William Navarrete: Interviú a Cristóbal Díaz Ayala / No están todos los que son, no son todos los que están

Autores | Memoria | Música | 14 de noviembre de 2021

Siempre le he llamado “la Biblia de la música cubana” y como tal lo menciono en los agradecimientos de mi primer libro sobre música cubana: La chanson cubaine: textes et contexte, escrito y publicado en francés, en París, hace ya dos décadas. Y lo llamé así por sus amplios conocimientos en este ámbito y el rigor con que verifica cada dato antes de hacerlo público. Desde hace muchos años intercambiamos informaciones, o más bien, he recibido yo, de su parte, notas, complementos, rectificaciones y datos gracias a su generosidad. Es Cristóbal Díaz Ayala, figura legendaria de la cultura cubana que vive en San Juan de Puerto Rico desde hace exactamente seis décadas. Su colección de música cubana, que se encuentra hoy en día en la Florida International University, es sin lugar a dudas la más completa y sorprendente del planeta. 

Díaz Ayala acaba de cumplir, en medio de la pandemia, 90 años. Una veintena de autores respondieron recientemente a la convocatoria del escritor puertorriqueño Josean Ramos y del musicólogo colombiano Sergio Santana Archbold para producir un libro que lo homenajea titulado Cristóbal Díaz Ayala, vigía de la música cubano caribeña (Ed. Gaviota, Puerto Rico, 2020).

Cuando le dije que quería entrevistarlo me puso objeciones, no porque desconfiara sino porque según él todo lo que podría decir está ya en los libros que ha escrito o en otros textos sobre él. Ante lo cual utilicé el argumento de que hoy día internet y las revistas o fuentes digitales corren a velocidades supersónicas mientras que de los libros muchos ni se enteran y duermen durante décadas en anaqueles de librerías y bibliotecas. Entonces accedió a que intercambiáramos sobre algunos temas, pues no todos están en dichos libros y de otros poco o nada se sabe.

―Cuéntame de tu infancia en Cuba, de los primeros recuerdos, de todo lo que te marcó en tus aficiones futuras.

―Nací un 20 de junio de 1930 en un hogar en el que mi padre, Fausto, era maestro de obras, alguien que trabajaba como capataz en el ramo de la construcción para mi tío y padrino Cristóbal Díaz González, por el cual me llamaron así. Pertenecíamos a una especie de clase media baja y vivíamos en un apartamento del llamado hotel Vistalegre, en pleno Malecón, frente al parque Maceo y el actual hospital Hermanos Ameijeiras, que había comenzado a construirse como banco a finales de la década de 1950. El hotel era, en realidad, una Casa de Huéspedes que lindaba con el Malecón al norte y la calle San Lázaro al sur. Y en los bajos estaba el muy famoso Café Vistalegre con el que solo podían competir el que se encontraba en los bajos del hotel Inglaterra, frente al Parque Central y el del Hotel Nacional.

La vista del Parque Maceo desde la casa en que nació Cristóbal Díaz Ayala (Foto: Cortesía)

El Café Vistalegre marcó todo ese periodo de mi infancia. Lo recuerdo con nitidez desde los tres o cuatro años de edad, pues mi habitación tenía un balcón que daba para la terraza del café. Esa terraza se consideraba como uno de los primeros “aires libres” de la capital, aunque siempre que se habla de este tipo de concepto se menciona solamente a los que estaban frente al Capitolio, en la acera del Payret, más conocidos pero posteriores.

Los recuerdos de mis primeros años de colegio, antes de que nos mudáramos, corresponden a ese barrio. Frente al Vistalegre estaba la llamada Casa de Beneficencia y unos metros después el Colegio de La Inmaculada, a donde me enviaron como párvulo a los seis años de edad. Al siguiente, comencé a asistir al Colegio de las Escuelas Pías, en San Rafael y Manrique, y recuerdo que iba en guagua, San Lázaro arriba, porque quedaba a apenas unas cuadras de casa.

―¿Cómo entró la música en ti? ¿Recuerdas el momento preciso en que comenzó esa pasión que hasta hoy te ha acompañado?

―Dando mi casa, como ya dije, hacia los Aires Libres del Vistalegre, mis padres se ponían a escuchar al Trío Matamoros cada vez que tocaba en aquel café. En el parque Maceo había, además, una glorieta en la que cada sábado tocaban retretas. Estas alternaban una semana con la banda de la Policía, la siguiente con la Banda Municipal, dirigida por el maestro Gonzalo Roig y, la tercera, con la Banda Musical del Ejército, dirigida por el maestro Luis Casas Romero. De todas fui testigo sentado en primera fila.

El Café Vistalegre, en La Habana (Foto: Cortesía)

Para colmo, nuestro piso tenía un largo pasillo que terminaba, al norte, en un balcón que daba hacia el Malecón. Mi padre me llevaba a ese balcón para dormirme con la brisa marina. Desde allí veía la farola del Castillo del Morro, que con su ritmo cíclico tenía algo de hipnotizante. A mi padre le encantaba la música y como tenía voz de tenor me cantaba nanas infantiles y otras canciones como “La paloma”, así como otras del repertorio español, mexicano y cubano, de modo que antes de que sonara el cañonazo de las 9:00 yo ya estaba en brazos de Morfeo.

Añade a esto que hasta el año 1937 estuvieron prohibidas las comparsas; pero justamente ese año, antes de que dejara el barrio del Malecón, comenzaron otra vez. Desde casa veía los desfiles de ensayos, previos al Carnaval, pues salían del Vedado y bajaban por todo el Malecón hasta el Paseo del Prado y el Capitolio. De más está decirte que cuando vi las primeras quedé pasmado.

―Has evocado tu vida durante la década de 1930 en La Habana. Tenía entendido que eras de La Víbora, pero veo que tu infancia transcurrió en el barrio de San Lázaro…

―Lo que sucede es que en 1938 nos mudamos para La Víbora y allí seguí mis estudios, en Los Escolapios, que tenían una sucursal en la calle Correa, esquina a Flores. Estudié en esa institución hasta el bachillerato. En la década de 1940 mi padre construyó una casa en la esquina de Juan Delgado y Espadero, y cuando me casé agregó otra casita, detrás de la existente, con frente hacia Espadero, en donde viví con mi esposa hasta que nos fuimos del país.

Aunque en La Víbora ―para seguir por orden― se acabaron los “cantos de cuna”, la música te persigue en Cuba por todas partes. Recorría las cuatro cuadras que separaban mi casa de Los Escolapios y por el camino tarareaba las piezas que iba escuchando desde los receptores de radio cuando pasaba por delante de las casas. Por otra parte, mi madre me llevaba al cine y veíamos siempre muchas películas musicales. Sin contar que el radio de casa estaba siempre prendido. 

Curiosamente fue en aquel tiempo en que comencé a sentir pasión por la música y el cine a la vez, pero contrariamente a lo que se piensa lo que me gustaba entonces era la música norteamericana, al punto que durante mi último año de bachillerato tenía un programa radial de música de este tipo. Era fanático del trompetista Harry James, y hasta pensé estudiar la trompeta, pero nunca se concretó mi deseo. A esto se sumó poco después mi pasión por la música clásica, pues mi tío materno, Rafael Ayala, y su novia de entonces (después esposa), Marisa Méndez, eran adeptos de esta música y me influyeron. Total, que poco a poco me fui convirtiendo en un “promiscuo musical”, de modo que iba cogiéndole gusto a todo. Sin embargo, cuando escribo no lo hago nunca oyendo música popular, sino clásica.

Cristóbal Díaz Ayala
Cristóbal Díaz Ayala (Foto: FIU)

―Casi siempre con la adolescencia uno descubre otros mundos y el de tu época era particularmente rico en materia de conciertos, bailables y espectáculos. Una Habana tantas veces inmortalizada por escritores y cineastas, la de las décadas de 1940 y 1950. ¿Qué hacía Cristóbal Díaz Ayala en medio de aquel frenesí?

―Entre mis 10 y 20 años estaba inmerso en mis estudios. Iba mucho al cine y oía mucha radio. Tenía novia fija desde 1946 y me casé en 1952. En 1947 ingresé a la Universidad para estudiar dos carreras a la vez: Derecho y Ciencias Sociales, de las cuales me gradué en 1953. Mi vida era la de eso que se llama “gente seria y aplicada”. En el segundo año empecé a asistir también a la Escuela de Periodismo, durante tres años. No frecuentaba los cabarets y menos los de la Playa de Marianao porque, además, como te dije, era fanático de la música norteamericana y estaba suscrito a la revista más importante de jazz. Asisto, eso sí, a los conciertos de la Orquesta Filarmónica de La Habana. Apenas me gradué comencé a trabajar como abogado y empezaron a llegar los hijos. Me iba muy bien como abogado y, por las noches, desde 1955, era profesor de Derecho en la Universidad Católica.

Durante los momentos de diversión íbamos a ver el show de Tropicana y no me perdía los programas de música de televisión pues estaban obligados a poner segmentos musicales para no perder audiencia. Es a través de estos que veo en vivo a Benny Moré, Esther Borja y a otros grandes del momento.

―Y llega tu salida de Cuba, los primeros años de exilio. Cuéntanos sobre esta etapa.

Tuve una suerte enorme porque durante mis años de estudiante universitario había conocido y tratado a Fidel Castro. Con lo cual ya sabía de antemano el final de la película y a los dos años del triunfo de la Revolución me largué. Pasé en 1961, un primer año en Miami y, acto seguido, me mudé a Puerto Rico pues el Miami de aquel entonces no estaba en su mejor momento y la situación económica de Puerto Rico era entonces muy buena y desde el punto de vista humano fuimos mejor recibidos.

Tanto mi esposa como yo pudimos trabajar, yo en el ramo de la construcción y mi esposa como profesora de un colegio católico privado importante. Pude convalidar mi título de abogado y ejercer, aunque me dediqué más bien a la industria de la construcción, en pleno auge entonces.

―¿Y la música? ¿Qué compositores y músicos tuviste entre tus amigos?

―Pues resultó que quedé muy sorprendido. Cuando llegué a San Juan me di cuenta de que nuestra música era muy querida por los boricuas y que la conocían mucho mejor que nosotros. La música se fue convirtiendo en mi principal hobby, y empecé con un programa radial que llamé “Cubanacán” y que gustó mucho y recibió no pocos premios. Por esa época empecé a coleccionar discos de música cubana en LP que podían conseguirse con relativa facilidad en Puerto Rico. En ese momento se había publicado en la isla una “Enciclopedia de la Historia de Cuba” en nueve tomos, excelente, y como el editor pensaba sacar una segunda edición ampliada le pregunté si podía ocuparme de la parte musical y aceptó. Aquello hizo que empezara a documentarme con mucho ahínco, mientras viajaba por los Estados Unidos y otros países de América Latina (México, Venezuela, Colombia, Chile, República Dominicana) buscando siempre la mayor cantidad de información posible y comprando lo que encontraba. Al final, la segunda edición nunca vio la luz, pero mi colección y mi interés por la música iban in crescendo.

Músicos entre mis amigos ha habido muchos. Te puedo mencionar a Bebo Valdés, por ejemplo, quien en El solar de Bebo, uno de sus discos, grabado en Nueva York en 2002, me dedicó una canción: “El quitrín (Haciendo patria)”, pues él siempre decía que con mis trabajos sobre la música cubana estaba “haciendo patria”. Esto ha sido uno de los grandes regalos que he recibido en mi vida. Por supuesto, debo incluir a la gran Celia Cruz, a Fernando Álvarez, y a muchos más entre los ya fallecidos, que fueron grandes amigos míos.

Ahora te voy a contar una anécdota que guarda relación con el tema. En la década de 1970 estuve en un congreso sobre música latinoamericana celebrado en Mérida (México). Allí conocí a musicólogos que venían de Cuba, como Helio Orovio, José Loyola y Rodolfo de la Fuente. Estando en el Congreso se me acercó una joven morena muy guapa que quería entrevistarme. Le concedo la entrevista y me entero que es académica y me hace preguntas muy serias, sobre mi método de trabajo, etc. Era Alicia Valdés. No sabes lo importante que fue ese momento para mí, pues me di cuenta de que como dice un viejo refrán español “no están todos los que son, ni son todos los que están”. O sea, había personas en Cuba para quienes todo lo relativo a la música era importante, sin entrar en consideraciones políticas. Eso lo aprendí aquel día. 

―Has escrito muchos libros, esenciales todos, sobre la música cubana… 

―El primero de ellos fue en 1981: Música cubana, del areíto a la Nueva Trova, que tuvo muy buena acogida y del que se han hecho ya cuatro ediciones, la última es una ampliación que llega hasta el rap cubano. Le siguieron Cuando salí de La Habana: cien años de música cubana por el mundo (1998); Cuba canta y baila: Discografía de la música cubana (en dos volúmenes, el primero sobre el periodo 1898-1925 y el segundo de 1925 a 1960, publicados en 1994 y 2005, respectivamente); Los contrapuntos de la música cubana (2006); Oh, Cuba hermosa. Cancionero político social en Cuba hasta 1958 (2018, también en dos volúmenes). Aunque también otros de temas boricuas como La marcha de los jíbaros: Cien años de música puertorriqueña por el mundo (1998) y San Juan-New York: Discografía de la música puertorriqueña (2009). A esto se suman los cofres de 100 canciones cubanas del milenio que contienen cuatro CD y un libro en el que participan muchos autores, escritores y músicos que cuentan algo sobre la canción que escogieron entre las seleccionadas.

“100 canciones cubanas del milenio” (Foto: Cortesía)

―Tu valiosa colección es hoy en día una referencia. Háblanos de ella.

―En Cuba yo había dejado poca cosa, por suerte. Mi pasión por la discografía comenzó a los 18 años cuando cayó en mis manos un libro en francés titulado Le hot jazz, el primero de su tipo sobre el jazz, en el que incluían al final una lista o resumen de discos. Luego me hice amigo del musicólogo norteamericano Richard Spottswood y lo ayudé en la bibliografía de su libro Ethnic Music on Records: A Discography of Ethnic Recordings Produced in the United States, 1893-1942.

La colección fue creciendo en Puerto Rico y terminé donándola a la Universidad Internacional de la Florida (FIU), de Miami. Hoy día se encuentra en la Green Library de esta institución. Y sigue creciendo con más fotos, libros y discos, y no solo de Cuba sino de otros países latinoamericanos. Creo que es la mayor “musicoteca” del mundo. Llegó un momento en que no pude seguir guardando en casa todo lo que entraba a la colección. Vivía en un cuarto piso de un edificio de San Juan y aunque mi apartamento era grande los arquitectos me avisaron de que estaba abusando de la estructura y sobrecargándola, sobre todo cuando venía algún músico a la isla y lo recibía a él y a unos 40 amigos. Esa fue la razón por la que tuve que comprar una casa de dos pisos, en frente de la Universidad del Sagrado Corazón de San Juan, para poder alojar mi colección sin temor a que se derrumbara el edificio por mi culpa. 

Cristóbal Díaz Ayala
Casa que Cristóbal Díaz Ayala tuvo que comprar en San Juan de Puerto Rico para guardar su colección (Foto: Cortesía)

La colección está evaluada en casi dos millones de dólares e incluye 45 000 LP; 15 000 tr/min; 4 500 casetes con programas y entrevistas a compositores y músicos en general; 5 000 partituras musicales; 3 000 libros; 40 000 tarjetas de los archivos de la RCA Victor, unos cuantos cilindros de fonógrafo y miles de CD, fotos, revistas. Y añado que he tenido como principal colaboradora a mi esposa, Marisa Méndez, que me ha ayudado a enriquecerla y cuidarla.

También está vinculada a las Becas de Viaje de la Biblioteca Díaz-Ayala que concede la FIU para que académicos y alumnos de posgrado puedan venir a Miami a investigar sobre la música a partir de todo lo que se atesora en ella.

―Me parece que has vuelto a Cuba y que pudiste intercambiar allí con profesionales del ámbito de la cultura. ¿En qué condiciones ocurrieron estos viajes y qué impresiones tuviste?

―En el año 2002 fui invitado por la UNEAC y el CIDMUC (Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana) a hablar de mi colección. En siete días realicé seis intervenciones en instituciones del ámbito musical. Más tarde, en 2009, la UNEAC dedicó una de sus ferias del libro a Puerto Rico y yo acababa de publicar un libro sobre la isla. Entonces me invitaron a presentarlo en Cuba y asistí también. A lo largo de los años he mantenido comunicación con especialistas cubanos como Leonardo Acosta y Helio Orovio, ya fallecidos. Noté que La Habana estaba muy deteriorada y agregué, cuando me preguntaron qué pensaba, que yo también lo estaba pero que a diferencia mía La Habana podría tener arreglo, y yo no.

Cristóbal Díaz Ayala
Cristóbal Díaz Ayala (cuarto de izquierda a derecha) durante un viaje a Colombia con Gabriel García Márquez y Tite Curet (Foto: Cortesía)

―¿Qué opina un conocedor de la música como tú del rap y el reguetón?

―Chico, la música está siempre en evolución desde que el hombre empezó a tratar de imitar el canto de los pájaros. El reguetón y todos estos ritmos contemporáneos son un caso más en el continuo cambio que experimenta la música. Y, en realidad, no es tan malo como se pretende: su ritmo es básico, algo así como el viejísimo “café con pan” de la música cubana y de otras también.