donde la violencia y el despotismo se ramifican a todos los niveles de la sociedad.
Ningún gobierno latinoamericano se ofende por un artículo o ensayo que hable de necropolítica. Es tan abrumadora la experiencia de la muerte en nuestros países que suponer que no existen los necropoderes es asumir una actitud negacionista. Por supuesto que los estados y sus medios hegemónicos resisten, boicotean y contrarrestan a quienes documentan y estudian la violencia, pero acusarlos de distorsionar la realidad se vuelve cada vez más insostenible.
Sólo en muy pocos países de la región, como Cuba, Venezuela o Nicaragua, persisten gobiernos que ocultan la violencia cotidiana y estigmatizan la perspectiva necropolítica. Una polémica reciente en la isla, a partir de un ensayo del joven intelectual Raúl Escalona Abella, en la página socialista La Tizza, da cuenta del malestar que provocan en la élite del poder nociones como necropolítica o necropoder.
En las redes sociales, algunos funcionarios del gobierno, como la directora del Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex), Mariela Castro, hija de Raúl Castro y diputada, han sostenido que hablar de necropolítica o necropoder en Cuba es calumniar a la Revolución. El argumento es tan superficial como identificar ambos conceptos únicamente con el asesinato de opositores.
Supongamos que, en efecto, eso no sucede, pero en un país donde existe la pena de muerte, aunque su aplicación haya disminuido en los últimos años, y donde se producen, en menor escala, feminicidios, asesinatos y crímenes de odio —no hace mucho fue asesinado un joven sudafricano—, las tesis de Mbembe también son válidas. Hay en esa negación a aceptar la necropolítica en Cuba un viejo reflejo de la Guerra Fría que consiste en ubicar la isla, no en su entorno caribeño, sino en un lugar modélico y, por tanto, imaginario.
Publicación original en La Razón
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