Ángel Pérez: Del cuerpo que se lleva a cuestas. Itinerarios suicidas del cine cubano (1959-2020)

Archivo | Cine | Dokumentxs | 22 de junio de 2022

Cerramos nuestro dosier ‘Variantes del suicidio en la isla’ con este excelente nodo -hecho por Ángel Pérez- entre el «sacrificio de uno mismo» y el cine cubano.

El suicidio es la única libertad auténtica que tenemos en la vida.

Cioran

Giró la llave de la cerradura, y Emma fue directamente al tercer estante, hasta tal punto la guiaba bien su recuerdo, tomó el bote azul, le arrancó la tapa, metió en él la mano, y, retirándola llena de un polvo blanco, se puso a comer allí con la misma mano.

Flaubert

Las primeras páginas del guion original de Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), escrito por el propio cineasta y el narrador Edmundo Desnoes, autor de la novela homónima en que se inspiró la película —publicado por Ediciones ICAIC en 2017, junto a una selección de textos que valoran la trascendencia del filme y las circunstancias de su producción—, presenta a los lectores una escena eliminada del corte final de la película; sin embargo, la misma resulta bastante reveladora acerca de la concepción del personaje y del hondo desasosiego experimentado por él al descubrirse suspendido en un capítulo nuevo de la Historia del país:

Prólogo

Una voz fría, sin inflexiones especiales, mecánica, irá leyendo un acta levantada por la Policía con motivo del hallazgo de un cadáver en un apartamento del Vedado a los tantos días del mes de octubre de 1961. Dicho cadáver presenta signos de envenenamiento y se presume que sea consecuencia de un suicidio. Entre los documentos encontrados (se pueden enumerar algunos) y que pueden ser de interés para las investigaciones, hay un diario.

Las imágenes serán (en silencio, sin efectos):

1. Apartamento

los agentes en el momento en que se van a llevar el cadáver de la casa;

2. Exterior del edificio

curiosos;

el exterior;

meten el cadáver en un carro y parten;

la gente en la calle, los curiosos, se dispersan: cada uno sigue con lo suyo (esta escena debe mostrar un poco el mismo sentido que la del baile de Prado que se verá casi al final del filme);

3. Emplazamiento de artillería

el carro pasa frente a un emplazamiento de artillería: se detiene el cuadro.

Aquí entra la música (tímpani), aparece el título y sucesivamente los créditos sobre:

4. Calle

un grupo de milicianos muy vitales (foto fija);

rostros (fotos);

5. Estudio

una foto de carné de Sergio, a toda pantalla;

6. Calle

serie de fotos fijas de la movilización que vamos a ver en movimiento al final de la película;

algunos primeros planos (fijos) de Sergio.

Todas las imágenes fijas que aparecen después del título estarán tomadas de escenas que veremos en el filme (todas, menos la foto de carné).

A partir de la séptima escena, siguiendo la enumeración de Páginas de un diario —título con que se concibió el guion—, el texto se corresponde, básicamente, con las imágenes y acciones contempladas en el filme. Se podrán leer otros interesantes pasajes suprimidos del corte final, e incluso se extrañará la ausencia, sobre todo, de la extraordinaria secuencia de la película donde Sergio contempla la ciudad a través del catalejo instalado en el balcón de su apartamento; surgida durante el rodaje, en sus escasos minutos, se alcanza a explicar, con una elocuente concentración simbólica, un perfil determinante del protagonista: la distancia, el aislamiento, y la mirada de túnel, desde los que contempla y vive el acontecimiento histórico que tiene lugar frente a sus ojos. Mas todavía resultan significativas, entre las páginas del guion que no se concretaron tal cual en el filme, las dos escenas con que, en un principio, cerraba la historia:

134. Apartamento de Sergio

Noche. No puede dormir. Se sobresalta. Se queda absorto, sonándose insistentemente la uña del dedo pulgar con el diente.

Voz de Sergio: Esta isla es una trampa. Somos muy pequeños y demasiado pobres. Es una dignidad muy cara. No quiero pensar. No quiero saber nada. Nada

Va al botiquín. Registra. Coge un frasco de pastillas. Se echa una en la mano. Después se sigue echando pastillas en la mano hasta vaciar el frasco. (Toda esta acción desde muy lejos: se le ve al fondo del cuadro, a través del reducido espacio de la puerta del baño entreabierta.)

Está asomado a la ventana.

Voz de Sergio: ¿Qué tiene que hacer aquí la gente como yo? ¿Qué tiene que hacer en ninguna parte la gente como yo?

135. Calle

Amanece.

La Calle.

Milicianas.

La gente, los afiches.

La artillería desplegada.

Un cambio de guardia o unas maniobras “en seco”.

Si no la primera, una de las primeras interrogantes abierta por estas líneas es, ¿por qué Desnoes y Titón —quizás solo este último, en tanto responsable de la puesta en escena— acuerdan prescindir del suicidio de Sergio?, cuando, a todas luces, resulta conceptual y dramatúrgicamente justificado. Personaje recortado de una matriz existencialista, el protagonista de Memorias… expone una subjetividad en crisis. Las agudas reflexiones desgranadas por él durante la totalidad de la trama no hacen sino mostrar su descolocación ante la forma en que la Historia se le presenta. El huracán social promovido por el triunfo revolucionario condiciona el extrañamiento experimentado por el personaje sobre el país y su gente, y sobre sí mismo. Más que no poder participar de la Revolución —de ese proceso político, ideológico, económico…, consagrado a cambiar esencialmente las coordenadas regentes de la vida cultural y social de la nación—, más allá de cuestionar el comportamiento/carácter de la “muchedumbre enardecida e irracional” que comenzó a ocupar su ciudad, construida bajo los signos de su imaginario “burgués, culto, urbano”, Sergio sencillamente no podía entrar/encajar en los nuevos espacios y tiempos que se abrían frente a él.

Este hombre no es sino su identidad. Sergio es sujeto solo en el marco de reconocimiento ofrecido por su identidad burguesa, y esa identidad burguesa fue anulada/aniquilada completamente por la Revolución. El estadio histórico inaugurado por el triunfo de 1959 no contempló espacio alguno para el burgués; o más bien, se configuró a partir de la negación y el enfrentamiento a la ideología y el mundo de valores burgueses. Desde tal perspectiva, es imposible entender el suicidio en Memorias… como un movimiento dramático redundante, pues no es el personaje quien decide ocupar un sitio subalterno en la nueva sociedad. Sergio no se reconoce en ella porque la ruptura introducida por la Revolución en el terreno axiológico cubano desplazó su posibilidad de existencia. Las nuevas prácticas civiles, los espacios erigidos, las subjetividades promovidas por el enunciado revolucionario, desestructuraron y borraron el mundo al que este hombre pertenecía. Él y el cuerpo subjetivo que representa, han sido exterminados por el huracán revolucionario.

¿Qué significados podría promover el suicidio de haber permanecido? Uno de los grandes logros de los guionistas de Memorias…, fue la concepción de un personaje que, a un mismo tiempo, evidencia una potente individualidad y un eficaz alcance genérico. Sus actitudes, pensamientos, psicología y conducta, descubren a un ser particular, que se muestra, incluso, como conciencia crítica de la burguesía. Mas el entramado argumental lo dibuja, en atención a esas mismas singularidades, como representación de una condición y una clase social; él es también el emblema de la posición obtenida por la burguesía en el momento en que la nación experimenta el viraje histórico radical suscitado por el triunfo de 1959. Entonces, la singularidad que es Sergio hace todavía más compleja su condición de arquetipo burgués. El personaje no encarna, en efecto, aquella figura que, sin pensar dos veces las cosas, se monta en el avión y deja el país rumbo a los Estados Unidos. Él experimenta un jalonamiento crítico desde su conciencia, condicionado por el acontecimiento revolucionario desde luego, que lo vuelca a un desmontaje de su Yo burgués. Esa dualidad, el reconocimiento de la decadencia de su identidad burguesa y la incapacidad de aceptar la nueva Historia, lo destruye, lo deja sin asideros en la realidad.

Y es ante este último perfil del diseño de Sergio que el suicidio reviste una especial significancia. Siendo un acto profundamente íntimo, cuya ejecución atañe solo a la voluntad de quien lo consuma, la muerte por mano propia supondría en el protagonista de Memorias… un definitorio intento por controlar/dominar su destino; un acto de salvamento (histórico, podría ser) de su identidad. Es un gesto que, además, efectúa su postura inicial. Sergio decide permanecer en Cuba cuando su familia y su mujer se van. Antes que actuar de conformidad con sus valores de clase, cuando la muchacha europea con la que finalmente consigue identificarse, se marcha de la Isla, decide también quedarse e intentar entender…, siempre a sabiendas de que puede perecer en el intento. Esa es, también, su venganza contra sí mismo en tanto burgués. Frente a la borradura de su Yo por la nueva Historia, él optaría por prescindir de la vida. Esa era una manera de escapar al destino trágico que se prefiguraba ante sus ojos.

Visto ya desde una perspectiva cultural, el suicidio no es, de ninguna manera, un evento súbito; es necesario ver en este una operación social de suma complejidad, que se encuentra estrechamente anudada a los imperativos históricos y cívicos dominantes en el contexto en que se acomete. El acuerdo personal de morir siempre adquiere sentido bajo determinado espectro discursivo. La configuración política, económica y social del ambiente en que Sergio pone fin a su vida, es el marco para la comprensión del fenómeno…; este induce la ruptura del proyecto existencial al que él se debía, el desprendimiento súbito del mundo al que pertenecía (para decirlo en palabras de Sartre) y, por tanto, la búsqueda de un mecanismo de fuga o escape a esa angustia profunda que se patenta durante la película. ¡Ese mecanismo podía ser coherentemente el suicidio!

Leído con sutileza, este acto habría resultado productivamente subversivo. En la Cuba revolucionaria, ¿acaso quién piensa/es diferente al modelo de sujeto promovido y defendido por ella, no tiene otra salida que el suicidio o la emigración, que sería, acaso, una suerte de suicidio simbólico? ¿El diferente estaba (o está) condenado, tanto física como discursivamente, a acatar la verdad fundada por la Revolución, una verdad acerca del sujeto y su ética? Esas son pregunta arrojadas por este par de páginas, las cuales permanecerán flotando sobre la intrincada red de sentidos que abraza al campo cinematográfico cubano.[1]

El suicidio no parece figurar en el paisaje temático del cine cubano configurado estéticamente como tal después del triunfo revolucionario. Al menos no aparece como núcleo argumental de ninguna película producida durante las primeras cuatro décadas posteriores a 1959. Puede parecer extraño que, en un país donde dicha práctica no resulta exactamente escasa, y siendo en sí misma bastante controversial y discutida a nivel cívico (no solo en Cuba), una cinematografía como la nuestra —de vocación antropológica y particularmente seducida por la sintomatología social— no haya colocado nunca su foco de atención sobre tal fenómeno.

Varios factores justifican (o mejor, explican) los grados de indiferencia ante el asunto. El imaginario fílmico estructurado en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos —organización que aglutinó las potentes poéticas individuales de los cineastas bajo un proyecto ideológico común— se consagró a dar cuenta, desde la perspectiva del testimoniante, de la explosión de febril vitalidad cultural vivida en el país en el momento de la epopeya. Ciertamente, se detectan en disímiles creaciones gestos de transgresión respecto a los principios enarbolados por el poder, regentes de las representaciones estéticas promovidas.

Varios realizadores hurgaron en las contradicciones, conflictos, oscuridades que integraban el reverso del triunfalismo propio de los primeros años de la Revolución. Los trabajos de Sara Gómez, Nicolás Guillén Landrián y el propio Titón, por solo poner los ejemplos más evidentes, conservan semejante contemporaneidad no solo por el auténtico ingenio de sus irreverentes estéticas, sino por el alcance de sus miradas sobre la realidad, que legaron algunas de las crónicas más complejas (y en consecuencia menos complacientes) del proyecto social iniciado en enero del 59. Pero las voces de estos autores también se estructuraban desde el convencimiento de que se debía cambiar el mundo, y que ese cambio era posible. Ahí residía su auténtica condición revolucionaria. En tensión con el poder político, que siempre ha economizado la crítica al proceso, esos directores fijaron su mirada en la “gestión del cambio”, incluso cuando sus intereses se dirigieron hacia las tensiones entre hegemonía y subordinación existentes entre la empresa desarrollista y eugenésica emprendida por el poder político y el pueblo (entendido en toda la dimensión de su intrincado haz de identidades).

Ningún perfil de la renovada nación atendido por el cine encaró la conducta suicida; ni siquiera los más violentos y menos afirmativos respecto a aquellas agitadas primeras décadas. Las películas de entonces se estructuraban desde el convencimiento de una verdad del mundo fijada por la ideología del nuevo poder, y exterior al aparato cinematográfico; o sea, los realizadores se aproximaban a la realidad a partir de esa verdad anterior y dicha verdad administraba la manera en que se escrutaba la Historia y la realidad del país. Por tanto, si el suicidio se presentaba como una actitud antagónica respecto a los valores fijados/priorizados por la Revolución, garantes de la nueva sociedad por construir, era poco probable que, de entrada, este asomara libremente en los filmes. La Revolución daba sobradas razones para vivir, existían abundantes motivos para batallar por la vida, y, por tanto, el suicidio quedaba en el olvido.[2]

En el extraordinario volumen To Die in Cuba. Suicide and Society (The University of North Carolina Press, 2005), una documentada y lúcida investigación que se ocupa del anudamiento de ambos factores a lo largo de la Historia de la nación —desde los tiempos de la plantación esclavista, pasando por la etapa de formación de la nacionalidad y los años republicanos, hasta desembocar en la época revolucionaria—, su autor, Louis A. Pérez Jr., valora en el último capítulo la concepción del suicidio y la postura ante la muerte emprendidos en la temporalidad que se inaugura en el último año de la década del cincuenta del pasado siglo. Comenta el historiador cómo…

La Revolución insertó profundamente a los cubanos en el terreno de la experimentación social. Propuso un paradigma de compromiso que lo abarcaba todo […], del cual era casi imposible mantenerse al margen, al menos sin suscitar dudas sobre la devoción de uno por el nuevo orden de cosas […] Así como cambió la conducta de vida, también cambió el significado de la muerte. Según la Revolución reivindicaba cómo se debía vivir —“no hay vida fuera de la Revolución”, dijo [Ernesto] Guevara—, también determinaba las circunstancias bajo las cuales se debía poner fin a la vida. Se proclamó que la Revolución lo había cambiado todo, […] dando a los cubanos una nueva razón para vivir y un nuevo propósito para morir. El énfasis en la colectividad, como base para la sociedad del Hombre Nuevo, implicaba la renuncia a la autodestrucción para cualquier propósito que no fuera la patria o el pueblo.

Antes que su manifestación en los intrincados intersticios de la vida social, me interesante reparar en cómo la significación del suicidio fue controlada por el discurso oficial revolucionario. La exposición de Pérez Jr. tiene en cuenta que, en los predios del enfrentamiento contra Machado y Batista durante la época republicana, el suicidio asumió una connotación de resistencia; la firme convicción de que era preferible morir antes que renunciar a la libertad, cubrió la actitud suicida como una posibilidad de destino justificada éticamente. “El sacrificio de uno mismo, es decir, la muerte elegida deliberadamente”, plantea el historiador, “se celebró como conducta ejemplar, y el suicidio resultó digno de elogio, se consideró indispensable para el éxito de la resistencia armada durante las décadas de 1930 y 1950”. En ese proceso cuajó una “moral revolucionaria” que, desde luego, heredaría la ideología desenvuelta después del triunfo. Un aspecto esencial del significante “Revolución” es la voluntad de sacrificio y redención ante la soberanía nacional, la cual ha conocido su expresión más contundente en la consigna “Patria o Muerte”. Esa voluntad era menos un convencimiento que un deber, sujeto a una conducta heroica que sirvió de modelo para esbozar el arquetipo de Hombre Nuevo.

En pleno periodo revolucionario, subraya Pérez Jr., el deber de morir legado por las luchas de liberación nacional se consagró como una virtud intrínseca del ser cubano: “El comportamiento heroico del pasado sirvió como modelo de conducta para todos los tiempos, expuesto como deuda moral con las generaciones anteriores y como deber exigido a las generaciones futuras”. Quizás en el cine tengamos la expresión más lacerante y elocuente al respecto en la película El hombre de Maisinicú (Manuel Pérez Paredes, 1973). Aquí el realizador dibuja una singular concepción de la figura del héroe nacional, siempre que compendia en el personaje protagónico las cualidades de ese individuo capaz de sacrificar su vida en virtud de los ideales revolucionarios, actitud que probablemente constituya el mayor paradigma de la moral edificada por el discurso ideológico oficial de la época en que trascurre la anécdota narrada y en que se produce el filme. Me atrevería a decir que Alberto Delgado, hombre duro modelado contra la indigna moralidad de los bandidos del Escambray —quien finalmente es asesinado por Cheíto León, uno de los líderes de la oposición—, supo siempre que la suya era una misión esencialmente suicida. La empresa emprendida por este agente revolucionario contemplaba desde un inicio la posibilidad de la muerte. De esta manera, en Alberto Delgado se personifica, con elocuencia, un aspecto esencial del deber ser nacional; la elección de perder la vida frente a la defensa de la causa revolucionaria no era moralmente cuestionable, al contrario, encarnaba en la identidad del Hombre nuevo, en su modelo de comportamiento.

Apuntaba antes que Sergio Carmona, el protagonista de Memorias…, se convirtió de súbito en un extraño en su propia casa, dada la radicalidad con que la Revolución socavó los órdenes de la vida del país; él no encajó más dentro de las facetas sociales instauradas por el nuevo poder, que violentó tanto su cosmos cotidiano como subjetivo. Para otro espectro mucho más amplio de sujetos, para quienes se consumaba el proyecto —incluidos aquellos que, militando dentro de “lo burgués” aceptaron renunciar a su ideología para participar en la construcción del bien colectivo—, la Revolución constituyó, de forma similar, una ardua travesía de transformación, e incluso de autoaniquilamiento. Para estos sujetos también las reglas del juego inauguradas supusieron una violentación drástica, tajante, de su identidad.

El ejemplo más contundente concedido por la cinematografía cubana sobre este particular es el largometraje de ficción De cierta manera (Sara Gómez, 1974). El impulso por crear una sociedad mejor y un Hombre Nuevo adecuado a la misma, implicó la erradicación de la marginalidad, entendida como un lastre del pasado burgués. El curso que tomaba la Historia se hizo sobre el individuo marginal sumiéndolo en un profundo conflicto subjetivo: debía renunciar, tachar, sustraer de sí su universo de valores, las costumbres, los comportamientos, las creencias, la visión del mundo, desde donde se había estructurado su identidad —y que no siempre estaban anudados a lo marginal—, para acatar los inéditos modelos de civilidad que el saneamiento social impulsaba, y así poder acoplarse a los acuerdos simbólicos que dominaban ahora en la sociedad nueva.

Cuando Mario, el protagonista del filme, confiesa a su pareja, Yolanda, en la intimidad de la cama, que siente “miedo”, no está sino develando la insondable crisis existencial que para él —machista, religioso, pobre, violento, negro, inculto…— suponía desprenderse del entramado cultural de su comunidad humana, del cúmulo de creencias y atributos al que pertenecía, para emprender el camino de transformación ofrecido por la Revolución. Mientras Sergio era extirpado del cuerpo de la nación, Mario era sometido a un riguroso sistema (ético e ideológico) de revisión del Yo.[3]

Si para el burgués el suicidio constituía una salida, dada la imposibilidad de inscribir su diferencia en el régimen, para el revolucionario resultaba, ya inserto en la dinámica de la nueva vida, un fracaso personal, además de un acto reprobado por la agenda moral al uso.

La vida del revolucionario dedicado debía ser sagrada, habida por valores que trascendieran los intereses individuales, y no podía terminar de ninguna otra manera que no fuera en función de un propósito social más amplio. El acto de suicidio implicaba deficiencia moral. La decisión de morir era repudiar la obligación hacia los demás: el suicidio era un acto, en suma, equivalente a la negación de la moral revolucionaria. El asunto del suicidio fue presentado como un asunto de conciencia, y la conciencia revolucionaria no admitía la posibilidad del suicidio sino al servicio de la revolución o como un acto de desorden mental.

El espectro de formulaciones que se abre entre la celebración del suicidio —cuando es un acto de redención ante la opresión imperialista sufrida por la patria—, y su condena —cuando es consecuencia de un trance existencial—, acoge los minúsculos pasajes, secuencias, personajes vinculados a este hecho que emergen en las películas cubanas. El abordaje de esos “accidentes marginales en las narraciones cinematográficas”, el escudriñamiento de las implicaciones cifradas por su representación, puede arrojar interpretaciones de estima alrededor de los labrantíos de sentido planteados por la cinematografía insular como mínimo hasta los años noventa del pasado siglo.[4]

Sugería antes que Un día de noviembre presentaba la idea del suicidio como un antivalor revolucionario; aparece en una conversación fugaz entre el protagonista y un amigo, a quién este confiesa el estado de su enfermedad y su posible fallecimiento en un plazo corto de tiempo. La película de Solás guarda varios paralelos con Memorias…, sin rozar su amarre estilístico ni su densidad conceptual. El relato sigue igualmente el deambular de un individuo por ámbitos de su cotidianidad —su casa, la oficina donde trabaja, cierto parque de la ciudad, la residencia de algunos amigos…—, y sus conversaciones con otras personas —familiares, colegas, desconocidos…—, así como los encuentros amorosos con su novia; según se suceden esas acciones, escuchamos sus reflexiones, igualmente de naturaleza existencialista. ¿Dónde radican las diferencias entre ambas obras? Sergio no se reconoce en el proceso revolucionario, desconfía de la posibilidad de superar el subdesarrollo y construir una nación moderna. Esteban es, al contrario, un revolucionario convencido y militante, que aspira a participar de la epopeya y desea contribuir a la forja de una sociedad mejor. Sergio opta por quitarse la vida —sigo las Páginas de un diario— ante la borradura de sí a que lo confina la Revolución; Esteban conoce de la posibilidad inminente de su muerte a causa de un aneurisma cerebral, pero aspira a encontrar una salida para integrarse y participar en la edificación de la sociedad socialista.

En la escena aludida se escucha la siguiente conversación:

  • Tu situación es muy difícil. Tendría que ponerme en tu lugar. Yo en tu lugar lucharía […] En las situaciones difíciles uno tiene que crecerse como hombre y como revolucionario. Yo soy muy apegado a la vida, chico. A mí nunca se me ocurriría… tú me entiendes, ¿verdad? Mi vida tiene dos caras, o dos facetas: formar parte de la Revolución, y por otra parte las mujeres, un trago un día… ¿Qué sé yo? No sé si te estoy ayudando o si estoy metiendo la pata, pero yo tú trabajaría, vaya, con ciertas condiciones. Y si no pudiera, pues me retiraría, te puedes acoger a un subsidio, puedes vivir perfectamente bien con una pensión. Yo sé que es un poco duro esto que te estoy diciendo […]
  • ¿Y la otra faceta?
  • ¿Cuál?
  • La Revolución
  • Ya te lo dije, trabajaría, hasta donde fuera posible… Además, chico, mira, si alguien ha hecho por esto, ese eres tú. Estás en esto desde que casi eras un niño, chico. Claro es verdad que uno no termina, pero…
  • No creo en nada de lo que me has dicho, Pepe. Perdóname, soy franco. Tu solución no me sirve de nada, preferiría morirme ahora mismo. Total, da lo mismo. Además, no estoy seguro de haber hecho tanto como tú dices. Y creo que eso nunca debe ser una conclusión. No estoy satisfecho, algo ha fallado. Tiene que haber otro camino, debe haber otra solución…
  • ¿El suicidio?
  • No, no te preocupes. Eso sería traicionarme a mí mismo.

Más adelante, mientras conversa con su amiga Alicia, Esteban comenta, completamente angustiado ante la incapacidad de encontrar/ocupar un trabajo: “Yo no puedo asumir esta vida. En la insurrección, uno sabía que podía morir, pero la muerte adquiría un significado. No era inútil”. Con ambos pasajes, el director contribuye elocuentemente al montaje psicológico de un personaje diseñado sobre la base de la espiritualidad y el conocimiento… El modelo de individuo representado por su hermano, por ejemplo, más irracional e interesado en lo material, sirve de contraste para destacar los valores de Esteban, al tiempo que hace más profundos los conflictos éticos (de cara a la Revolución) y existenciales (la condena a muerte) sufridos por él en tanto “sujeto ejemplar”.

La legítima subversión de Solás estuvo en rodar un largometraje sobre la culpa de un hombre por no poder ser un auténtico revolucionario. Esteban padece una enfermedad mortal que le imposibilita irse a la zafra, y este hecho (no el padecimiento en sí) genera un profundo sentimiento de pecado/incompletitud en él. La magnitud del personaje es tal que importa menos su destino humano que su fracaso como Hombre Nuevo; y aquí volvemos a contemplar, como en el Mario de De cierta manera, la violencia subjetiva de la incorporación.[5]

Con todo y su escepticismo, el protagonista de Un día de noviembre no quiere ni sentarse a esperar la muerte ni optar por poner fin a sus días. Su defunción debe tener un sentido, pero ese sentido no puede ser personal —también conversando sobre el suicidio, otro personaje le espeta: “no se puede ser egoísta, hay que pensar en los demás”—, debe ser colectivo, beneficioso respecto al bien colectivo de la Cuba socialista. En esa escueta graficación de la muerte por mano propia presentada por el polémico largometraje de Solás —su estreno se aplazó durante varios años—, se patenta el control ejercido por el discurso ético oficial post-1959 sobre los cuerpos y sus destinos. En la postura de Esteban frente al suicidio —debe luchar contra este en tanto revolucionario— se condensa una serie de acuerdos morales derivados de la lógica de la nueva humanidad, que se fraguaría justamente en la entrega del individuo al trabajo.

De cometer el suicidio, Esteban hubiese repudiado los ideales de la vida revolucionaria; al escoger su muerte como solución a su inmovilismo cívico forzado, habría suprimido la demandada “fe ciega” en las capacidades del hombre para contribuir al progreso social y, en consecuencia, a la construcción de la sociedad socialista. No extraña la postura de este sujeto ante la muerte, pues el hombre que él aspira a ser en su cotidianidad tiene el paradigma perfecto en “la actitud de los combatientes”, que se debía extender —destacaba el propio Guevara al describir al hombre del futuro— a todos los estamentos del día a día del país. El arco de significados tejidos sobre el suicidio en Un día de noviembre explica su condicionamiento por las relaciones de poder existentes, que administran las vidas y su productividad. La culpa de Esteban crece frente a su incapacidad de contribuir mediante el trabajo, y por la exigencia social de una férrea afirmación de lucha vital por el porvenir.

Las prácticas suicidas traslucen una estrecha imbricación con la malla política de las sociedades, cualquiera que estas sean. Hace varios años se viene reclamando, desde disímiles instancias, rebajar el centralismo del criterio psicopatológico que presta atención solo al individuo en caso de muertes voluntarias. Estamos hablando de un fenómeno multifactorial, singularmente cultural, del que debemos aceptar su carácter político. Si bien el suicidio tiene un mismo fin en todas partes, la fábrica discursiva, subjetiva, ideológica que implica y acompaña al acto resulta muy diferente según el contexto; de acabar su interpretación en el plano íntimo, patológico, se renunciaría al escrutinio (y comprensión) de particularidades propias de la “diferencia cultural”, al discernimiento de su carácter histórico y su dependencia de los órdenes de verdad epocal.

En los accidentados suicidios registrados en el cine cubano es posible leer, como hemos visto, una amplia experiencia social e histórica; la narración de la muerte por mano propia en nuestra filmografía manifiesta la manera en que la producción discursiva en torno a este suceso, está acoplada a las dinámicas de la temporalidad en que acontece. Siendo así, sus atributos discursivos/comunicativos, responsables de su configuración imaginal, responden a intereses de dominación cultural.

Para entender las formas del suicidio en el cine es necesario observar además de la muerte consumada, otras manifestaciones como, por ejemplo, el emprendimiento de experiencias de alto riesgo para la vida —El hombre de Maisinicú—, la actividad autodestructiva —Boleto al paraíso (Gerardo Chijona, 2011)—, incluso los pensamientos suicidas, vinculados a la ejecución o no del mismo, incluidos los intentos puntuales de acabar con la vida propia —Adorables mentiras (Gerardo Chijona, 1991), Fresa y Chocolate (Tomás Gutiérrez Alea & Juan Carlos Tabío, 1993)—; así como el fallecimiento circunstancial debido a un comportamiento estrechamente ligado al suicidio —Amada (Humberto Solás, 1986)—.

En los años setenta, después de la celebración del Congreso de Educación y Cultura, se afirmó obscenamente el control político sobre la producción estética, que tuvo su expresión más evidente, en el plano de la creación, en la asunción de algunos códigos del realismo socialista. Consecuentemente con la demanda estatal de producir “cine histórico”, aparecieron en esa década varias películas emplazadas en el pasado colonial y republicano. (Humberto Solás, sin embargo, diría en una entrevista que le realizara Rufo Caballero: “Esa ‘oblicuidad táctica’ de la que usted habla [emprender un cine histórico como estrategia de rebasamiento de la contingencia] no fue una opción; fue una obligatoriedad para poder continuar en la profesión sin mayores sobresaltos».). Más que huir de la confrontación directa de la contemporaneidad, algunos cineastas utilizaron el pasado como subterfugio o cuartada para discutir asuntos del presente. La representación de pasajes históricos otorgaba una suerte de licencia, por ejemplo, para la presentación del suicidio. Y será durante esta década cuando aparecen los primeros suicidios directamente consumados en la cinematografía revolucionaria (al menos hasta donde he alcanzado a comprobar): La última cena (Tomás Gutiérrez Alea, 1976) y Maluala (Sergio Giral, 1979).

En La última cena Titón vuelve sobre un tema recurrente en su obra: el poder, su abuso por quien lo ostenta y la resistencia frente al mismo por quien lo sufre. Durante la conmemoración cristiana de un Jueves Santos, en el siglo XVIII cubano, un conde reúne a un grupo de sus esclavos y los sienta a comer y a beber en su mesa, incluso lava y besa sus pies. Al día siguiente, una vez concluida la performance del conde, los negros se niegan a emprender el trabajo porque corresponde continuar con el ceremonial cristiano, ya que es Viernes Santo. Y ante la negación de los patrones, se insubordinan. En la anécdota de ese carnavalesco disturbio del orden colonial, el director sopesa las consecuencias de la manipulación de las ideologías —el cristianismo, en su puntual mirada— como dispositivo para la imposición del poder. En algún momento durante la persecución de los esclavos que han escapado ansiados de libertad, uno de ellos se detiene frente a un peñasco y comienza a balbucear palabras ininteligibles mientras hace algunos gestos con las manos, como si fuera a volar o a convertirse en pájaro. Quizás por la inminencia de su captura, se lanza al vacío. ¿Su precipitado suicidio derivaba del convencimiento de que cualquier salida, incluida la muerte, es mejor opción que el retorno a una vida de explotación y esclavitud? Tal vez, no obstante, en el sistema de creencias mítico-religiosas que podría organizar el cosmos cultural de este ser, en su “lanzarse al vacío” se consuma una liberación espiritual. La muerte del cuerpo, es la emancipación del alma. En su vuelo de pájaro, el negro esclavo efectúa su libertad, no es ya esclavo o cimarrón, sino ave, hombre libre.

Similar sentido adquiere el suicidio contemplado en Maluala, si bien acá reporta un grado de elaboración conceptual mayor. El protagonista de la película, Coba, cimarrón que lidera el palenque homónimo que da título al filme, se precipita por un risco, una vez que las fuerzas españolas lo tienen acorralado, tras localizar la ubicación del asentamiento en la intrincada geografía montañosa, y proceden a disparar sobre él. Coba prefiere acabar él mismo con su vida antes que verse sometido nuevamente al poder de los blancos. Así como el palenque representa en el filme una estrategia de resistencia y lucha contra el orden colonialista —es un espacio que dota a los otrora esclavos de libertad, no solo física, sino simbólica, al poder expresar libremente sus creencias y atributos culturales—, el suicidio deviene un auténtico acto de dignidad humana, capaz de garantizar la disponibilidad propia sobre la vida, la autonomía sobre sí del personaje y sobre los valores de su mundo, toda vez que afecta y soporta a su familia cultural.

Un suicidio ampliamente discutido en la esfera pública cubana fue el de Cecilia, la protagonista del filme homónimo dirigido por Humberto Solás en 1981, adaptación de la mítica novela de Cirilo Villaverde. Bajo la libre y arriesgada interpretación realizada por el cineasta de la historia del narrador, el acto acometido por el personaje está perfectamente justificado, ajustado a los radicales cambios introducidos por los guionistas en la anécdota. Cuando Cecilia sube a lo alto del campanario de la iglesia y se lanza, luego de errar medio enloquecida a causa de la muerte de Leonardo Gamboa, no se está sino cerrando —con absoluta organicidad— el mapa conceptual esbozado en el filme.

Solás potencia en su versión fílmica, respecto al original literario, entre otros detalles, la presencia e incidencia dramática de la lucha independentista, ahora incorporada sustancialmente a la trama, y la religiosidad en tanto componente estructurador del universo ético de varios de los personajes. Estos dos elementos contribuyen a politizar conscientemente la historia y a perfilar mejor su cualidad alegórica respecto al destino de la Cuba colonial. Al prescindir de la condición de hermanos de Cecilia y Leonardo, por ejemplo, el realizador realza la naturaleza racial del vínculo amoroso; esto se conecta con la potenciación del proceso de concientización ideológica de la protagonista, que decide prescindir de su amante una vez que sospecha que ha sido él quien delató a Jesús María. Esta Cecilia deviene una revolucionaria. Y en tal sentido, su tragedia, inscrita ya en el pasaje del incesto entre ella y su padre —harto leído como metáfora de las relaciones entre Cuba y la metrópolis—, no podía terminar menos que en la muerte; los vínculos de Cuba con España y el destino de la Isla entonces, no apuntaban hacia otra cosa que al suicidio.

Cecilia será además la primera mujer suicida de la cinematografía revolucionaria; después de ella vendrán inmediatamente un conjunto de personajes femeninos proclives al prescindir de sus vidas, a cuyos diseños simbólicos se juntan los atributos propios del género sistematizados por el aprendizaje cultural. En Amada, del propio Solás, se advierte una singular representación del suicidio. Como en la casi totalidad de los filmes históricos de este autor, detrás del idilio romántico relatado late una vigorosa alegoría sobre la Historia y el hombre, o más bien acerca de la dependencia del individuo a los dictados éticos, políticos y civiles de su época. Amada está fundida a su casa, confinada a esas cuatro paredes, y por ello ignora la dinámica de la turbulenta ciudad republicana. Cuando conoce y se enamora de Marcial, un hombre de ideas avanzadas, en las antípodas de su esposo, ella comienza a experimentar la necesidad de escapar de tanta sujeción para vivir en libertad. Salir de la casa será, sobre todo, escapar de las garras del retorcido Dionisio, a quien poco le importa que su esposa mantenga un amorío con otro, antes lo utiliza como justificación para sus imposiciones. El fracaso del genuino y sano amor entre Amada y Marcial es la expresión de su inevitabilidad en un entorno caracterizado por la mentira, el despotismo, el interés… La protagonista de esta película muere justo porque solo así parece poder consumar su liberación. Ella sabe que la influenza azota al país y que se encuentra débil por la enfermedad que padece, pero eso no la detiene para salir al patio de casa y desnudarse en la fría madrugada junto a la fuente para clamar a la luna. Exponer su frágil cuerpo así puede conducirla a la muerte, pero otro no es el camino de aceptación de su sed por Marcial y de expurgación de la anulación que como sujeto padece.

Otras mujeres suicidas aparecerán en los años noventa en las películas María Antonia (Sergio Giral, 1990), Adorables mentiras y Fresa y Chocolate. En las dos últimas, emplazados sus argumentos en el contexto en que se produjeron, los personajes, en roles secundarios, simplemente intentan terminar con sus vidas, mas no lo consuman; dichos intentos, y esto no es un dato ocioso en lo absoluto, aparecen amparados por la cuartada del humor. Ambos filmes son comedias resueltas. La Nancy de Adorables mentiras y la Nancy de Fresa y Chocolate son, a un tiempo, el mismo y diferentes personajes. Con ellas, y ahí reside uno de los aspectos que mayor interés despiertan, aparece, quizás por primera vez, el suicidio —su intento, aun cuando no termina nunca en la muerte— como una posibilidad en el contexto cubano posterior al triunfo de la Revolución. La primera deseará morir tres veces —tomando un coctel de pastillas, tirándose desde el techo del edificio, dejando abierta las llaves del gas—, la segunda en dos ocasiones —cortándose las venas, amagando ahorcarse—. Tales métodos, efectuados siempre en la intimidad, son ingredientes claves en el delineado de sus caracteres, y en la dimensión esencialmente existencial que revisten sus acciones.

El humor pareciera rebajar la trascendencia de la actitud, incluso, llega a ser, en el esbozo caracterológico de los personajes, motivos de empatía para el receptor o detonante de la risa. Sin embargo, esa proclividad a la autodestrucción, a un mismo tiempo dota de cierta consistencia a sus roles. La Nancy de Fresa y Chocolate encontrará el camino de la realización personal; la Nancy de Adorables mentiras, que vemos mayormente en el entorno lúgubre de su angosto apartamento, ¿encontrará la felicidad? ¿Será el suicidio entonces la estocada final para higienizar su vida? Las actitudes de estas dos mujeres (y la condición de género no es irrelevante al respecto) condensan la frustración, la falta de expectativas y el sinsentido de la vida de ciertos individuos, ya sea a causa de la suerte que les tocó, de la opresión del habitad social, o de algún desequilibrio afectivo. Y ahí su condición femenina resulta determinante, en ambas, la opción del suicidio es una vía de escape a un fracaso personal basado en la imposibilidad de encontrar un hombre que las haga feliz. Sus amagos de muerte son la expresión de sus incapacidades para gestionar sus turbulentos mundos emocionales, sus miedos e intolerancias al fracaso. Las Nancy de Titón, Tabío, Chijona y Senel Paz —este último es el guionista de ambas películas—, con sus actos, más o menos premeditados, descubren a un individuo merecedor de su representación en pantalla sin necesidad de negociar con el patrón del Hombre Nuevo.

La aparición del suicidio como un tópico de alguna relevancia en el paisaje temático del cine de los noventas, es interpretado por Luis A. Pérez Jr. como consecuencia del agobiante estado material y psicológico en que cayó el cubano con la irrupción del Periodo Especial, que significó una debacle para la vida del país, condenada a todo tipo de precariedades, carencias, vicisitudes, muchas de ellas descritas en las propias Adorables mentiras y Fresa y Chocolate. Apunta el historiador que “el espectro del suicidio es una presencia inquietante en gran parte de la ficción [literaria y cinematográfica] de esos años”. Ciertamente, en la elección de la muerte como posibilidad por parte de estos personajes —sobre todo en la Nancy de Adorables mentiras, resuelta desde un complejo entramado psicológico y existencial—, palpita una respuesta de los individuos de ese periodo a las condiciones de dolor propio y a sus desesperanzas, las cuales divisan la muerte como única salida.

El caso de María Antonia es particularmente relevante. La vida de esta mujer está regida por un destino trágico, como sucedía con Cecilia un poco; ella se opone sustantivamente al mundo al que pertenece y lo hace a partir de su sensualidad y su belleza. Su cuerpo es su salvación y su fracaso, mas en él anida la incontrolable rebeldía de esta mujer y su voluntad de emancipación. María Antonia está inconforme con el ambiente y el estado en que vive, y ese ambiente y ese estado no son otros que los de la marginalidad. Mientras las Nancys de Adorables mentira y Fresa y chocolate están recortadas de un arquetipo de sujeto popular cubano, el personaje de Giral es un sujeto marginal. El espacio del solar donde vive, un entorno periférico de la ciudad en La Habana de los cincuenta, está plagado de tensiones y colisiones de todo tipo: machismo, prostitución, pobreza, violencia…

Ahora María Antonia no está forzada a escapar de esa realidad por ningún discurso ético —como sí sucedía con el Mario de De cierta manera—, al contrario, está forzada a permanecer en ella. Pero María Antonia aspira a otro mundo, está cansada de tanta podredumbre humana, y ese cansancio la vuelve irreverente incluso contra las autoridades de su religión, sin la cual ese mundo (al que pertenece y al que se debe) no es comprensible. Pero lo cierto es que la realidad aplasta a la protagonista de Giral, y en el curso del filme ella toma conciencia de su fatalidad. Quizás a causa de tal reconocimiento, cuando se dirigen a apuñalarla, ella no huye, no retrocede, no escapa, al contrario, se aproxima, busca el cuchillo y contribuye a su muerte. María Antonia, su conducta, sus carencias, la manera en que las relaciones entabladas por ella con los hombres se articulan menos desde el deseo y más desde el dolor, es un ejemplo concluyente del desajuste propio de la realidad marginal. Prescindir de la vida es la aceptación definitiva de que jamás podrá ser con plenitud en sociedad.[6]

El sistema de personajes emergente en el cine cubano configurado a partir de los años dos mil, ya ha naturalizado la idea del suicidio. Ya la elección de la muerte por una persona cualquiera no será necesariamente una gruesa metáfora histórica o una alusión a los perfiles más agresivos de la Historia nacional, aun cuando esas lecturas permanezcan como parte de la materia dramática de los filmes. De entrada, ahora resultará más recurrente el asunto dentro de la cinematografía insular, y tenderá a participar de la vocación de compendiar la siempre impresumible complejidad de la sociedad en el país. Ya en las tipologías suicidas manifiestas, se detecta un espectro más amplio de las facetas espirituales, identitarias, culturales, ideológicas, etarias, del cubano. El cambio del vector estético del cine producido en el país —expreso en múltiples factores: mayor variabilidad temática, inserción de nuevos códigos estilísticos, aparición de otras perspectivas ideológicas sobre la Revolución y la memoria nacional…—, permitirá que las películas injerten voces y conflictos antes completamente ausentes del itinerario creativo del cine nuestro, algunos de ellos (formalizado en el discurso oficial o no, considerados tabú o censurados directamente).

Se verán actitudes suicidas en Boleto al paraíso, donde sus protagonistas se inoculan el VIH porque creen encontrar ahí una salida a sus crisis existenciales, en alguna medida inducidas por las condiciones del medio social. Junto al atentado contra sus vidas, quizás solo de atractivo temático, se recoge un momento del devenir revolucionario y se confronta la tragedia del sida en Cuba. Un suicidio tenemos también en Verde, verde (Enrique Pineda Barnet, 2011): uno de los protagonistas se quita la vida luego de asesinar al otro, en una suerte de cierre trágico que metaforiza las secuelas de la cobardía de no afrontar el deseo homosexual y la presión/violencia ejercida por la masculinidad hegemónica sobre el propio sujeto masculino. Aunque ligado a la anécdota cuaja en la puesta en escena un imaginario homoerótico, que expone el cuerpo gozoso del macho, de raigambre cuir. También en Barrio Cuba (2008), obra con que se despide Solás, el personaje interpretado por Felito Laera intentará acabar con su vida, dada su incapacidad de manejar el dolor producido por la pérdida de su esposa. En Últimos días en La Habana (Fernando Pérez, 2019), conocemos a un homosexual en la fase terminal del Sida, quien decide terminar con su vida ante la imposibilidad de disfrutar su existencia y, sobre todo, como salida al dolor. Otros suicidios surcarán las historias tejidas en el cine cubano contemporáneo, anudadas al diseño de individuos que favorecen la exposición del intrincado cosmos de comportamientos, credos, intereses, ideologías, sexualidades… del estadio cultural de nuestro tiempo.

Ahora son menos los suicidios políticos o de venganza y más los de redención personal, o aquellos desencadenados por la pérdida de la armonía con el mundo (por falta de motivaciones, frustraciones, desilusiones, cobardías…). Solo su sistemática aparición, incluso como posibilidad, en el diseño psicológico de esos personajes habla de la conflictividad humana que comienza asistir a la escritura del cine cubano. Esas personas demuestran que el registro fílmico otorga hoy mucha más importancia a la dimensión existencial del sujeto individual que a su posición social/histórica. La exploración de imaginarios singulares, sus mundos de expectativas, sus maneras de actuar, sus subjetividades, sus emociones, complejiza el acercamiento al suicidio, que deviene una excepción capaz de explicar —en atención al lugar escogido para su ejecución (público/privado) o al método, sea premeditado o repentino…— todo un habitus cultural.       

Es imprescindible, si se aspira a una rigurosa observación del comportamiento del suicidio en el cine cubano contemporáneo y/o de su graficación específicamente audiovisual, atender las coordenadas que su presencia asume en el denominado cine independiente. La independencia de ese cine pende de una transformación experimentada por el imaginario artístico, como mínimo, a partir de finales de los años noventa del pasado siglo. La Revolución, entendida como discurso y estadio histórico, se estructuró a partir de un estricto nacionalismo que supuso un amplio conjunto de exclusiones (identitarias, éticas, sexuales…), las cuales han pasado a ser preocupaciones de los creadores independientes, sobre todo a la hora de fijar en sus obras su relación con el mundo y con la Cuba del siglo XXI.

En los textos audiovisuales “independientes” se evidencia “un reacomodo del orden ideológico que marcara la otrora realidad del país”, ahora “la hegemonía del discurso nacionalista defendido por la oficialidad empieza a languidecer, con lo que se dinamitan los signos desde los cuales se pensaba, miraba, representaba… el país en tanto comunidad imaginada”. Otrora la Revolución era el locus desde el que emanaba la creación fílmica, en la actualidad los cineastas instrumentan el cine como medio para encontrar una verdad de sí, de la revolución y del mundo. Esta suerte de estadio estético, regente en la producción independiente, connota necesariamente la instrumentación dramática, simbólica, argumental del suicidio. Ese espíritu prevalece en las películas y, en consecuencia, modela las lecturas posibles de sus mundos fílmicos, encauza las preocupaciones comunes que podemos colegir en estos, eslabonan las ideas que interesan compartir a las obras.[7]

Basta entrar a Un paraíso (Jaylisha Patel, 2014), Camionero (Sebastián Miló, 2012), y El rodeo (Carlos Melián, 2020), para constatar que la aprehensión del suicidio por “el audiovisual independiente” orquesta un diálogo directo con el espectro discursivo direccionado por la producción del ICAIC donde aquel se presenta.

Sebastián Miló consiguió con Camionero uno de los testimonios más electrizantes y contundentes acerca del reverso del triunfalismo revolucionario que haya ensayado el cine independiente cubano. Su entrada al universo de relaciones masculinas que se estructuran en las becas de las escuelas pre universitarias en el campo, durante la década del setenta, reseña uno de los pasajes más oscuros de la utópica epopeya nacional. Su registro de los excesos de violencia propiciados no solo por las características del grupo etario citado en el lugar, sino por la naturaleza misma del espacio, barre con cualquier visión idealizante del proceso. Y es que resulta imposible no leer la anécdota de la película en contraposición al discurso del Hombre Nuevo, que de inmediato hace acto de presencia como significante estructurador de las interpretaciones arrojadas por la obra. Durante muchos años, los centros educacionales contribuyeron a edificar la imagen de pulcritud y a fortificar el entusiasmo de la experiencia social cubana; los conflictos enhebrados por este realizador expurgan el horror que siempre ocultó/habitó tamaña epifanía.

Basado en el cuento “A la vencida va la tercera”, del narrador Yomar González, Camionero narra el triángulo de tensiones existentes entre tres estudiantes de una beca secundaria propia del régimen cuasi marcial de enseñanza inaugurado en Cuba a partir de 1959, que apostaba por la combinación del estudio con el trabajo, como método disciplinario/formador de la personalidad. Randy sufre bullying por ser “débil”, por no responder a la masculinidad hegemónica; o antes, por exponer en su comportamiento los signos de la debilidad del que abusa, que llega al nivel de la agresión física y la crueldad. En la humillación, deshonra y burla de aquel, este último consolida y apuntala su poderío, la falsa anchura de su tipología de masculinidad y los privilegios reportado por su clase —en varias ocasiones la trama subraya la pertenencia del abusador a un estrato social favorecido, mientras el abusado integra uno más humilde—. Un tercer personaje, quizás el de mayor completamiento psicológico —el filme trabaja más bien con arquetipos en su interés de retratar el habitus y no la subjetividad de las personas—, se identifica con el receptor del bullying, lo cual pone en duda su hombría y lo convierte, de súbito, en motivo de asedio. Sintiéndose también intimidado, este muchacho termina en un arrebato de miedo, odio y desesperación, asesinando al bully boy, mientras Randy, incapaz de soportar o enfrentar la vejación, opta por quitarse la vida lanzándose desde uno de los balcones de la beca.

La concepción del espacio y la atención a las dinámicas y figuras de las “escuelas en el campo” de la Cuba de los setenta del pasado siglo —instituciones construidas como dispositivos de vanguardia propicios para continuar la marcha hacia la construcción del socialismo—, hacen especialmente dramático el relato de Camionero. La observación de ese ambiente trae a un primer plano de la narración el sistema de valores defendido por la sociedad, inmediatamente contrapuesto por la sucesión de acciones desencadenadas. Tanto el asesinato acometido por Raydel, como el suicidio perpetrado por Randy, además de purgar el optimismo propio de proceso revolucionario, saca a la luz los límites (que son los límites mismos de la vida, su privación) a que pueden llegar estas instituciones, cuyo fluir mismo implica una violentación de la libertad personal, de la expresión del Yo.

Al contrario de cierta crítica que cree ver la trascendencia del cortometraje en su denuncia del bullying escolar, antes que en la reescritura de la memoria de la Revolución, creo que cuanto hará sobrevivir en el tiempo a Camionero será la agudeza con que destapa la otra cara (igual de constitutiva) de la ingeniería educativa encargada de formar al hombre del futuro. El suicidio del personaje es una fuga y una advertencia.

El corrosivo guion de El rodeo mira, casi etnográficamente, la precariedad existencial del hábitat de un entorno rural perdido a su suerte en el oriente cubano; la enrarecida mirada estética del realizador contempla a un grupo de personajes y a sus prácticas religiosas, y ahí sintetiza el cosmos de traumas y flagelos que envuelve a una zona extendida de la subjetividad colectiva del país hoy, cuando la posibilidad de un mundo mejor prometida por la Revolución parece haber desaparecido del imaginario nacional.

La película toma lugar en un islote al interior de una represa, un espacio que parece levitar asolado y desarraigado del resto del mundo. Allí reside una familia que decidió permanecer en el lugar, dado que la altura salvaguardó su vivienda, mientras el resto del pueblo desapareció tras la construcción del embalse. En cierto momento de la trama se presenta en el lugar una mujer de mediana edad, Ramira, una suerte de heraldo o Caronte que porta la muerte, quien ha venido a cumplir los deseos de Niña y José. Ellos dos, cabezas de familia, han decidido morir, partir del mundo de los vivos, y esta mujer tiene el don —proveniente de alguna religión popular sincrética— para cumplir sus designios. El rodeo escenifica un ritual que, al mismo tiempo, resulta ser una celebración y una despedida. Celebración porque la muerte viene a redimir a estos personajes de una vida intolerable, porque se convertirá en su pasaje a la felicidad, porque los librará de un dolor imposible de soportar. La fiesta es un ritual, donde la muerte se transforma en una experiencia de carácter colectivo, donde unos ayudan a los otros en su tránsito a la otra vida. El rodeo presenta la muerte como una experiencia de sanación.

¿Por qué Niña y José deciden morir por medio de esta suerte de suicidio asistido? En plena vejez, ellos no encuentran ya asideros en este mundo, sienten que han fracasado sus vidas. Sus sueños se han visto imposibilitados y frustrados por motivos y razones externas a ellos. El islote donde se emplaza El rodeo y la gente que lo ocupa bien pudieran tomarse como una metáfora de Cuba y los cubanos, los mismos que han quedado suspendidos en una Isla que no parece satisfacer sus expectativas. Suspendidos en la búsqueda de una felicidad o una realización personal que no llega nunca. Una realización personal sacrificada siempre, pospuesta, en nombre de un propósito mayor, como “la represa”, impulsada por un bien colectivo, que acabó por comprimir la existencia de Niña y José y dislocar su familia hasta frustrar las expectativas de vida de los miembros, hundidos entre la esperanza de la salvación y la oscura conciencia del fracaso.

De tomar el evento representado en El rodeo como un suicidio, siempre que la muerte de los personajes es resultado de su voluntad, es imprescindible destacar la vinculación del mismo con la ritualización religiosa, por medio de una práctica muertera propia de las creencias de esa zona de la Isla. En la elaboración del ceremonial no solo se condena un cuadro de creencias regente en los entornos cotidianos de estas familias, sino que se dota de una consistente carga simbólica a la idea de poner fin a la vida, idea enlazada a las creencias profesadas por este grupo. La ritualización en la película otorga un carácter sagrado y de resistencia a la muerte.[8]

Una estudiante india de la EICTV de San Antonio de los Baños dirigió Un paraíso. El documental, que tiene la carga emotiva e incuestionable del género —asistimos a un registro directo de la realidad—, se adentra en un paraje de la Sierra Maestra, también en el Oriente de Cuba, en un pueblo prácticamente olvidado por la Historia, para registrar a una familia y la comunidad donde viven, que ha perdido, apenas cuatro meses antes de la grabación del material, a su hijo de 12 años a causa de un suicidio. La película no explora los inescrutables motivos que condujeron al muchacho a quitarse la vida —se ahorcó con la soga de la yunta de bueyes de su padre—. Se limita a observar el impacto afectivo y sociocultural que el suceso tuvo en la familia y en los vecinos del lugar. La contemplativa cámara, que registra el entorno para exponer quizá una condición de existencia, describe la vida campesina en ese lugar montañoso como una entidad castrada, cuya condición periférica implica precariedad material y pobreza. En tal sentido, además de testimoniar un evento en sí mismo trágico como el suicidio infantil, recoge un perfil pocas veces, o nada, visibilizado de la geografía nacional, donde la desprotección cívica moviliza carencia formativa y falta de oportunidades…

Junto al dolor que recorre hasta los más mínimos estamentos informados por las imágenes —el ambiente de la casa, las horas de trabajo, los momentos de recreo del resto de los niños de la comunidad, las intervenciones de la madre y el padre del muchacho, el ánimo del culto espiritista celebrado en su nombre…—, llama especialmente la atención un grupo de índices socioculturales registrados en el filme. Esa zona de la provincia de Granma es el de mayor número de suicidios en la provincia —Roberto no es el único joven de su edad que se quita la vida—, a la vez es la región con la mayor presencia de prácticas espiritistas en la zona. La madre comenta en algún momento del metraje que ella comenzó a practicar el espiritismo justo después de la muerte de su hijo.

En los escasos minutos que dura el documental, en su impresionante concentración dramática, Patel pone a consideración el amplio conjunto de consecuencias arrojadas por el acto personal de poner fin a nuestra existencia. No sabemos si la falta de motivaciones, alguna tendencia autodestructiva, la imitación, cierto descontrol psicológico, la dificultad de comunicación, una asfixia inducida por el contexto, es el factor desencadenante del suceso. Pero podemos constatar en Un paraíso, su insondable repercusión en la vida de los demás, su establecimiento en la conciencia de los otros. Y más esencialmente, se constata su presencia como una formulación posible del comportamiento cubano, con la capacidad de producir reacciones y abrir rutas en el accionar colectivo de la nación.

Pasa el tiempo, el suicidio crece, y cada vez afecta de forma más determinante a disimiles colectivos (étnicos, sexuales, religiosos, etarios, filiales, institucionales…), su consumación golpea estrepitosamente los ámbitos de la política y de los afectos, los entornos educacional y familiar… El comportamiento suicida no cesa de poner en jaque los fundamentos mismos de nuestro mundo. Y las interrogaciones que suscita se tornan especialmente alarmantes en un país como Cuba, donde un solo caso alcanza a desajustar el engranaje entre el discurso político oficial que administra la imagen del país y el curso de su realidad.

Cada pasaje del cine cubano donde acontecen suicidios, cada uno de los personajes que lo ejecutan o siquiera lo intentan, al aceptar el divorcio entre su ser y la vida tal como se les presenta, inducen múltiples interrogantes sobre el sentido de la existencia y el ordenamiento de la Historia insular. Volver sobre él es conferir significados no a la muerte, sino a la vida, a la urdimbre de rutinas, costumbres, mentalidades, prácticas de resistencias, comportamientos, que han resultado del surgimiento, modificación o desaparición de códigos de ética, de comunicación y de ejercicios de poder, en el devenir de la Historia revolucionaria, en este caso.

Hay casos en que los ideales por los que se vive se tornan razones justificadas para morir; en otros, la muerte deriva de un encuentro con el sentido de la vida, o con la aceptación del absurdo de la angustia, de la desolación, de la tristeza; otras veces asistimos a una confesión. El suicidio es, como decía Sartre, una elección y una afirmación del ser, otro modo más de ser en el mundo, que adquirirá su significación para los otros. Esas significaciones han tensado las posibilidades de la imagen cinematográfica cubana y han fundado un terreno para explorar la correspondencia entre el sujeto y el mundo, las formas en que el ser afronta los retos de la existencia y las patologías culturales que gobiernan sus entornos.


Notas

[1] La supresión del suicidio —no está de más subrayarlo— garantiza una significación ambigua responsable, en parte al menos, del alcance contemporáneo del filme.

[2] Ese perfil aparecerá sorpresivamente en Un día de noviembre (Humberto Solás, 1970), filme polémico, todavía en espera de su rescate histórico, que sirve de texto interpretante para atisbar el carácter de los escasos suicidios que habitan el cine cubano.

[3] Me permito, en este punto, cuestionar la posibilidad de un sujeto Revolución que empuña el poder —en el sentido que otorga Michel Foucault al poder—. ¿Quién anula a Sergio?, ¿quién somete a Mario? El diálogo entre Memorias… y De cierta manera revela, tal vez, que el proceso social iniciado en 1959 intentó una verdadera reestructuración del escenario social cubano. El enemigo del proletario no es el burgués, sino el capitalismo, pero sin capitalismo tampoco hay proletario. Ni el burgués, ni el marginal, ni el obrero, ni el intelectual, ni el campesino, continúan su existencia como tales, la Revolución abre un espacio de indeterminación durante sus primeros años.

[4] Tras la emergencia del denominado “cine independiente”, y sobre todo con la llegada del nuevo milenio —cuando aparecen signos de un nuevo estadio para la Revolución, que en el campo audiovisual supuso la configuración de una estética de signo contrario a la fecundada en los años iniciales del triunfo—, se comienzan a emprender películas donde el suicidio surca de manera mucho más protagónica el curso argumental.

[5] Extremando un poco la lectura, se podría decir que en la crisis de Esteban a causa de esa falla fatalista experimentada, se espejea la insondable crisis vivida, sobre todo durante los años setenta —cuando la intervención del discurso político sobre el ser civil se tornó especialmente violento—, por quienes (religiosos, homosexuales…) estaban incapacitados, originalmente, para ser auténticos revolucionarios. Recordemos que Guevara, uno de los ideólogos esenciales del Hombre Nuevo, apuntó alguna vez: “[…] que sí se puede, que estamos en lo cierto, que todo el pueblo puede ir avanzando, ir liquidando las pequeñeces humanas […] ir perfeccionándose como nos perfeccionamos todos día a día, liquidando intransigentemente a todos aquellos que se quedan atrás, que no son capaces de marchar al ritmo que marcha la Revolución cubana”. (“Qué debe ser un joven comunista”, Impud Duanel Díaz Infante (2014), La revolución congelada. Dialécticas del castrismo, Madrid: Verbum, p. 99).

[6] Tal vez María Antonia espera la Revolución. Sin embargo, en el epílogo introducido por la película, el personaje es traído a la contemporaneidad —según la fecha de producción del filme, serían los años noventa del pasado siglo—; y las imágenes parecen sugerir que aquella mujer es ahora una prostituta. Aunque esa interpretación del destino de este individuo se debe completamente a la autoría del filme, es bastante indicativo de un malestar social que en el momento, pleno periodo especial, asociaba la centralidad social de la marginalidad en Cuba con el fracaso del proceso iluminista revolucionario.

[7] Cfr. Á. Pérez, “El nombre de un acontecimiento: cine independiente cubano”, Rialta magazine, https://rialta.org/el-nombre-de-un-acontecimiento-cine-independiente-cubano/

[8] En otro gesto de ensanchamiento extremo de la interpretación, diría que El rodeo abre, suscita una discusión sobre la eutanasia, que, en una sociedad como la nuestra, todavía se considera tabú.