Frank Ajete Pidorych: Al que quiere morir. Sobre la penalización del suicidio
«Mori volenti desse mors numquam potets» Fedra, la heroína de Séneca, cuando dialoga con Teseo, asevera que la muerte nunca puede faltarle «al que quiere morir»
El vocablo suicidio proviene del latín moderno, compuesto por la partícula sui –uno mismo- y el sufijo cidium, que deriva del verbo caedere, que representa el acto de matar; una muerte violenta –en oposición a una accidental o natural-, y en principio reprensible. Empero, no es un término que utilizasen los latinos, ni, mutatis mutandis, los helenos.
Los romanos censuraban la mors voluntaria –muerte voluntaria- desde aquel pragmatismo tan radical que los definía. Describe Tito Livio, en su obra «Ab urbe condita»1, que la intención de darse muerte propia debía someterse a la deliberación del Senado, y este se pronunciaba sobre la suficiencia o no de las causas aludidas. Existía en Roma tres grupos para los que la muerte voluntaria se encontraba vedada: los legionarios, los esclavos y los que se encontraban sujetos a proceso judicial. Los primeros porque suponían una pérdida cuantitativa para el ejército, que ulteriormente afectaría a lo cualitativo; los segundos porque eran «cosas animadas», una propiedad de sus señores, y una muerte voluntaria suponía una afectación patrimonial al dominus; y los que se encontraban pendientes de resolución judicial, porque esta entorpecía los procesos de una posible confiscación de las debidas porciones patrimoniales al generar una sucesión mortis causa paralela al proceso.
En el resto de los casos se evaluaban las causas de la decisión. Suponía una intromisión excesiva en lo privado, pero en última instancia no se trataba de un fenómeno prohibido, sino reglado.
Desde el ascenso y asentamiento del cristianismo en la Europa occidental, y la consecuente visualización del hombre-siervo frente al hombre-hombre, se penaliza aquella muerte voluntaria como afrenta a un Dios dador de la vida, y único segador legítimo de la misma. No importa ya la «legitimidad» de la causa, ni los resortes existencialistas que impulsasen la decisión, sino que se priva al hombre de toda legitimidad para tomar una decisión que solo correspondería a Dios.
En el texto bíblico aparecen varias personas que atentaron contra su propia vida, desde Abimelec hijo de Gedeón –jueces 9:54; «¡Saca tu espada y mátame! ¡Que no se diga que una mujer mató a Abimelec!»; en lo que supondría un suicidio asistido-; hasta el teatral suceso de la muerte de Razís –II Macabeos 14:37-46: «al verse completamente rodeado, tomó su espada y se la clavó (…) Pero, en su apuro, no logró matarse. Entonces (…) corrió hacia la parte alta de la muralla, y se lanzó (…) Casi muerto, se levantó con valentía (…) logró pasar por en medio de la tropa y subirse a una roca. Allí, poco antes de morir, se arrancó los intestinos con las dos manos, y los arrojó sobre la tropa, mientras le pedía a Dios, dador de la vida y del espíritu, que algún día se los devolviera. Así murió Razís», en lo que supondría la más soberana obstinación en segar la propia vida.
Sin embargo, el pasaje de Sansón resulta particularmente excepcional. En el libro Jueces 16:28-31 puede leerse: «Entonces Sansón oró: «¡Dios todopoderoso, ayúdame solo una vez más! Los filisteos se han burlado de mí sacándome los ojos, te ruego que me des fuerzas para vengarme de ellos». Dicho esto, Sansón apoyó sus dos manos sobre las columnas centrales que sostenían el templo, y gritó: «¡Que mueran conmigo los filisteos!» Luego empujó las columnas con todas sus fuerzas, y el templo se vino abajo sobre los jefes filisteos y sobre todos los que allí estaban». Se trata nuevamente de un suicidio asistido, pero esta vez quien asiste es Dios.
Este pasaje podría sugerir que, al menos en determinadas circunstancias, la mors voluntaria es comprensible. No obstante, a partir de una interpretación extensiva del mandamiento non occideres –san Agustín fue partidario de esta interpretación: «el que se mata a sí mismo, ¿acaso no es el asesino de un hombre?»- la iglesia no ha dejado espacio a la hermenéutica sobre la muerte voluntaria, y ha sido consistente en el rechazo plano al fenómeno. Este criterio se asentó a partir del Concilio de Arles en el año 552, hasta que alcanzó su máximo rechazo y penalización en el XVI Concilio de Toledo, donde se incluye la excomunión a las penas ya reguladas con anterioridad.
La deontología cristiana en torno al suicidio fue determinante en la moralidad occidental. En la Francia del siglo XIII, Luis IX –conocido como san Luis- oficializó la confiscación de los bienes del suicida y el escarnio público del cadáver en su Etablissements de St. Louis –una suerte de compilación de costumbres con fuerza de ley-. En España, por la misma época, Alfonso X –conocido como el Sabio-, ordenó la redacción del Libro de las Leyes, conocido posteriormente como Las siete partidas –por los siete bloques, o partidas, que lo componen-. En este cuerpo normativo no solo se ordena la confiscación de los bienes del suicida, sino que se condena la ayuda al suicidio, una figura hasta entonces adormilada.
El autor Ramón Andrés González-Cobo, en su obra Semper Dolens2, ubica el origen de la palabra suicidio en la Inglaterra del siglo XVII, y lo arropa con un fuerte contenido ideológico. El sufijo caedere se asocia con actos moralmente censurables; de tal suerte, el homicidio –matar violentamente a un hombre-, parricidio –matar violentamente a un progenitor-, infanticidio, magnicidio, genocidio, etcétera, son términos no solo descriptivos de una realidad determinada –en efecto, la muerte violenta se opone a una «natural», violenta en tanto provocada, independientemente de los medios empleados-, sino que entraña una condena moral. En este contexto es que emerge el término suicidio, como sustitutivo de una muerte voluntaria –mors voluntaria-, y condena etimológicamente el acto.
Parece una respuesta lógica al movimiento renacentista europeo, y la reivindicación del hombre como dueño de sí. En un momento donde se recuperan libertades que la Edad Media había anulado, donde el antropocentrismo amenaza con revisar viejas «verdades», emerge y se populariza la palabra suicidio –una batalla ganada por el conservadurismo de la época, una libertad robada al hombre como dueño de sí, al hombre desafiante de lo establecido.
Entre los años 1545 y 1563 tiene lugar el Concilio de Trento, donde entre sus acuerdos se condena el suicidio incluso en obras literarias. En el año 1585 Miguel de Cervantes y Saavedra escribe la Tragedia de Numancia, donde suicida a toda la ciudad; y hacia el año 1597 William Shakespeare escribe La excelente y lamentable tragedia de Romeo y Julieta, donde el suicidio es apenas un acto consecuencial y secundario de lo que entiende el autor como central: el amor entre semejantes.
Este relajamiento de las artes en torno a la muerte voluntaria, que pudiese suponer alguna desconexión entre la percepción de una sociedad europea renacida y la aspereza de la moralidad cristiana, no fue secundado por los ordenamientos civiles de la época. En el año 1670 se promulga la Ordonnance Criminelle durante el reinado de Luis XIV, que condena una vez más el suicidio con severas penas. Las artes son de izquierda, la justicia va a la diestra.
No es hasta la Revolución Francesa, y con mayor claridad hasta la promulgación del Código Napoleónico de 1810, donde el suicidio deja de ser tipificado como delito. Las guerras napoleónicas exportaron con mucho éxito la legislación francesa a la Europa latina. Dijo Napoleón Bonaparte: «ma vraie gloire, ce n’est pas d’avoir gagné quarante batailles; Waterloo effacera le souvenir de tant de victoires. Ce que rien n’effacera, ce qui vivra éternellement, c’est mon code civil» -mi verdadera gloria no está en haber ganado cuarenta batallas; Waterloo eclipsará el recuerdo de tantas victorias. Lo que no será borrado, lo que vivirá eternamente, es mi Código Civil-.
A partir de la Revolución Francesa la Europa latina comienza a despenalizar civil y penalmente el suicidio.
No obstante, la figura del que asiste o incita al suicidio comienza a tomar protagonismo, amparada en una idea similar: la vida no forma parte de los bienes sobre los cuales se ejerce imperium. La asistencia al suicidio comprende el buen morir, que en términos sanitarios se conoce como eutanasia. El Estado deja de castigar al suicida –independientemente de la efectividad de su propósito-, pero aún le niega la posibilidad de fijar los términos de su propia muerte. El debate se ha centrado mayormente en la tutela que brinda el Estado al bien jurídico «vida», y la defensa de este incluso contra el continente de ese mismo bien.
En la ley 62 «código penal», en su artículo 266, puede leerse:
Una prohibición que, como aquella que penalizaba al suicida, exitoso en su empresa o no, se ha extendido por el mundo occidental, y son muchos los países que poseen similar tipología penal.
La muerte voluntaria ha sido despenalizada en atención al reconocimiento de la vida como un bien personalísimo, independiente del patrimonio estatal. No puede el Estado reprimir un acto de dominio de individualidades, como si se tratase de una afrenta contra bienes públicos. Resulta una intromisión de una anquilosada moralidad cristiana en la legislación de Estados necesariamente laicos. Empero, la figura del auxilio al suicidio viene a recordar el efecto «ctrl+C» en las legislaciones penales, y las consecuentes incongruencias filosóficas.
Reconocer indirectamente el derecho sobre la propia existencia, y con ello el derecho a dejar de existir, pero paralelamente negar la posibilidad de asistirse en el propósito de finiquitar la propia vida, revela una incomprensión del fenómeno. El tenedor de un poder, en principio, ostenta también el poder de transferir ese mismo dominio a un tercero. De tal suerte, en torno a un bien inmueble de mi posesión, no solo puedo disfrutarlo, enajenarlo, donarlo o destruirlo, sino que puedo nombrar a un apoderado –siendo yo el poderdante en esa relación- para que me asista en el ejercicio del poder que me corresponde como titular del bien. Esa lógica jurídica es la base sobre la que se erigen los contratos de representación voluntaria. Los representantes voluntarios –abogados, apoderados, albaceas, etcétera- son asistentes, ejecutores de la voluntad del poderdante, del tenedor de poder.
El conflicto creado a nivel legislativo entre la impunidad del suicida y la culpa del que asiste al primero a ejecutar una voluntad soberana, deriva de intentar asumir un pensamiento renacentista siendo víctima de una endoculturación medieval; como escuchar a mi abuelo explicando que no es homofóbico porque conoce a una persona homosexual, o atestiguar monumentos a la oratoria en defensa del «diseño original de familia». En todo caso se trata de una incomprensión de las libertades en debate, y de incongruencias jurídico-filosóficas.
El nuevo código penal cubano, recientemente aprobado por la Asamblea Nacional del Poder Popular de forma unánime –como dicta el manual de las buenas prácticas revolucionarias en torno a las votaciones colegiadas-, ha vuelto a copiar y pegar el artículo de auxilio al suicidio, con la incoherencia jurídica que supone frente al reconocimiento de la vida como un bien personalísimo.
El «novedoso» artículo 353 ordena:
Luego de cambiar el añejo «El que» por un renovado «Quien», y un antojadizo «otro» por un muy respetuoso «otra persona», el legislador ha culminado los arreglos al tipo penal, dejando las mismas palabras, el mismo castigo y la misma incongruencia jurídico-filosófica. Entre dos y cinco años de privación de libertad para el que sirva de instrumento a quien opta por el buen morir, porque para el Estado moderno toda persona tiene absoluta libertad para mal vivir, pero el buen morir es un contenido tabú.
En definitiva, se trata de una figura penal que apenas adorna el sinsentido de lo real maravilloso. En los años que formé parte del sistema de justicia –pocos, y aún suficientes-, ese delito no formaba parte de la carpeta de experiencia de ninguno de los colegas que compartían toga y espacio –y hastío, y quereres-. No es un delito al que se le preste siquiera atención investigativa –ante una muerte voluntaria, los órganos de investigación no buscan presuntos instigadores, ni ahondan en causas o medios-. Se trata simplemente de una –otra- cadena del conservadurismo más rancio que arrastra esta vieja revolución, que de tan vieja se ha transformado en establishment, con sus achaques, cabezonerías y «porque síes». Esa es la razón de la supervivencia de un delito cuya explicación filosófica se remonta a una duda-afirmación de San Agustín: «el que se mata a sí mismo, ¿acaso no es el asesino de un hombre?»
Por lo pronto, al mundo seguiremos llegando asistidos y sin quererlo, pero habiendo luego deseado irnos, para descontento de Fedra, la asistencia queda unánimemente proscrita.
Notas
1 Livio, Tito (1990): Ab urbe condita, libros I-X. Madrid: Editorial Gredos, traducción de José Antonio Villar Vidal.
2 Gonzalo-Cobo, Ramón Andrés (2015): Semper Dolens: historia del suicidio en Occidente. Barcelona: Acantilado, Quaderns Crema.
Responder