Pedro Marqués de Armas: Envuelta en llamas. Suicidio femenino en el siglo XX cubano
Las llamas se cebaron con ella con saña dejando aquella hermosura
hecha una figura que impone pavor y parte el corazón de lástima.
Diario de la Marina, 29 de mayo de 1908
Durante todo el siglo XX se registraron en Cuba tasas de suicidio superiores a las de la inmensa mayoría de los países del mundo. En ningún otro país con una historia más o menos común –y en ninguno otro del hemisferio occidental– ocurrió nada parecido. No se trata de un comportamiento ocasional, sino que se manifestó de año en año y de registro en registro, con una regularidad asombrosa, cualquiera sea la calidad de las estadísticas. Tanto más, con una regularidad interna, en variables como la edad, el sexo, los grupos raciales, los métodos empleados y la distribución territorial, que permite trabajar con suficiente confianza e incluso corregir algunos desniveles[1].
Las tasas cubanas muestran no sólo una diferencia amplia, sino también constante sobre las de todas las naciones del continente americano, guardando parentesco, únicamente, con las de sociedades migratorias como Argentina y Uruguay, cuyas capitales –al igual que La Habana– registraron tasas y patrones de suicidio algo parecidos entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX[2]. Sin embargo, ya hacia 1914 inician su despegue, al tiempo que el fenómeno impacta a todo el país alcanzando notable homogeneidad. Una característica reveladora y que se manifiesta al despuntar el siglo, será la estrecha proporción entre sexos, indicativa de un bajo coeficiente de preservación femenino.
Según registros internacionales, hasta la década de 1980 el suicidio cubano solo era superado por el de naciones tradicionalmente suicidas como Hungría, Dinamarca, Austria, Alemania, Suiza, Francia, Checoslovaquia, Unión Soviética, y Japón, entre otros pocos. Un nuevo mapa vino a conocerse después de 1990, como resultado de la desaparición del campo socialista, y coincidiendo con una gestión de más alcance por parte de la OMS. Se revelan así las tasas en extremo altas de las exrepúblicas soviéticas, con predominio masculino; las muy altas en China, con predominio femenino en zonas rurales; las igualmente altas en Sri Lanka (algo más conocidas); o en rápido crecimiento en la India, etc. Comienza entonces un boom de investigaciones sobre estos comportamientos diferenciales, a menudo con propuestas teóricas alternativas[3].
De un modo, pues, que califica de temprano, pero que transcurrió al margen de los centros académicos occidentales, estas diferencias ya se habían manifestado en Cuba, donde desde inicios del siglo se rompen silenciosamente varios mitos culturales y demográficos del discurso del suicidio: el de su exclusivo vínculo con la “civilización”, que hacía del fenómeno en las colonias y estados post coloniales una curiosidad etnológica o bien un problema limitado a la esclavitud; el que establece una oposición entre países protestantes y nórdicos, sobre católicos y mediterráneos, y en general una distinción Norte/Sur; y, para limitarnos a un tercero, el que aseguraba una proporción inamovible entre hombres y mujeres (el clásico 3-4/1), considerada casi como un rasgo universal.
Aunque las estadísticas cubanas circularon en la primera mitad del XX, y en menor medida, en las primeras décadas de la revolución, su recepción fuera de la isla siempre fue escasa, comportando muy pocos análisis[4]. Destaca sin embargo una notable excepción: el análisis que Emmanuel Todd, uno de los sociólogos contemporáneos más importantes, dedicó al asunto en La troisième planète: structures familiales et systèmes idéologiques (1983), donde, en su intento de explicar la revolución en función de ciertos tipos y estructuras familiares, apela, entre otros indicadores, a los índices de suicidio[5].
Datos desconocidos para Halbwachs, Giddens, Chesnais o Baudelot[6], quienes incluyeron en sus estudios la relación del suicidio con los procesos modernizadores, el estilo de vida urbano, la migración, o con variables macroeconómicas y tipos de sociedad doméstica, los registros cubanos ofrecían desde temprano la posibilidad de examinar con mayor o menor rigor esos mismos factores. Halbwachs habría encontrado material para su tesis sobre la expansión del estilo de vida urbano; Giddens para el cambio social y los niveles de confianza; Chesnais para su geografía social del sufrimiento y el vínculo con otros tipos de violencia; y, Baudelot, sorprendido con la correlación entre sexos, para reflexionar sobre la inversión de una variable durkheimiana: la de la protección femenina.
Rasgos estadísticos y evolución
Para orientarnos, señalaré los principales rasgos del suicidio en Cuba. Entiendo por ello una serie de comportamientos estadísticos sumamente estables. Son estos, a fin de cuentas, los que permiten trazar un mapa de conjunto en cuyo interior se puedan localizar franjas o puntos de inflexión. Menos para el primero y el último, para el resto las excepciones corresponden a países asiáticos[7].
*Tasas de suicidio altas en todos los componentes de la nación, significativamente superiores a las de otros países de semejante composición étnica.
*Tasas de suicidio femenino, en especial entre afrodescendientes, muy altas respecto a la casi totalidad de los países.
*Tasas de suicidio adolescente y juvenil femenino muy altas respecto a casi todos los países, con récords durante la revolución.
*Proporción entre sexos estrecha, acusada entre afrodescendientes de 1902 a 1933 y, sin especificar grupo, entre 1970 y 1996.
*Coeficiente de preservación negativo en mujeres afrodescendientes: en la capital, entre jóvenes y durante la república.
*Índice de suicidio por fuego superior a los reportados en todos o casi todos los países.
*Tendencia a la homogenización de las tasas provinciales, más elevadas en la capital a inicios de siglo, con crecimiento posterior más lento, y rápido en núcleos urbanos ligados a la expansión de la industria azucarera.
Convendría, pues, entrecruzar estos parámetros para establecer entre ellos algunas conexiones, pues solamente ampliando, haciendo zoom, podríamos acercarnos a un enfoque microsocial.
Que no existan diferencias raciales significativas (se afianzaron entre un 5 % y 10 % mayor en blancos desde comienzos de la república), indica que el suicidio se manifestó intensamente en todo el país, tanto más cuando las tasas regionales se homogeneizan en poco tiempo. Por otra parte, el fenómeno alcanza a agricultores, jornaleros y oficios diversos, igual que a comerciantes, empleados públicos y profesionales, con alternancias del orden, según se trate de la capital o de todo el país. Si bien la información en este sentido no es abundante, se puede mitigar[8]. Ciertos perfiles, como mayores índices masculinos en Camagüey y al norte de Oriente, donde más se expandió la industria azucarera, o mayores femeninos en la Habana (ciudad), Matanzas y Pinar del Río, resultan reveladores. Son escasos los datos por ocupación en mujeres, pero los que existen son precisos: amplio predominio en amas de casas y labores de servicio. En general, un reparto que se corresponde con la división territorial y sexual del trabajo en la isla.
Tal vez lo más sutil del fenómeno radique en lo siguiente: el crecimiento y las variaciones de las tasas se muestra más “sensible” allí donde el suicidio femenino tuvo mayor incidencia: son los casos de la capital y Matanzas, entre 1902 y 1933, a expensas del suicidio en negras y mestizas, mayormente adolescentes y jóvenes que se daban candela; y de Pinar del Río, por los mismos años, a cuenta de mujeres blancas, también muy jóvenes y que se envenenaban con Verde París, un insecticida del tabaco. El incremento del suicidio por fuego fue exponencial desde 1902. Escala no solo a un ritmo superior al de otras variables, sino temprano, determinando –en gran medida– la configuración juvenil y la estrecha proporción entre sexos. En 1908 suponía ya el 16 % de todos los suicidios, el 30% entre los de “color” (38 mujeres/ 3 hombres) y un nada despreciable 9 % en “blancos” (27 mujeres/ 8 hombres). Uno y otro ejemplo llevan al primer punto: el fenómeno no fue exclusivo de determinado grupo racial, sino que afectó a todos los componentes étnicos. ¿No lo prueba también el que las pinareñas se envenenen?, ¿que las blancas –o que así califican– se suiciden cada vez más según avanza el siglo?, ¿que se quemen incluso inmigrantes gallegas? Sin dudas, pero comportando –para el conjunto– diferencias ostensibles en mujeres negras y mestizas.
A la vez, el suicidio masculino aumentó más que el femenino durante las crisis económicas, concretamente el crack financiero de 1921 y la crisis estructural de la economía cifrada entre 1926 y 1933. En ambos momentos, creció significativamente, ampliándose la proporción entre sexos; incluso –aunque menos– en hombres negros y mestizos. En cambio, durante la revolución solo se produce un cierto predominio masculino en la década del sesenta, cuando todavía las tasas no habían despegado. Cuando despeguen por fin en 1971, el crecimiento será abrumadoramente mayor en mujeres, y otra vez el suicidio por fuego hará su aporte; incluso, a un ritmo y porcentaje superiores [9]. Por sí sólo, ello explica el igualamiento entre sexos durante los años ochenta y parte de los noventa –lo que replica la proporción entre afrodescendientes en las tres primeras décadas del siglo– y, desde luego, al suicidio femenino en edades tempranas, con su récord histórico durante el socialismo.
Podríamos seguir cruzando indicadores, incluir otros métodos, grupos de edad, las estaciones, etc., pero sería fastidioso. Cuando una masa de datos debidamente serializada revela tal estabilidad, la naturaleza y el sentido de las distribuciones hablan por sí mismos, cualquiera sea el tamaño de los subregistros[10].
Un resumen estructural muestra que el suicidio despliega en Cuba un comportamiento especular: a las elevadas tasas masculinas en blancos, que, esquemáticamente, remiten a los cambiantes ciclos económicos, corresponden las elevadas tasas femeninas en negras y mestizas, que remiten a determinadas estructuras familiares; mientras que las cifras más atenuadas en mujeres blancas y hombres negros sugieren, por un lado, cierta protección (en cualquier caso lejana a la de los países europeos) y, por otro, menor participación laboral, esto es, un rol menos determinante. A la vez destaca una curva juvenil más acusada en mujeres, lo que, como en países asiáticos, pero por motivos diferentes, señala las grandes dificultades para acoger a los más jóvenes en el interior de una sociedad doméstica difícil tanto para la conyugalidad, como para la convivencia, la crianza y el vínculo intergeneracional[11].
Procesos de modernización
Se pueden así deslindar dos patrones. Los llamaré Gran Urbe y Mundo del Azúcar, si bien constituyen de un mismo monstruo las dos cabezas. Se trata, en ambos núcleos, de modelos de civilización en el sentido que indica Halbwachs[12]. Por una parte, la ciudad grande, con tasas más elevadas, pero de crecimiento progresivamente ralentizado, con menor protección femenina, donde negras y mestizas se matan más que los hombres del mismo grupo, y, por tanto, donde mejor se expresa un tipo de sociedad doméstica sometida a tensiones familiares, interraciales y de género; y, por otra, ciudades y nuevos núcleos urbanos en expansión hacia el Este del país, en los que el suicidio aumenta a medida que se pueblan, con poblaciones más errantes, índices masculinos superiores y sometidas de modo más directo a los ciclos económicos, en particular al carácter estacional de la producción.
Esto no cierra el cuadro, sino que arroja la siguiente hipótesis: en primer término, la explicación del suicidio en Cuba pasaría por el impacto de los procesos modernizadores sobre la Gran Urbe, convertida desde finales del siglo XIX en una de las ciudades más competitivas –y suicidarias– de América Latina, al tiempo que de más escasa protección y menores niveles de confianza. (Chesnais la habría ubicado en su lista de “urbes enloquecidas”)[13]. Como mínimo, este patrón se establece hacia 1870/80, con el declive del suicidio-esclavo urbano y el auge de los pistoletazos entre blancos; por cierto, el suicidio por armas de fuego trasciende a la república con porcentajes que superan al de casi todas las naciones. Se cruzan la autodestrucción de inmigrantes y soldados, con la de comerciantes desafortunados, con la de las clases “profesionales” (que coincide con el suicidio de “figuras patrióticas” que recalan en la isla tras décadas de exilio, ya ancianos o enfermos)[14] y, por último, con el emergente suicidio de negras y mestizas. Al menos al inicio, estas portan las marcas de la guerra y la reconcentración, con no poca errancia antes de acabar en solares y accesorias, y en general, remiten al que fuera el algo más protegido –o menos dinámico– sistema de castas decimonónico, desplazado por la españolización tardo colonial. Este muta –ahora sí definitivamente– en un sistema de clases apenas definido, a la vez que presionado por pulsiones individualizadores –en el sentido, si se quiere, que le daba Norbert Elias– propias de una sociedad compleja[15].
Nuevos actores, nuevos canales de comunicación (la prensa es solo uno) y, por tanto, nuevos vínculos e intercambios, con lo que conlleva tanto en términos deseantes como normativos. Es acá, en momentos en que las aspiraciones se disparan al máximo, alcanzando esta vez a todos los grupos, con el trasfondo de diferencias más visibles y de oportunidades desiguales, con un monto de violencia y de tensiones interraciales, y sobre el frágil subsuelo (comunitario, familiar) de una sociedad apenas arraigada y al acecho de la dominación masculina, que el juego se decide. Cabe aquí la idea de Moreno Fraginals sobre Cuba como una sociedad “siempre nueva” que se va haciendo “a retazos”[16]; como también la observación de Robin Blackburn, según la cual la implacable guerra contra España, seguida de los violentos ciclos económicos asociados a la expansión del azúcar, destruyeron la estructura estamental de la colonia, para sustituirla por un “magma volcánico” donde ya no cristalizan formas sociales duraderas[17].
En segundo término, pasaría por la rápida expansión del complejo agrario industrial del azúcar, que explica, más que ningún otro factor, la homogeneidad territorial hacia finales de los años veinte. Como reflejo de las inversiones en el sector, ya en 1914 la tasa de suicidio de Camagüey, que era la más baja al despuntar el siglo, es una de las más altas; con cifras que casi se cuatriplican entre 1902 y 1932. Al arrastre de población desde las provincias occidentales se suma buena parte de la inmigración española y casi toda la antillana. Se configura, en fin, un espacio masculino y violento, como el que capta Hernández Catá en “Los chinos”, donde una “pereza furiosa” embarga a los hombres. No llegan hasta allí las llamas de las suicidas, pero sí las prostitutas de San Isidro, que hacen su propia zafra para escarnio de madres hacendosas, según recuerda Novas Calvo en un cuento olvidado[18].
Aunque en modo alguno debe absolutizarse –cada provincia ofrece características y contribuciones–, ambos patrones sintetizan el fenómeno. En este sentido, el suicidio en Cuba resulta de dos modelos de civilización, sucesivos y simultáneos, y del impacto que tuvieron sobre la sociedad doméstica, en el sentido amplio de comunidad y estructuras familiares que se revelan –más que nada– endebles. Expresión de lo anterior, tendremos un comportamiento dual, en el que, por una parte, el suicidio masculino se orienta al exterior reflejando el lado económico y oscilante, y por otra, el femenino al interior, reflejando una crisis doméstica persistente. Uno alimenta al otro, el masculino al femenino, al reducir el umbral de supervivencia, volcando la violencia externa sobre la familia, y el femenino al masculino, al no poder zafarse de la dependencia mientras se devalúa el rol de este.
Recepción temprana: observaciones
No pocos periodistas y médicos advirtieron desde comienzos del siglo XX de una mayor frecuencia de los suicidios en la isla, y en particular, de esa variante hasta entonces inédita que era el suicidio por fuego. Sea con arreglo a estadísticas oficiales, y, sobre todo, como resultado de la recepción del suicidio en los periódicos (los cuales habían ampliado entretanto el espacio dedicado a la crónica de sucesos), el sentimiento de alarma alcanzó en poco tiempo cuotas significativas. Si bien enunciados del tipo “el impresionante aumento” o “la dramática multiplicación”, no eran en modo alguno nuevos, sí lo eran, bajo el naciente orden republicano, las condiciones de recepción. Estas estarían signadas por expectativas que refuerzan la percepción, tanto más cuando esta vez los enunciados venían a coincidir con los hechos. En este contexto, ciertas observaciones alcanzan crédito, como la de que el fenómeno suicida afecta en una u otra medida a todos los cubanos –esto es, al nuevo sujeto nacional– a modo de un malestar surgido con la propia república que nada tiene que ver con la esclavitud e incluso con el pasado colonial.
Uno de esos observadores, Joaquín Nicolás Aramburu, ya en 1904 certifica este carácter novedoso cuando afirma que “nunca” se habían visto tantos crímenes pasionales y tantos suicidios. Califica a estos de “repugnantes lacerías morales” que apenas ocurrían en la “inculta colonia”, y se pregunta si la guerra del 95 pudo ser la causa. Sin embargo, acto seguido lo pone en dudas, respondiéndose que aquella gesta obedeció a grandes ideales y que el pueblo que participó en ella fue un pueblo paciente y virtuoso. Se trata de una duda sintomática, toda vez que retornará en otros artículos suyos. Pero argumentos e inferencias era lo que sobraba y, por decirlo así, parecía que los hechos hablaran solos. Entonces señala a la libertad de cultos, al carácter laico de las instituciones y a la inmoralidad de la juventud, para detenerse en estos términos:
Se ancla, pues, mayestático, al discurso de la decadencia, con su recurso a la idealización de un pasado de gloria donde los “heroicos sacrificios” y “el martirio de generaciones enteras” constituyen la otra cara de lo que define como “expresión étnica”: aquella que convierte a un pueblo antes virtuoso en una “tribu de degenerados”.
Aramburu fue el periodista cubano que más artículos dedicó al suicidio, puesto que dos de sus hermanos se habían quitado la vida. Siempre solemne, a menudo desconsolado, algunas de sus observaciones fueron atinadas, como cuando apunta: “Entre las humildes clases campesinas, entre los obreros y el hampa afrocubana –que diría Fernando Ortiz– poco influyó la fe en el altísimo para las abnegaciones y el fortalecimiento del carácter (…). Y yo recuerdo que se ahorcaban los chinos y los negros esclavos, desesperados de su infamante condición, pero los blancos y los negros libres, rara vez; robaban cuando necesitados; trabajaban cuando honrados; se distraían bebiendo o jugando, pero no como ahora a la primera contrariedad se quitaban la vida.” Consideró que la génesis del problema podía encontrarse “en el cambio radical de costumbres, en el otro concepto de lo que es moral y es placer”, y señaló, al respecto, una serie de factores que, en su enumeración, resultan aleccionadores: el juego, la prostitución, las desavenencias entre concubinos, la infidelidad y los celos, la escasa importancia del matrimonio, la falta de hábitos de trabajo y ahorro, la violencia, etc. Se esfuerza en aprehender las causas del fenómeno, y hasta esboza una tesis sobre el modo en que los cubanos aprendían a ser violentos desde la infancia: “Antes que el muñeco y la maruga saben ya los niños cubanos disparar balas (…) familiarización del individuo con elementos de muerte, que predispone al desprecio de la vida y explica que el matón instintivo, cuando no puede acusar a otro de su infelicidad, se hiera a sí mismo: todo es volver hacia el cráneo el arma que otra veces apuntó hacia afuera”[20].
También es atinada su observación sobre el modelo productivo y sus consecuencias:
Una percepción más circunscrita es la del intelectual negro Rafael Serra, cercano colaborador de Martí en el exilio y de vuelta ahora a la isla como miembro de la comitiva presidencial de Estrada Palma. Sus observaciones se insertan en el clima de reclamos a favor de verdaderos principios republicanos, como resultado de la “división de razas” y el evidente racismo. Serra fue quizás el primer comentarista que tuvo el suicidio entre mujeres afrodescendientes, pero, como en otros artículos suyos, muestra excesiva prudencia y sumerge el enunciado racial. En esta dirección y tan temprano como en 1903, apunta:
Más que a un sujeto abstracto, señala a las mujeres humildes (implícitamente afrodescendientes) y de paso sus numerosas problemáticas sociales, aproximando un cuadro ciertamente tangible que no excluía al resto de los cubanos, que prefiere señalar por sus edades. Estos suicidios “a granel” tienen a ojos de Serra su explicación en la pobreza y la prostitución, que a su vez relaciona con la explotación que “imponen las compañías extranjeras”. Usa el suicidio con el propósito de reforzar sus argumentos y es evidente que su percepción proviene en gran medida de los medios, en tanto termina vinculándolo con la indiferencia de la clase política. A esta no puede importarle, asegura, la desesperación del pueblo, “como lo prueban los hechos demostrados día por día en la sección que los periódicos consagran al Registro Civil”[23].
Sin embargo, aunque circunscrita, su visión no es menos moral y el tono resulta cada vez más crispado y las acusaciones más directas, al punto de añadir al rosario de problemáticas cuantificadas, como “los excesos de raptos”, “las salvajes violaciones de niños” y “el aumento escandaloso de lugares obscenos”, la frecuentación de estos últimos “por personas distinguidas de nuestra alta sociedad”. Por un lado, nos acerca desde una posición de clase –más que decididamente racial– a un espacio ciertamente marcado por abusos y sufrimientos, que entiende en términos de dominación pero que proyecta como configuración política; mientras, por otro, explaya una mirada resueltamente martiana de la nación, en la que el suicidio viene a expresar una falla de origen. En concreto, una falta de “armonía” o confraternidad entre los elementos, como también, de “espíritus creadores” que modelen y conduzcan[24].
Y por Martí volvemos al suicidio. En un encendido opúsculo nacionalista que, con el título La voz de Martí, o un inventario político, apareció en 1905 bajo la firma de Simecrées Luzverás, se transparenta a la mujer cubana en términos de orfandad, y, por tanto, de su incapacidad para hacer frente a los desafíos de la república. Con el trasfondo de la invalidez y la pobreza, de la locura y el abandono, y a la luz de los suicidios que se veían a diario en los periódicos, Luzverás trasluce –por sobre las acuciantes problemáticas del momento– la imagen de un pueblo núbil y necesitado de protección. Ni más ni menos, demanda un protectorado benéfico-espiritual donde Martí y el doctor Delfín –artífice de la higiene infantil en el paso de un régimen al otro– oficiarían como figuras tutelares:
Suicidio por fuego: modus moriendi
Compelidos e informados por oficio, aunque también por lo que leían en los periódicos, los médicos respondieron con no menor rapidez. En 1907 el Dr. Jorge Le Roy y Cassá gana el premio de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana con la primera investigación de la materia: Estudio médico legal sobre el suicidio en Cuba durante el quinquenio de 1902-1906[26]. Le Roy estaba al frente del Negociado de Estadísticas y era el mayor experto en estadística médica en la isla, siendo el introductor de la Nomenclatura de Bertillon (Clasificación Internacional de Causas de Muerte). Su trabajo excedía por mucho al ya magistral diseño, con prolijidad de gráficos y cuadros extensibles, pues, además de anexar las estadísticas coloniales, no era parco en interpretaciones e incluía un “estudio especial” sobre el suicidio por fuego. Si no pocos hallazgos, como las ya elevadas tasas de suicido en relación con otros países, resultan novedosos, más lo será el de ese modo tan particular de morir que, sin nombrar aún, anuncia de este modo: “tenemos uno que, por su novedad, por su forma verdaderamente horrible, por los espantosos sufrimientos que indiscutiblemente han de experimentar sus víctimas y por el incremento que de día en día está adquiriendo en nuestro pueblo, merece que fijemos en él la atención”. Solamente tras señalar con ironía que nada tenía que ver con el célebre ritual hindú en el que las viudas se arrojan a las piras funerarias de sus maridos, y de calificarlo como el suicidio que ejecuta “cierta clase de mujeres”, le pone nombre. Es evidente que todo le sorprende y hasta turba al respecto. No encuentra ninguna otra referencia cultural; y, para colmo, pese a disponer –como confiesa– de numerosos registros internacionales y echar abajo bibliotecas, apenas encuentra tres casos en largos años[27]. ¿Qué es eso al lado de cincuenta en apenas un quinquenio?
Con toda seguridad, Le Roy habría observado la presencia de esta modalidad de suicidio desde que confeccionó la estadística de mortalidad de 1902, en particular la de La Habana. En algún momento habla de lo mucho que venía intrigándole el asunto; y es probable que, al igual que otros comentaristas, lo advirtiera en la prensa. Los casos ocurridos ese año tuvieron una apreciable difusión. Sus estadísticas para el periodo revelaron que las inmolaciones suponían el 4, 5 % de todos los suicidios, y el 14% entre las mujeres, lo que, aun cuando el método se encontraba in status nascendi, no podía resultar más asombroso[28]. Nadie, ni el propio Le Roy, podía prever –ni aceptando los presagios más apocalípticos– que continuara extendiéndose. Un leve descenso en la cifra de 1910 le hace creer que la “perturbación” aminora; pero se trata de un espejismo[29]. Que sepamos, no volvió sobre el tema, y tal vez lo había dicho todo.
Pero hay otra parte que también quedó dicha, o mejor, escrita. Y es que lo excepcional del asunto no radicaba a fin de cuentas en este o aquel otro cómputo, como en lo que ese “estudio especial” suponía en su dimensión discursiva: a saber, que dentro del suicidio cubano, lo crucial no consistía en si los blancos se suicidaban más (entonces la diferencia era más visible), y ni siquiera en si las tasas se aproximaban a las de naciones europeas, sino en lo que el suicidio por fuego representaba. Tal es así que, bajo la firma de Tomás V. Coronado, en su informe a la Academia el jurado expone lo siguiente: “Despréndese de este estudio que a la sociedad cubana le cabe el triste privilegio de una manera horrible de suicidarse: el acto voluntario de morir quemado es un refinamiento de crueldad, que dibuja de alguna manera a qué grado de perturbación psíquica hemos llegado y por otra parte el pernicioso poder de las sugestiones realizadas por el afán informativo a la moderna”[30]. Coronado se hacía eco de una idea que, justo entonces, despertaba el interés de los círculos médicos: la de que a cada país corresponde una forma particular de muerte: un modus moriendi[31]. Así lo reconocía el erudito doctor Antonio de Gordon y Acosta, quien instituyera aquel premio de medicina legal, en una reseña titulada “Sobre el suicidio”: “El trascendental trabajo del Dr. Le Roy es muy notable, porque al igual que el Dr. Návrat (…), demuestra que en realidad existe un modus moriendi particular según las distintas naciones, cabiéndole a Cuba, [el que] su característica en el suicidio sea morir abrasados por las llamas…”[32]. Por tanto, lo importante era lo que ese comportamiento, todavía marginal, rendía ya como recurso discursivo, esto es, a efectos de trazar un determinado perfil que señalara a la mujer negra y pobre, joven por demás, en relación con otros grupos e individuos peligrosos. De hecho, lo que destacan los comentarios al pie es que algunos hombres, sobre todo indigentes y homosexuales, o bien extranjeros (el primer caso fue el de un asiático que trabajaba en el cementerio), como ciertos “perturbados mentales”, apelaban también a este método.
Se trata de inicio de vincularlo con otras conductas desviadas, constituyan o no delitos. Aunque despenalizado en la isla desde 1871, Le Roy califica el suicidio de crimen y reclama leyes que vuelvan a castigarlo. Y no por otros motivos expone esta parte del “estudio” en la Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección, celebrada un mes más tarde en Cienfuegos, donde igualmente solicita su condena[33]. Esta no era la opinión de Gordon, que se preciaba de que Cuba siguiera en esta materia el avance de aquellas naciones civilizadas que lo habían despenalizado. Pero, en un plano estrictamente moral, ninguno de los dos admite el suicidio común o cotidiano como una respuesta comprensible, tratándose en todos los casos de comportamientos patológicos o vulgares, tanto más el que practican las mujeres de color. Si el primero se duele de la falta de connotaciones rituales del suicidio por fuego, tachándolo de bárbaro y exigiendo su repulsa; el segundo –aunque se opone a considerarlo delito– se lamenta de que “ninguno de esos actos se realicen como el de Áyax, atravesándose con su espada por no alcanzar las armas de Aquiles; el de Cleopatra, haciéndose picar por un áspid, por no ser víctima de César; el de Aníbal, bebiendo el tóxico de su anillo; el de Demóstenes, envenenándose para no ser presa de Felipe; el de Mitrídates, los Catón, los duques de Praslin, los príncipes de Condé en que la dignidad se ha antepuesto a la vida sin honor” [34].
No se trata solo, ni principalmente, de referencias cultas para adornar el discurso, sino de una valorización del suicidio cotidiano como esencialmente patológico, y por extensión, esencialmente femenino. Mientras el suicidio heroico que sanciona Gordon se inscribe como un acto que indica masculinidad –en otras palabras, hombría–, el que practican las mujeres –y, por extensión, la inmensa mayoría de los cubanos– denota cobardía y resulta tan banal como el motivo que aducen: “aburrimiento de la vida”. En el fondo, no importan los números en sí mismos, sino su rédito en un orden estadístico cuya función es “controlar” las ansiedades. Lo que en realidad se persigue es que rindan una figura de contención: y esa figura es la negra-suicida, la quemada. Ante la imposibilidad de remitirlo a la esclavitud, ante la falta de antecedentes entre esclavas, y sin dudas de frente a su extensión en el nuevo marco democrático, los médicos construyen un nuevo salvaje, en esta oportunidad en femenino. No de otro modo califican el método y su realización, el modo lento y perverso de morir, sino también su carácter sugestivo y contagioso. Desde luego, las llamas metaforizan a la masa, sus aspiraciones de ascenso, su condición destructiva por excelencia y, en Cuba, como señalan con temor algunos intelectuales: su impregnación africana[35].
Con esto se completa la figura. No en balde comenzaba Le Roy su trabajo con algunas alusiones a las “condiciones étnicas”, asegurando que el tema requería meditación y un estudio más detenido. Pero no puede evitarlo y ofrece una serie de caracteres:
En fin, si los suicidas se salen del juego por la tangente, los médicos se aferran a la sinécdoque, solo que eligiendo la parte más jugosa, aquella que escurre sobre la diversidad del problema.
Caracteres animados
¿Qué causas se invocaron entonces? ¿Eran diferentes para el suicidio por fuego? Le Roy consideraba unas mismas causas para el conjunto: herencia, alteraciones mentales, ausencia de principios y de educación, pobreza y contrariedades amorosas, inversión sexual. Pero había una más poderosa que las anteriores y que no dejó de particularizar a propósito del suicidio por fuego: “En mi opinión la causa principal de esta forma –dice textualmente– es el contagio, pues por lo general, cuando los periódicos dan cuenta de un caso, se suceden otros varios en muy corto periodo de tiempo”[37]. Esto adelanta en el acápite que dedica al asunto, para volver en sus conclusiones apoyándose en la tesis bacteriológica en boga. Asegura, así, que habría que evitar su propagación como mismo se hace con la de gérmenes infecciosos, es decir, como se venía haciendo con la fiebre amarilla: controlando los focos.
Merece que nos detengamos en el párrafo siguiente, pues su idea del contagio, que se apoya además en la tesis civilizatoria de E. Caro, en modo alguno resulta simple o gratuita:
No es que la idea tenga algo de novedosa, pues ninguno de los factores que concibe, dejaron de estar relacionados a lo largo del siglo XIX. Antes de conocerse como “efecto Werther”, se habló siempre de “fiebre de Werther”, y la afirmación de que ciertos suicidios resultan de la lectura de libros o periódicos, estuvo siempre infiltrada por la noción de epidemia. Pero no por ello Le Roy, que se extiende en varias direcciones, deja de apuntar a particularidades del medio cubano. En primer lugar, su acento recae en la palabra escrita, pero, como dice, más que nada en los periódicos, con una peculiaridad que no debería escapársenos: el tipo de prensa que consumen pobres y analfabetos, es decir, la prensa gráfica. A su juicio, las imágenes impresionan con más fuerza al iletrado que al letrado, con una intensidad que “hiere los sentidos”; pero, además, con tal poder invasivo, que “penetra” en sus hogares como lo haría un germen. Otra vez estamos entre metáforas y realidades, discursos y percepciones; pero sin que unas excluyan totalmente a las otras. Por un lado, Le Roy moraliza; por otro, acierta en cuanto a periódicos que, como La Caricatura y El País, para poner dos ejemplos, circulaban con amplitud en todos los estamentos. Desde 1890 el primero, y a partir de 1902 el segundo, lideran los cambios tecnológicos, con especial expresión en la crónica de sucesos y, por ende, con influencia por sus contenidos visuales. Ciertos acontecimientos “amplificados” por la prensa –como los propios suicidios– indudablemente refractaban en el lugar de los hechos, entablando canales de ida y vuelta, circuitos de identificación. A tal punto puede afirmarse lo anterior, si consideramos la inextricable red que se establece, ya en la década de 1880, entre juzgados de instrucción y “crónicas de sucesos” (al principio crónicas judiciales), con las casas de socorro y la morgue en cada extremo. No solo se registra a lo largo de la red la casi totalidad de los casos, sino que buena parte, es decir, los cadáveres con toda la información relativa, se reproduce en forma de grabados y fotografías[39]. Se suma el que algunos casos cobren especial relieve. Esto saturó no solo la percepción de la vida cotidiana, sino que la generó en gran medida, legando frases como quedar en la página dos (en referencia a la dedicada a crímenes y suicidios en El País), o acentuando términos –en principio mediaciones subjetivo-legales– como cansado o aburrido de la vida, que se incorporaron al lenguaje corriente.
Sin embargo, cuando Le Roy asegura que los periódicos portan a la par “gérmenes” de civilización y muerte, entra en un plano de generalización, como mismo si –desde la perspectiva actual– pretendiéramos deslindar entre mensajes normativos y sensacionalistas, los cuales venían mayormente entreverados. Pero, por otra parte, no debemos perder de vista el que tenga en cuenta otras vías de contagio, como la “conversación” o el “espectáculo en las calles”, con lo que apunta a un escenario menos figurativo pero acaso más vívido: el de los intercambios urbanos. Con más precisión: el que sustenta el estilo oral-teatral en que se ventilan las emociones sociales.
Para Le Roy, todo es contagio. Pero igualmente acá nos envía a un entorno sensible y no únicamente a su propio discurso. En general, y en su más bien exasperada atribución de causas y motivos, termina ramificando algo que estaba en juego: el efecto –iba a decir reflejo– de los procesos de modernización. En concreto, la multiplicación de interacciones, pero también de sus canales, al despuntar la república. Si cuando afirma que la prensa porta por igual en sus “columnas”, –en los “caracteres animados por Guttenberg” [sic], lo mismo que en los fotograbados tomados al directo del necrocomio–, tanto la civilización como la barbarie, dramatiza y lejos de aproximarse al fenómeno, lo sobrevuela; cuando señala, en cambio, a un tipo de prensa y de receptor, alude a identidades y gente concreta que participa del consumo de masas por las vías expeditas de la cultura visual. Esta observación, la que asimila los medios a la criminalidad y, de modo específico, tipologías de consumo y suicidios, no era desde luego privativa de Le Roy. De modo más gráfico y despectivo, lo expresa Diego Tamayo en su estudio “La vivienda en procomún”, donde relata las condiciones de vida en los solares habaneros, en los que vivía un tercio de la población:
Médicos como Tomás V. Coronado y Antonio Gordon respaldaron la tesis del contagio a través de los medios, y particularizaron su influencia en el suicidio por fuego. Por lo común, se acusa al exceso de detalles sobre la víctima, las circunstancias y la ejecución del acto, es decir, al regodeo estilístico lo mismo por su truculencia que por el empleo de tecnicismos. Todo lo cual, en definitiva, es propio de narrativas como la semiología clínica, la novela naturalista o la crónica moderna en su diversa gama desde el “retrato” modernista al reportaje criminal. Con frecuencia, estas últimas se fusionan, como parece deducirse de las críticas de Coronado:
En contraparte, añade lo que a juicio suyo se oculta tras la narración del vesánico cronista:
Por supuesto, tampoco él escapa al regodeo, tanto más cuando un mismo paradigma indiciario sustenta los discursos[42]. En fin, aunque no puede adjudicarse el aumento de los suicidios, cualquiera sea la modalidad, a la mayor circulación de relatos criminales, sin dudas estos reforzaron una serie de significados relacionados con la conducta suicida. No debe descartarse, pues, el impacto perceptual y la saturación misma como factores que obraron, en ocasiones, de modo directo. A fin de cuentas, si modernidad y vida cotidiana se confunden es porque comparten con la prensa un mismo umbral. Se precisa comprender, no obstante, las tecnologías del yo en relación con los medios, y el grado en que intervienen otros relatos y modos de aprendizaje. Con la revolución, por ejemplo, la crónica roja desapareció por decreto y no por ello los suicidios disminuyeron. Durkheim tenía razón (aunque no toda) en su polémica con Gabriel Tarde: ni la imitación ni el contagio explican el aumento de las tasas[43].
De vuelta a los periódicos: una hipótesis
En cualquier caso, el suicidio por fuego es el más enigmático de todos los suicidios en Cuba. Si bien por su especial distribución y aporte al suicidio femenino, permite, lo que ya es mucho, orientarnos en el conjunto del fenómeno y establecer con meridiana claridad su relación con la sociedad doméstica; resulta, en cambio, ciertamente difícil desentrañar aspectos como su rápida emergencia, aceptación como método, posterior expansión a punto de partida del espacio urbano habanero, etc. Para aproximarnos a estas cuestiones y, en particular, a su comportamiento en la primera década del siglo XX, habría que conocer mejor el entorno en que se desencadena. No basta con inferirlo a partir de estudios contemporáneos, algunos imprescindibles[44], sino que es preciso volver a las referencias de época. Una forma de hacerlo es serializando la información accesible a través de la prensa, no para confrontarla con las estadísticas, lo que comportaría sesgos y sería ingenuo, sino para enfocar en grado suficiente[45]. Otra, eligiendo crónicas que ofrezcan claves sobre los procesos de comunicación a nivel microsocial, sobre violencia y experiencias corporales, etc.[46] Se imponen, pues, preguntas como las siguientes: ¿quiénes fueron estas personas y qué tenían en común?, ¿dónde y cuándo tuvieron lugar los primeros casos?, ¿en qué momento se alcanza un cierto umbral en términos de aprendizaje para que se produzca la ignición social? Y ¿cómo, en definitiva, se aprende y ritualiza el método?
En la década de 1890 los casos de suicidio por fuego eran extremadamente raros en la prensa occidental, y tan aislados que no puede aducirse un patrón, salvo que prevalecen en mujeres. Por otra parte, la crónica judicial cubana no recoge ninguno en el marco de la esclavitud, en el que, dicho sea de paso, las esclavas se mataban notoriamente menos que los hombres. Los dos primeros casos de suicidio por quemaduras van a tener lugar en abril de 1895 y marzo de 1896, casi con un año de separación entre ellos, pero a la vez separados del siguiente por un periodo de cuatro años: 1900. ¿Qué tenían en común esos dos suicidios con los que pudo perfectamente autolimitarse el empleo del método, tal como ocurría en otras latitudes? Los datos resultan incompletos, pero algo muestran: ambas mujeres eran naturales de Pinar del Rio. Tomasa Corrales, casada y de quien no se consigna raza ni edad, es natural de Remates de Guane; mientras María Gregoria Mora, soltera y de 17 años, es nacida en Consolación del Sur. La primera, que no fallece de inmediato, declara estar “cansada de vivir” y pide que no culpen a su esposo “pues no tenía la culpa de su aburrimiento, ni le había dado nunca mal trato, ni disgusto alguno”. La segunda agoniza durante ocho largos días y es todo lo que sabemos. El primero tiene lugar antes de la guerra, el segundo en su curso y escenario. No pueden sacarse conclusiones[47].
Como se desprende: 1900 es el Año Cero, con el que comienza una progresión que en breve se mostrará más espacial que aritmética. A lo largo del mismo se recogen los casos de tres mujeres y dos proceden del interior del país: una de Cárdenas y la otra –curiosamente– también de Consolación del Sur. El que sería el presunto primer caso en la capital muestra uno de los rasgos más recurrentes, su repercusión pública: “envuelta en llamas echa a correr para la calle”. Se llama Antonia González, tiene 20 años y vive en Campanario 232. Por su parte, María Eloísa Padrón Martínez tiene 18 y vive en Maloja 46 (calle que registrará otros cinco casos antes de 1910). Por último, Elena Fernández, negra y de 20 años, como no logra provocarse más que “quemaduras leves”, se arroja al tranvía de Zanja; en ambas ocasiones, intervienen sus vecinos impidiéndolo.
Al año siguiente encontramos cuatro. María de los Ángeles Sánchez, de 37 años y vecina de Jesús Peregrino 57 aporta dos referencias significativas. La primera: declara, como último deseo, que no saquen su fotografía en La Caricatura. ¿Broma del cronista o (des)identificación con un recurso corriente? Más bien esto, un reclamo por la identidad personal y física, aunque quizás un modo macabro de ironizar. Y la segunda: es natural de Candelaria, esto es, también ha migrado desde Pinar del Río. Crecencia Calderón tiene 22 años, vive en la calle Arsenal, declara estar aburrida y corre igualmente envuelta en llamas; para redondear, también migra, en este caso desde Alquízar. Evangelina Rodríguez, de 20 años y vecina de San Isidro 52, es de Matanzas. Por su parte, Benita Pinto Hernández, de 31 años, mestiza, soltera, y residente en Misión 77, declara infidelidad, celos y sentirse humillada por otras dos mujeres.
Pero si atrayentes resultan los datos extraídos de las crónicas iniciales, más lo son, a nuestro juicio, los que se desprenden de dos suicidios que tuvieron lugar en 1902, toda vez que admiten, por sus connotaciones, plantear una hipótesis. Si bien el fenómeno muestra ya cierta sucesión, estamos ante lo que podemos considerar “casos despegue”: esto es, aquellos que, más por su significado que por motivos estadísticos, suponen un punto de inflexión. Se trata del suicidio por fuego de una hija y, acto seguido, de su madre. Esta no solo responde previsiblemente por dolor, quitándose la vida, sino que lo hace empleando el mismo método. Natural de La Habana, de 18 años, negra y vecina de un entresuelo ubicado en el Mercado de Tacón, Aurelia Rodríguez Castañeda se suicida el sábado 21 de junio de 1902. No actúa con impulsividad, no convierte en arrebato su desesperación, sino todo lo contrario, lo acompaña de una mediación –mediatio mortis–, al menos en lo que comporta al procesamiento del acto. Escribe una nota concisa, como corresponde: “No culpen a nadie, me mato por no poder más”[48]. Y a continuación y tras pasar el cerrojo, se tumba en su cama, para llevarlo a efecto. Una semana más tarde, su madre, Luisa Castañeda Moreira, negra, de 41 años, natural de Jaruco e internada de tiempo en el Hospital de San Lázaro, procede del mismo modo: se encierra en el baño y tras arrojarse alcohol sobre los vestidos enciende un fósforo.
Trascenderán los siguientes datos familiares: enfermedad de la madre, ausencia del padre, pobreza, maltrato y abandono de la hija por parte de su esposo. Ninguno, bien visto, aporta algo que no se haya delineado. En sí mismos, nada explican. Pero reúnen, en cambio, y al margen del sentimiento de pérdida que pudo precipitar el suicidio de la madre, algunas características: un drama en común y la elección del mismo método sin que medie convivencia física. Podría aducirse, al modo en que lo haría Le Roy, que la madre ha actuado por “imitación” o “sugestión”, considerando que el suicidio de Aurelia fue ampliamente divulgado en la prensa. Sin embargo, en esta situación en apariencia específica cuenta otro tipo de aprendizaje que no necesariamente excluye a los medios, sino que los engloba: un aprendizaje por simpatía y familiaridad. Ambos términos en cursivas, puesto que, más allá del lazo familiar, de lo que se trata es de una corriente de identificación que pudo, muy bien, intervenir en la mayoría de los casos. En otras palabras, una identificación afectiva, cuasi solidaria, entre personas que comparten unos mismos atributos y se hallan en una situación no solo próxima en sentido convivencial, sino común –y aquí no caben cursivas– en cuanto a experiencias.
Pero antes de seguir conviene hacer ciertas precisiones y recordar algunos precedentes. En primer lugar, el acto no es complejo en sí mismo; y en segundo, aparece culturalmente codificado como femenino. En este sentido es más cultural que social; pero, para lo que nos importa, su aprendizaje y expansión en el entorno cubano, no basta con lo anterior. Por otra parte, los materiales están al alcance. Sin embargo, aunque podría hablarse de familiaridad con el petróleo y el alcohol, por sus usos domésticos desde la década de 1880, sería también secundario. Ambientes semejantes no determinan nada igual en otros países. Mas significativo es el hecho de que estas mismas mujeres (mismos barrios, mismas edades, mismas problemáticas) vengan apelando, con creciente frecuencia, a los envenenamientos. Como puede verificarse, los últimos años del XIX comportaron un aumento de intentos de suicidios y suicidios consumados con disoluciones de fósforo, ácido fénico, o bicloruro de mercurio, entre otros venenos baratos. Si sumamos que estos envenenamientos se disparan de modo ostensible en la capital a partir de 1902, estamos sobre aviso[49]. Y es que de un siglo al otro han crecido también las motivaciones para quitarse la vida, eso que Baechler, incluyendo a vulnerables o propensos, definió como dispersión de los motivos[50]. Estos se extienden a un mayor número de personas, por lo que el terreno resulta propicio.
Acto en extremo vívido, el suicidio por fuego encontró en la tensión perceptiva propia de un habitus donde las expectativas habían cambiado, sin que se modificara el estilo de vida, sus condiciones de emergencia. Por su elevado impacto emocional, por su espectacularidad y visibilidad, y en lo que toca al cuerpo y a la sexualidad como objetos que articulan su lógica suicidaria, comportó sin dudas una “respuesta” frente a la dominación masculina, en un ambiente ligado a otras formas de violencia. Por sus mensajes de autocastigo / protesta, dependencia / redención, culpa / purificación, se genera a sí mismo y deviene instrumento que responde de modo perentorio a las necesidades.
En otras palabras, incita simpatía y familiaridad. No es que no existiera antes esa identificación, pero sí que encuentra ahora (y deberíamos acá distinguir entre espacio social y entorno psíquico como sistemas que, si bien se alimentan, resultan independientes), por decirlo así, su disparador: el propio método. No por su mecánica, desde luego, sino por la manera en que “devuelve” la violencia, como también por cumplir, de modo más ajustado que los envenenamientos, con resoluciones y propósitos más firmes, inherentes tanto a su letalidad como a la alteridad.
Si por un lado se acopla al entorno como acción dramática que debe conmover a los espectadores más cercanos (y parte de ellos serán los próximos actores), alcanzando incluso a la sociedad en su conjunto; por otro es evidente que no ajusta en igual medida con los grabados de prensa, por más que “hieran los sentidos”. Acorde con la exterioridad del modo de vida, con el carácter (con frecuencia) público de los conflictos, y con el estilo oral-teatral en que se ventilan las emociones sociales, podría entenderse como un acto radical que se aviene, por último, con los rasgos psicológicos de quienes lo eligen: impulsividad, agresividad, sentimientos de vacío y abandono, etc., allí donde los dispositivos de confesión-comunicación resultan endebles.
Se suma que los contenidos amorosos mayormente expresados, son sintomáticos de carencias estructurales (también psíquicas) que frustran las demandas de protección y confianza, tanto como de ascenso social, en una sociedad marcada por prejuicios interraciales. En breve, pues, se afianza como parte de un repertorio cognitivo que lo codifica no solo como un comportamiento adecuado, sino también, plausible.
Croquis de un entorno
Antes de continuar con algunos ejemplos sobre relaciones con el cuerpo, escenarios, y dinámicas familiares, convendría resumir la información serializada a partir de los periódicos. Se trata solo de datos consignados, aquellos que trascienden de los reportes y declaraciones, por lo que la parte sumergida debe inferirse, y, como ya dije, no complementan las estadísticas. Distribución anual: 1900 (3), 1901 (4), 1902 (3), 1904 (8), 1905 (13), 1906 (8), 1907 (18), 1908 (13) y 1909 (22). Total: 92. Rangos de edad: -20 (27), 20-29 (12), 30-39 (6), 40-49: (9), + 50 (1). Razas atribuidas: negra 10, mestiza 10, blanca 7. Proporción entre sexos: 82 mujeres y un significativo diez hombres. Nacionalidad: 5 españoles (3 mujeres) y un chino (empleado del Cementerio Chino al que Le Roy alude y al que pondremos nombre: Adolfo Scull). Barrios más frecuentes: Jesús María, Sitios, Atarés, Pueblo Nuevo, Dragones. En este orden. Se trata de antiguos barrios extramuros, contiguos entre ellos. Se suman Jesús del Monte y, de modo más disperso, el resto. Entre las calles, Maloja. Emigración interna: 16, con predominio desde Pinar del Río (10), y, curiosísimo, desde Consolación del Sur (5). Estado civil: ampliamente solteras y “concubinatos”. Motivos aludidos: aburrimiento de la vida: 10; conflictos de pareja (maltratos, acoso, infidelidad, celos, abandono): 8; conflictos con los padres (oposición a relaciones amorosas, castigos, raptos): 7; ofensas y abusos en la calle (4); enfermedad mental (3), enfermedad física (3), falta de recursos (3). ¿Ocupación? Mayormente no tienen edad laboral o realizan labores en casa. Cuando se consigna: lavanderas, despalilladoras y prostitutas.
En fin, más que una progresión aritmética se perfila una sucesión geométrica. Al serializar los datos de prensa (y las fechas siempre trascienden), no se aprecian casos repetidos a corto plazo, salvo la excepción señalada. Ni siquiera una tendencia estacional[51]. En cambio, la distribución indica una geografía urbana precisa, un mapa concreto. Se trata de los barrios más pobres y, ya para entonces, más densamente poblados, adonde al ser más baratos los alquileres concurre buena parte de las familias más desfavorecidas. En ellos se localizan no pocos de los prostíbulos existentes. Si se considera el alto número de mujeres que se dedican a la prostitución, y el que los prostíbulos se inserten –con frecuencia– en contigüidad con los conjuntos habitacionales, entonces los ligámenes entre pobreza y violencia de género se tornan reveladores.
Pudiera añadirse –y en buena medida los datos lo confirman– que estamos ante un sector profundamente afectado por la guerra y la reconcentración, que acababa de atravesar, y atraviesa aún, una experiencia social límite. Muchas de estas mujeres que, como era usual, no tenían padres conocidos y vivían en hogares matrifocales, habrían perdido a sus madres. Con frecuencia los conflictos remiten a tensiones interraciales o bien al carácter autoritario de las familias[52]. No es exagerado, por tanto, suponer que parte de ellas padecen de disturbios postraumáticos –lo que los médicos califican de «histerismo», sancionando la «impresionabilidad del alma negra”– y que no pocas habrán sido abusadas en la infancia o adolescencia.
Por último, no deja de ser interesante el que 10 de los 92 casos sean varones. Basta apreciar con cierto detenimiento las estadísticas de la época, para captar la lógica, o si se prefiere, las tendencias de asimilación en este sentido: los blancos solían apelar al método en mayor proporción que los negros, destacando –entre estos– aquellos que escapan al “canon masculino”: homosexuales, ancianos, y extranjeros. Vemos también una temprana asimilación por españolas, como Ramona González Díaz, natural de Galicia y de 49 años, casada y vecina de Puerta Cerrada 77, que se da candela el 14 de noviembre de 1907 a causa de un hijo enfermo.
Casos 1 y 2. Aunque no se trata de un suicidio por fuego, elijo el primero por el grado de violencia que revela y remeda. El segundo, en línea parecida, trasluce igualmente el monto de agresividad.
Caso 3. Probablemente el primero en hombres. Como en “La Caricatura”, indica el recurso a la sátira y el nulo respeto por los actores.
Caso 4. Carácter espectacular, público. Aunque en ocasiones se encierran en una habitación, la inmensa mayoría corre por instinto hacia calles o patios interiores, lo que, además del impacto, implica a familiares (con frecuencias sufren quemaduras), vecinos y agentes públicos que intentan auxiliar a la víctima.
Caso 5. Además de dar cuenta de la dinámica del conflicto, en este caso intrafamiliar, adelanta la extensión que ya se observa hacia las periferias (al tiempo que a otras ciudades) y pone de relieve el concepto asistencial que lo acompañó de modo permanente: el de asistencia a las clases menesterosas.
Conclusiones
Sería extenderse demasiado seguir toda la evolución del suicidio femenino en la república y durante la revolución. Insistiré solo en un hecho que acompañó su incremento en ambas etapas, mientras el suicidio por fuego hacía su enigmático aporte: la estrecha proporción entre sexos. Esta alcanzará en los años ochenta, esto es, entre la crisis del Mariel y la caída del campo socialista, valores semejantes a los registrados entre afrodescendientes en las primeras décadas del siglo[53]. Se replicaba así uno de los rasgos más característicos, indicativo de una crisis persistente de la sociedad doméstica que, ni la inversión social (salud, educación, etc.), ni la incorporación de la mujer al trabajo, modificaron. Como resultado de la compulsiva estatalización de la economía y, en consecuencia, de la devaluación del rol masculino, la dominación no hizo más que incrementarse; esto, sin sumar las coerciones que el régimen impuso.
No solo el suicidio cubano en general, y el femenino en particular, estuvieron siempre lejos de explicarse por factores aislados, sino que expresaron en todo momento las colisiones entre los procesos de modernización y la sociedad doméstica[54]. Sumamente acelerado en un caso y, forzosamente social en el otro, el riesgo fue sustituido por la cancelación. De cualquier forma, no había que añadir más remociones. Las estructuras familiares, lejos de asentarse, se debilitaron. Ambos cambios, de la colonia a la república, y de la república al socialismo, implicaron profundas conmociones. El fenómeno se establece con rapidez y difícilmente pueda explicarse en términos de mentalidad, como el invocado sacrificialismo. Por su carácter temprano y heterogéneo, y por consolidarse de entrada entre grupos muy diversos, remite a las junturas mismas de la nación, revelando más bien su reverso: la violencia que, en todo caso, encubre. Por si fuera poco, cada tránsito coincidió con periodos de explosión demográfica seguidos –en el curso de una generación, e incluso menos– de recesiones brutales. Se cegaban así las esperanzas de amplios sectores de la población y, en especial, de la juventud.
Notas
[1] Para un resumen crítico sobre el valor de las estadísticas de suicidio y los diversos debates y cuestionamientos, consultar Christian Baudelot y Roger Establet (2008): Durkheim y el suicidio, Nueva Visión, Buenos Aires, pp. 49-73.
[2] (1942) Boletín de Estadística. Delitos en general, suicidios, accidentes y contravenciones, Buenos Aires, MCMXLII; y, Julio C. Vignolo Ballesteros (2005): Estudio del suicidio en el Uruguay. Periodo 1877-2000, Ministerio de Salud Pública, Montevideo. Otras excepciones, conocidas a partir de 1970, son las de Guyana y Surinam, con poblaciones de menos de un millón de habitantes y distribución en extremo diferente entre grupos étnicos y religiosos.
[3] Señalo solo algunos: K. Anil Kumar (1995): “Suicide in Kerala from a mental health perspective”, Suicide in perspective: With Special Reference to Kerala, Rajagiri, Chcre-Hafa. Gábor T. Rittersporn (1997): “Le message des données introuvables: L’État et les statistiques du suicide en Russie et en URSS”, Cahiers du Monde Russe, 38-4, pp. 511-523. Léon Vandermeersch (2004): “Le suicide en Chine”, Clinique du suicide, pp. 53-63. Dela M. Steen and Peter Mayer (2004): “Modernization and the Male-Female. Suicide Ratio in India 1967-1997: Divergence or Convergence?, Suicide and Life threatening Behavior 34 (2), Sumnier 2004. Tanya Jukkala (2013): Suicide in Russia. A macro-sociological study, Acta Universitatis Upsaliensis.
[4] Una recepción amplia, con abundantes correlaciones con la economía, las problemáticas sociales y no pocos aspectos de la vida familiar cubana, en Raymond Leslie Buell (1935): Problems of de new Cuba: report of the Commission on Cuban affairs. Foreing Policy Association, New York, pp. 30, 54, 172. También citadas en «Noticia bibliográfica», Revista General de Legislación y Jurisprudencia, Madrid, 1909, pp. 168-169; Hans Rost, Bibliographie des Selbstmords: mit textlichen Einführungen zu jedem Kapitel, p. 277.
[5] Emmanuel Todd (1983): A troisième planète. Structures familiales et systellles idéologiques, Éditions du Seuil. (Especialmente los acápites “Le mystère cubain, “Anthropologie du suicide”, “Disciplines cachées”, y “La famille communautaire à Cuba”, pp. 50-54.) También Claude Morin (1989): “La Révolution cubaine et son impact sur les comportements démographiques (Communication présentée à l’Université de Louvain-la-Neuve en octobre 1989, publiée dans Eric Vilquin (dir.), Chaire Quetelet (1990): «Révolution et Population: Aspects démographiques des grandes révolutions politiques», Louvain-la-Neuve, Academia, p. 95-117).
[6] Maurice Halbwachs (1930): Les causes du suicide, Avant-propos de M. Marcel Mauss, Paris. Antony Giddens: “A typology of suicide”, European Journal of Sociology, 7 (2), 1966, 276-295; y, The sociology of suicide. A selection of readings, London, 1971. Jean-Claude Chesnais (1982): Storia della violenza dal 1880 a oggi, Longanesi, Milano. Christian Baudelot, Roger Establet (1995): Suicide. L’envers de notre monde, Éditions du Seuil, Paris. De estos autores solo Chesnais menciona de pasada el caso de Cuba, sobre el que apunta: “ningún país desarrollado, con la única excepción de Cuba, tiene una tasa de suicidio elevada” (Storia…, p. 204). Pero, de cualquier modo, para lo que nos ocupa –y válido también para Emmanuel Todd– se trata de datos generales y contemporáneos. Todd llega a preguntarse por las cifras anteriores, de los años treinta, en busca de apoyo para su tesis. Simple juego contrafáctico: ¿a qué conclusiones hubieran llegado de conocer en grado suficiente las estadísticas cubanas y su diferente comportamiento?
[7] Todos los datos fueron elaborados y ordenados a partir de los principales registros estadísticos. Para el período republicano: Estadística Médico Legal y/o Demográfica Sanitaria. Fuentes: Secretaría de Sanidad y Beneficencia; Boletín Oficial (1909-1941). Ministerio de Salubridad y Asistencia Social; Boletín Oficial (1942-1959). Comisión Nacional de Estadísticas y Reformas Económicas (1926-1932). Estadística Judicial: Memoria de Estadística Judicial (1909-1913); Imprenta La Mercantil, La Habana, 1915. Estadística Judicial y Penitenciaria. Libro Primero. Bienio de 1914-1915, La Habana, 1917. Se suman las estadísticas aportadas por Jorge Le Roy y Cassá para el período 1902-1906, y las referentes a las autopsias del necrocomio de La Habana, recogidas por Antonio Barrera y Fernández en diversos trabajos. Para el período revolucionario: Estadística Médica. Fuentes principales: Oficina Nacional de Estadística. Anuario Estadístico de Cuba (1972-1994); Estadística Oficial del Ministerio de Salud Pública (1970-2005); Mora Plasencia, Eddy (1977): Características y tendencias de la mortalidad por suicidio en Cuba (Tesis); y, González Pérez, Jorge (1981); Estudio integral del ahorcamiento en Cuba (Tesis).
[8] Le Roy, Anales…, p. 48 y 50. Antonio Barreras Fernández (1913): Estudios médico-legales: El suicidio en la Habana en el año de 1912, Imprenta Militar. Y las siguientes tesis universitarias: Rafael de la Cruz Ramírez (1948): El suicidio en Cuba: frecuencia y tipos; María Martha Hernández Guzmán (1948): El suicidio por fuego; y, Oswaldo Pis Betancourt (1951): El suicidio por fuego: su frecuencia en Cuba. Si bien insuficiente, la información permite establecer que la distribución de los suicidios corresponde, grosso modo, con la de los grupos ocupaciones para La Habana y todo el país. En este sentido se aprecian con claridad ciertas tendencias: comerciantes, empleados y agente del orden en la capital, y agricultores y jornaleros en el resto del país. En mujeres, amplio predominio en amas de casa, con probable sobrerrepresentación en prostitutas. No se resuelve ni de lejos la cuestión, ya no por lo exiguo de las series y la escasa estructuración de los datos, sino por el elevado número donde no se consigna el oficio, en parte, por encontrarse éstos en edad no laboral. Se pueden mitigar estas deficiencias apelando a la distribución por métodos, lo que indica fuerte tendencia a las armas de fuego en La Habana, y al ahorcamiento, para todo el país, siempre entre los grupos señalados.
[9] Los periodos de mayor crecimiento porcentual de las tasas de suicidio fueron los siguientes: 1902-1914/15=68.0 %; 1920/21-1930=79, 41%; y 1970-1985=70, 23 %. Desde luego varían según se haga el corte. Durante la revolución se producen por sexo y para el total de los suicidios, los siguientes porcentajes de crecimiento: 1963-1968: M:17, 16%, F: 26, 98% y T: 18, 86%. 1970-1979: M: 45,25%, F: 88, 88% y T: 63, 55%. 1963-1982=M: 79, 85%, F: 185, 89% y T: 118, 86%.
[10] Sería extenso abordar los subregistros tanto en la república como durante la revolución. Mientras Le Roy estuvo al frente del Negociado de Estadísticas la calidad fue elevada. Algunos desniveles pueden identificarse con facilidad y, en cierta medida, corregirse. Por suerte, los registros de autopsias de La Habana (1880-1933, 1936-1950) y nacionales (1926-1950) permiten algunos ajustes. A partir de 1959 se aprecian variaciones notables en la distribución de las causas de muerte violenta, más acusadas en algunos periodos. En general, es menor la información por grupo racial y, a menudo, según el tramo etario, siendo suficiente la relativa a la distribución por métodos y provincias. En ambas etapas, república y revolución, la proporción entre sexos y sus evoluciones resultan sumamente estables, como también el reparto por edades, métodos y regiones.
[11] Acá solo planteo el problema. Su desarrollo implica conocer mejor cómo evolucionaron ciertas estructuras familiares entre finales del siglo XIX y principios del XX. Una fuente inapreciable para el estudio de la familia la constituyen los censos de población; en cambio, es lastimosa la ausencia de estudios sociales contemporáneos. Sorprende no solo la magnitud, sino lo temprano del aumento del suicidio femenino en la isla; y no solo en la capital, sino también en Pinar del Río y Matanzas. Así como su nueva expansión bajo el socialismo, con expresión en todo el país y destacando las tasas registradas en las provincias de Holguín, Las Tunas y Granma. Para más información, consultar mi artículo: “El suicidio: ¿una cualidad de lo cubano?», Revista Encuentro de la Cultura Cubana, núms. 45/46, verano/otoño de 2007, pp. 121-37.
[12] Halbwachs, Les causes…, pp. 115-89.
[13] Chesnais, Storia…, p. 222.
[14] No existe modo de asegurar que el suicidio de figuras políticas y, en general, públicas, haya sido superior al de otros grupos. No obstante, cabe esa posibilidad para los años que sucedieron a la guerra e incluso durante las siguientes décadas. Aunque la mayoría de estas figuras ni siquiera se conocen y, por tanto, no son mencionadas en los acercamientos, por lo común, repetitivos a la tradición del suicidio político en Cuba, es decir, aun cuando la lista es mucho más extensa, una relación al respecto no confirmaría nada. Del mismo modo, una relación de comerciantes más o menos conocidos no confirmaría por sí misma lo que sí parece claro: que, en cambio, estadísticamente, estos conforman un grupo suicidario. El resto serían inmigrantes españoles y asiáticos (me refiero al siglo XX), agricultores y jornaleros cubanos, amas de casas y el amplio cupo sin consignar. Estos últimos nos devuelven al carácter anónimo de las estadísticas. En principio ninguno de estos grupos responde a la invocada mentalidad sacrificialista que, en todo caso y otra vez sin que pueda confirmarse, apuntaría a las “figuras políticas”.
[15] Norbert Elias (1990): El proceso de la civilización: investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México D. F, FCE, 1989 y, La sociedad de los individuos, Barcelona, Península.
[16] Manuel Moreno Fraginals (1995): Cuba/España, España/Cuba. Una historia común, Crítica, Grijalbo Mondadori, p. 171.
[17] Robin Blackburn (1963): “Prologue to the Cuban Revolution”, New Left Review, I/21.
[18] Alfonso Hernández Catá (1983): “Los chinos”, Cuentos y novelas, La Habana, Letras cubanas, pp. 47-50. Lino Novás Calvo (1934): “Nosotros y el “Pelapapas”, Diablo Mundo, 26 de mayo, pp. 8-9. También el reportaje biográfico “Un inmigrante en la isla de Cuba”, La Voz, Madrid, 20-28 de agosto de 1934, Potemkin ediciones, núm. 12, octubre-diciembre 2015.
[19] Joaquín Nicolás Aramburu (1904): “Lacerías morales I y II”, Diario de la Marina, 30 de julio y 3 agosto, resp., p. 4 y 4.
[20] Aramburu: “El suicidio”, Vida Nueva, Año II, núm. 1, p 5-7. En otro de sus muchos artículos sobre la materia, contrapone el suicidio por fuego de una niña matancera de 13 años, a la indiferencia de los políticos y dice abiertamente que seguro no se suicidaría la hija del presidente. Confronta a continuación la vida de la alta sociedad cubana con la de las clases bajas, y habla de mujeres cansadas de su pobreza, huérfanas, ultrajadas y desesperadas. Para Aramburu en eso consiste el sentimiento de estar aburridas de la vida. Carecían de apoyo y consuelo, de amigos y de educación cristiana, y ni siquiera habían entrado a un cinematógrafo. “Desequilibradas en el vicio”, señala que el camino de muchas era la prostitución. Para afirmar, por último, que los esclavos comían y los amos se interesaban en preservarlos mientras ahora todo es abandono y muerte (“Baturrillo”, Diario de la Marina, 13 de marzo de 1916, p. 2.)
[21] Aramburu: “El suicidio”, p. 5-7.
[22] Rafael Serra (1907): Para blancos y negros. Ensayos políticos, sociales y económicos, La Habana, p. 41.
[23] Serra…, p. 47 y 58.
[24] Serra…, p. 141.
[25] Simecrées Luzverás (1905): La voz de Martí o un inventario político, La Habana. No pude dar con el nombre del autor. El discurso fue escrito para conmemorar el 24 de febrero de 1905. Por las alusiones a Estrada Palma y la recurrencia al suicidio, podría sospecharse de Rafael Sierra. Se trata de una de las hagiografías más tempranas y vehementes de Martí. Casi mediúmnicamente, se invoca el descenso de su espíritu a fin de que envuelva a la nación. Aunque enferma de cuerpo, es decir, más que nada abandonada a la pobreza y al suicidio, precisa de un cuidado espiritual que solo Martí puede tributarle.
[26] Jorge Le Roy y Cassá (1907): “¿Quo tendimus? Estudio médico legal sobre el suicidio en Cuba durante el quinquenio 1902-1906”, Anales de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, T. XLIV, pp. 38-63.
[27] Le Roy expresa: “Tengo oportunidad de examinar las estadísticas de todas las naciones, y del análisis en ellas practicado solo he descubierto un caso en España, otro en Buenos Aires, y uno más que ocurrió hace muchos años en Nueva York” (ob. cit.). Por su parte, el médico forense Antonio Barreras Fernández anota: “Este bárbaro suicidio, bastante frecuente en La Habana, es tan raro en Europa que Lombroso dice de él que extraños son los casos de suicidios por quemaduras, y cuando acontece, recae el locas y epilépticas.” (El suicidio en la Habana en el año de 1912, ob. cit.).
[28] El ritmo de crecimiento de las inmolaciones es efectivamente sorprendente. Partiendo siempre de 1902, para todo el país se cuatriplican en 1908 y quintuplican en 1914. Para La Habana se triplican en 1905 y multiplican por ocho en 1913. En ambos casos, se estabiliza a continuación.
[29] Típico prejuicio estadístico, incluso en demógrafos de la talla de Le Roy: “Respecto a los suicidios, adviértese una pequeña mejoría en la evolución de este fenómeno social, pues si bien es verdad que los producidos por armas de fuego, colgamiento y sumersión han sobrepasado en 20 las cifras del año anterior, los debidos a otros medios y sobre todo el suicidio por fuego, han experimentado un descenso de 29 comparados con los mismos del año 1909, y la diferencia de 9 muertos menos este año, aunque muy pequeña no deja de ser halagadora, teniendo en cuenta la marcha progresivamente ascendente que lleva este mal social”, Boletín oficial. Estadística demográfica y sanitaria de la República de Cuba, T-6, 1910, p. 580.
[30] Tomás V. Coronado (1907): «Informe emitido por la comisión nombrada para juzgar la memoria presentada en opción al Premio de Medicina Legal fundado por el Dr. Antonio de Gordon y cuyo lema es ¿Quo Tendimus?”, Anales de la Academia, T-XLIII, pp. 399-401.
[31] La idea de un modus moriendi para cada nación conforma uno de los relatos más potentes desde el siglo XVIII y había cobrado fuerza a lo largo del XIX. En el contexto del estudio de Le Roy, a los médicos cubanos les atrae un artículo del psiquiátrico checo Vincenc Návrat que, con el título “La géographie du suicide”, acababa de salir en la Revue Clinique de Vienne (1906). Poco después de publicarse el estudio de Le Roy aparece en La Habana, con igual título (“La geografía del suicidio”) un comentario sin firma sobre el texto de Návrat. (Diario de la Marina, 4 de septiembre de 1907, p. 1).
[32] Antonio Gordon y de Acosta (1908): “Sobre el suicidio”, Anales de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, Tomo XLIV, pp. 824-29.
[33] Jorge Le Roy y Cassá (1907): “Suicidio por el fuego”, Sexta Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba, celebrada en Cienfuegos el 1 de abril de 1907. Memoria Oficial, La Moderna Poesía, La Habana, pp. 225-228.
[34] Gordon, “Sobre el suicidio”, pp. 828 y 29.
[35] Es del todo significativo que un fenómeno como el del suicidio por fuego, más allá de la alarma que despertó en los círculos médicos y en la prensa nacional, no fuera estudiado desde el punto de vista de la antropología o etnología criminal. No integraría tampoco, más adelante, el expediente de las ciencias sociales. Queda relegado así al campo de la psiquiatría. En Los negros brujos, Ortiz se limitó –mientras paralelamente construía en las figuras del brujo y el ñáñigo al nuevo salvaje salido de lo profundo de la esclavitud– a incluir algunas crónicas tomadas de la prensa donde se lo relaciona con la brujería y el espiritismo. Fuera de ello no hay rastro sobre el suicidio por fuego –ni sobre el suicidio femenino– en su obra. Apela a las estadísticas para indicar el aumento de las tasas y usarlas como argumento en La decadencia cubana (1924). Sobre el manejo que hace de los números y sus diversos posicionamientos frente al suicidio, puede consultarse mi texto “Del esclavo suicida al suicidio cubensis. Una lectura de la muerte voluntaria en el primer Ortiz”, Ciencia y poder en Cuba: Racismo, homofobia, nación (1790-1970), Madrid, Editorial Verbum, 2014, pp. 93-108.
[36] Le Roy, “¿Quo tendimus? Estudio…”, p. 41.
[37] Le Roy, “¿Quo tendimus? Estudio…”, p. 51.
[38] Le Roy, “¿Quo tendimus? Estudio…”, p. 61 y 62. E. Caro: El suicidio y la civilización, Madrid, La España Moderna, 1893. El ejemplar, anotado por Le Roy, se encuentra en la biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística.
[39] Por lo menos hasta finales de los años veinte los suicidios eran informados a la prensa casi en totalidad. Si bien los homicidios, como se presupone, suponían un mayor seguimiento, la publicidad de éstos es realmente asombrosa, de una constancia que no agota el registro, aunque colinde con el estupor. Era tan inextricable la red juzgado-hospital-necrocomio-prensa que, en ausencia de los datos estadísiticos, el médico Tomás Plasencia realizó en 1886 el primer estudio sobre el suicidio en La Habana partiendo únicamente de la crónica de sucesos. Lo sorprendente es que los suicidios consumados que recogió de los periódicos prácticamente coinciden con los reportados en la Morgue por esos mismos años.
[40] Diego Tamayo (1904): “La vivienda en procomún (casa de vecindad). Sus inconvenientes y reformas que deben introducirse”, III Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba. Memoria Oficial, La Habana, Imprenta La Moderna Poesía, pp. 235-242
[41] Coronado, “Informe…”, p. 400. La idea de que la prensa era la causa del aumento de los suicidios, sea como consecuencia del “afán informativo a la moderna” que refiere Coronado, o por el consumo de la crónica de sucesos en los solares habaneros, etc., tuvo otros muchos seguidores en esa época y se tradujo en diversos reclamos de censura, tal como se había propuesto en el Congreso Científico Latino Americano de Buenos Aires, celebrado en 1898. En aquel cónclave se presentaron algunos de los primeros trabajos sobre el suicidio en el continente: Víctor Arreguine, “El suicidio”; Diego Pérez, “Estudio sobre el suicidio y la enajenación mental bajo el punto de vista higiénico social en la República Oriental del Uruguay”; y, Fermín Rodríguez: “El suicidio en Buenos aires”. Todos estos autores se manifiestan a favor de la penalización del suicidio, lo que fue habitual en esa época entre médicos y antropólogos, y coinciden en que la prensa era la causa por excelencia de su aumento.
[42] Carlo Ginzburg (1993): El juez y el historiador, Barcelona, Anaya & Mario Muchnik.
[43] Massimo Borlandi et Mohamed Cherkaoui (2000): Le suicide. Un siècle après Durkheim, Paris, PUF. (Sobre todo: Philippe Besnard e Massimo Borlandi, presentación a Gabriel Tarde: “Contre Durkheim à propos de son Suicide”, pp. 219-55.)
[44] Desde Apuntes sobre la vida cotidiana en Cuba en 1898 (1975) de María Poumier, pasando por Una sociedad en crisis. La Habana finales del siglo XIX (2000) de M. del Carmen Barcia Zequeira, entre otros libros de esta autora, hasta La peligrosa Habana. Violencia y criminalidad a finales del siglo XIX (2005) de Yolanda Díaz Martínez. Así como buena parte de los estudios sobre inmigración y prostitución. Se echa en falta trabajos más específicos sobre la vida cotidiana en Cuba, en sus diferentes entornos, sobre todo en las primeras décadas del s. XX.
[45] Serializo toda la información recabada sobre casos de suicidio por fuego reportados en La Lucha, Diario de la Marina y La Discusión antes de 1910. A la vez elijo algunos para el presente texto. En To Die in Cuba. Suicide and Society (The University of North Caroline Press, 2005, p. 147), sin dudas el estudio más completo sobre el suicidio en Cuba, Louis A. Pérez Jr. cita algunos de estos casos, incluyendo el más antiguo de todos, reportado en abril de 1895. Acá añadimos otro muy próximo y establecemos una base de datos lo más ambiciosa posible, no con propósito descriptivo, sino para profundizar en el entorno en que se generó el fenómeno y formular una hipótesis sobre su aprendizaje.
[46] Las crónicas elegidas constituyen una pequeña muestra. Requiere más tiempo su elaboración, sobre todo en lo relativo a prácticas que fueron infrecuentes, como los suicidios-ampliados, o los pactos suicidas.
[47] No pueden sacarse conclusiones, pero sí ventilar sospechas. Una tan acuciante como conocer el origen étnico de los dos primeros casos reportados, así como de las suicidas que emigraron desde Pinar del Río y, en especial. desde Consolación del Sur (no son pocas en una serie de 92). Desgraciadamente no pude consultar más que los tres periódicos aludidos. De confirmarse que se trate de mujeres blancas de probable ascendencia canaria, estaríamos ante cuestión todavía más singular: que la “pequeña llama”, como decía Goethe para defenderse de las acusaciones contra Penas del joven Werther, solo se convierte en fuego si sopla viento a su favor.
[48] Thomas Macho (2021): Arrebatar la vida. El suicidio en la Modernidad, Herder Editorial S.L., Barcelona, p. 110. Eric Volant (1990): Adieu, la vie: étude des derniers messages laissés par des suicidés, Éditions Bellarmin, Québec, Canada. No puedo extenderme acá sobre las cartas de suicidas en Cuba; constituye todo un capítulo. Apunto solo que, aunque menos frecuentes, no son raras entre quienes se prenden fuego.
[49] Informe anual sanitario y demográfico de la República de Cuba (serie 1902-1908); continuación en Boletín Oficial de Sanidad y Beneficencia (1909); Anuario estadístico de la República de Cuba, La Habana, 1915, p. 57.
[50] Jean Baechler (1975): Les suicides, Préface de Raymond Aron, París, p. 490.
[51] Las estadísticas sanitarias muestran para ambos sexos una mayor prevalencia de suicidios en los meses de verano, lo que, más que con el clima, parece estar relacionado con el carácter estacional de la producción. Sin embargo, entre mujeres y al menos en La Habana, no se aprecia este indicador. Ello se refleja en el estudio de Le Roy, así como otras estadísticas consultadas. En nuestra muestra, los suicidios por fuego tuvieron mayor prevalencia entre marzo y junio; pero repito, es riesgoso contrastar datos de prensa con series estadísticas.
[52] Para profundizar en numerosos aspectos de las relaciones interraciales, sexualidad, patrones de pareja y tipos de hogar en Cuba durante el siglo XIX, consultar los estudios de Verena Stolcke (1992), entre otros: Racismo y sexualidad en la Cuba colonial, Alianza Editorial, S. A. Madrid, y “La influencia de la esclavitud en la estructura doméstica y la familia en Jamaica, Cuba y Brasil», Desacatos, núm. 13, invierno 2003, pp. 134-51.
[53] La proporción hombre/mujer para los dos grupos evolucionó del modo siguiente: 2,10/1 (1902-1906); 1,79/1 (1908-1919); 1,94/1 (1920-1936); 1,56/1 (1943-1953); 1,54/1 (1965-75) y 1,14/1 (1980-1990). Si en la población blanca era en principio de 2,13/1 (1920-1933), luego desciende a 1,66/1 (1940-1953), mientras en afrodescendientes se mantiene casi igual en iguales periodos: 1,38 a 1,26. Esta tendencia, ya acusada en la década de 1940, denuncia un aumento relativo de los suicidios en las mujeres blancas. Al apreciar las tasas femeninas se observa que, si entre 1910 y 1921, eran invariablemente superiores en negras y mestizas, de 1943 a 1953 tienden, por el contrario –si bien a menor distancia–, a ser superiores en las mujeres blancas. Por tanto, la evolución de las proporciones funciona como un indicador que anticipa, en gran medida, lo que acontece con la revolución.
[54] Para ahondar en las relaciones entre suicidio y sociedad doméstica, con orientación a países asiáticos o no occidentales, ver Christian Baudelot y Roger Establet, Suicide… (ob. cit., pp. 215-38).
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