Carlos Espinosa: Rosa Hilda Zell en Bohemia / Una antología
Debemos de estar muy agradecidos a María Antonia Borroto Trujillo por haber rescatado del dilatado e inmerecido olvido en el que ha estado confinada la periodista y escritora Rosa Hilda Zell (La Habana, 1910-1971). Como se pregunta ella con toda razón en la extensa y enjundiosa introducción a Páginas muy condimentadas. Crónicas de Bohemia (1946-1959) (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2018, 292 páginas), “¿por qué apenas sabemos algo de Rosa Hilda Zell hoy en día? No estuvo entre quienes abandonaron el país, no abdicó de sus creencias y luchas juveniles. ¿Por ser mujer? ¿Por ser una periodista aparentemente no comprometida?”.
Como posible causa, apunta sobre todo el hecho de que escribiese de cocina, algo que debe haberla asociado a “una imagen demasiado doméstica y quietista de la mujer y lo femenino”. Los textos recopilados en el libro lo niegan, y Borroto Trujillo se encarga a su vez de demostrar con argumentos que la autora “hace de la cocina un puente entre mujeres de diversa filiación y formación. Le presenta al ama de casa cubana más típica —si es que eso realmente existe, pues ella misma lo dudaba— el ámbito de otras mujeres que, trabajadoras, profesionales, escritoras y profesoras algunas, desmienten muchísimos mitos y tabúes”.
Puesto que para la inmensa mayoría de sus compatriotas es una desconocida, a continuación apunto algunos datos acerca de Rosa Hilda Zell. Se formó de manera autodidacta. Pasó parte de su infancia en los centrales Manatí (Oriente) y Francisco (Camagüey) y su adolescencia en Sagua la Grande. Se trasladó después a La Habana, donde tomó clases en la Escuela Libre de Artes Plásticas de la Asociación de Pintores y Escultores y en la Academia de San Alejandro. Participó en la lucha contra la dictadura de Machado como activista sindical y militante de la Liga Antimperialista. Fue incluida en la antología La poesía cubana en 1936 (1937), así como en varias de cuentos. En 1962 dio a conocer el libro Cunda y otros poemas.
Sin embargo, su principal actividad la realizó en el periodismo. Colaboró en Lyceum, Gaceta del Caribe, Carteles, Mediodía, Nuestro Tiempo, El Mundo y Ellas, donde a partir de junio de 1937 redactó la sección sobre arte y decoración inaugurada por esa revista. Pero donde escribió con más regularidad fue en la revista Bohemia. Entre 1946 y 1959 redactó allí la columna El menú de la semana, que aparecía firmada con el seudónimo de Adriana Loredo, que ya había empleado antes en Ellas. Parte de esos textos los recopiló en un volumen titulado Arroz con mango (1952), y 56 de ellos son los que ahora vuelven a ver la luz en Páginas bien condimentadas.
El fallecido investigador Salvador Arias es el único que se ha acercado a su obra y le ha hecho justicia. En su libro El reto perenne (2008), se puede leer su trabajo “Rosa Hilda Zell: ¿literatura vs. cocina?”. Allí recuerda que en sus años de infancia y adolescencia leía las columnas de El menú de la semana, que sus padres recortaban y las guardaban para consultas futuras y renovar el placer de su lectura. Dedica espacio a su producción cuentística, y la define como autora de textos recios y sugerentes. Y concluye que por los valores que alcanzó en la narrativa, Zell “es una escritora cuya difusión y reconocimiento merecen mantenerse vivos”.
Como anota Borroto Trujillo, El menú de la semana cumplía ante todo lo que su título anunciaba. Incluía “recetas, muchas y variadas recetas, exóticas algunas, otras muy sencillas y hogareñas”, y todas debidamente explicadas. A través de su alter ego Adriana Loredo, Zell detallaba los ingredientes, agregaba algunos consejos y revelaba secretos y trucos que a la hora de cocinar resultan siempre muy útiles. Pero como la propia autora admitía, esas recetas iban insertadas o bien acompañadas con unas crónicas “retorcidas y disparatadas como pueden serlo las láminas de las letras”. Las concebía, cito de nuevo a la compiladora, como atalaya desde la cual conversaba con sus lectores (en su mayoría mujeres, como es natural) no solamente de cocina. Eso era posible porque, además de cocinar bien. Zell era una mujer con cultura y una admirable periodista.
Dije antes que Zell se formó de manera autodidacta. Conviene decir, un obstante, que aunque a cocinar se aprende en la casa, a la práctica hogareña ella sumó el haber estudiado, a los quince o dieciséis años, Economía Doméstica en Estados Unidos. Con ese aval, pudo ejercer como profesora de Artes Decorativas en el Women’s Club of Havana. Su estancia en Estados Unidos le dio además una comprensión de la vida moderna. Eso se refleja, por ejemplo, en la preocupación que demuestra en sus crónicas por instruir a las cubanas en los adelantos introducidos en la industria de electrodomésticos. Era consciente de que los equipos con que las madres y abuelas hacían maravillas (el fogón de carbón, las cazuelas de barro, los jarros esmaltados, el horno construido en el mismo fogón, la nevera de hielo) iban desapareciendo.
Una campaña de bien público
Pero al mismo tiempo, alerta de que a lo viejo que agonizaba lentamente, lo nuevo lo sustituía de manera imperfecta. Al referirse a las cocinas eléctricas, comenta: “¿Cómo podrá cocinarse con electricidad en un país donde esta es inicuamente cara y donde el mal servicio de una compañía monopolista expone al ama de casa a ‘apagones’ frecuentes de duración indefinida, que si se producen cuando hay un cake en el horno lo echarán a perder irremisiblemente”.
Se dio cuenta de que las amas de casa modernas necesitaban información veraz, desinteresada y renovada constantemente. Era algo que faltaba entonces en Cuba, y ella se esforzó en proporcionarlo. En ese sentido, hizo lo que Borroto Trujillo califica como una campaña de bien público. No solo lo realizó a través de las páginas de Bohemia, sino también mediante seminarios que dio en ciudades de la Isla como Bayamo, Santiago de Cuba, Santa Clara, Matanzas y Cárdenas. Eran, como escribe Zell en la crónica “De mujer a mujer” (23 mayo 1952), “demostraciones de cocina moderna con que me gano la vida”.
En esos textos donde cuenta sus viajes al interior, no se calla la boca y se refiere a aspectos que le parecen negativos. Así, en el publicado el 29 de julio de 1951 habla del Museo Bacardí de Santiago de Cuba, que, “con todo y ser grande y hermoso”, tiene algo criticable:
“Allí donde hay una momia egipcia, y toda una colección de obras procedentes del Museo del Prado, y los jarros y los platos y las cazuelas usados en Cuba desde la prehistoria hasta el principio de la era republicana están amorosamente conservados, allí la cultura cubana de hoy padece afrenta: ¿cómo es que Antonio Sánchez Araujo, el pintor oriental que honró el nombre de Cuba en cien justas artísticas internacionales y murió hace apenas cinco años dejando una obra tan copiosa como vibrante, está representado apenas por tres estudios de su primer año de aprendizaje en San Alejandro y un desafortunado óleo cuarteado? ¿O es que el director del Museo Bacardí, señor Fernando Boytel, que tanto supo enseñarme de la evolución de la cultura cubana cuando me mostró su interesantísima colección de cacharros, no sabe que en un museo las artes puras son por lo menos tan importantes como las artesanías? Preguntas estas que se quedarán sin respuesta, porque difícilmente puede esperarse que lean una página de cocina los hombres que dirigen museos”.
En otras crónicas, Zell incorpora vivencias personales. En “Bucólica cervantina”, narra su encuentro con José Justo Martínez, con quien siempre se está peleando (“el tener alguien con quien pelearse es una de las justificaciones de la amistad”), para terminar haciendo las paces. Y con esa prosa ágil, flexible y sustanciosa que la caracterizaba, narra: “De nuestras discusiones no sabría sacar cosa de provecho. Empiezan quizás por la detestable costumbre que tiene mi amigo de tomar el café con limón, o la otra, no menos detestable, de leerme trozos de José María Pemán. El café y la poesía son cosas que yo tomo en serio; José Justo Martínez también, por más que crea que el limón beneficia al primero y Pemán la segunda; yo lo concedo, siempre que se tome el verbo ‘beneficiar’ en la acepción en que lo emplean los matarifes. Ahí es Troya; acaba nuestra plática como el rosario de la aurora; tumba Zamora a Benavente. Ni él cede ni cedo yo. Pues qué, ¿no ha de tener uno sus convicciones? Luego pensamos que también ha de cuidar uno sus amistades, sobre todo las viejas y probadas”.
No lo hace con frecuencia, pero en algunas ocasiones Adriana Loredo trata el tema político. En “De mujer a mujer” (marzo 23 de 1952) pasa a ser el asunto central. Ha leído los nombres de los nuevos ministros nombrados por Batista, pocos días después de haber dado el golpe militar del 10 de marzo. Entre ellos figura el de la doctora María Gómez Carbonell, quien en unas declaraciones a la radio declaró que “representa en el Gabinete a la mujer cubana”.
Eso lleva a la periodista a comentar: “Aunque no sé, porque no lo dijo, en qué se basa para asumir tal papel histórico, pues que yo sepa su designación obedece exclusivamente al deseo del Jefe de Estado y no a la espontánea voluntad de la mujer cubana expresada a través de la consulta a las organizaciones que la representan, Lyceum Lawn Tennis Club, Casa Cultural de Católicos, Federación Democrática de Mujeres, etc.”. Señala los problemas que aquejan a la vida política del país y recuerda que desde hace tiempo viene insistiendo en ellos. Lo hace “en todos los tonos” desde 1946, “cuando desgobernaba Grau, y continuó hasta el último viernes del desgobierno de Prío, sin faltar un viernes” (recuérdese que ese era el día de la semana cuando salía a la calle Bohemia).
El tema cocineril era solo una espita
En su colaboración de diciembre 21 de 1958, Zell reproduce parte de una anterior de diciembre de 1948. Entonces se iba a celebrar en el Parque Central de La Habana un homenaje al escritor venezolano Rómulo Gallegos, quien nueve meses después de haber sido electo presidente por más del 80 por ciento de los votantes fue separado del poder por un golpe de Estado (recuérdese que algo similar había sucedido en Cuba en marzo de 1952). Zell pensaba asistir, pero confiesa que tiene dudas de que le sea posible hacerlo. La razón tiene que ver con el mal servicio del transporte público:
“Neptuno y Zulueta, y ya vienen llenos los tranvías. De las guaguas, ni hablar. A veces pasa una ruta 14 aceptable, pero lo que es hoy, ni eso. En parte por la hora, y en parte porque empieza ya el tráfico de Pascuas. Todo el mundo está en la calle. De esperar un tranvía en que pueda ir sentada y hacer el viaje hasta casa me estaré bien una hora y media, no sé cómo voy a arreglármelas para volver a salir luego. En casa no estaré antes de las siete; le tengo que dar comida a los niños, acostarlos, comer yo, vestirme… Y hora y media otra vez, para llegar acá. Creo que no voy a poder ir al homenaje a Rómulo Gallegos”.
Entre medias y sin que en ningún momento resulten traídos por los pelos, habla de temas como las fiestas navideñas, la redacción del último artículo del año, la bandera cubana, el “hambre que anda a caballo por los campos de Cuba”, sus lectoras en Venezuela, donde “Bohemia no ha podido entrar por las vías legales, aunque por otras seguramente sí”, a juzgar por las cartas que de allá le llegan. Y naturalmente, halla un hueco para la receta de la ensalada de bolitas de melón y uvas. Engarza todos esos asuntos porque, como ella misma admite, en esas crónicas suyas el tema cocineril no es más que “espita para ensartar el pensamiento que quiero dorar al fuego de la opinión pública”.
A propósito de esto, Arias expresa que “si bien el tema debía ser siempre algo relacionado con el buen cocinar y el mejor comer, a veces esto se constituía solo en un motivo de apagada resonancia, que daba pie a las más insospechadas variaciones, de acuerdo con el saber y la mejor intención de su autora”. Esas crónicas dejaban traslucir “las muchas inquietudes humanas, especialmente sociales y literarias, que bullían en Rosa Hilda Zell, con su manejo de un castellano más sazonado y gustoso probablemente que el mejor de sus guisos. Se leía con ganas, hablase de lo que hablase, y no era remisa en llamar a las cosas por su nombre, aunque escribió a veces en tiempos en que no permitían decirlo así, y entonces era cuestión de ingenio y sutileza descubrir la alusión indirecta o el símbolo certero. Y claro, supuestamente, siempre ‘hablando de cocina’”.
Según Zell, el periodismo “es sobre todo instinto y voluntad”. Demostró poseer ambas cualidades, pero además sabía emplear el castellano con esa flexibilidad y esa libertad que dan el quehacer cotidiano y con la accesibilidad que el periodismo exige. Se entregó con entusiasmo y amor a la tarea de redactar sus crónicas. La mejor prueba son las más de 600 columnas que entregó a Bohemia. Se preocupó más de ganar lectores que de rendir recetas y su gran preocupación era “ser leíble”.
Especialísima modalidad de diarismo
Zell hizo del uso del seudónimo un elemento que incorporó a sus crónicas. A menudo establece un rejuego entre ella y la firmante, “la humilde, laboriosa, tierna, refunfuñona y a la vez brillante Adriana Loredo”, según la caracteriza Arias. En uno de sus textos, en el cual narra su visita a la casa de su amiga Vicentina Antuña, apunta que al escuchar cómo se preparaba un plato, “yo me acordé de que soy Adriana Loredo, y le pedí a Vicentina sus recetas; no solo las de esta tarde, sino algunas otras”. Y cuando llevaba cinco años a cargo de El menú de la semana, se reconoce como “alguien que por nada del mundo hubiera firmado con su nombre una sección de cocina en julio de 1946, pero en agosto de 1951 nada deplora tanto como no poder ya hacerlo… ¡Es tarde ya para dar marcha atrás; ‘Adriana Loredo’ se ha quedado, definitivamente, con algo que nunca debió rechazar Rosa Hilda Zell!”.
Cuando preparó Arroz con mango, Zell se vio forzada a separar lo estrictamente culinario de lo periodístico, y dio prioridad a lo segundo. Los argumentos para hacerlo constituyeron dos: primero, el ejercicio de los principios y reglas del diarismo fueron los que dieron forma a aquellas crónicas; y segundo, entonces ya había en la bibliografía cubana más de un excelente volumen dedicado exclusivamente a las recetas. En cambio, no había ninguno que recogiera “esta especialísima modalidad de diarismo que empieza, pero no acaba, siendo de interés femenino, y en el que, bajo el manto de trapo de la cocina, caben todos los asuntos imaginables, de la A a la Z”. En Páginas muy condimentadas, Borroto Trujillo ha seguido ese mismo criterio, y no incluye las recetas de cocina.
Hizo muy bien. En los tiempos que hoy conoce Cuba, publicar las recetas de platos como el picadillo, el ajiaco, la carne con papas, el bistec en cazuela o el congrí resultaría una broma cruel. No solo porque los productos e ingredientes para cocinar escasean o sencillamente no se consiguen, sino porque los que aparecen se venden a precios inalcanzables para el grueso de la población. Me di a la tarea de pedir a varias personas que residen en la Isla información acerca de lo que cuesta poner algo a la mesa. A continuación doy un resumen de lo que me contestaron.
Una libra de cerdo cuesta 320 pesos; un cartón de 30 huevos, 700 pesos; una ristra con 50 cabezas de ajo, entre 20 y 25 pesos; una libra de frijoles negros, 500 pesos; medio kilo de leche en polvo, 1.000 pesos; una libra de malanga, entre 60 y 65 pesos; una libra de pollo, 75 pesos; un aguacate, 70 pesos; un mamey, entre 70 y 80 pesos; una libra de limones, 180 pesos… ¿Y los salarios y las pensiones? Una señora me comentó que tras 42 años de trabajo en Salud Pública, recibe por su jubilación 1.678 pesos. Y en cuanto al salario promedio, es de 4 mil pesos. Hagan ustedes una simple operación matemática y tendrán una idea de lo que puede costar a una familia comprar lo necesario para preparar el almuerzo de un solo día.
Quiero concluir estas líneas sobre Páginas muy bien condimentadas refiriéndome a la edición. En lo que se refiere al texto, no hay nada criticable, pues está limpio de erratas. A la editora, sin embargo, se le escapó un error: en la fecha de Zell de la solapa aparece 1970 como fecha de su muerte. Por el contrario, en la introducción la compiladora da 1971, que de acuerdo al Diccionario de la literatura cubana es el dato correcto.
El libro tiene además una portada francamente fea, en la cual es difícil distinguir si lo que aparecen en los platos son piedrecitas, conchas o judías blancas. En el interior se han incluido varias fotos tomadas de Bohemia, pero su calidad es tan pobre que habría sido más aconsejable prescindir de ellas. La Editorial Oriente debería enterarse de que aquellos tiempos en que el Poligráfico Juan Marinello fue bautizado como el más grande y moderno de América Latina pertenecen a un pasado hoy remoto.
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