Ignacio Iriarte: La isla en el laberinto cultural. La revista ‘Espuela de plata’ y Cuba
En las últimas décadas, la crítica se ha ocupado intensamente de las revistas de José Lezama Lima. Para llegar a Orígenes (1994), de Cintio Vitier, La escritura de lo posible (2000), de Remedios Mataix, los prólogos de Gema Areta Marigó y Marcelo Uribe a las ediciones facsimilares, y los libros de Antonio José Ponte, Duanel Díaz y Rafael Rojas, El libro perdido de los origenistas (2004), Los límites del origenismo (2005) y Tumbas sin sosiego (2006), son sólo algunos de los trabajos que se han ocupado de las publicaciones colectivas en las que participó el escritor. En este texto me propongo contribuir a esta verdadera tradición crítica a través de una lectura de Espuela de Plata. Como se sabe, se trata de la segunda revista en la que participó Lezama (antes fue Secretario de Redacción de la universitaria Verbum (1937)). Tiró seis números, publicados entre 1939 y 1941, en los que el escritor ocupó el espacio de la dirección, integrado también por Mariano Rodríguez y Guy Pérez Cisneros, triunvirato al que, a último momento, se sumó Ángel Gaztelu. Según sostengo en las páginas que siguen, la revista puede pensarse alrededor de una imagen sobre la insularidad.
No hace muchos años, Antonio Benítez Rojo presentó una influyente interpretación de las islas del Caribe. En el famoso La isla que se repite (1989), el escritor sostiene que las Antillas se caracterizan por tener una sociedad “originada en las corrientes y resacas más violentas de la historia moderna” (35). Las islas son un pedazo de tierra en medio del mar. Los hombres y las mujeres vienen en barcos y dialogan con los que esperan en la orilla. Intercambian productos, lenguas, costumbres, religiones, funden elementos procedentes de España, África y China. Para releer el Caribe hay que visitar las fuentes de donde manaron los elementos que conforman su cultura sincrética, en constante transformación. Pero apenas identificamos una procedencia, se produce “el desplazamiento errático de sus significantes hacia otros puntos espacio-temporales” (16). Independientemente de que lleguemos a Europa, África o Asia, cuando se alcanzan “estos puntos de procedencia, en el acto ocurrirá una nueva fuga caótica de significantes, y así ad infinitum” (16).
En Los límites del origenismo, Duanel Díaz señala que entre Lezama y Benítez Rojo existen diferencias abismales. Pero es de temer que esta distancia no es absoluta. Cuando en La isla que se repite nos topamos con la idea de que la cultura de una isla es el resultado de las combinaciones que se produjeron entre las diferentes corrientes culturales que surcan el mar, cuando, en consecuencia, Benítez Rojo señala que una relectura de las islas pone en marcha un viaje que puede llevarnos a los más insospechados lugares del globo, no podemos dejar de sentir ciertas afinidades con la obra de Lezama. Su procedimiento de lectura es una escucha de los rumores textuales. En “Lezama y Vitier: crítica de la razón reminiscente” (1974), Enrico Mario Santí describe con palabras muy justas ese método. Los dos escritores proponen “una lectura de la tradición en el texto por medio de la función mediadora de la memoria”. Este tipo de lectura rebasa “el estudio de fuentes para indagar en los estratos dialógicos de la palabra poética –“misterio del eco”- que supone precisar la función del enlace intertextual” (155). Pero también es cierto que Lezama está lejos de muchas de las tesis de Benítez Rojo. Ante todo, el escritor jamás hablaría de significantes. El término no estaba disponible en Cuba, pero lo importante no es el término sino el concepto, a través del cual Benítez Rojo sugiere que no existe una sustancia detrás de lo insular. En cambio, Lezama busca un significado trascendental.
Estas similitudes y diferencias permiten presentar el tema que me propongo desarrollar en este trabajo. En Espuela de Plata, Lezama recuperó la idea de que una isla es una tierra abierta a las culturas que surcan el mar. Pero, hombre religioso, planteó además que la isla está vinculada con lo sagrado. A partir de ambas cuestiones, la revista se propuso desarrollar un nuevo pensamiento para la cultura nacional.
La metáfora
Como suele recordarse, Cristóbal Colón es el primero que puso por escrito sus impresiones sobre el Caribe. Tras él, y tras descubrir que se trataba de un mundo nuevo, los cronistas de la conquista, los letrados coloniales y los escritores de la América independiente describieron la naturaleza que los rodeaba como una forma de habitarla en un sentido cultural. En principio, podemos suponer que existe una descripción directa de las islas del Caribe. Como toda isla, se trata de tierras que están rodeadas de
mar. Pero, como para los isleños el contacto con el exterior está siempre mediado por el mar, el océano se convierte en una superficie surcada por barcos, que llevan y traen mercaderías, transportan objetos culturales y pasajeros. Esta transformación del mar en un entramado de caminos está presente ya en Espejo de paciencia (1608). Primer poema cubano, Silvestre de Balboa muestra con simpleza cómo los mares están poblados de naves que comercian y, cuando son enemigas, pueden atacar. En Espejo de
paciencia, el mar trae la gracia y la desgracia y está habitado por deidades. Tres siglos y medio después, Alejo Carpentier profundiza el tema en El siglo de las luces (1962). La isla, una tierra en medio del laberinto oceánico de la cultura, aparece simbólicamente representada en el depósito del almacén, saturado de mercaderías que, provenientes de todo el mundo, se intercambian en La Habana. En igual sentido podemos comprender la casa. Tras la muerte del padre, los hijos la pueblan de objetos traídos en barcos, dispuestos en desorden, hasta que Víctor Hugues llega, con el impulso del iluminismo, para establecer un orden racional en esa colección deshilvanada. A partir de estos dos ejemplos podemos identificar una imagen básica, a la que Benítez Rojo se refirió en La isla que se repite: una isla es una tierra que está en medio de un laberinto de caminos. Estación de paso de hombres y mujeres, productos comerciales, objetos culturales, lenguas y costumbres, se trata de una tierra que simboliza, casi al extremo, la transculturación. En Tumbas sin sosiego, Rafael Rojas señala que, durante los años de la República, los intelectuales compartieron el diagnóstico de que Cuba carecía de una tradición y una mitología. En algunos escritores, esta imagen de la isla en el laberinto funciona como un reservorio al cual acudir para elaborar una comprensión de Cuba que ponga en marcha la construcción de una cultura nacional.
Antes del primer número de Espuela de Plata, la literatura afrocubana había elaborado una de las expresiones más importantes en ese sentido (1). El mejor ejemplo es West Indies Ltd. En ese volumen, Guillén presenta un gran esclarecimiento del vínculo de las islas con el mar. En “Calor” señala que “Las islas van navegando,/ navegando, navegando,/ van navegando encendidas” (76). En “West Indies Ltd.” Guillén habla de una babel de hombres que deambulan por los puertos, “puertos donde el que regresa de Thaití,/ de Afganistán o de Seúl,/ viene a comerse el cielo azul,/ regándolo con Bacardí” (87). El escritor afirma la imagen de la isla en un mar de caminos culturales. Pero a la vez realiza un acto de selección. Si bien son múltiples, Guillén entiende que, como lo demuestra en “Balada de los dos abuelos”, existen dos corrientes centrales, la española y la africana, ramas genealógicas y etnográficas a partir de las cuales se conformó la cultura y la identidad del Caribe. En otras palabras, toma la idea de que la isla es una tierra en medio del laberinto y la determina a partir de la fusión racial y cultural. En “Palabras en el trópico” afirma, contundente, que “Cuba ya sabe que es mulata”. Este reconocimiento le permite encontrar una palabra propia contra la presencia de los EEUU: “West Indies, en inglés. En castellano,/ las Antillas” (99).
El punto de partida de Lezama es, entre otras cosas, una crítica a la poesía afrocubana. En el “Coloquio con Juan Ramón Jiménez” (1938), el escritor sostiene que la poesía “planteó de una manera quizá desmedida, la incorporación de la sensibilidad negra” (50). Para Lezama, la perspectiva afrocubana no está en condiciones de sostener una cultura nacional. En Verbum y Espuela de Plata encontramos pronunciamientos similares. En Verbum apareció el muy citado “Presencia de 8 pintores” (1937). En ese
texto, Guy Pérez Cisneros planteó la necesidad de “Derrocar todo arte racista, hispanoamericano o afrocubano, que puede ser un gran obstáculo para la integración de nuestra nacionalidad” (126). El crítico aceptó el impulso estético de Guillén, pero consideró que “acabó por caer en un racismo sin salida” (122). En el primer número de Espuela de Plata José Ardevol reafirmó este rechazo. En “Agua clara en el caracol del oído” (1939) sostiene que “El arte “Afro-cubano” ha tenido indiscutible poder higiénico”, en tanto
permitió “el alejamiento de la preferencia por el arte decadente y sensiblero” (60). Pero Ardevol considera que su tiempo está cumplido. En “Razón que sea”, esa rara nota de presentación de Espuela de Plata, conformada por diez aforismos, también se encuentra esta crítica a la literatura afrocubana. Según Duanel Díaz, con las frases “Con lo del Sol del Trópico nos quedamos en la Luna de Valencia” y “Convertir el majá en sierpe, o por lo menos, en serpiente”, Lezama se distanció de West Indies Ltd., un volumen que abre con “Palabras en el trópico” e incluye “Sensemayá (Canto para matar una culebra)” (2).
La oposición entre Lezama y Guillén es uno de los grandes tópicos de la crítica. En “Identidad y heterogeneidad en la poesía cubana del siglo XX” (1999), Hans Otto Dill lo expone de manera tajante: “Guillén, popular, mulato, con su recurso al folclore afrocubano, su compromiso político-social, sus himnos a la naturaleza, su idea del Caribe como unidad geográfico-cultural mayor”, se opone a “José Lezama Lima, elitario, lúdico, occidental y cosmopolita, con su concepto del paisaje cultural y de la
identidad cultural latinoamericana” (183). Guillén inserta la isla en las Antillas a través de lo africano; Lezama, en cambio, propone una cultura hispano-cubana, blanca, ligada al Continente y disociada del Caribe por su singularidad. Duanel Díaz es aún más conciso. Para el crítico, Guillén elige el Caribe. Esto lo lleva a destacar el sincretismo racial y cultural que se produjo entre España y África. Lezama, por el contrario, coloca la isla en el Océano Atlántico, conectándola con lo Occidental.
Con este desplazamiento del Caribe por el Atlántico, Lezama propuso una vuelta a los principios de la insularidad. Como vimos, debido a que el isleño se conecta con el extranjero a través del mar, se planteó la idea de que la isla está instalada en un laberinto. Los escritores afrocubanos tomaron la imagen y la determinaron en términos etnográficos. La isla se conecta con todo el mundo, pero, al afianzar el mar Caribe, se priorizan lo africano y lo español. En cambio, al reemplazar el Caribe por el Atlántico,
Lezama buscó desatar el nudo etnográfico de la literatura cubana. Como señala en uno de los aforismos más citados de “Razón que sea”: “La ínsula distinta en el Cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el Cosmos” (51). Así, en sus primeros trabajos Lezama propuso dos cosas: reabrir la cultura cubana a las corrientes universales y vaciar de determinaciones raciales al sujeto insular.
En el “Coloquio” el escritor cumplió plenamente con estas dos cuestiones. En ese texto traza una diferencia entre los países del continente y los insulares. Los primeros elaboran una cultura del interior, mientras que las islas están abiertas al laberinto del mar. Como Benítez Rojo, para comprenderlo Lezama hace un uso metafórico de la palabra resaca: “La resaca no es otra cosa que el aporte que las islas pueden dar a las corrientes marinas” (1977: 50). Cuba debe tomar los temas universales, transformarlos y
devolverlos al mar. Esta idea, que Lezama desarrolla a lo largo de sus primeros trabajos, se encuentra plenamente consolidado en “Lo atlántico en Portocarrero” (1944). En ese texto, publicado en el primer número de Orígenes, Guy Pérez Cisneros traduce a palabras inequívocas las ideas del “Coloquio”: “La cultura marítima ha de tener el gran foso común que es carretera de perfecto drenaje y emulsión de todo lo que la corriente va arrancando y mezclando en sus perpetuos flujo y resaca” (45). Aunque no lo
contrapone al Caribe, el Atlántico supera las restricciones de la poesía afrocubana. El Océano es “una gran masa líquida en la que han ido vertiéndose durante cinco siglos las espesas tinturas del África, del Mediterráneo, de lo nórdico y lo lusitano, tan teñido a su vez por ondas índicas” (45). Pérez Cisneros instala la imagen de la isla en el Atlántico y abre el laberinto de caminos que había cerrado Guillén. Como correlato, Lezama elimina la cuestión étnica del sujeto insular. Para el escritor, la definición del isleño no
debe buscarse en la raza, sino en lo sentimental. En el “Coloquio” habla, así, del “sentimiento de lontananza”: “en una cultura de litoral interesará más el sentimiento de lontananza que el de paisaje propio” (48). Para Lezama, esto significa que la cultura no debe fundarse en la representación artística del interior ni tampoco en la raza, sino en el tratamiento particular que los escritores hacen de los temas universales.
Pero, como sucede con Guillén, Lezama retorna a la isla en el laberinto para establecer un orden en las tradiciones. Ciertamente, en “Razón que sea” coloca la isla en el cosmos. Pero enseguida opta por algunos de los objetos que surcan el océano. En otro de los fragmentos de “Razón que sea” Lezama enumera los siguientes signos: “Teseo, la Resurrección, Proserpina, el hambre, la Doctrina de la Gracia, el hilo, los ángeles, las furias, los espermatozoides, la lengua del pájaro, la garganta del ciego, llamar o gritar, la diestra del Padre, los tres días pasados en el Infierno” (51). En esta enumeración, a primera vista deshilvanada, hay tres aspectos en los que es importante reparar. En primer lugar, todas las palabras, o por lo menos la mayoría, expresan alguna idea de lo sagrado. En segundo término, está ausente la religiosidad afrocubana. Por último, Lezama privilegia, dentro del laberinto cultural, aquellas tradiciones que conecten a Cuba con lo que Erich Auerbach entiende como el núcleo de la cultura occidental: la Biblia y Homero, o bien la diestra del Padre y Teseo, la Gracia y Proserpina.
Pero también podemos darle otra interpretación a estas elecciones. Lezama sitúa la isla en un cosmos surcado por lo religioso. En este sentido, si vuelve a la isla en el laberinto, sostiene que la isla está vinculada con lo sagrado. El tema ya estaba presente en Espejo de paciencia. El agua que rodea la isla de Balbuena no está únicamente surcado por barcos, sino que en ella también habitan los dioses. En igual sentido, según comenta Mircea Eliade, en diversas cosmogonías las aguas funcionan como un símbolo de las potencias primordiales. En ese contexto, la isla, que emerge de las profundidades del mar, es una de “las imágenes ejemplares de la Creación” (1981: 112). En Espuela de Plata, Lezama compartió esta interpretación. El escritor transforma la isla en una metáfora para comprender el vínculo del hombre con lo sagrado.
Lezama produjo esta metáfora en “Doctrinal de la anémona”. Ese complejo trabajo en prosa, que Lezama leyó como arte poético en un recital de poesía que Vitier organizó en 1939, apareció en el primer número de Espuela de Plata (3). La primera frase destaca algunos elementos del paisaje: “Las dulzuras y la metafísica del aire, el imperio de las torres y aquel suave tacto marino que reemplaza a la quemazón de arena y cordaje” (53). La descripción es concisa. Lezama habla del aire, el mar, las torres y la anémona (el animal marino y la flor) y destaca la contradicción entre el aire y el mar. Luego reemplaza la isla por el hombre y caracteriza el agua como lo desconocido: “Los líquidos invaden mientras el hombre sentado en su túmulo se desespera, frotándose los labios con cisnes y anémonas” (53). La insularidad se convierte en símbolo del drama del hombre enfrentado al enigma existencial. Pero a partir del sistema de oposiciones (aire/mar y hombre/desconocido) Lezama propone una solución. El agua y el aire se combinan en la llama, que por un lado es una escultura de fuego en el aire y por el otro tiene humedad y se mueve como el mar cuando las olas lo agitan. Esta integración repercute en el nivel metafórico. La metafísica del aire, combinación del agua y el aire en fuego, produce un símbolo que sirve de nexo entre el hombre y lo desconocido. Se trata de la anémona nocturna, en la que se combinan la flor y el animal marino. Este elemento no resuelve lo inabordable que simboliza el mar, pero sí organiza el enigma al dotarlo de una expresión humana: “La altura del muro y el tapiz de la base han purificado de tal manera el aire que éste absorbido duramente en la llama, puede ya reconocer y tocar la anémona nocturna” (54). La anémona y la isla se convierten en lo que Eliade denomina “hierofanías”: elementos que contactan lo sagrado y lo profano).
Como señala Rafael Rojas, el debate profundo de los escritores de la República gira alrededor de la necesidad de establecer mitos y tradiciones nacionales. Según vimos, existe una suerte de suelo simbólico: la imagen de que la isla está vinculada con un laberinto antropológico que surca el mar. Hasta cierto punto, esas son las aguas primordiales, a las cuales los escritores descienden y a partir de las cuales formulan ideas sobre Cuba. Así, Guillén baja a ese laberinto y determina la imagen a través de la
mezcla racial y cultural de lo español y lo africano. Lezama, que empezó a escribir después de West Indies Ltd., dio dos pasos en sentido contrario. En primer lugar, abrió nuevamente la isla al ponerla en contacto con el Atlántico y al eliminar las determinaciones etnológicas del sujeto insular. Luego, tras descender a esas “aguas primordiales”, elaboró una metáfora: la isla es un símbolo del vínculo del hombre con lo sagrado. En una tierra sin una tradición sólida, Lezama fundó un mito. Situado al principio de Espuela de Plata, pero en rigor colocado en el centro ideológico de la revista, este mito establece lo que podríamos llamar, con Hans-Georg Gadamer, un “círculo hermenéutico”. El símbolo de la isla permite seleccionar los discursos que surcan el Atlántico. A su vez, la asimilación de esas tradiciones enriquece el mito insular. La metáfora, como mito y eje de selección y apropiación, pone en marcha el proceso de elaboración de un nuevo pensamiento sobre lo cubano.
Las elecciones
Los textos de Espuela de Plata pueden comprenderse a partir de la importancia que la revista le concede a lo sagrado. Pero es imprescindible recordar que lo sagrado no se confunde con alguna tradición en particular. Como recuerdan Patricia Ciner, Jorge Mercado y Gabriela Simón en “Una aproximación a lo sagrado” (2008), ese concepto constituye un elemento previo a las diversas expresiones de lo religioso. Si bien en los últimos números la revista privilegia la catolicidad (aspecto al que volveremos más tarde), las referencias de “Razón que sea” al cristianismo y a la mitología griega significan una selección amplia de las tradiciones que la revista tenía a su disposición. Con esta amplitud inicial, Espuela de Plata estuvo en condiciones de asimilar el catolicismo y las cosmogonías griegas, pero también el absoluto romántico o las reflexiones sobre la irracionalidad como formas de acceder a la fuente del sentido. A continuación, ofrezco un muestrario a través de algunos textos puntuales.
La perspectiva católica ocupa, por supuesto, un lugar central. Su mejor representante es Ángel Gaztelu. En los seis números de la revista, el sacerdote publicó tres sonetos, un largo poema en verso libre y “Sobre un poema de Lactancio Firminiano”. Publicado en el primer número, este texto es representativo de la catolicidad que desde el principio estuvo presente en Espuela de Plata. Dividido en dos partes, en la primera Gaztelu hace una breve semblanza y, en la segunda, traduce del latín “Carmen de Pascha”, un extenso poema del autor. En el breve ensayo biográfico, Gaztelu señala que, africano del siglo III, Lactancio “estudió las disciplinas literarias en la cátedra que en la ciudad de Sicca sentó Arnobio” (55). Luego Gaztelu describe su conversión: “En el año 290, en plena juventud, fue llamado por Diocleciano a Nicomedia para que enseñase letras oratorias. Aquí abrió los ojos a la luz y verdad de la gracia cristiana y permaneció hasta principios del siglo IV” (55). Gaztelu conecta la revista con los orígenes de la era cristiana y, a través de la doctrina de la gracia, establece una comprensión católica de la poesía.
Pero Espuela de Plata tuvo una mirada amplia y heterodoxa sobre lo sagrado. El tercer número, presentado como un homenaje a Juan Ramón Jiménez, está encabezado por una prosa poética del escritor español. En ese texto, titulado “La luz del mundo en la vida”, Juan Ramón sostiene que la luz es el sentido del mundo. En principio, la identificación parte de una observación empírica. La luz es, efectivamente, la que le da vida a los seres. Pero también constituye una metáfora lexicalizada para la comprensión, sea ésta racional, poética o religiosa. Para Juan Ramón es una metáfora de lo sagrado. Viene desde afuera del hombre y no desde su interior. La perciben personas por alguna razón inspiradas. En su texto habla de borrachos y hombres que asisten al carnaval, se refiere a locos, tontos y enfermos. Pero por sobre todos ellos coloca al poeta. Se trata del verdadero iluminado, aquel que está en condiciones de mirar de frente la luz.
Estas reflexiones tienen una gran importancia para Espuela de Plata. Juan Ramón postula una fuente de sentido, destaca la centralidad de la poesía y promueve un acercamiento heterodoxo a lo sagrado. Esta amplitud es clave en la selección de las corrientes universales. El mejor ejemplo es “De poesía” (1939), publicado como apertura del segundo número de Espuela de Plata. Percy Shelley comienza ese breve
texto con dos oraciones rotundas: “La poesía es en verdad algo divino. Es, al mismo tiempo, el centro y la circunferencia del conocimiento; abarca, y a ella debe atribuirse, toda ciencia” (71). Para Shelley, esto no se debe a que la poesía sea un instrumento infalible para la observación de los hechos. Por el contrario, está por encima de la ciencia porque se trata de la única actividad que logra acceder a lo que es invisible en el mundo terreno y que sin embargo lo define de manera absoluta. Shelley lo afirma con una pregunta retórica: “¿Qué fuera de nuestras aspiraciones del más allá y de la resignación al pensar en el sepulcro, si la poesía no se remontara a las regiones eternales a traer luz y fuego, a donde las facultades aladas de nuestra razón no osan remontarse?” (71). En el mismo campo se encuentra el “Tratado de Hegemonikón”, publicado también en el segundo número de Espuela de Plata. En ese texto estoico, Crisipo afirma
que el principio hegemónico del alma (dividido, por Platón, en logistikón, thúmos y epithumetikón) no se encuentra en la cabeza, sino en el corazón. Para Crisipo, la prueba está en la poesía: “El poeta pone a nuestra disposición una profusión de ejemplos para establecer que el logostikón y el principio del thúmos se ubican en el corazón; y él relaciona, como era menester hacerlo, el epithumetikón (el apetito) con el mismo lugar” (81-82). Publicado junto con “De poesía”, esta concepción estoica se resignifica: lo sentimental es más importante que lo racional y la poesía más que lo intelectual.
Si lo sagrado es, más allá de lo religioso, el reverso pleno de lo cotidiano, también se pueden recordar, en este marco, los cuentos “La mano” y “El borracho” de Arístides Fernández, que los editores publicaron en el cuarto número de la revista. El artista plástico, muerto prematuramente en 1934, aborda en ambos relatos dos figuras situadas en el borde de lo racional. El primero, como su nombre lo indica, trata de un alcohólico que, muerta su madre, continúa con su acostumbrada maratón de copas en el bar. Cierta
noche rebasa sus límites, se arrastra a su casa y se desploma dormido. El tema del cuento es el sueño. El hombre sueña que, muerta su madre hace quince días, todavía nadie se ha llevado el ataúd de su casa. Esto se debe a que una de sus hermanas, con lágrimas en los ojos, pidió que se la dejaran un rato más. Con el paso de los días, el cajón se acomoda en el olvido de lo cotidiano. Desaparece su rasgo excepcional y se convierte en un mueble más, al que la empleada se acostumbra a limpiar. Pero esto le da
un carácter ominoso: en la pesadilla, el hombre se da cuenta de que tiene que enterrar a la madre, se extraña de que el ataúd no despida olor y teme la multa que le impondrán los de salubridad. Luego despierta, con el sol alto, la cabeza cargada y la boca reseca.
“La mano” es más simple. Narrado en primera persona, un hombre confiesa que le atraen las cosas “raras y extrañas, inverosímiles, macabras” (129). Un día, caminando por la calle, encuentra una imprenta. No tiene necesidad de papeles o lápices, pero por impulso entra de todas formas a comprar. Pide papel y lo hace cortar. Entonces ve la mano del empleado, que encuadra el pliego debajo de una enorme guillotina.
Comprende con horror “que aquella mano no era de aquel hombre… que no quería estar con aquel cuerpo” (129). Convencido de esto, vuelve todos los días esperando el desenlace. Hasta que la guillotina le troncha la mano. Arístides Fernández logra la sugerencia del ataque sin abandonar la primera persona: “Un grito ahogado y la mano quedó libre, libre… Sentí los huesos bajo la rápida cuchilla; la sangre lo mundó todo… Una mano pálida, verdosa y palpitante quedó besando el fino acero” (130).
Los dos cuentos tratan de personajes marginales. El primero es un borracho, el segundo un loco. Pero lo fundamental es que colocan la escritura fuera de la razón. En “El borracho”, el sueño ocupa el centro del relato. Fernández busca una confusión entre el plano real y el plano onírico. El lector nunca va a saber si el ataúd de la madre sigue en su pieza o si se trata de una pesadilla. En “La mano”, el uso de la primera persona revela más claramente la intención de situar la escritura en la sinrazón. Igual de importante es que esto no altera la lógica del discurso. No hay deformaciones oníricas o desviaciones alucinadas. El relato es implacablemente referencial. Pero esto no revela una voluntad de orden racional. Por el contrario, demuestra que esa verdad que es la locura y el sueño puede exponerse y comprenderse a través de la literatura.
En esta breve muestra hay una serie de características en las que es importante reparar. Espuela de Plata elige expresiones en las cuales se establece un vínculo entre lo literario y una fuente de sentido. El absoluto del romanticismo, el estado de gracia católico, el corazón como núcleo del ser humano, la inspiración onírica y la locura. Para emplear la metáfora insular, Espuela de Plata retoma aquellos textos en los cuales la escritura funciona como una isla en medio del enigma existencial. Pero, dentro de la
multitud de corrientes que surcan el Atlántico, la revista opta por aquellas que, aparte de establecer un vínculo con lo sagrado, le permiten instalarse en la tradición hispánica y occidental. Juan Ramón Jiménez (lo mismo podemos decir de Manuel Altolaguirre, Jorge Guillén, Pedro Salinas y María Zambrano) restablecen el puente de Cuba con España, mientras que Shelley y Lactancio lo hacen con la tradición europea y con los inicios de la tradición católico-occidental. La selección de lo cubano presenta la Isla
como una tierra que está en condiciones de retomar esas corrientes universales y, como la resaca, devolverlas al mar. En este sentido hay que destacar la publicación, en el cuarto número, del “Prefacio de los Poemas de Mariano Brull”, de Paul Valéry, junto con “Rose-Arminde”, uno de los textos de esa antología, traducido al francés. Independientemente de sus características particulares, ese texto ocupa un lugar simbólico para Espuela de Plata. Si la metáfora de la isla le permite al grupo seleccionar tradiciones, al mismo tiempo hace posible el reconocimiento universal.
La realización
Las ideas de Espuela de Plata llegan a su plena realización en el tercer número. Podemos verlo incluso en su diagramación. Como ya se dijo, lo abre “La luz del mundo en la vida”, de Juan Ramón Jiménez, y lo cierra “El trompetero místico”, un poema de Walt Whitman, traducido por Cintio Vitier y Eliseo Diego. Dedicado enteramente a la poesía, y presentado como un homenaje al poeta español, en las páginas interiores se encuentran las colaboraciones de quince poetas cubanos. En el medio está la isla y en
las orillas los escritores extranjeros. Asimismo, Whitman y Juan Ramón (ya lo vimos para este último) se ocupan del vínculo del hombre con lo sagrado. Whitman le habla a un trompetero. No toca, permanece en silencio, pero el sujeto poético, al invocarlo, repone un mundo, como si fuera el resultado de la música que está a punto de ejecutar. En la última estrofa, Whitman expresa el siguiente ruego: “Ahora, trompetero, para el término,/ Permite el esfuerzo más alto,/ Canta a mi alma, renueva su fe y esperanza decadentes” (118). Entonces el poeta encuentra el júbilo religioso.
Circunscriptos por estas dos corrientes universales, los poemas interiores representan la isla cubana. En sus versos, los escritores recogen los elementos del paisaje. Un recorrido por los títulos ilustra esta inclinación: “Playa” de Emilio Ballagas, “Las islas cambian manos” de Baeza Flores, “Me ciñes como un mar” de Marcos Fingerit y “Nacimiento del mar” de Virgilio Piñera. Pero el que le da el tono al número
es “Noche insular: jardines invisibles” de Lezama Lima. El texto, con 190 versos, supera todas las colaboraciones y realiza plenamente los principios de “Razón que sea” y “Doctrinal de la anémona”. Para Lezama, la isla está rodeada de mar del mismo modo que la ciudad está envuelta por la noche. Establece, además, una interpretación simbólica, basada en referencias a la mitología griega: el océano y la noche son dos potencias en las que están implicados el caos y la creación.
En “Los mitos cosmogónicos” (1997), Jean-Pierre Vernant presenta una serie de observaciones interesantes para precisar estas elecciones. En la Ilíada, según ya habían destacado Platón y Aristóteles, Homero señala que Océano es el padre original. Para Vernant, este valor que se le concede a las aguas se debe a su fluidez y su ausencia de forma, lo que habría llevado a convertirlas en la representación del estado original del mundo, en el que todo estaba confundido en una misma masa homogénea. A partir del agua dulce, se le sumó la virtud vivificante y generadora, lo que explica que se haya depositado en el Océano, fuente de todas las aguas, el poder de engendrar. El sol emerge del Océano para sumergirse de nuevo en él, baño cotidiano que renueva su vigor y juventud. En “Noche insular” Lezama retoma este poder vivificante y destructivo del mar. Estas referencias permiten comprender, además, el rol que en el poema juega la noche. El propio Homero, según Vernant, también le concede a la Noche el rango de potencia primordial. En las cosmogonías órficas, “el tema de las Tinieblas, donde todas las cosas permanecen confundidas antes de emerger a la luz, sustituye el de la fluidez de las aguas” (91). La doble referencia demarca, para Vernant, una identificación: “La oscuridad nocturna reina en la profundidad de las aguas, del mismo modo que, para los griegos, la Noche está hecha de una bruma húmeda, de una niebla sombría y opaca” (91). En “Noche insular” Lezama trabaja con esta asimilación.
Como sucede con casi todos sus poemas, estos significados globales tienen un vínculo tenso con los versos puntuales. Esto se debe a su método constructivo. El estilo de Lezama se basa por cierto en la sobreabundancia, pero tal vez uno de sus rasgos característicos, que lo vuelve sumamente hermético, es la supresión de elementos semánticos y sintácticos. En Espuela de Plata esta singularidad tiene un sentido en el marco de los vínculos que los colaboradores trazan entre la escritura y lo sagrado. En las
plegarias poetizadas, cuyo máximo cultivador es Gaztelu, o bien en los textos de Whitman y Juan Ramón Jiménez, la fuente del sentido aparece nombrada. Los escritores hablan de Dios o de la luz de la vida. En cambio, Lezama asume el tema con una notoria radicalidad. El escritor trabaja con supresiones de elementos indispensables para la interpretación lineal del discurso. Utiliza, además, atributos de los objetos (o bien, semantemas), a partir de los cuales genera un sistema metafórico libre. En “Noche
insular”, por ejemplo, toma del sol los elementos amarillo y fuego. Luego los encarna, a ambos o a uno de ellos, en una ventana luminosa o en un halcón. Esto tiende a socavar el significado denotativo y pone en suspenso la referencialidad. Pero, como establece al mismo tiempo lineamientos claros en relación con lo sagrado, el resultado es que Lezama demuestra que lo sagrado es innombrable con el lenguaje cotidiano.
“Noche insular” puede dividirse en dos partes. En los primeros 90 versos Lezama desarrolla la caída del sol y la salida de la luna. En los 100 versos restantes elabora un canto a la vida y la muerte de la ciudad. En el tramo inicial, Lezama nombra el sol a través de un fuego que “en la extensión más ciega del imperio,/ vuelve tocando el sigiloso juego/ del arenado timbre de las jarras” (105). En ese imperio el sol toca la fuente o el surtidor de las aguas primordiales, nombradas a través de las jarras. Luego estos atributos aparecen en un halcón: “El halcón que el agua no acorrala,/ extiende su amarillo helado” (106). Estas metáforas sobre el ocaso están acompañadas por alusiones a la ceguera que de pronto se instala con la noche. Así, la “rica tela de su pesadumbre”, posible metáfora del cielo diurno, se disuelve como una estatua que va volviéndose ciega: “como estatua por ríos conducida,/ disolviéndose va, ciega labrándose” (106). En igual sentido, cuando el halcón extiende su amarillo helado, aparece “el rocío que borra
las pisadas/ y agranda los signos manuales/ del hastío, la ira y del desdén” (106). Como en los órficos, la noche surge del mar. El sol se hunde en el Océano y este contacto levanta el rocío, el rumor, la bruma de la oscuridad.
En “Noche insular”, la luna aparece a través de alusiones mitológicas. En un pasaje trabaja con Acteón y Ártemis. El mito cuenta que Acteón, cazador que recorre los dominios de la diosa, osó rivalizar con ella. Tal vez tuvo la audacia de proponerle matrimonio o quiso violarla o la sorprendió bañándose. Como castigo, Ártemis lo transformó en ciervo e hizo que los perros que éste tenía lo persiguieran hasta despedazarlo. Lezama retoma el argumento: “Joven amargo, oh cautelosa,/ en tus jardines de humedad conocida/ trocado en ciervo el joven/ que de noche arrancaba las flores/ con sus balanzas para el agua nocturna” (106). Lezama comprende la noche como el tiempo de las metamorfosis: el hombre se conecta con la oscuridad y el océano, fuente primordial que disuelve las formas y posibilita las transformaciones. Asimismo, como señala Pierre Grimal, Ártemis está identificada con la Luna (2007: 48). Cuando ha concluido el ocaso, Lezama pide la salida de la Luna, nombrándola a través de la diosa:
La segunda parte del poema puede comprenderse como un ritual. Lezama desciende a las aguas y la noche, espacio y tiempo de la muerte cotidiana de la ciudad, para verla renacer junto con la escritura/lectura del poema. En ese tramo, combina imágenes festivas con otras macabras. Por una parte, los caballos traen alimentos para celebrar: “Perdidos en las ciudades marinas/ los corceles suspiran acariciadas definiciones,/ ciegos portadores de limones y almejas” (107). Incluso se detiene el río de
la muerte, mientras canta el ruiseñor: “jardines lentamente iniciando/ el débil ruiseñor hilando los carbunclos/ de la entreabierta siesta/ y el parado río de la muerte” (107).
Pero a la vez aparecen imágenes macabras: “Las uvas y el caracol de escritura sombría/ contemplan desfilar prisioneros/ en sus paseos de límites siniestros,/ pintados efebos en su lejano ruido,/ ángeles mustios tras sus flautas,/ brevemente sonando sus cadenas” (107). Esta coexistencia remarca que la noche es el tiempo en el cual mueren y renacen el hombre y la ciudad. En este sentido, es el momento en el cual los dioses se vuelven contemporáneos: “La mar violeta añora el nacimiento de los dioses,/ Ya que nacer es
aquí una fiesta innombrable […]/ La mar inmóvil y el aire sin sus aves,/ dulce horror el nacimiento de la ciudad/ apenas recordada” (107).
El poema concluye con el reencuentro de la luz y la ciudad conocida y con el restablecimiento del vínculo con los dioses: “Dance la luz reconciliando/ al hombre con sus dioses desdeñosos./ ambos sonrientes, diciendo/ los vencimientos de la muerte universal/ y la calidad tranquila de la luz” (108). En “Noche insular”, verdadero poemaritual, La Habana nace de la oscuridad de la noche y las aguas sagradas del mar.
Catolicismo y disolución
Retomemos las líneas principales para concluir. Como señala Rafael Rojas, durante las primeras décadas del siglo XX los intelectuales consideraron que Cuba carecía de una tradición sólida y por consiguiente lamentaron la inexistencia de mitos nacionales que defender o atacar. La literatura de esa época trató de ofrecer respuestas a esa situación. Para esto, retomaron una imagen, cuya protoforma se remonta a Espejo de paciencia. Como la isla está en el medio del mar, y como el mar es el vínculo con el extranjero, se puede considerar que se trata de una tierra en medio del laberinto cultural. Las respuestas ante la ausencia de una tradición pueden comprenderse a través de esa imagen primordial. La literatura afrocubana, como vimos a partir de Guillén, retomó esta idea de la isla y propuso una determinación etnográfica. Si bien las corrientes que surcan el mar son múltiples, las principales, para Cuba y las Antillas, son la española y la africana. Desde el principio, Lezama rompió con esta comprensión. En el tramo que
va desde el “Coloquio con Juan Ramón Jiménez” a Espuela de Plata, tanto el escritor como el grupo que empezó a acompañarlo establecieron dos pasos en ese sentido. En primer lugar, desataron el nudo de la literatura afrocubana, vaciando al sujeto insular de determinaciones raciales, desplazando el Caribe por el Atlántico y volviendo, en consecuencia, a la imagen de la isla ante el laberinto. En segundo lugar, Lezama identificó lo universal con lo occidental, desplazando la literatura afrocubana, y propuso a partir de esto una metáfora nueva. La isla es el gran símbolo del vínculo del hombre con lo sagrado. Con este verdadero mito, Espuela de Plata se propuso fundar una cultura nacional a partir de la concurrencia de tres elementos: la inexistencia de una tradición, el vínculo con las corrientes universales y el contacto de la isla con lo sagrado. Con este mito, la revista estableció un “círculo hermenéutico”. La isla, símbolo del hombre ante lo sagrado, es un parámetro para seleccionar los discursos que surcan el atlántico; a su vez, al hacer suyas esas tradiciones, los escritores enriquecieron el mito insular. Así, Espuela de Plata se propuso desarrollar un nuevo pensamiento cubano.
La revista organizó también una formación de escritores. Lezama, tal vez estratégicamente, mantuvo para tal fin una visión heterodoxa de lo sagrado mediante la doble afirmación del catolicismo y los mitos grecolatinos. Este equilibrio logró asegurar, durante un tiempo, la cohesión grupal. Las publicaciones de Lezama son un ejemplo de esta voluntad: en el relato “El patio morado” se vinculó con la catolicidad,
mientras que en “Noche insular” incorporó los mitos griegos. Pero no logró mantener esta heterodoxia. En el quinto número, Gaztelu aparece en el Consejo de Redacción. En el siguiente, comparte la dirección con Lezama, Pérez Cisneros y Mariano Rodríguez. En principio, este avance no tiene un significado claro. Pero las protestas de Virgilio Piñera establecen en los hechos que Espuela de Plata se inclinó por la catolicidad.
Piñera expresó sus opiniones en la conocida carta del 29 de mayo de 1941. En ese texto, enviado a Lezama antes de la salida del último número, le reprocha su temperamento indeciso: “siempre temí –le confiesa Piñera- que llegase el tiempo de las grandes decisiones, porque habiéndote movido tú en un círculo de familia conservadora te habías nutrido de bastantes indecisiones” (1994: 269). Aunque Piñera no es explícito, la carta parece poner de manifiesto que esa falta de definiciones está vinculada con la
cuestión de lo sagrado. En algún momento Lezama tendría que definirse. Y entonces eligió a Gaztelu. En la carta, Piñera le comenta su decepción cuando “el maniqueo”, que permanece incógnito durante todo el texto, le reveló este vuelco a la catolicidad:
Inicialmente, estas protestas se mantuvieron en el ámbito privado. Además, sus numerosas colaboraciones en Espuela de Plata tienen notables vínculos con las ideas de Lezama. En “Dos poetas, dos poemas, dos formas de poesía”, publicado en el último número de la revista, Piñera sostiene que “Elegía sin nombre” de Emilio Ballagas y “Muerte de Narciso” constituyen dos modos nuevos de poesía. En el primer caso, se trata del cierre de una obra; “Muerte de Narciso” significa, en cambio, un nuevo
comienzo para la literatura. Otro tanto se desprende de los poemas que publicó en la revista. En esos textos usa elementos religiosos para la elaboración del poema. En “La gracia”, por ejemplo, Piñera hace un canto a la inspiración, en el que sostiene que el verso viene de afuera: “Qué sustancia evadida de la tierra/ Viene en ángel, en luz, en hermosura;/ En escala perfecta de locura/ A darme la canción, el verso, el viento?”. Como en Lezama, el poema proviene de una fuente primordial: “Por fijos ojos de dibujo adusto/ Asta de luz serena el desconsuelo/ Que mana de la fuente de la vida” (111).
Pero, cuando la catolicidad puso fin a la heterodoxia, los caminos se bifurcaron. Lezama y Gaztelu sacaron Nadie parecía. Cuaderno de lo bello con Dios. Esta tercera revista demuestra que la determinación católica de la metáfora insular no significa una anulación del resto de las tradiciones. Se trata, más bien, de un orden en el laberinto discursivo. El mejor ejemplo es el texto sobre Lactancio. Gaztelu no elimina las
posibles referencias a la Antigüedad, sino que las subordina al cristianismo. En este sentido, conecta la metáfora de la isla con la catolicidad. La isla es un símbolo para comprender el vínculo del hombre con lo sagrado y es un mecanismo de incorporación de las tradiciones que surcan el atlántico; del mismo modo, el cristianismo entabla un vínculo con la divinidad y establece un vasto proceso de transculturación.
El camino de Piñera es opuesto. Los críticos, entre otros Duanel Díaz, Ponte y Santí, destacaron la importancia de La isla en peso (1943). Duanel Díaz subraya la reacción adversa de Cintio Vitier, que figura en Lo cubano en la poesía (1958), eje a partir del cual el crítico presenta el gran poema de Piñera como un enérgico rechazo de la perspectiva religiosa a la que llega Espuela de Plata y que continúa con Nadie
parecía. Tomando en cuenta estas ideas, podemos decir, tras lo que hemos visto, que el poeta, que durante su participación en la revista compartió la metáfora de la isla, rompió con Lezama al abandonar ese eje irradiante. En los dos primeros versos, por cierto muy citados, Piñera anuncia ese abandono: “La maldita circunstancia del agua por todas partes/ me obliga a sentarme en la mesa del café” (1999: 120). En esos versos no hay misterio. El agua se ha vuelto agua. Piñera desacraliza: “No queremos potencias
celestiales sino presencias terrestres” (130). La isla vuelve a ser esa tierra sin misterio en el laberinto del mar.
Las excelentes lecturas de Duanel Díaz y Enrico Mario Santí, y el breve espacio que queda, me eximen de elaborar una descripción detenida de este poema. Pero lo que sí quisiera remarcar es que, a través de la desacralización de Piñera, La isla en peso retorna a la imagen primordial de las islas y por lo tanto remarca, como un margen, el proyecto intelectual de Espuela de Plata. En una nación como Cuba, cuyos intelectuales lamentaron la ausencia de una tradición nacional, la revista volvió a la imagen del laberinto, trazó puentes con la cultura universal y ancló el pensamiento y la literatura en lo sagrado a través de una metáfora religiosa. Con esto, Espuela de Plata propuso uno de los grandes proyectos intelectuales de la historia cubana.
Notas
(1) Para un panorama general de la poesía afrohispanoamericana, Cf. Kutzinski (2006).
(2) Asimismo, en “Razón que sea” hay un rechazo de la polémica de las vanguardias, a través de la conocida sentencia: “Mientras el hormiguero se agita –realidad, arte social, arte puro, pueblo, marfil y torre- pregunta, responde, el Perugino se nos acerca silenciosamente, y nos da la mejor solución: Prepara la sopa, mientras tanto voy a pintar un ángel más” (51). Como señala Celina Manzoni (2001), la disyuntiva entre arte social y arte puro fue la interpretación usual sobre el período de las vanguardias.
(3) Estos datos se encuentran en Vitier (1984: 277-278).
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