Mónica López Ocón: Cerdos y niños de Ernesto Hernández Busto
“La primera vez que vi matar un cerdo tenía once años. Jugué una semana con el animal, mucho más interesante que los dos o tres perros semijíbaros del caserío donde estaba. Lo ataba con una cuerda, lo miraba revolcarse por el fango entre gruñidos o correr, desaforado, ante el menor indicio de peligro. Era el primer cerdo “de verdad” que veía en mi vida, y fue cuestión de días el paso abrupto de esa imagen juguetona y doméstica a otra de su cuerpo abierto en canal, colgado de un árbol en el patio y rodeado de moscas.” Así comienza Cerdos y niños. Por qué seguimos siendo carnívoros, un ensayo del escritor y traductor Ernesto Hernández Busto, nacido en Cuba y residente en Barcelona.
Publicado por Interzona, la edición merece un párrafo aparte. La tapa rosada con unos pliegues sutiles hace que sea imposible lo animal de lo humano (el autor dirá que no hay nada más parecido a un bebé que un cerdito). Si por algo llama la atención la tapa es por el carácter indiscernible de la imagen y por su resolución minimalista que consigue un máximo efecto con una economía absoluta de recursos. Por otro lado, sus bordes redondeados y su tamaño hacen que sea imposible no relacionar el libro con las las libretas Moleskine, de las que se dice que fueron las preferidas de grandes escritores y que siguen conservando su encanto en la era digital.
Pero, volviendo al texto en cuestión, sorprende un poco la forma en que el autor narra esa experiencia que la mayoría, seguramente, pensaría dolorosa. “La vulgata psicológica de Occidente, -continúa el autor, asegura que ciertos recuerdos de infancia son capaces de ocasionar un trauma, una herida interior, que activa a su vez un mecanismo de defensa para archivarse en un lugar recóndito de la memoria. Pero esta escena de mi biografía no reúne los requisitos para ser llamada, con propiedad, traumática.” La conclusión general que saca de este hecho particular. “Ver la sangre no anuló mi apetito carnívoro. He preguntado a muchas personas, y siempre llegamos al mismo punto: ninguno se ha vuelto vegetariano tras asistir al sacrificio de un cerdo. A pesar de las numerosas ficciones al respecto, por el animal sentimos piedad pero no solidaridad; esa lástima no se traduce en fenómeno trans-individual: la e-moción no nos con-mueve hasta el punto de activar una moral práctica.” Resulta prácticamente imposible comprobar esta afirmación con estadísticas, pero incluso en el caso de que fuera cierta, habla más de la naturaleza humana que de la condición animal.
El texto tiende dos vertientes. Una, quizá la más atractiva, es un recorrido por los cuentos infantiles que muestran una “afinidad folklórica” niños y cerdos, por el canto de la Odisea en el que la hechicera Circe convierte en cerdos a los marineros de Ulises, por algunas particularidades respecto de los porcinos de un escritor tan famoso como Chesterton, por las religiones en las que existe una prohibición de comer cerdo como sucede con la judía y la musulmana, por la filosofía y por la consideración acerca de los animales a través de distintas épocas y culturas. También habla de la importancia del cerdo en Cuba, cuya carne es la que más se consume y de los cerdos criados dentro de departamentos durante el llamado Período Especial, “esa intensa década cubana, que comienza en 1989 y cuyo final nunca se decretó formalmente”. “Pero no fue la proliferación del cerdo sino su escasez –afirma- lo que colocó al cubano en el borde de ciertas fronteras morales: un ser hambriento no puede ser moralmente civilizado. En los últimos 30 años, el hambre ha llevado al cubano a cazar gatos para alimentarse (“liebres de altura”, las llamaban) o a devorar sin ascos las enormes clarías que un buen día empezaron a brotar de las alcantarillas. En cambio, el cerdo sigue siendo nuestra imagen de prosperidad y felicidad culinaria, porque fuimos el país que en la década de 1950 sacrificaba 600 mil de esas bestias al año.”
La segunda vertiente del libro es el intento de demostrar a través de los ejemplos enumerados que la violencia es inherente al ser humano y que la matanza de animales, luego de un largo proceso de simbolización, responde a este hecho incontrovertible. “El hombre se convirtió en animal simbólico porque en su relación con los animales –incluidos, por supuesto, los procesos de alimentación carnívora y sacrificio- resultó capaz de sustituir y transponer la violencia de la naturaleza al orden mental sin ignorarla”, afirma el autor.
Es probable que no le falte razón, pero lo que hace cierto ruido es la visión taxativa que inmoviliza al ser humano en una determinada actitud ante lo animal. El subtítulo del libro, “Por qué seguimos siendo carnívoros”, del mismo modo que su contenido parecen omitir una frase: “y por qué lo seguiremos siendo”. Las cosas cambian. Alguna vez se discutió si los aborígenes americanos, las mujeres y los negros tenían alma, cualquiera sea el contenido que cada uno le dé a esa palabra. Alguna vez se consideró la homosexualidad y todo tipo de sexualidad que se apartara de la norma como una enfermedad y hoy existe el matrimonio igualitario. Hoy, se discute si el animal es sujeto de derecho y se dictan leyes al respecto. Además, se lo considera persona no humana, algo que hasta hace poco resultaba impensable. Es probable que en algún momento el ser humano deje de ser considerado el más inteligente de los animales. Por el momento la matanza de animales comienza a plantear un tema ético de difícil tramitación. Más que respuestas definitivas, lo que hay sobre el tema son preguntas.
Publicación original en ‘Tiempo argentino’
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