Kevin Power: Cuba: Una historia tras otra

Archivo | Artes visuales | 14 de octubre de 2022
©Sandra Ceballos, Absolut Jawlensky, 1995

Publicado en 1999 en While Cuba Waits: Art from the Nineties (Smart Art Press, Santa Mónica), aquí les va este texto del crítico y curador inglés Kevin Power sobre los 80/90 en Cuba. Ojo: el texto, aunque un poco desfasado en algunos puntos, continúa siendo muy puntual en otros. Agradecimientos a ME.

Hay un momento en que la huida parece la única solución, exclama una voz a sus

      espaldas, ríe y cómo ríe.

                              Abilio Estévez, Tuyo es el reino

      ¡Y tantas cosas nobles como pudieran hacerse en la vida!

       Pero tenemos estómago. Y ese otro estómago que cuelga y que suele tener hambres terribles.

José Martí, Por el amor se ve

       Mi nacionalidad es mi realidad.

                 Rap por Kool G.

       Metafísicos estamos y es que ¡no comemos! ¡Vámonos al self-service!

                Severo Sarduy, De donde son los cantantes

Desde los últimos seis o siete años he estado enseñando en el Instituto Superior de Artes (ISA) en la ciudad de La Habana. Ha sido una experiencia muy interesante porque me ha permitido estar en contacto con muchos jóvenes artistas que constituyen el corpus de la llamada generación de los noventa o mala yerba. He tenido que compartir inevitablemente las ambigüedades de la vida diaria: su complejidad, energía, y desesperación. Como experiencia me ha permitido tener una idea más clara de las preocupaciones que subyacen en esta sociedad, sin presumir por ello de poder hablar en su nombre. Cuba es un ejemplo de las contradicciones fluidas, ocasionalmente volubles, y siempre problemáticas. Lo único que puedo hacer, como también lo hacen los mismos cubanos, es hacer una lectura incorrecta de ello, o interpretarlo a mi modo.

Las generalizaciones tienden a suavizar aquello que se pretende describir, pero permítanme arriesgarme en un par de cosas en el comienzo de este ensayo. En primer lugar, ser un artista es ocupar una posición privilegiada en Cuba en el sentido de que si un artista tiene éxito, entra directamente al mercado omnipotente y omnipresente americano[1]. Pueden hacer más dinero que mucha de la gente que les rodea. Él lo sabe, ella lo sabe, ellos lo saben. No quiero aquí discutir o cuestionar la ética de esta situación, sino simplemente insistir en que el artista tiene movilidad, un cierto margen de tolerancia, un estatus y dinero. Sólo hay que comparar, por ejemplo, el precio de la obra de un artista joven en el mercado internacional (digamos un precio entre 2.000 y 5.000 dólares) y el salario mensual de un profesor de universidad (28 dólares) para ver el drama de esta diferencia  ―una diferencia que es incluso más precisa si tenemos en cuenta que la mayoría de los cubanos tiene que inventar su economía día tras día. La otra generalización que quiero hacer está referida a que en los años ochenta el arte era un vehículo para salir de Cuba, y en los noventa se ha convertido en uno de los motivos para quedarse en la isla. La explicación de este hecho tiene muchos factores. En primer lugar, Cuba se ha convertido en un lugar de caza para la nueva estirpe de comisario de arte global (diez minutos, diez nombres, tres centros y ¡ahí vamos!)[2]. En segundo lugar, la apertura de los márgenes, lo que se conoce como la política de la diferencia, ha derivado en una extraña situación donde la periferia funciona mejor cuando asume su identidad periférica. En consecuencia, los artistas que se marchan para el centro se arriesgan a no ser vistos. Por último, Cuba ahora es un lugar geopolítico por excelencia. Es el último remanente de las alocadas ilusiones de la Revolución y es la única oposición a los triunfos opacos de un capitalismo maduro que se mantiene salvajemente mediante el fenómeno de las multinacionales que crecen como hongos dentro de la economía global.

Nadie duda que la educación y los sistemas de salud pública han sido dos de los logros mayores de la Revolución cubana. Hasta el punto que se han convertido en puros clichés. El sistema educativo ha sido una garantía para las generaciones bien entrenadas de artistas que son capaces de defenderse y discutir sus posiciones creativas de un modo más que convincente. El ISA ha sido el terreno de entrenamiento del pensamiento conceptual y el lugar donde se exponen los puntos de vista de lo que se está haciendo. También ha sido un ejercicio muy útil que ahora está pagando los dividendos en todo el mundo donde muchos de nosotros nos quedamos sin palabras ante esa retórica pulida que escupe brillantes resultados. Durante el Periodo Especial (eufemismo desesperado para algo que es finalmente una mera crisis), el ISA ha pasado por un período de decadencia pero todavía permanece, para decirlo con una metáfora pollockiana, como un constante goteo de idealismo. Cuba sabe argumentar. Si la infraestructura para todo esto, como así lo afirman críticos sobre la cuestión cubana (algunos de ellos, cubanos), no sólo es uno de los triunfos legítimos de la Revolución, sino que también debe algo a la infraestructura educacional establecida por la presencia americana no es mi preocupación en este ensayo. La verdad, generalmente, es algo complicado y el día a día de Cuba la convierte en un extraño lujo. Esta es una sociedad que vive contra la pared. Las privaciones están integradas en la vida diaria, profundamente metidas en la estructura de la vida familiar y en las calles. Todo el mundo sabe que nadie sabe lo que va a suceder. La suposición se convierte en lo más normal.

Mencionar aquí el Periodo Especial es inevitable puesto que proporciona el telón de fondo de esta generación y ha dejado serias cicatrices psicológicas en la sociedad cubana. Fue introducido en 1990 pero, sus inicios como táctica política pueden ser ubicados hacia 1986. El Periodo Especial se centra en lo que ha sido llamado eufemísticamente “proceso de rectificación de errores y tendencias negativas”. Era la única respuesta económica de Cuba ante la nueva situación geopolítica creada después de la caída de la Perestroika. Por otra parte, Cuba funciona bajo un complejo modelo económico que reconoce cuatro tipos diferentes de empresas: la fusionada, el capital extranjero, la estatal, y la cooperativa; tres monedas (el peso, el peso convertible, y el dólar americano ―después de la despenalización); y dos sistemas económicos que están controlados políticamente.

Para el cubano medio, el Período Especial ha supuesto una reducción en el consumo a todos los niveles, como dice el chiste clásico: “poco, muy poco, nada, nadie”. ¡Incluso el “no hay nada” pudiera servir como letra para una canción de salsa! Con la legalización del dólar en 1993 –la situación económica había declinado desastrosamente entre 1989-1993– el destino de Cuba parecía asemejarse al olvido típico que sufrieron muchos países europeos del Este. ¿Por qué ha sido tan lento el progreso? Hay muchas respuestas: la existencia de una comunidad hostil en el otro lado del Estrecho de la Florida; el aislamiento internacional y la falta de preparación para la caída del campo socialista.

El famoso Decreto Ley 141, que autorizaba el trabajo por cuenta propia, fue aprobado en 1993; consistía en una extraña lista que incluye forradores de botones, vigilantes de bicicletas y conductores de carritos para niños movidos por animales pequeños. Esta misma ley también aspiraba a controlar y detener lo que había sido definido como “la acumulación ilegal de riqueza”; por ejemplo, no más de doce sitios en un restaurante, altos impuestos en ganancias pagadas en dólares o ninguna contratación de trabajo aparte de familiares cercanos.

Tal vez la necesidad de supervivencia, o el intentar “inventar” -como dicen los cubanos-, ha llevado a la aparición de nuevos patrones de comportamiento en la población. Pero en su base esto simplemente ha significado un manejo más habilidoso del mismo mercado negro que siempre ha existido. La figura del maceta y el bisnero eran parte del paisaje diario, mucho antes de la caída del muro de Berlín. Esta segunda economía “inventada” no es eficaz, sin más bien el espejo negativo de los fallos de la economía estatal. Se ha hablado de legalizar la creación de empresas pequeñas y medianas, las Pymes, y esto podría ser un imán para atraer a los inversionistas internacionales que buscan formar parte del juego de la evolución económica. Período Especial ha sido una carga inmensa para la gente, pero en los primeros años de la década de los noventa produjo ciertos cambios: la producción subió en determinadas áreas, descendió la inflación y los subsidios a empresas estatales no productivas fueron recortados, Sin embargo, estas reformas se han paralizado en gran medida desde 1995. No ha sido posible implementar un sistema fiscal eficaz ni en los impuestos ni en la seguridad social; los inversores extranjeros no pueden pagar los salarios de su plantilla como quisieran, los universitarios que se gradúan no pueden trabajar en empresas privadas, etc. Introducir los cambios económicos necesarios es ahora el desafío más grande del gobierno. Sin embargo, la situación está paralizada y eso no beneficia a nadie. La tan necesitada inversión extranjera no se producirá hasta que haya un cambio radical en la actitud del gobierno, pero también es  evidente que la ley Helms-Burton es un impedimento muy grave para que el presidente Clinton acabe con el embargo. Se espera que los signos de recesión a que se enfrenta la economía cubana deriven, paradójicamente, en una reforma en el sistema de control económico. Tendremos que esperar para verlo.

También hay esperanzas que Cuba pueda resistir el trágico destino de convertirse, o ser vista, como una isla caribeña típica más: turismo, sexo barato, inversión extranjera masiva que, significan, a la larga, un mayor control extranjero. Todos sabemos que lo intangible es rápidamente destruido y que la educación es, por supuesto, un valor intangible; estamento que se respeta mucho en Cuba, pero el problema es mantenerlo, pagarlo y asegurar que proporcione salidas para los estudiantes dentro de la sociedad cubana. Lo que queda de una clase media ética está profundamente perturbado por el modo en que aquellos que son más “vivos” negocian en la calle y trastocan la pirámide social. Más insultante es  que lo hagan celebrándolo con interminables brindis de ron añejo.

En cierta medida, la revolución ha homogeneizado una realidad que ahora se ha descompuesto en millares de facetas; cada núcleo tiene su propia realidad y sobrevive, brilla, deslumbra o se desmorona. La Habana no es Cuba. Varadero no es Cuba. Pero éste último, necesita su cordón aislador para subrayar sus cualidades de Caribe falso. De nuevo, La Habana es Cuba y también Varadero, y así va todo. Las cosas son y no son simultáneamente.

Acabo de decir que Cuba es un foco de atención internacional. Esto se puede ver con todos los acontecimientos que han sucedido durante el mes que he estado escribiendo este ensayo. Los periódicos europeos han hablado del juicio del Grupo de los Cuatro que a su vez pertenecen al Grupo de trabajo de disidencia interna. Ellos constituyen una organización de oposición moderada que ha conseguido obtener apoyo internacional. Han pasado un año encarcelados sin ningún cargo en su contra. Finalmente, después de diecinueve meses sin la celebración de un juicio han sido acusados de sedición en contra del Estado. Cuando ConcilioCubano fue creado, durante los primeros meses de 1996, prometió ser un grupo enormemente eficaz. Concilio actuaba como una especie de macro federación para grupos disidentes y se convirtió en un símbolo para un clima de cambio. Ahora ha sido disuelto incluso cuando ha proporcionado, incuestionablemente, los interlocutores principales para el diálogo con los políticos extranjeros que querían encontrarse con la oposición. Creo que una simple lista de sus exigencias bastaría para mostrar lo cuidadosos y medidos que fueron. Quieren que se ponga fin al bloqueo y a cualquier forma de violencia; insisten en la necesidad de un diálogo con las autoridades cubanas y defienden un sistema de pluripartidos y un mercado económico libre.

El juicio es ahora particularmente importante porque su veredicto será tomado como un termómetro político. Los Cuatro pueden ser sentenciados a prisión ―entre uno y veinte años. Una sentencia dura podría significar un endurecimiento de la situación política. Dicen que una sentencia ligera es lo más probable que se obtenga del juicio como contrapeso al impacto negativo de una nueva ley que se acaba de aprobar: La Ley de la Protección de la Independencia y de la Economía de Cuba. De hecho, una sentencia leve significaría una vuelta a la línea de tolerancia y flexibilidad que ha marcado la política del gobierno en los últimos dos años. (Mientras terminaba este ensayo me he enterado de que los Cuatro han sido  juzgados con sentencias duras). También está claro que las autoridades cubanas están respondiendo negativamente a la línea más suave iniciada por Clinton sobre el embargo. Esta actitud pudiera ser interpretada, una vez más, de dos maneras contradictorias: en primer lugar, como un gesto para sugerir que el gobierno cubano no está interesado en medidas, sino que exigen, nada menos, que un final del embargo; en segundo lugar, pudiera interpretarse como otra vuelta de tuerca para apretar los tornillos.

Todos sabemos que las historias pueden cambiar de la noche a la mañana. Durante los últimos meses se han visto ciertas modificaciones en el Código Penal ―todas ellas referidas a ejecutar sentencias más duras para los corruptores de menores y el tráfico de drogas, que pueden castigarse con la pena de muerte. También ahora nuevos delitos como: el blanqueo de dinero o la matanza ilegal de ganado conllevan a penas de más de veinte años. El mencionado decreto establece sentencias extremas para todos aquellos que colaboran con Estados Unidos en la aplicación de la ley Helms-Burton. En otras palabras, esta ley puede aplicarse a cualquiera que brinde información y sea una amenaza para los intereses cubanos, a quien colabore con la prensa, participe en reuniones políticas, circule propaganda o reciba dinero para propósitos que sean en colaboración. Todas estas actividades pueden suponer unos veinte años de prisión.

La introducción de estas leyes ha cambiado inmediatamente el rostro de la vida diaria. La Habana Vieja ha sido ocupada por la policía en una masiva operación en contra de la delincuencia y de cualquier actividad que fermente un desviamiento ideológico o provoque un desorden social. Teóricamente cualquier joven cubano, sobre todo si es negro/a o guapo y con el ombligo al aire, se convierte en alguien sospechoso. Se trata de una operación incómoda para todos, tanto para la policía como para la población, ya que crea inmensas confusiones e irritaciones inmediatas. Si a una sospechosa se le ha visto en compañía de algún turista probablemente acabará en el Centro de Recepción, Clasificación y Procesamiento de Prostitutas de la Ciudad de la Habana por donde otras 7.000 mujeres ya han pasado durante 1998. Estas chicas son, naturalmente, las famosas jineteras, tan conocidas ahora como lo es el cuerpo de baile de Tropicana. Son baratas, divertidas, educadas y casi prostitutas.

Pero no es la única área de la vida diaria que ha sido puesto bajo control. En las zonas residenciales, como Playa o Miramar, el vendedor que va de puerta a puerta ofreciendo  desde langosta hasta huevos, o cristal de Murano o un falso Peláez, está ya desapareciendo. Y cualquiera, con una parabólica UHF que pueda ver programas americanos es advertido para que se deshaga de ello. También es  necesario decir que a pesar de tal severidad, una gran parte de la población cree que estas leyes son favorables. Durante los últimos años el tema diario de conversación ha sido la protesta contra el aumento de robos, la violencia en la las calles y la evidencia de un crecimiento masivo en la circulación de drogas. También hay un sentimiento general de cansancio y amargura frente a estos sectores de la población que se están enriqueciendo a través de las operaciones del mercado negro.

¿Cuál es la explicación de esta momentánea vuelta de tuerca? No hay probablemente una explicación única más allá quizá de una concienciación por parte del régimen que los tiempos van a ser cada vez más difíciles en cuanto a la economía y de que las cosas no deberían salirse de control. Estas son medidas desesperadas. El gobierno puede hacer sólo poco más de lo que está haciendo. No hay respuestas evidentes a corto plazo. En otras palabras, estas medidas sirven de claras señales de que incluso se va a presionar para un mayor control social. Por otro lado, estas nuevas leyes se muestran en contradicción con las señales de liberalización que definían a las dos o tres manifestaciones de la oposición. Debemos esperar a ver. Esta es una época extraordinariamente difícil. Uno comprende que el gobierno desea aminorar la prostitución (al tiempo que es consciente de que del deseado turismo, a veces indeseable, depende su existencia) y el mercado negro. Sin embargo, el fracaso o el éxito de estas medidas está ligado a la capacidad del gobierno para introducir alternativas (no fácilmente visibles en las circunstancias presentes) que podrían contribuir a aliviar el sufrimiento económico de la población. Es una situación explosiva aunque nadie quiere explotar. Estos son signos de amenaza que aparecen peligrosamente entre una sociedad nerviosa.

¿Qué tendría que ver esto con el arte? Nada y todo. Todo en el sentido de que mucho del contenido del arte cubano está específicamente preocupado con los comentarios socioculturales y con las tensiones ideológicas. Si el artista se separa de ciertos temas legitimados desde afuera, aunque estos sean naturales adentro, bien podría encontrarse fuera de los intereses del mundo artístico internacional; desplazado por su propia elección y aislado de los beneficios económicos. Está claro de que en el actual clima social de crítica esto es como respirar. O sea, literalmente, una in-spiración. Aunque la actitud del artista hacía ello haya adquirido, dentro de las contradicciones de los noventa, un límite estratégico y cínico[3].

Las referencias culturales e históricas pertenecen a un clima general de reconocimiento del otro, en el sentido de que el centro generosamente establece una agenda para la inclusión del otro dentro del mercado. Pero estas referencias no deben ser demasiadas complejas pues no irían a ningún lado; hay que hacerlas agudas, reductivas y claras. Por ejemplo, ciertas áreas del exotismo afrocubano (desde Juan Francisco Elso, Ana Mendieta, Ricardo Brey, José Bedia, María Pérez Bravo, hasta el temprano Kcho) han sido legitimadas como signos de “cubanidad”. Sin embargo, la abstracción es condenada como algo meramente mimético de lo americano. José Vincench y Ramón Serrano acaban de montar una exposición titulada Pinturas del silencio que ha intentado trazar los problemas de la abstracción en Cuba desde fines de los años cincuenta, mostrando su aceptación inicial después de la Revolución, su caída en desgracia como arte capitalista y su colapso final en efectos decorativos.

Me gustaría comentar a Veerle Poupeye en su reciente ensayo donde bosqueja el arte caribeño, cuando habla de la abrumadora presencia de lo exótico como uno de sus rasgos principales. Con esta afirmación se corre el riesgo de banalizar y tropicalizar las artes en la más reductora de las modas sin tomar en cuenta la amplia gama de obras que se han producido ―desde el pop cubano hasta un juego con ideas conceptuales, o desde la revisión crítica e ideológica a una parodia amarga. De hecho lo afrocubano mismo existe en numerosos niveles interpretativos. Por ejemplo, la famosa pieza de Elso Por América (1986), que Poupeye entiende como un objeto de poder o como una mezcla simbólica de barro y sangre, es más compleja y más substancial en sus significados. Es una imagen cargada de significados que tienen que ver con la historia cubana. Se podría leer como una referencia ideológica a los diferentes modos en que se ha entendido a José Martí en diferentes épocas. También da cuenta del sufrimiento de Latinoamérica como un todo (con el cual se identificaba Elso plenamente). Finalmente la sangre es su sangre y habla de su enfermedad terminal. Martí se nos presenta en su obra como un luchador sagrado, como un san Sebastián que sufre, y se identifica específicamente con el cubano negro.

Poupeye habla de un modo parecido sobre el compromiso de Bedia y su uso de un simbolismo que proviene del Palo Monte. Dice que es evidente su incorporación de influencias del indio americano (y quizás incluso del aborigen australiano); pero que no da cuenta de que esto se debe a su fascinación infantil con la imagen de los Sioux en los rituales de Palo Monte y de su amistad con Jimmie Dirham. Pero lo más importante es que Poupeye no se pregunta hasta qué punto esta versión sincrética o transcultural del primitivismo del tercer mundo sirve de muestra de la hegemonía de Occidente. Tampoco cuestiona si la sofisticación o el pulimiento de tales imágenes no estarán acercándose demasiado para alimentar los turísticos apetitos voraces de la cultura occidental. ¿Son las primeras piezas brutales de Bedia más inmediatas e instintivas en su contenido? ¿Logran las últimas piezas ir más allá de la afirmación de que las culturas primitivas tienen áreas de base simbólica común? Inevitablemente, Poupeye introduce a Ana Mendieta en su argumentación, aunque una vez más no se hace las preguntas pertinentes sobre su obra. ¿Fue su familiaridad con el arte conceptual, el body art y el happening de los sesenta en Nueva York, así como sus contactos con Carl André, lo que ha permitido su acercamiento, relativamente cool al arte afrocubano? En otras palabras, aparte del impacto de Elso, Brey y los escritos de Fernando Ortiz, Mendieta nos ofrece una de las miradas más claras del acercamiento estratégico del arte cubano de los ochenta. No digo esto de modo peyorativo (tampoco niego el peso emocional de su vuelta a las raíces), lo que estoy haciendo es reconocer las consecuencias naturales de su aprendizaje.

Permítanme regresar al clima de los ya muy comentados años ochenta. Gerardo Mosquera, unos de los críticos cubanos más perspicaces, llama nuestra atención sobre el modo en que el sistema educativo jugó un papel esencial en la creación de un clima para el llamado Renacimiento Cubano que cristalizó en este periodo: “El resurgimiento tiene raíces sociales, ante todo, la libertad artística y el apoyo cultural es una combinación inherente a la política cultural implantada por la Revolución desde sus principios. Algunos han sugerido incluso que las nuevas artes visuales cubanas son un conjunto paradigmático de esta política cultural… existe la influencia directa del nuevo sistema de ecuación del arte que ha garantizado la enseñanza gratuita para los estudiantes con talento desde la educación primaria hasta la universitaria, dándoles acceso a todas las facilidades del país. Este es el único ejemplo en el mundo subdesarrollado de un apoyo moral tan extendido y tan presupuestado”[4]. Naturalmente, Mosquera estaba describiendo los ochenta, ya que su punto de vista ha cambiado en los ochenta ante la sombra oscura del Período Especial que suprimió presupuestos en educación y provocó el éxodo masivo de los mejores profesores de la isla. El ISA, aunque también sufrió alteraciones, resiste en parte y ha desarrollado sus propias estrategias de supervivencia. De hecho, la mayoría de los artistas de esta exposición vienen de esta institución, Uno se pregunta cuánto tiempo va a durar esta precaria situación si se siguen destrozando constantemente los recursos económicos y humanos.

En este mismo texto, Mosquera apunta dos rasgos que marcaron las obras de los ochenta – “una visión más profunda del hispanoamericanismo” y “un contacto más próximo con la cultura popular”[5]. La esencia de este argumento es que el arte hispanoamericano es de Occidente y no una derivación de él: “siempre nos estamos preguntando quiénes somos porque es difícil saberlo. Estamos confundidos e intoxicados en nuestros propios laberintos. Ahora estamos empezando a descubrirnos a nosotros mismos dentro de la fragmentación y el collage… aceptando nuestra propia diversidad e incluso nuestras propias contradicciones; el peligro está en adoptar un cliché latinoamericano como el reino de la heterogeneidad”[6]. Lo que subyace en este planteamiento es la posición que mantienen muchos teóricos latinoamericanos sobre el posmodernismo en el Hemisferio sur como vehículo para hacer una nueva lectura del Modernismo. Dicho de otro modo, las fragmentaciones y apropiaciones características han tenido objetivos diferentes de aquellos de las economías postecnológicas avanzadas de Estados Unidos, Japón, y ciertos países europeos. La fragmentación no es tanto el modo de reflejar la muerte del sujeto, la paranoia de la sociedad posmoderna, o el síndrome de cambio de la vida contemporánea, sino que es más un modo de construir una identidad y una historia compleja. Pero quizás nos deberíamos preguntar hasta qué punto un artista negro o una mujer comparten estas afirmaciones en cuanto a ser parte integral del Occidente, o hasta qué punto sienten que han sido excluidos de él y de qué modo buscan o no integrarse en él ―de todos modos, los cubanos (los cubanos blancos) harían bien recordando que existen puntos en el caribe donde los escritores están ahora escribiendo para ellos en primer lugar, ¡fuera del contexto del “significado del hombre blanco”[7].

No fue hasta el final de los ochenta y principios de los noventa que se abrieron los espacios para el feminismo poscolonial en el caribe, enfocándose en la necesidad de negociar cómo la teoría feminista norteamericana, francesa y afroamericana podía ser aplicada a sus condiciones particulares. Los resultados sugieren un giro hacia ciertos acercamientos sincréticos y plurales que hablen precisamente de las configuraciones heterogéneas que avisaba Mosquera. Para hacer justicia con Mosquera debo decir que él está hablando de los clichés críticos que ahora están de moda, pero su respuesta, como cubano blanco, va a ser parcial más que integral, y su celebración de la diversidad no va a ser compartido por algunos “otros”. El ensayo de Silvia Wynter “Beyond Miranda´s meanings: Un/Silencing the Demonic ground of Caliban´s Woman” clama por el rechazo de las ideas que se han recibido y establecido desde Europa. Nos dice que la liberación de la voz de las mujeres blancas ha sido posible a expensas del silencio de la mujer negra – un hecho que hace que la posición del pensamiento feminista sea difícil dentro del caribe – implicando que el desarrollo del necesitado feminismo poscolonial se haya retardado dado su agenda divergente de las preocupaciones de las mujeres y los sujetos poscoloniales. (¡Yo habría esperado que las artistas negras o mulatas exploraran esta diferencia mas intensamente de lo que parece que han hecho en los noventa!). Wynter está escribiendo de una subjetividad demasiado compleja por ser articulada por las teorías del discurso colonial y feminista que a menudo creen que el otro puede ser fácilmente entendido por las metodologías construidas por el yo para descubrir la diferencia. 

Es cierto que las identidades y formas culturales del caribe son configuraciones sincréticas y fluidas, pero hay influencias poscoloniales y neocoloniales evidentes que militan en contra de la autodefinición cultural. La industria turística es uno de los ejemplos más claros –una industria provechosa “mantenida” por gobiernos poscoloniales. También  el modelo mantenido por el gobierno cubano se ha entendido como una panacea económica potencial. No obstante, la industria turística no sólo perpetúa una confianza económica en Occidente, sino que implica la fabricación de identidades culturales por el ojo occidental, ya sea sobre el modelo de salsa/son/reggae/ganga o de la versión de la vida playera en un crucero. La economía global del capitalismo, unida a la cultura también globalizada de las cadenas fastfood y la nueva era de penetración cultural más viciosa. Pero al mismo tiempo es necesario recordar que las posiciones puristas están ahora devaluadas. Más que los clichés multiculturales, lo que deberíamos estar buscando son los intersticios de estas culturas globales con la cultura local. Debemos reconocer además que la cultura local nunca ha sido una cultura estática sino que ha cambiado dentro de su historia particular.  David Walcott nos avisa de que hay mucha gente vendiendo “pescado muerto” en el caribe (se refiere al pescado económico e ideológico muerto, por supuesto). Walcott observa que “la imaginación es el territorio sujeto a la invasión y es poseído como una provincia lejana del imperio”[8]; nos habla de este modo de la poderosa fuerza ocupacional de la epistemología de Occidente con las que críticos como Mosquera o Iván de la Nuez tienden a identificarse inevitablemente. Mosquera pregunta de forma retórica si los pueblos indígenas de Sudamérica forman parte de Occidente o son opuestos a él. Yo creo que ni lo uno ni lo otro. Son simplemente intersticios donde las cosas siguen pasando y donde el Caribe tendrá que encontrarse con lo que Wynter ha llamado “el contrato intelectual”[9].

A otro nivel más extremo, la crítica caribeña Merle Hodge ha hablado de “deserción mental” y espera que aparezca una escritura de tipo activista que articule de forma clara los esfuerzos de poder dentro de la batalla por el dominio cultural. En las condiciones actuales esto puede ser visto como un lujo irrelevante para Cuba, pero una política económica basada en la inversión de capital extranjero y en el turismo, así como la creciente evidencia de la presencia del tráfico de drogas, puede que acaben con las necesidades y los deseos de articular otras epistemologías. Pienso aquí no tanto en la llamada “tercera vía” sino en la insistencia de Gayatri Spivak en “dejar que el subalterno hable”. Hodge afirma: “en esta situación la escritura se hace para mí una actividad guerrillera”[10]. Ella discute sobre la necesidad de desarrollar “una tradición moderna de literatura popular” que pueda ser el puente entre el espacio del escritor educado y la audiencia –un desarrollo que ha sido una preocupación clave de los escritores caribeños a lo largo de este siglo. Yo me pregunto si la disposición hacia lo kitsch ―a lo que un crítico como Tonel se ha referido insistentemente― como un aspecto central del arte cubano desde los ochenta podría entenderse en estos términos, aparte de proporcionarnos un ejemplo más del enfrentamiento con la estética de Greenberg. También considero que críticos como Néstor Garcia Canclini y Carlos Monsiváis han insistido en el papel radical de la cerámica popular dentro de la definición de una estética latinoamericana.  En este contexto es donde podemos ver la relevancia particular de la obra de Henry Eric Hernández, o, más concretamente, un nivel de su significado. Ni se tiene que decir que artistas como Pedro Álvarez, José Vincench, Douglas Perez, René Peña y Saidel Brito, proceden de un pensamiento vivido y de unos procesos culturales más complejos que su mera capacidad de equiparse a las preocupaciones predominantes occidentales como la imagen o la idea.

No estoy intentando sugerir que Cuba necesite asumir la responsabilidad intelectual del Caribe hispano-hablante. No obstante, su larga historia pesa quizá más que ninguna otra y no hay razón por la que no debería jugar un papel mucho más significante dentro de la complejidad multilingüística del Caribe. Sin duda, la Bienal fue en varios modos un acontecimiento mucho más sustancial cuando se concentró en lo que podía representar con eficacia más que en convertirse en un punto más de reciclaje dentro del circuito internacional. Aunque hay que admitir que ha jugado un papel altamente significativo a la hora de introducir artistas cubanos en el mercado internacional y ninguno de estos artistas se queja de ello.

Es Mosquera quien, una vez más, apunta astutamente a uno de los mayores problemas: “la complejidad contextual ha sido siempre incluida en el arte (latinoamericano), pero al mismo tiempo ha enriquecido el potencial para las tendencias “internacionales”. Esta capacidad característica, la de ser leída simultáneamente en términos “internacionales”. Así como algo bastante diferente, ha hecho que el arte latinoamericano sea algo atractivo otra vez, pero trae consigo el peligro de la conversión a una alternativa  demasiado perfecta del mainstream[11]. Mosquera señala cómo los artistas cubanos están entrando al foro internacional por la vía de su explotación de lo vernáculo, como, por ejemplo, a través de la vuelta a los rasgos exóticos reconocibles de un contexto particular. En otras palabras, la legitimación del contenido viene una vez más del centro que continua leyendo lo otro a través de sus propios ojos.

En este sentido, es cierto que el arte cubano está íntimamente relacionado con las especificidades de su contexto. Dada la naturaleza de los dramas y traumas, no podía ser de otro modo. Durante los últimos veinte años los artistas han elaborado un cuerpo de trabajos críticos e irónicos en su contenido y los han enmarcado dentro de los principios gobernantes del arte contemporáneo. Dicho de otro modo, lo han integrado dentro de la línea occidental de la que, en efecto, procede. Esta es la tesis de Mosquera con la que yo concuerdo. A fines de los ochenta, Lázaro Saavedra y Tomás Esson fueron críticos con el contenido. El polémico Mi homenaje al Che (1987) se destaca como parte de un movimiento político liberal que culmina casi simbólicamente con la compra por la Fundación Ludwig de la exposición Cuba O.K. (posiblemente todavía hoy la muestra conjunta más significativa de la década)[12], de hecho, una de las principales distinciones entre los ochenta y los noventa radica en este cambio de un clima optimista y crítico de mediados de los ochenta donde artistas como Brey, Bedia, Esson y Consuelo Castañeda (todo ellos viven en el extranjero parcialmente como resultado de sus propias desilusiones) pasaron de posiciones colectivas, participativas y éticas a las respuestas más individuales y egocéntricas que caracterizan el restrictivo y estresante Periodo Especial.

Mosquera expresa su argumento en la dirección correcta: “Aunque en un sentido general la cultura hispanoamericana puede ser clasificada como occidental –tiene una tradición europea característica de un estado capitalista–, su singularidad es el resultado de la decisiva presencia de elementos no occidentales en su composición”[13]. La cuestión es cómo estos dos elementos se entremezclan. Mosquera insiste en que el peligro estaría en elegir entre los dos ya que ambos son partes de un rompecabezas. Sin embargo, aunque las dos líneas se mantienen, la asimilación de signos extranjeros o exóticos, símbolos, fragmentos e imágenes dependen todavía mucho del capricho, aunque bien intencionado, del centro legitimador.

A este respecto, algunos críticos sostienen que existe una profunda división entre el chamanismo de, digamos, Beuys y el de Elso o Bedia, puesto que en el caso de los cubanos significa un compromiso emocional u ético con su propia cultura e historia. ¡Quizás…! Aunque yo creo que la actitud de estos artistas cubanos pertenece a un clima cultural más amplio en cuanto a la búsqueda de la diferencia como una forma de afirmar la identidad, y por otra parte, está en correspondencia con respuestas críticas de artistas de las periferias sobre el mercado y los climas culturales que crean visibilidad. Lo local se convierte en un signo eficaz de la diferencia. De hecho a través de los ochenta una de las cuestiones más significativas a lo largo de Latinoamérica era cómo meterse uno mismo dentro de la cultura propia,  la ideología, revolución o dictadura. ¿Cómo iba a encontrar el artista su lugar dentro de tal complejidad? En Cuba, los marcadores potenciales eran y son de elevado perfil: ideología, revolución, crisis económica, pérdida de creencias religiones sincréticas o multiplicidad de grupos éticos. ¿Dónde enfocarse?, y sobre todo, ¿por qué? Y dentro de los imperativos de tales fijaciones, ¿qué precio debe pagarse dentro de los movimientos subjetivos de la propia vida del artista?

Los críticos cubanos han afirmado constantemente que la obra de esta generación ha estado marcada por una profunda revisión de la idea de lo hispanoamericano, por una inmersión en la cultura popular y por una apropiación de los varios logros lingüísticos del “arte occidental”. Por ejemplo, los textos inteligentes de Osvaldo Sánchez y, en concreto, su texto en Kuba O.K., donde afirma que la generación de los ochenta: “echó mano al posmodernismo reincorporando, a través del mismo, la pasión inclusiva de nuestro pensamiento sincrético”[14]. Y sigue diciendo: “Desde el posmodernismo, la iconoclasia de los ochenta activó un arte restaurador de la identidad, crítico, ético y orgánicamente cubano… lo kitsch, con su manipulación exaltada y su ditirámbica teatralidad, parte de la apropiación popular de fetiches de la industria cultural yanqui de los años cincuenta. Hoy en el clímax de su desenfreno estético, el kitsch continúa siendo el Búnker de nuestra cultura vernácula. Su autoridad anárquica sobre el gusto popular ha ‘degradado’ con las variantes más perversas de lo ornamental y lo falso, los atributos del consumo, de la verdad y del prestigio. Siempre a la caza de un lapso de sentido, de una incongruencia semántica, el kitsch está omnipresente: en la televisión, en las vidrieras, en los altares”[15]. Y continúa: “Esta distinción iconográfica que llamaríamos posmodernista, está presente en toda la dinámica de nuestra cultura sincrética: sea siendo populares en las citas y elitistas en la manipulación del cliché, o siendo elitistas en las citas y populares en la manipulación del cliché”[16].

Sánchez define dos estrategias principales. Una de ellas explota lo que él llama la máscara del mal gusto y un esteticismo intelectual “cool” (Arturo Cuenca, José Ángel Toirac, Alexis Novoa, Carlos Cárdenas) y la otra se manifiesta “encarada como práctica antropológica –sea como magia, como terapia o como una ritualidad análoga a los cultos sincréticos cubanos o referida a los valores axiológicos de otras cosmologías primitivas (Elso, Bedia, Mendieta, Brey)”[17]. Sánchez lo ve unido a una necesidad de establecer arquetipos espirituales. Aunque, como ya se ha dicho, esto es un problema complejo porque implica la cuestión de la creencia personal, de los sistemas culturales que no pueden ser inscritos dentro de categorías críticas, de presiones hacia la definición de Cubanicidad y de un juego calculado de los ojos occidentales.

Una vez más el mundo tiene muchas historias, incluso tiene más medios de narrarlas y muchos medios más de interpretar las narraciones. Simplemente diré que la obra en cuestión, particularmente de Elso, necesita un análisis cuidadoso para no caer en alguna especie de misticismo barato que convertiría al artista en un portavoz serio de la santería (en especial si tomamos en cuenta la complejidad de su funcionamiento dentro de la sociedad cubana) o de situarlo dentro de un neochamanismo de moda. Algunos críticos que buscan contrastar las posiciones de estos artistas con las de Beuys podrían recordar la naturaleza precisa y profunda de su influencia en este período. Mosquera sugiere, por ejemplo, que Bedia y Elso son más auténticos que Beuys y Eva Hesse, porque ellos trabajan con elementos de su propia cultura, visual y emocionalmente vivos en sus patrones diarios. Uno no puede dejar de preguntarse entonces si así fuera el caso por qué Bedia se mueve hacia un simbolismo transcultural que tan eficazmente encajó en el neoprimitivismo de los ochenta. Y digo esto no para atacar el poderoso impacto de la obra de Bedia, sino simplemente porque el clima de los ochenta cuando la identidad cultural era un foco de atención, no sorprende que los artistas volvieran al terreno seductor del “otro-perfilado”; irrespetuoso de los sistemas de creencias personales. Mosquera lleva este argumento más allá cuando afirma que los artistas hacían esto no para poner en primer plano lo local, sino para “proyectar valores, acentos y visiones de nuestra tradición dentro de una perspectiva humana global, también capaz de una acción concreta  en el mundo contemporáneo”[18]. ¡Quizás! Sin pretender ironizar la situación, esto suena a un cocktail cubano: añade religión sincrética a los “universales” occidentales y todos seremos más humanos. Creo que hay más temas sustanciales que deben ser puestos sobre el tapete tales como el cuestionamiento de estos mismos universales y la desconstrucción de la naturaleza de estas creencias sincréticas.

Existe claramente un peligro en el papel que se juega cuando el cubano otro se representa a sí mismo para su otro mientras ese otro desee verle. Bajo ningún concepto es mi intención minimizar el valor de estas creencias, pero permítaseme decir que en mi propia experiencia he tenido dos encuentros con un Babalawo. ¡Uno de ellos me dio su tarjeta de visita y me dijo que le llamara para cualquier cosa que necesitara, y el otro me propuso la conversación inmediata por mil dólares![19] Las consideraciones de Sánchez y Mosquera tienen sentido dentro del clima configurado ideológicamente durante los ochenta en Cuba, pero en los noventa con sus residuos dañados y epidérmicos de cinismo, estas afirmaciones de creencias fundamentales pueden confundirse con la retórica o la mera “estrategia”.

Aquellos artistas que como Vincench han incorporado lasantería como un sistema de creencia dentro de su vida, la introducen en sus obras de un modo oblicuo, enmascarándola completamente. Lo que me interesa ahora no es tanto la versión transcultural de Bedia de las cosmogonías primitivas, o la formación de identidad de Mendieta, sino el modo en que las prácticas de los santeros o paleros[20] están articulándose dentro de la sociedad contemporánea cubana junto a la precisa naturaleza de sus significados en términos socio-religiosos, socio-económicos o culturales-ideológicos. El conceptualismo de Vincench en los signos, símbolos y significados dentro de su propio sistema de creencias no declarado lleva toda la complejidad de un discurso antidogmático. Sus series son no declarativas y profundamente autoconscientes, e implican una clase diferente de inclusividad. Crean un diálogo entre lo público y lo privado transgrediendo y socializando las zonas religiosas que son parte de su propia vida. Pone elementos de la ceremonia Yoruba, La Regla de Palo Monte, los tratados de Odduns de Ifá, y las saludables recetas de las supersticiones populares, que representan estos mundos interiores dentro del espacio de la galería. Utiliza la forma de la trampa para pájaros tradicional como un mecanismo estructural formal para estos elementos y construye, de cierto modo, su propio autorretrato. Estira la mano hasta donde puedas, habla metafóricamente, no reevalúa ni documenta conceptos que son parte de su tradición religiosa, sino que produce una visibilidad dentro de la cual los reconocimientos religiosos no cuentan; estos se encuentran en una situación más abierta. Paradójicamente, las obras parecen llevar ahora una carga más espiritual. Una de ellas muestra una mano que sale de la pared (Padece tus compromisos) y que sincretiza todos estos préstamos múltiples y apropiaciones interculturales. Por ejemplo, en la práctica de la santería los dioses están identificados con los santos cristianos y la cruz es un símbolo ceremonial clave. En el ritual palero, los animales africanos están sustituidos por animales cubanos, pero ambos rituales utilizan objetos occidentales producidos en masa como las figuras de escayola que representan a los indios sioux. Ambos ritos requieren, además del bautismo católico como iniciación [21].

La síntesis de lo popular, lo local, el kitsch y lo tradicional con todo aquello que es occidental no es algo sólo particularmente cubano. Es ahora una receta mundial para obtener visibilidad internacional y es aquí dónde radican los peligros específicos del agotamiento de un modelo ya más que trabajado (no más fotos de tu abuela, no más altares, no más barcos o maletas, por favor). De todos modos, la intertextualidad permanece como una figura clave par los noventa al mezclar lo popular, la imaginería religiosa, la crítica social irónica, la apropiación y las citas. Es ahora cuando quiero sugerir que artistas como Vincench, Brito, Hernández o Suárez empiezan a marcar diferencias que los separan de lo que se está rápidamente convirtiendo en un cliché cultural y crítico. Continúan utilizando lo popular y lo vernáculo asimilado dentro de su propia subjetividad (más que utilizándolo como “valor”) o paseándolo, como es el caso de Suárez, con un irreverente anarquismo entre las lenguas de las subculturas. Ellos son portadores de otros parámetros. El sentido, “profundamente arraigado, de pertenecer a una cultura popular que nunca han abandonado”[22], al que se refiere Mosquera, necesita una relectura con muchas reservas a finales de los noventa. Estos artistas tienden a moverse entre culturas más que reafirmarlas. La generación de los noventa (que por supuesto se solapa en muchos aspectos con la de los ochenta) está tan “desarraigada” como “profundamente arraigada”. Han absorbido el leitmotif de la sociedad consumista “usa lo que te guste mientras te guste, vigila la pelota, sobrevive”. Al mismo tiempo se puede decir que no han perdido de vista los imperativos éticos, y constantemente hablan de la necesidad de nuevas coordenadas sin pretender definirlas de un modo arrogante. Lo que ellos utilizan es elegido con la intención de cambiar algo dentro de su propio entendimiento, y lo utilizan tanto tiempo como esto dura. Tienen una distancia crítica que les permite reconocer su  complicidad con el juego del mundo del arte pero sin desafilar la navaja. Su problema reside en definir las perspectivas desde las que intentan actuar porque son conscientes de que tal perspectiva es simplemente una entre tantas. Si vuelven a la subjetividad también la cuestionan de una manera sana. Prefieren los períodos cortos y los conceptos definidos astutamente. Se mueven como los cangrejos en una playa de minas. Mosquera acierta cuando habla de su producción como “una manifestación ‘culta’ paradójica de la cultura popular”[23]. En definitiva, lo que hacen los artistas de los noventa, en oposición a los compromisos “correctos” de los ochenta, con su “genuina preocupación filosófica” y “la atención en la espiritualidad del hombre”[24], es utilizar cualquier mecanismo que esté a su alcance –la curiosidad, la risa, la pérdida de fe, los límites del cinismo, la argumentación crítica o la necesidad dialógica. Ellos localizan las ideas y después las exploran.

Mosquera observa que en los ochenta no había “nihilismo ni alienación. Este signo positivo es otro factor importante dentro del contenido que singulariza al arte cubano a pesar de la similitud de lenguajes con las tendencias occidentales actuales”[25].

Si en los años ochenta el arte era crítico, actuaba como una conciencia social, pretendía crear un debate y hacer que la gente reflexionara sobre sus propias condiciones, deseos y creencias, y funcionaba como un espacio para el debate social –un espacio que era tolerado por el gobierno pero en el que ambas partes eran conscientes de sus limitaciones que nunca llegaban a determinarse, aunque eran reales –entonces todo lo que se puede decir es que tuvieron mucha suerte por demostrar esa claridad de mirada. Ahora aquello parece pertenecer a un proceso de liberalización que ha llegado a su fin de una manera brusca en el Período Especial donde, al menos de momento, el gobierno ha corregido su posición y ha endurecido las leyes. En los noventa se nota cierta alineación y nihilismo, Estos artistas cuestionan la espiritualidad del hombre y su demasiado fácil profundidad. Además no están seguros de qué agua sucia van a pisar. ¿Cómo lo iban a estar? Y es en esta confusión de presiones, de cinismo hacia los mandatos autoritarios (incluyendo las realidades éticas) donde reluce la esperanza de que algo positivo va a suceder. En los noventa los artistas portan una mirada interrogante hacia la realidad.

Los ochenta ofrecieron textos diferentes, perspectivas críticas diferentes y sistemas de esperanza y fe diferentes. Todo ello todavía no ha desaparecido, pero la generación de los noventa lo ha experimentado, ajustado y reajustado a lo largo de una década difícil. Y yo creo que lo han hecho por varios motivos. Han perdido algunas de las estructuras de fe que motivaron y estuvieron presentes en los ochenta sin ser capaces de reemplazarlas. Estos artistas manifiestan una pérdida de creencias comprobada pero sin caer en el cinismo; viven bien en medio de las incertidumbres y las contradicciones. Están muy despiertos tanto en la calle como en el mundo del arte. Son supervivientes endurecidos, intelectualmente agudos, estratégicamente sofisticados y, a menudo, son críticos sin remedio.

Osvaldo Sánchez nos da una idea de la euforia que supusieron los ochenta: “vivimos la copia como una operación sublime. Construimos nuestra herencia con un desenfado oportunista. Ni el logos cartesiano, ni el pragmatismo yanqui, ni las epistemologías modernas lograron dominar las dimensiones rituales de nuestra praxis”[26]. Sánchez también abre un argumento importante cuando sugiere que “hay demasiadas condicionantes  –además de las históricas- que  tipifican y anulan en Cuba ciertas generalidades periféricas del Posmodernismo”[27]. ¿Por qué sucede esto? Tal vez porque la presencia mítica de la Revolución, la escasa participación del arte cubano en el mercado internacional (a principios de los ochenta) y la creencia compartida en un proyecto cultural con acceso a toda clase de educación artística hicieron que los mecanismos de cuestionamiento del posmodernismo fueran menos atractivos para los artistas. Lo que era importante de acuerdo con la lectura de Sánchez era la necesidad de asimilar metodologías para restaurar, producir y reproducir sus propios espacios vitales. Por ejemplo, este crítico entiende la versión cubana del pop como un grito de vitalidad y liberación: “su gusto carnavalero por el absurdo, por el humor, por el sexo y por lo feo serían retomados por la generación de los ochenta”[28]. Afirma que los artistas de los ochenta volvieron a leer todo, desde el pop al arte conceptual, o tomaron prestado lo que les gustaba, “la iconoclasia de los ochenta activó un arte restaurador de la identidad, crítico, ético y orgánicamente cubano”[29]. En estos términos la obra de Flavio Garciandía, Tonel, Cárdenas y Esson es, en su opinión, esencialmente posmoderna: “Leer a Cuba comunista a través del posmodernismo es una empresa inusual, casi posmodernista en sí misma, y puede resultar sospechosa”[30]. Sánchez quiere decir que no se trata de un flirteo con un modelo internacional, sino una aplicación que está profundamente arraigada en sus contextos y sirve como un vehículo eficaz para releerlo.

Acepto este argumento, pero me gustaría señalar dos o tres puntos en cuanto a esta espinosa cuestión del posmodernismo y su asimilación dentro del contexto cubano. La generación de artistas de los ochenta representa la primera generación nacida y criada en la Revolución. Ellos tenían unos veinte años cuando el clima parecía más relajado y se abría a otras posibilidades para la participación intelectual y cultural – una participación parecida que había sido negada durante los años setenta. Si me permiten citaré a Sánchez de nuevo en un artículo más ligero: durante 1980, la caza de brujas del llamado Parametraje, o los campos de trabajo para homosexuales y los testigos de Jehová (conocidos como Unidades Militares de Apoyo a la Producción) eran vistos como una “historia necesaria”. Pocos jóvenes eran conscientes de los detalles de cómo la inteligencia había sido desacreditada por el caso Padilla, o cómo la posibilidad de un debate ideológico se había eliminado con el cierre de la revista Pensamiento Crítico. Los idealistas años sesenta se habían escapado junto con la autenticidad de un proyecto que habría llevado, si hubiera sido apoyado intelectualmente, a una clase diferente de socialismo, más allá de los clichés de la tumba”[31] En otras palabras, los ochenta recobraron algo del terreno perdido en los setenta, pero no pudieron ser vistos como una vuelta al entusiasmo revolucionario de los sesenta.

En los ochenta, los intelectuales de los setenta resurgieron e incluso se les dieron puestos de trabajo oficiales a los homosexuales. Los artistas de los ochenta, de una manera inocente si lo miramos retrospectivamente, midieron la posibilidad de un  cambio y de un futuro deslumbrante incluso cuando la evidencia de una estructura de poder paralela impuesta por los militares era omnipresente. Cuando el gobierno quitó a los guardias costeros, el éxodo de Mariel se convirtió en un subtexto de los ochenta y Miami empezó a ser un sueño, una cereza seductora encima de un pastel helado. Como apunta Sánchez, la reacción frente al Mariel fue lenta dentro de los circuitos artísticos. ¿Por qué? Paradójicamente porque eran días de energía y brillo y el mundo del arte estaba llena de vida intelectual y actividad creadora, y los artistas jóvenes estaban dispuestos a arriesgarse asumiendo una responsabilidad moral y ética con la esperanza de que se les permitiera jugar un papel en la creación del deseado clima de cambio. Sus intenciones fueron totalmente malinterpretadas, quizás mediante el miedo y la sospecha pero, sobre todo, porque las autoridades no permitían nada que supusiera una revuelta social o que pudiera leerse a la húngara. Escondieron la cabeza bajo tierra y fueron susceptibles a cualquier tipo de crítica. La generación de los ochenta salio casi en bloque para México, aunque continuaron moviéndose de un lado a otro. ¡Miami parecía estar comiéndose una hamburguesa entera!

Pero quiero regresar a dos puntos que se han quedado en el tintero y que tienen que ver con el entendimiento y aplicación cubana de las teorías posmodernas. Por lo que respecta a aquellos críticos y artistas, las narrativas principales no estaban del todo acabadas ni tampoco pertenecían ellos a una sociedad postecnológica. Por otra parte, ellos mismos eran parte de la condición posmoderna, la cual era entendida como algo más que los meros recurso de sus fuentes estéticas, tales como la fragmentación y el collage, o el interés en la política de la diferencia. Es evidente que sus procedimientos y actitudes eran fundamentalmente conceptuales.

El arte conceptual ha marcado las nuevas formas de arte que vienen de Latinoamérica y ha proporcionado un medio para examinar los significados de la identidad y la cultura hispanoamericana[32]. Por ejemplo, muchos críticos hablan de cómo los artistas brasileños han utilizado estos recursos como un recurso expresivo: en Cuba ―sin embargo― ha proporcionado un modo de reconstruir la ideología y a la vez un medio de tener una distancia crítica de las raíces cubanas, o afrocubanas[33]. Era un proceso que incluía apropiaciones en gran escala como el medio más eficaz e inevitable. Era un vehículo que les permitía reunir fragmentos y yuxtaposiciones dentro de nuevas configuraciones y continuidades perversas, extrañas o perturbadoras. Durante los noventa, la sátira política sale de la ironía posmoderna, la parodia y el pastiche. Cuba siempre se ha reído deliciosamente de sí misma y ya no puede aguantar más la risa por haber creído durante tanto tiempo ciegamente en una única respuesta, Estamos ante un arte repleto de humor clínico y cínico. A lo largo de los noventa, los artistas se han vuelto más y más conscientes de lo resbaladizo de los significados, de que la realidad en verdad es una ficción, del protagonismo del lenguaje, y de que la imaginación es lo único que nos queda.

La situación económica de los noventa ha señalado tres fuentes principales de ingresos económicos para la isla: el dinero de la diáspora exiliada, el turismo y el azúcar. Son en sí mismos ficciones caprichosas, complejas y contradictorias. Ni el turismo ni el dinero de los parientes o amigos en el extranjero es suficiente para salir de la crisis. Estos sólo son curas leves antes la necesidad imperiosa de reformar la agricultura y de hacer cambios estructurales profundos ―cambios que sean un desafío importante como la renovación de la infraestructura urbana del gas, el agua, la electricidad, etcétera. El artista de los noventa ve estas cosas a diario, se aleja de ellas, las vuelve a ver e intenta encontrar cualquier repuesta o visión que haya dentro de él/ella.

El mundo se ha roto y se ha reformado muy rápidamente durante los últimos veinte años: el milagro económico asiático (acompañado por presiones sociales que exigían cambios más allá de la reanimación económica), los movimientos de Hispanoamérica hacia la democracia, la desaparición de Rusia en fragmentos nacionalistas durante el periodo de Yeltsin, etc. Sin embargo, Cuba se ha sumergido en su propia historia, en una crisis económica y política durante la cual casi no ha habido manifestaciones públicas. La sociedad cubana no ha desafiado a su gobierno y el gran miedo es precisamente lo que pueda hacer ahora y entonces el juego del gato y ratón se hace con sutileza y dureza al mismo tiempo. El inmenso carisma de Castro podría haber hecho que el gobierno evitara la crisis política y esto hubiera significado un movimiento hacia un estado democrático multipartidista. Cuánto tiempo podrán mantener esta situación es la pregunta del millón. ¿Qué va a suceder cuando muera Castro? ¿Hasta qué punto existe una estructura alternativa eficaz dentro de los competentes y entrenados niveles de la burocracia gubernamental que ablandaría las cosas y facilitaría los cambios que probablemente sean la mejor esperanza para una transición pacifica y útil? Lo que esta haciendo el gobierno por el momento es reforzar su control político para garantizar su base de poder mientras, al mismo tiempo, instiga la implantación de reformas para un programa económico modesto que ha incluido recientemente un aumento de los salarios. El partido debe prepararse para la era post-Castro (y tal vez lo esté haciendo), incluso si continúa representándose como el partido único de la nación cubana. Mientras tanto, no se permite tardanza alguna para el compromiso y Cuba se proclama como el último bastión de las doctrinas ortodoxas a pesar de la experiencia en la Unión Soviética y Europa Oriental. Sólo nos queda el vacío discurso nacionalista de aquellos que relucen tanto en esta última parte de siglo.

Los noventa fueron irónicamente diseñados como parte de un proceso de perfeccionamiento. Ha sido un proceso que ha eliminado los signos de reforma que empezaron la década, pero que a pesar de todo continuaron retrayéndose como esa carta perdida del Período Especial. La visita del Papa, por ejemplo, fue una ocasión extraordinaria, una especie de espectáculo de carretera. En Santiago de Cuba la gente decía “Juan Pablo, hermano, ya tú eres cubano”, y tanto en La Habana como en Santiago “Libertad” y no “Dios” era el grito de la gente. ¿Qué papel juega ahora la Iglesia? ¿Aceptará su responsabilidad de crear una conciencia civil más amplia? O, ¿esconderá la cabeza? ¿Puede reafirmar su lugar como una organización independiente dentro de la sociedad cubana? Si consigue ocupar este lugar, inmediatamente se propondrá la cuestión de por qué no hay otras organizaciones parecidas. No supone una amenaza directa para la ideología económica o política, pero su capacidad de penetrar en la sociedad cubana como una alternativa dialógica pudiera ser de largo alcance. Esto sucedería si la Iglesia asumiera este papel y si el Estado lo permitiera.

Los ochenta se meten así en los noventa incluso si los artistas no lo hacen, y antes de volver a figuras que sobresalen en la década, voy a citar a Osvaldo Sánchez una vez más. Me remito a este crítico porque sus lecturas de la década han provocado una desilusión como resultado de su propia pérdida de entusiasmo y como resultado de las tristes evidencias: “Demasiadas veces se omite que esta emergencia de los ochenta no sólo es producto de un sistema de enseñanza artística o de la organización de una bienal de Artes Plásticas, sino que coincide con una nueva estrategia política pos-Mariel: el Ministerio de Cultura asume la tarea de cabildearle al país una nueva imagen internacional. Los ochenta en el arte fueron modelados desde el Ministerio de Cultura, bajo el sugerente título de Renacimiento Cubano. Tal renacimiento desde sus inicios 1980-85 pudo ser acomodado sin muchas presiones teóricas a la nueva estrategia oficial de reinserción política de Cuba –después de las guerrillas y de los comités pro Cuba de los setenta– en el mainstream en América Latina y en el Tercer Mundo, ahora bajo los nuevos tópicos profesionales de identidad, periferia, cultura popular urbana, antropología, raíces culturales, etc. Basta revisar el currículum de los artistas de los ochenta para verificar las consecuencias de que el contenido de sus obras se adaptara o no a la vertiente institucional. Paradójicamente el predominio y la sobreevaluación de esta vertiente expresiva –antropológica, mítica y religiosa– en el arte de los ochenta obedecía sin duda a una crisis de fe, a la ruina espiritual de la ratio revolucionaria”[34]. En estas palabras transpira el dolor y no una pequeña amargura; pero se trata de un punto importante que subraya, una vez más, el modo en que las presiones culturales juegan un importante papel a la hora de poner de moda una elección estética.

Estas mismas presiones, para los noventa, han llegado de la institucionalización del arte que ha estado presente en Cuba, así como de la variedad de reacciones –subjetivas, críticas, cínicas– que los artistas tienen ante el Período Especial. Lo más peligroso de la situación actual es que las culturas que son manejadas se producen en función de las exigencias del centro. Y esto es particularmente peligroso en América Latina donde la “alteridad” puede producirse fácilmente y, en palabras de Mosquera, “sin dejar el Occidente que surge de una etnogénesis híbrida”. Esto es la alteridad mestiza: al mismo tiempo igual y diferente, occidental y no occidental”[35]. Mosquera nos deja sin la duda de que lo peor de esta situación es la aceptación con pleno convencimiento y sin cuestionar nada de estos criterios y sistemas de valores impuestos. Lo que hace falta es que la periferia refuerce sus epistemes. Pero, cómo, ¿hablando entre ellos mismos? ¡Si no hay fondos disponibles! Tampoco hay potencial para los diálogos, intercambios, exposiciones, programas críticos, escritos críticos, y experiencia en dirigir exposiciones del Sur-Sur. “Dejemos que hable el subalterno”, pero el subalterno, una y otra vez,  no tiene un contexto de poder desde el que pueda hablar.

No hace falta insistir en el hecho que los peligros actuales se reducen a la aceptación fácil de la capacidad de la nueva estirpe de exploradores-comisarios para hacer juicios transculturales; comisarios que inicialmente han trabajado solos y que ahora, a menudo y de un modo estratégico, meten a comisarios “locales” dentro de sus esferas económicas de influencia para legitimar más su propio papel. Por otra parte, raramente insisten en que estas exposiciones deberían ser mostradas en los países de origen los cuales no tienen la oportunidad de ver su obra en un contexto más amplio de aquel al que pertenecen. Y, en segundo  lugar, está claro que si aceptamos las rápidas decisiones de estos comisarios estaremos con ello afirmando que lo que se intenta cuestionar es, por ejemplo, la creencia en lo universal del arte servido en un plato de pavo frío que después se tira a la basura[36].

Los artistas de los noventa ni continúan ni se alejan de los ochenta, sino que están comprometidos en hacer una relectura y un cuestionamiento de estos años. Pedro Álvarez, como observa Magali Espinosa, establece un espacio en el que todos los referentes están juntos a la misma vez para crear nuevas interpretaciones entrelazadas. Este es el caso, pero su obra también representa una confrontación ideológica, dentro del juego, entre las presencias americanas, cubanas y rusas. Rusia queda reducida constantemente a un monumento o a un trozo de una frase de una proclama revolucionaria; Cuba está representada mediante su pasado cultural ―desde Víctor Patricio Landaluce pasando por Marcelo Pogolotti hasta Cecilia Valdés[37], y Occidente está representado por las marcas de anuncios como Coca Cola o Benetton (esta última irónicamente reducida a un nombre más que a las imágenes de compromiso social de sus campañas europeas). Lo que es intrigante dentro de estas confrontaciones es que todas juegan y nadie gana; de hecho, todas parecen perder. Álvarez “comenta” dentro de una estructura ideológica pero se encuentra en un punto cero desde el que no se puede avanzar. Los signos se acumulan, de alguna forma están separados de sus significados originales, y se juntan en un nuevo teatro de la nada dramáticamente iluminado. Por supuesto que sus elecciones no son inocentes ―tanto el uso de Landaluze como de Cecilia Valdés tratan de la compleja simbología en la representación del negro en la historia cubana, y la referencia a Pogolotti se centra en el cliché del trabajador y su jefe capitalista representados como si fueran enanos, reenfocados como un tópico irrelevante. Álvarez es alguien preocupado pero sin poder, y algunas veces está sencillamente cansado de esto. Cree que el debate ideológico es un juego en términos de un teatro ligero.

En sus últimas series, este artista pinta en rojo, blanco y azul los interiores de las casas americanas al estilo de los cincuenta en Playa o Miramar, Las muestra como ‘invadidas’ por la población cubana que impone su propia identidad en un hábitat extranjero mediante su amor por los objetos kitsch dispuestos en el marco de la ventana o encima de la chimenea. Estas últimas series también parece que vuelven a situar la historia de Cuba en un mundo de personajes de Disneyland. Las obras utilizan fondos de Disneyland, pero los personajes pertenecen otra vez a la obra de Landaluce, y su utilización del humor se mofa de la psicología anglosajona de los estudios Disney. Magali Espinosa afirma que tienen un filo “cinético”, que pudiera leerse como un cinismo lleno de energía, humor crítico y sabor popular. Estéticamente, estas obras también pueden darnos la clave del folclore afrocubano dentro de la estructura contemporánea. Aquí la historia o la cultura se rozan una contra la otra como una acumulación de signos que generan nuevas ficciones. La vida continúa y sus elementos se vuelven a narrar sin cesar.

Lo que está claro es cómo la cultura popular, los festivales y las artes proporcionan una estética de lo vernacular que los artistas explotan para sus propios fines. El ireme de Álvarez, que también se encuentra en la obra de Portocarrero, está sacado del carnaval cubano en el que participan las máscaras de la sociedad secreta Abakuá. Como observé en un texto sobre la obra de Álvarez: “la obra trata de los clichés inmersos que marcan la vida cubana. Utiliza la ironía para revelar la paradoja. No hay nada cínico en este acercamiento. De hecho, lo que hace es formular preguntas pertinentes sobre la raza, la identidad, la cultura y la historia. Por ejemplo, nos habla  de una de sus obras en los términos siguientes: “el pequeño diablo afrocubano y el gallego están sentados en la orilla. Al lado de uno de ellos vemos los restos de la comida que han traído consigo en la parte trasera de un Studebaker de 1958. El paisaje parece sacado de uno de los Paisajes Americanos de Albert Bienstadt. Los personajes parecen estar discutiendo de una manera civilizada sobre el declive de Occidente. Ellos están muy seguros de ellos mismos y de su identidad fijada para siempre en el tópico. Parece decir “no hay problemas, ellos son los culpables”.   

El gallego representa al español, al clásico emigrante que buscaba una vida mejor. Si se quiere conocer a este personaje sólo hay que leer Gallego, de Miguel Barnet. El diablito es también un estereotipo clásico. Es conocido como ireme o irime y tiene una apariencia inconfundiblemente demoníaca. En la cultura afrocubana, llevan trajes gruesos o parches de materiales multicolores con dibujos geométricos encima y una gorra de lunares con ojos bordados y cintas que cuelgan de la parte superior. Lleva cascabeles colgando de la cintura o de los tobillos para asustar a quien se encuentra. Generalmente esconde la cabeza con una pieza tejida y lleva una planta amarga en sus manos. África encuentra a Europa y todo parece estar bien. Álvarez continúa: “Esta obra deja la impresión de que nuestra cultura – la cultura cubana – ha llegado a su límite sobreviviendo como un bello atardecer en una playa tropical, dentro de un lenguaje que ha sido determinado por procesos históricos diferentes. El negro y el gallego parecen irónicamente sugerir que sus antepasados africanos y europeos fueron responsables de esta situación. De todas formas, ellos parecen estar felices. ¿Qué más se puede pedir? Alcanzar la UTOPÍA en un coche grande y poderoso, y gracias a Dios, tener el viaje de vuelta garantizado en el mismo vehículo”. La ironía chistosa y gentil de Álvarez refleja lo que ha identificado como dos de los mayores problemas de la vida diaria cubana: llegar aquí y, regresar. Más te puede pasar cruzando la Habana en un “camello” (el autobús fabricado en Rusia) que al cruzar el Sáhara.

El punto de vista de que el posmodernismo relega la historia al cubo de basura de un episteme obsoleto, argumentando que la historia no existe excepto en el texto, es difícil de mantener en las condiciones cubanas. La historia no se ha hecho obsoleta sino que está siendo revisada como un constructo humano. Álvarez “evidentemente” no niega su existencia, pero afirma que su accesibilidad está enteramente condicionada por la textualidad. No podemos conocer el pasado si no es a través de sus textos, reunidos en un mismo contexto, para que froten sus tópicos unos contra otros[38].

A través de los noventa ha existido un ataque negativo por una parte del gobierno a las ciencias sociales que han estado produciendo algunas de las publicaciones de investigación más importantes. Diferentes investigadores han ayudado a constituir una plataforma para la discusión de los problemas del país en una serie de debates abiertos y a menudo controvertidos. Se han editado muchos textos relacionados con las reformas económicas y la realidad social y política. Estos textos pueden ser los de Cuba: La reestructuración de la economía, Una propuesta para el debate[39], que se agotó el mismo día que apareció (más concretamente, la parte de la edición que salió en pesos cubanos); o La participación en Cuba y los retos del futuro[40], que en realidad presentó una programa para la reestructuración de la economía y pretendía ser una alternativa socialista a la posición oficial que continúa autopercibiéndose como la única solución posible. El gobierno ha desmentido el valor de esta contribución como una “variación de Glasnost”, y lo atacó como a una especie de quinta columna en Cuba.

Por supuesto, es desde 1990 hacia delante que la crisis económica cubana ha sido más patente. Su relación de favoritismo con el bloque soviético no puede ser mantenida por más tiempo debido al fin de este [bloque]. Como consecuencia, la economía cubana se ha expuesto a las exigencias del mercado mundial donde el embargo americano, reforzado por la ley Torricelli, se caracteriza por una realidad amenazante. Los problemas sin solucionar de la eficiencia económica se hacen más patentes y más costosos y, finalmente, conducen a una división de la economía cubana en dos esferas: la esfera del dólar (después de la legislación del dólar de 1993) y las del peso cubano, el cual se encuentra más o menos excluido, e inevitablemente empobrecido, de las actividades internacionales y comerciales de las empresas privadas. Es desde aquí que la escasa productividad económica, el ausentismo y los sueldos que llegan de fuentes ilegales o informales se han convertido en rasgos característicos de la vida cubana. El último de estos rasgos está siendo ahora atacado mediante nuevas leyes, pero las soluciones a esta debilitada economía no encuentran todavía respuestas claras[41].

Los artistas han comentado constantemente estos sucesos, directa o indirectamente, y siempre con ironía. La obra Emigración Voisin de Saidel Brito, por ejemplo, toma un concepto ya avanzado por André Voisin (o Boisin), un experto en agricultura que advocó un método de crianza en masa, El Uso racional de los pastos, el cual fue adoptado específicamente a las condiciones de los países tropicales subdesarrollados como Cuba. El método consistía en relaciones controladas entre el ganado y el pasto, utilizando una valla eléctrica móvil que dividía el pasto en zonas. Nunca se utilizó pero se volvió a retomar a principios de los noventa como una de las medidas para aliviar los efectos del colapso de los estados socialistas. Para la generación de Brito, probablemente inconscientes de los orígenes del término, este plan sonaba como otra versión de mumbo-gumbo burocrático. Como Tonel argumenta, Saidel “convirtió la idea de Voisin en una metáfora para el destino de toda la era. La expresión neutral, de alguna forma estúpida, de las cabezas cortadas de las vacas es lo que sobrevive de todo esto –un símbolo para la economía. Están reducidas casi a la extinción. Habitan un paisaje abandonado, hostil y abarrotado en el que deambulan con evidente indiferencia. En esta obra, su caminar errante… se convierte en emigración, una palabra llena de implicaciones sociopolíticas en Cuba. Brito reduce de forma satírica el problema de la emigración a la imagen de un rebaño de cabezas dóciles que cambian de establos.”[42] Brito regresa otra vez al animal en su escultura del Chivo, el colaborador. También ha escogido el modo en que los animales tienen características dentro de las fábulas cubanas. Aquellas que toman la figura de la cabra y la incorporan alegóricamente en una serie de pinturas que se relacionan con el tema de la guerra de la independencia cubana de 1898. Este artista explota estas historias como una máscara y como un espejo de la realidad.

En 1996, Brito empezó a mirar los recortes de prensa de este periodo histórico especialmente los dibujos que servían como condensaciones de sentimiento popular. Estas series parten de sus proyectos para escultura, sobre los cuales dibuja repetidamente. La obra consiste en numerosas capas que dan como resultado una superficie visual difusa donde las imágenes están extrapoladas en sus contextos textuales originales. Como resultado, la “historia” está representada como una serie de capas parcialmente superpuestas constituidas por fragmentos que constantemente borran lo que permanece debajo de ellas. Lo que Brito nos proporciona es una experiencia estética que narra sin narrar, que parodia los contenidos de su propia historia y que permite que sus significados se nos escapen.

Douglas Pérez nos cuenta (y seguramente ya era hora de que alguien lo hiciera) la historia de la jinetera. Nos da una versión porno blanda al estilo de los cómics, en blanco y negro, directa, simple; tan cruda como la vida misma. Hace que la instalación Como te cuento mi cuento (1998) sea una especie de proyección casera tridimensional sobre cajas de cartón roto tan barata como los servicios prestados. Permítanme citar las palabras de Coco Fusco sobre el fenómeno: “Cuba está retrocediendo en el tiempo. Las mulatas son una vez más el centro de la explotación y las mitologías sexuales, pero la jinetera no se puede reducir a ser meramente un relato de victimización: ella es también un símbolo de frustración del pueblo cubano frente a la intervención del Estado, a las crueles realidades del embargo y a las presiones para que entren en la economía global”[43]. Pérez sigue el camino de la jinetera hasta sus escenarios clichés; desde el primer encuentro en “lenguas en oferta” hasta el primer intercambio sexual apasionado; desde comprar regalos para todos sus parientes y alquilar una casa en Playa hasta el viaje al extranjero en avión, culminando con el retrato de la familia feliz, con los niños en Nueva York. Nos presenta la obra como una tira cómica y como una instalación románticamente teñida, junto a una lámpara de mesilla de cama y las sombras de una alcoba. El amor se presenta de una forma irónica como si fuera un romance de kiosco en papel barato.

Pérez también ha producido una serie de cuadros grandes sobre el tema del colonialismo, donde examina la vida de los Ingenios mezclando el comentario crítico con su lectura del texto clave de Fernando Ortiz, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar[44], así como la imaginería de las series famosas impresas por Eduardo Laplante. En sus obras más recientes escoge el tema complejo del racismo y el color. En El Songo de Gen (1998) encontramos la gama de colores que constituye la sociedad cubana desde el negro a la mora y la mulata, y desde el blanco ―a través de la trigueña― a la mulata. Estas obras están subrayadas por una carta de colores “do-it-yourself”. Alrededor de los bordes de la obra como una congelación ornamental, nos ofrece imágenes del código genético donde los elementos del ADN se muestran llenos de diferentes clases de peines usados para desenredar el pelo negro. En esta obra, El Instalacionista (1996), se apropia de la forma de envolver monumentos de Christo para tapar el ingenio como una pieza exhausta de la historia, Pérez complica cada vez más el campo referencial para permitir que las obras tengan la calidad de la intriga.

Hablar de Cuba es hablar de raza, aunque pocos artistas, sin embargo, la traten como tema. Son los textos de Cornel West los que nos llevan al corazón de la materia. Él establece tres puntos principales: “primeramente, la supremacía blanca es constitutiva, no aditiva, de las construcciones del mundo moderno. En segundo lugar, el racismo en contra de los negros es integral, no marginal, para el mantenimiento de la sociedad americana. En tercer lugar, la raza es el tema más explosivo en el país actualmente. En este sentido, la raza importa con respecto a cómo concebimos lo que quiere ser moderno, americano y humano en nuestro mundo contemporáneo”[45]. Y ahora yo me pregunto hasta qué punto estas palabras resuenan en Cuba y hasta qué punto los cubanos podrían identificarse con la afirmación de bell hooks de un deber americano: “la negritud como signo evoca en la imaginación pública de los blancos odio y temor”[46]. También me pregunto cuántos negros en Cuba estarían de acuerdo con que todo lo que ha pasado ha surgido desde una perspectiva blanca. Un punto clave a tener aquí en cuenta es que los discursos sobre la modernidad han sido sacados fuera del ámbito racial y, tanto el uso hispanoamericano y cubano del posmodernismo, como un mecanismo para la relectura del proyecto incompleto de la modernidad, les deja a ellos mismos fuera del ámbito de la raza. La raza no es algo a añadir en el discurso. Lo que tiene que ser revisado es la estructura misma del rechazo racial.

Cierto es que las prácticas religiosas afrocubanas son ahora toleradas y practicadas por ambas razas, pero la situación vital y cultural del negro es más difícil y compleja que la del blanco. Pocos negros eligen emigrar de Cuba, y creo que no tengo que decir por qué. En consecuencia, la despenalización del dólar ha significado poco para los cubanos negros que rara vez reciben apoyo económico de sus parientes en los Estados Unidos. Nadie niega que los procesos de integración han sido puestos en práctica, pero pocos pueden decir que estos se han realizado. La mayoría demográfica continúa ocupando el peldaño más bajo de la escalera.

René Peña es uno de los pocos artistas que tratan directa y perversamente con la cuestión de raza. Sus fotos crean extrañas realidades subterráneas, cargadas de tabúes, sugerencias sexuales y con la luz oscura de lo prohibido. En sus series perturbadoras utiliza una muñeca blanca para explorar su relación y su reacción como negro cubano hacia los objetos culturales que le rodean. Sus fotos están llenas de un ambiente emocional donde él explora su cuerpo no tanto como una referencia al yo sino como un vehículo para la comunicación humana colectiva, como una presencia sexual y racial, como un campo de gestos, y como una máscara para cualquier otra versión de nuestro yo. Peña está imbuido consistentemente por las preocupaciones éticas que determinan los procesos y el contenido de la obra. Esquematiza el exceso teatral e insiste en una cierta austeridad, dureza, y en el uso del “blanco y negro” como principales metáforas de su obra.

Por lo que respecta a los artistas de los noventa, no es fácil atrasar el reloj. Una conciencia social –con todas las modificaciones que las circunstancias han dado a tal conciencia– continúa siendo la espina dorsal de muchas de sus obras. Las condiciones socio-económicas y socioculturales del país están tan presentes que esto no puede ser de otra manera. La historia se ha concretado colapsándose en un presente agitado. Este periodo está marcado no sólo por una estructura política diferente en la que los artistas han tenido que actuar, sino por comportamientos psicológicos diferentes, y sobre todo por estrategias de supervivencia diferentes que van desde una sofisticada y problemática convivencia con el dólar a una adaptación intensa y continua sin creencias. Se ha retraído en el ego y la auto-protección tratando a la ideología con la misma distancia que tratan todo lo que les rodea, pero esto no implica probablemente un abandono de las preocupaciones éticas. Recuerdo el tan comentado Proyecto Castillo de la Fuerza (1989), que parecía tan preocupado por trazar las líneas de permisibilidad entre artistas e instituciones. Esta exposición aparece como una especie de Glasnost, como Alexis Somoza lo llama, pero acaba como una confrontación, ya que una de las obras muestra a Castro disfrazado de mujer con un pecho enorme. No le sorprendió a nadie que la exposición se cerrara, Los artistas organizaron un partido de béisbol como protesta, sugiriendo que harían mejor jugando partidos de pelota, ya que habían sido privados de sus derechos para la expresión artística libre. Tal vez ellos habían esperado demasiado y habían ido muy lejos, pero las expectativas fueron reales y, al final, terminaron frustradas. La generación de los noventa no espera nada , quizá, solo esperan caminar sobre la cuerda floja indefinidamente, de manera extraña, mezclados con las bestias que alimentan: el mercado y el régimen. Los artistas saben potencialmente que están produciendo para un interesado mundo del arte. Ellos tienen una idea clara de por qué sucede esto y de cuánto durará este interés.

Las actitudes conceptuales proporcionan una de las continuidades claves entre los ochenta y los noventa. Uno piensa en la obra de ABTV, Luis Gómez y Ezequiel Suárez. ABTV (Angulo, Ballester, Toirac, Villazón) orquestaron una serie de actividades conceptuales cuestionando las posiciones contradictorias de varios artistas, la política del Fondo Cubano de Bienes Culturales, o el uso, por el editor italiano Fertrinelli, de la famosa fotografía de Che Guevara, que le dio a aquel enormes ganancias sin dar siquiera crédito a su autor Alberto Korda. Sus obras aunque sirvieron como crítica social, nunca fueron cooptadas.

Luis Gómez también muestra un acercamiento herméticamente crítico y complejo. Sus primeras obras le debían mucho a Elso, particularmente a su Por América que Gómez vio como una pieza emblemática dentro del entendimiento de un simbolismo nacional. Sus piezas fotográficas son de objetos reconocibles que tienden a desaparecer en una mirada abstracta que es, en sí mismo un comentario ideológico repleto de una amnesia social generalizada. Luis Gómez está hablando, en definitiva, de un lavado de memoria.

Ezequiel Suárez funciona como un comentador irónico que se protege mediante la risa. Hace algunos años él tuvo una exposición en la Galería 23 y 12 llamada El frente Bauhaus que fue censurada, y entonces decidió mostrar su obra en un piso que compartía con la artista Sandra Ceballos. La galería es tanto un hecho singular y solitario como algo que sobrevive también de forma precaria en sus diferentes niveles de existencia ―como todo y todos―. La obra de Suárez podría ser entendida como una obra que tiene la misma clase de fragilidad conceptual. En una de las series, por ejemplo, borda en la parte trasera de pliegos de lija un diálogo callejero, frases íntimas y divertidas, quizás entre dos homosexuales, que suenan como si hubieran sido sacadas de un bolero erótico ambiguo combinadas con términos del habla popular. Los diseños abstractos que salen de la otra cara del pliego son casi como una apropiación de la obra de Mathieu. Estas imágenes protegen la intimidad de las conversaciones de cara a un mundo que les muestra escasa comprensión, y de la naturaleza abrasiva de su existencia diaria en una sociedad que ha estado preparada para condenar a prisión a los homosexuales. Suárez es un artista conceptual, un no-creyente cuya obra le sirve de terapia contra el dolor.

Sandra Ceballos es parecida en esto. Ella tiende a trabajar a través de series conceptuales. Una de sus primeras piezas era un juego con el título Absolut Vodka, el cual se convirtió en una especie de apropiación “absoluta” donde ella hizo sonar los cambios a través de estilos pictóricos diferentes. Las series más recientes se han centrado en imágenes del Papa y de Fidel Castro tomadas de la televisión durante la visita del mandatario eclesiástico. Su interés principal estriba, sin embargo, en el juego de sombras que sugiere la naturaleza efímera del poder y del inevitable paso de todas las cosas. Otra obra, Adorado Wölfli, yuxtapone dos discursos de Castro estableciendo un chorro de palabras sin significado alguno. Los textos manuscritos están penetrados por formas geométricas coloreadas que comen en los textos como un virus, e incluso disminuyen aún más la posibilidad de significado reduciendo el todo, de manera eficaz, a una superficie borrosa. Ambas, por así decirlo, se centran en la entropía que subyace en el proceso histórico.

Los años noventa están marcados por la parodia, por una suspensión de la fe, por la reunión de los signos, por los solapamientos, yuxtaposiciones e incoherencias calculadas y por una disposición a almacenar apartes chistosos e hirientes dentro de una línea de crítica mordaz. Estas artistas son exponentes de una ironía más que de un compromiso radical, de una observación lacónica más que de una fe en sí mismos como elementos de cambio, y su obra es más auto-consciente en términos conceptuales y menos inmediata en términos emocionales que las obras de los ochenta. Se mueven cómodamente dentro de la complejidad y las contradicciones y no se sienten responsables para salir de este lío. Su responsabilidad es encontrar una respuesta adecuada para permanecer vivos. Pedro Álvarez, Douglas Pérez y Alexis Esquivel pueden hacer apropiaciones históricas pero las obras son tan reales o tan irreales como la vida misma. Todo lo que ellos proponen está de todas formas afuera en la calle. Nada de lo que aparece como una imagen en tales teatros fragmentados se encuentra de forma completa. Las cosas empiezan y se paran, vienen y van, entran y salen de la superficie de la existencia diaria. Todo se reduce a poder sobrevivir, como la ciudad misma, como las estructuras de la creencia. Las cosas pueden colapsarse en cualquier momento, pero nadie sabe qué ladrillo se va a salir del sitio y va a provocar un  desastre general. Por otra parte, la precariedad se ha convertido en un modo de vida permanente.

El no decir, el decir y, algunas veces no decir y decir en el mismo instante, están bien imbricados en la textura de la vida cubana. Las máscaras, los dobles discursos y la ambigüedad, junto a una acumulación de mentiras y verdades simuladas que ha olvidado su origen, son la moneda de cambio común. Existe una tensión constante entre lo que se dice y lo que se quiere decir, entre lo que uno dice y lo que uno quiere decir. La sopa es densa y tiene mucho sabor. Carmen Cabrera se pone a examinar al camuflaje ―específicamente el camuflaje militar― como un medio para que nos podamos esconder a la vez que para esconder nuestra verdadera naturaleza de nosotros. Se convierte en una metáfora para el papel y el contenido de la cultura, para las prácticas de interacción social, y para cualquier pretensión comunicativa. Dannys Montes de Oca observa: “Mirando un manual militar recuerdo haber visto en alguna casa neo-colonial en el Vedado, dentro de una atmósfera de Venus reclinante, un rifle de alta potencia o un tanque enfrente de algún monumento de arquitectura ecléctica. Las estructuras de entrenamiento militar abundan en las ciudades,  y una moda posmoderna de botas y equipamiento militar se ha esparcido alrededor del mundo. Como resultado de un florecimiento vegetal y ornamental en lo alto del pináculo, se nos ofrece una plataforma para representar un ejercicio con una máscara enigmática; una fruta tropical puede incorporar una granada, y un misil de lanzamiento puede dirigirse en contra de la simetría de cualquier composición visual”[47]

Los noventa están invadidos por la imagen de la isla como símbolo, como metáfora, como cliché, como problema, como patria: una imagen que se cuestiona. Aparece en la obra de Ponjuan, Tonel, Sandra Ramos y Kcho como una isla cansada por sus connotaciones, mirada interior y deseo exterior, esquizofrénica, una prisión y un paraíso tropical, un símbolo ideológico que se encuentra sobrecargado, un territorio lleno de incertidumbres sobre sus significados. Por ejemplo, El Bloqueo, de Tonel, construido mediante el uso de bloques de cemento, se refiere al bloqueo que se produce fuera y dentro de la isla; nos habla del peso concreto que descansa encima de los ciudadanos. Esta pieza ironiza sobre la escasez general y específicamente sobre la falta de materiales para construir. En Mundo soñado, Tonel nos ofrece un enorme mapamundi hecho en forma de piezas de rompecabezas unidas que repiten sin cesar la forma de la isla. Parece reflejar el deseo del cubano de escapar a cualquier lugar en ese sueño de emigración eterno. Sugiere la dispersión de la nación cubana a través del mundo y la dispersión de los referentes esenciales de su cultura. En este mapa Cuba está en todos los sitios, pero no tiene ninguna prioridad en sus elecciones. Va a donde puede sin ningún criterio real. Si los ochenta utilizaron mecanismos posmodernos para sus fines éticos/ideológicos, los noventa están más comprometidos con la condición posmoderna en su totalidad, aquella que cuestiona sistemas basados en oposiciones binarias y que está alerta del fracaso de todos los constructos ideológicos que afirman a ciegas su autoridad. Como tantos jóvenes artistas, ahora son parte de un contexto posmoderno dentro de un contexto social o nacional donde el modernismo nunca ha sido por completo logrado.

El término de Mosquera mala hierba no es un término crítico; simplemente llama la atención sobre la capacidad de resistir y sobrevivir dentro de las condiciones actuales, e insiste en que los cubanos han mantenido la intensidad de su visión. Hay un substrato que permite que las cosas vayan por su camino en medio de las condiciones severas y angustiosas de hoy en Cuba. Para que no se rompa el equilibrio entre los representantes culturales del sistema y aquellos elementos de línea dura que aspiran a la finalización de cualquier signo de crítica, los artistas inevitablemente tienen que trabajar metafóricamente. Todo el mundo sabe leer las metáforas pero los artistas sobreviven porque estas no son explícitas y permanecen escondidas bajo una capa de humo profundamente ambigua.

Como nos ha mostrado Mosquera junto a la mayoría de los artistas de los ochenta, nuestra complicidad inevitable dentro de cualquier sistema –cultural, ideológico o social– en el que somos actores, no excluye sino que meramente eleva la necesidad del desarrollo de espacios críticos eficaces. La parodia, la ironía e incluso el pastiche, como ha insistido constantemente la crítica posmoderna, se han convertido en  medios capaces para poder mirar dentro de nosotros mismos y cuestionar esos mismos sistemas dentro de los cuales tenemos que vivir. Mosquera pone de relieve que los límites de la crítica no fueron definidos en los ochenta. Yo sugiero que en los noventa pueden haber sido definidos pero ninguna de las posiciones tomadas por los artistas hace caso de la línea divisoria. Sin embargo, una parte sabe que la otra puede morder y volverse negativa en cualquier momento, pero ninguna parte sabe cuándo, precisamente por qué, sobre qué, o por cuánto tiempo. Ninguno de los artistas de esta exposición adoptaría la postura implícita en Reviva la revolu/Long Live the Revolu de Aldito Menéndez, aunque seguramente acabarían la frase con un toque de amarga ironía en ¡Revlon/Solución!

El libro de Luis Camnitzer Nuevo arte de Cuba nos brinda un texto útil, aunque tal vez excesivamente apologético, en donde el arte cubano es visto a través de los ojos de un izquierdista que no quiere abandonar un sistema de creencias, y donde el posmodernismo está representado como una forma de neocolonialismo, como la exportación de un estilo americano. Mi propio punto de vista es que el posmodernismo es una condición común de los noventa que no implica tanto el reconocimiento de la diferencia como fenómeno, sino como valor en sí, vivido en cada contexto a través de procesos de asimilación y resistencia. Cada quien juega a su propio ritmo y con sus propias historias. Camnitzer ve los artistas de los años ochenta como seres inmersos dentro de la mística de la Revolución, artistas que producían “un arte preocupado por los problemas mayores de una sociedad ideal y con la necesidad de ofrecer una articulación visual de ello”[48]. Desde esta perspectiva, mi visión del posmodernismo sería un anatema. Camnitzer continúa diciendo que estos artistas no comparten el escepticismo sobre el progreso que existe en Occidente, y que ellos tienen todavía la urgencia del Proyecto Modernista que sigue viviendo dentro de ellos. Puro optimismo el de Camnitzer y lejos de la realidad. Los artistas de los noventa han vivido a través de la metafísica del desastre y han enfocado sus carreras como un medio eficaz de existir cínicamente, aunque también críticamente. Ellos hacen contraataques dentro de los diferentes juegos que están ahí, pero con el objetivo de explotarlos. Como afirma Osvaldo Sánchez, el “esquizocinismo postilustrado” permanece como uno de los signos del posmodernismo y es en buena medida parte de esta historia.

Muchos de estos artistas están comprometidos en lo que Bajtín llama “cronotopos”, un término que utiliza para denotar una configuración de indicadores espaciales y temporales en un espacio ficcional donde ciertas actividades e historias ocurren. Un cronotopo es literalmente “tiempo-espacio” sin ninguna prioridad hacia ninguna dimensión. El cronotopo es un espacio ficcional donde las relaciones específicas e históricas del poder se hacen visibles y donde suceden ciertas historias. Bajtín dice que “en el cronotopo artístico y literario, los indicadores espaciales y temporales se funden en un todo concreto cuidadosamente pensado. El tiempo se vuelve espeso, se encarna, se hace visible artísticamente, así como el espacio se carga y responde a los movimientos de tiempo, argumento e historia”[49].

La obra de Yali Mora y Henry Eric puede ser leída en estos términos. La obra Camino a seguir de Mora aparece inicialmente como un comentario más de la escasez y la carencia. De hecho, los zapatos son un problema en Cuba. Sin embargo, por lo que a ella se refiere, los zapatos ponen literalmente el cuerpo en contacto con la tierra y simbólicamente nos unen al mundo. Las obras están basadas en fotografías que tomó en su casa de Cienfuegos. En algunas aparece gente que ella conoce desde niña: una pareja de mendigos ciegos, un borracho en el taburete de un bar, alguien que le ha pedido dinero cada vez que ella saca una foto. Son personajes que caminan en las calles agitando sus vidas mediante lo que Heidegger denominaba “este-en-el-que”, al referirse al mundo. El verde monocromático, que baña la  serie completa, es el color del optimismo y representa una fe espiritual profunda que contrasta con las evidencias de la necesidad imperiosa.

La obra de Henry Eric, Por la ruta de la jungla (1996-97), es un cuento codificado que podría leerse en estos términos. Pertenece a una serie más grande llamada Leyendas caseras. Estas esculturas cerámicas corresponden claramente a la tradición artesanal popular y están profundamente influidas por la obra de los ceramistas locales de su pueblo natal, Camagüey. El título se refiere a esa jungla que es la vida diaria en Cuba y a la situación de guerrilla en la viven en esta selva llena de contradicciones. Estas obras también se hacen eco del viaje de Marco Polo por las rutas del comercio de la seda. De hecho, el papel estirado que narra la historia casi parece como si hubiera sido tejido. El título global de la serie subraya de modo similar la naturaleza de la existencia precaria donde cada uno tiene sus propios secretos de supervivencia.

La leyenda particular que él nos quiere contar tiene su raíz en la alegoría. El Rajá tiene siete casquetes para sus siete poderes (en las historias afro-cubanas el número siete representa paradójicamente la debilidad). Él reúne a su corte para hablarles y sermonear al ama de llaves para que abra los casquetes. Esta última se convierte en una exorcista que descubre que el diablo está dentro del Rajá y está a punto de sacarlo. En otras palabras, el poder está corrupto y las presencias aureáticas esconden una cama llena de gusanos. En este ejemplo el sistema de poder político precede al sistema de riqueza. Los casquetes que tienen el dinero y que enriquecen nunca son abiertos; están en contraste directo con los sistemas occidentales donde la riqueza crea poder. Cada casquete simboliza un estado en la obsesiva búsqueda de poder del individuo, ya sea un Rajá, un Rey o un Dictador. Cada elemento lleva su propia carga simbólica: la fuente bautismal, el cuerno del rinoceronte (la potencia sexual), la pipa de fumar, el relicario, la montura (la guerra), y la batuta (modelar la historia).

Se trata de obras abiertas en el sentido que permiten la acumulación de connotaciones y significados simbólicos. Sólo existe la interpretación y cada uno de nosotros hace lo que puede. Eric utiliza enciclopedias universales como fuente, pero hace los signos suyos torciéndolos hacia las especificidades de la situación cubana. Por ejemplo, él es consciente, al apropiarse de la cerámica popular, de que ha sido revivida debido al interés del gobierno por obtener dinero de los fantasmas relacionados con la industria del turismo. Esta obra turística, sin embargo, está ausente de cualquier tradición real, mal ejecutada y banal en su contenido. Son historias superpuestas y felizmente permeables entre ellas.

El gobierno controla los medios de comunicación y el mundo del arte es, de hecho, poco más que un bolsillo pequeño de resistencia crítica y que está fácilmente neutralizado e identificado. Se les da un área de acción variable e incierta que también puede ser explotada por el Régimen como un signo de su propio liberalismo y tolerancia. Este es inevitablemente una alianza de intereses compleja y difícil, puesto que la expresión crítica y el brillo creativo son creencias fundamentales profundamente enraizadas dentro de la tradición de la Revolución. Sin embargo, las autoridades no saben qué hacer con esta peligrosa ironía y parodia que atraviesa al arte de los noventa y que tiene constantemente que reaccionar.

Los intelectuales en Cuba siguen siendo profundamente críticos sobre los acontecimientos, ya que hay creencias en juego por las que muchos de ellos han luchado. Estos valores no pueden simplemente ser borrados. El artista aprende cómo trabajar dentro de un marco de resistencia tolerado a duras penas: es un juego de guerra entre lo que es permitido y lo que se intenta llevar al límite para que se permita. La ausencia de afirmaciones contra el Régimen también forma parte de una estrategia para mantener el terreno crítico libre para sus obras. Existen peligros evidentes a la hora de producir meramente un arte cliché que incorpore una crítica cliché, que venda pero que no consiga nada, y donde la misma crítica implique la falta de compromiso más allá de la metáfora que reluce en la obra misma con sus etiquetas de precio cómodamente colocadas. Es una situación que ha llevado a muchos artistas a dirigirse a un terreno más privado. Sin embargo este proceso de extradición no es fácil porque el drama de la historia es omnipresente y permea la vida diaria. El artista busca nuevos espacios que no sean tanto dialécticos sino dialógicos.

Quisiera concluir con una fase de Aurelio Estévez, cuyo trabajo cité al principio de este ensayo: “Estamos siempre convocados al mismo discurso, al mismo referente histórico, al mismo argumento de ideologías vencidas, dificultades materiales y espirituales, muros levantados y venidos al suelo, “insilios” y exilios, esperanzas y desesperanzas. Y volvemos a los mismos temas, claro está, porque sabemos que la culpa no está en los que inquieren como tampoco en nosotros. Porque, en definitiva, no somos tan tontos para ignorar lo que es una verdad a gritos, las razones históricas que han llevado a que Cuba interese tanto a tantos”[50].

El arte cubano es una reflexión de los dramas y tensiones de la vida cubana. Es un producto de sus propias dificultades extremas y juega una historia compleja que nos concierne a todos como parte de la historia de este siglo. Es precisamente su dificultad, su naufragio, lo que hace que sea tan interesante para el resto del mundo. La atención del mundo seguirá así tanto tiempo como dure la situación. La identidad cubana es inevitablemente más compleja que su historia. Se ha mostrado múltiple, multidireccional, y discontinua. De hecho, sus escritores más interesantes, desde Sarduy y Lezama Lima hasta Estévez y Arenas, la han rechazado constantemente. Han subvertido la identidad como tema y han optado por una exposición de la diferencia casi esquizofrénica. Estos artistas de la exposición son, naturalmente, productos y partes de esta tradición intrigante. Su obra nace de una desilusión masiva que paradójicamente busca un nuevo terreno ético.

 “¡No es fácil, compañero!”


[1] En los años ochenta muchas exposiciones que tuvieron lugar en el bloque socialista estuvieron organizadas por los mismos artistas, mientras que los noventa han estado caracterizados por la entrada de artistas cubanos en el mercado del arte internacional.

[2] Todos somos conscientes ahora de cómo el sistema confiere valor cultural universal a los procesos de las corrientes principales, incluso hasta el extremo de identificarlos con la denominada Historia de Arte. La situación no se puede mantener por más tiempo, pero las medidas correctivas son enormemente difíciles dentro de un sistema que promueve la categorización promocional. El movimiento de la historia y la ideología occidentales, junto a las constantes manifestaciones de deseo y poder que caracterizan su comportamiento global sugiere que este sistema quiere salvar al mundo. Como observa Mosquera en su ensayo Global Visions (Kala Press, ed. Fisher, Londres, 1994, p. 125): “Para su propia conveniencia, las culturas que dominan el mundo seleccionan, legitiman, promueven y compran. La visión eurocéntrica ecuménica es la qué dice que es lo que hay de valor en el mundo”. 

[3] Por ejemplo, Tres Visiones del Héroe de Bedia es una imagen transcultural, una mezcla de animismo de los paleros con referencias a los indios huichol o sioux. Admiro la energía y la presencia de la imagen. Sin embargo, el hecho es que la legitimación de Bedia a través de argumentos centrados en su vuelta a las raíces auténticas y su rechazo de la pintura americana suenan excesivamente exagerados. No podemos negar que su obra nace en medio del boom neoprimitivo con Penck en Alemania, Barceló en España, y Basquiat en Estados Unidos. Su utilización de raíces transculturales no difiere mucho de lo que promovía Bonito Oliva en sus textos transvanguardistas, ni tampoco del uso del barroco gallego, la escultura ibérica y la tradición  de los canteros de Cambados como medio de crear imágenes  de Leiro. Las obras de Bedia –Si yo te llamo tú me respondes, La ascensión, Va caminando ya son las horas– funcionan a través de un neo-romanticismo internacional y de la vuelta al poder de la imagen mediante las apropiaciones antropológicas que fueron parte de la estética de los ochenta.

[4] Mosquera, G, Made in Havana: Contemporary Art from Cuba, Art Gallery of New South Wales, Sydney, 1988, p. 35.

[5] Ibid., pág. 53

[6] Mosquera, G., El arte latinoamericano deja de serlo, Arco Latino, Madrid, 1996.

[7] Podría mencionar a este respecto los amerindios de Guyana, los indocaribeños en Trinidad o la historia inadecuadamente contada de los asiático-cubanos en la Habana (recuerdo una imagen de Alexis Esquivel sobre este tema).

[8] Walcott, D., Omeros, Faber and Faber, Londres,1990, p.141.

[9] Wynter, S., Out of the Kumbala: Caribbean Women and Literature (ed. C. Boyce Davis y E. Savory Fido), Africa World, Trenton, New Jersey, 1990, p. 365.

[10] Hodge, M., “Challenge of the struggle of sovreignty” en Caribbean Women Writers, (ed.) S. Cudjoe, University of Massachussets, Amherst, 1990, pág. 206.

[11] Mosquera, G., El arte latinoamericano deja de serlo, op.cit., pp.8-9.

[12] Este gesto sirvió como forma de incorporar al arte dentro de un sistema capitalista estatal. Los artistas fueron inicialmente pagados en pesos cubanos, pero ha surgido una reflexión más realista del problema y ahora se les paga un porcentaje del valor de sus obras en dólares.

[13] Mosquera, G., “New Cuban Art: Identity and popular Culture”, en Art Criticism 6, 1989, pp. 57-65.

[14] Sánchez, O., Kuba O.K., Kunsthalle, Dusseldorf, 1999, p. 22.

[15] Ibid., p. 23.

[16] Id., p. 24.

[17] Id.

[18] Id., p. 44.

[19] Muchos santeros están preocupados por estas tendencias.

[20] Religiones sincréticas afrocubanas.

[21] Los rituales paleros tienen una gran influencia del espiritismo. Merece la pena mencionar en este contexto el Abakuá, otra importación africana, que se refiere a una fraternidad masculina secreta cuya función esencial es la de la ayuda mutua.

[22] Mosquera, G. “New Cuban Art: Identity and popular culture”, op. cit., p.36.

[23] Ibid., p. 37.

[24] Id., pág. 38.

[25] Id., pág. 37.

[26] Sánchez, Osvaldo, Kuba O.K. op. cit. 21.

[27] Ibid., p. 22.

[28] Id.

[29] Ibid., pág. 23.

[30] Id.

[31] Sánchez, Osvaldo, “Utopía”, Poliéster, nº 4, 1992, p.12.

[32] Me refiero al arte conceptual postutópico de Garaicoa que documenta el colapso de la maravillosa ópera producida en La Habana, un derrumbamiento que es una metáfora para muchos más que los edificios de la ciudad.

[33] Por ejemplo, la obra de Marta María Pérez trata de la experiencia de la maternidad y de la mitología popular que rodea a esta sobre su propia condición cultural. Marta María parece que está al tanto de los procedimientos conceptuales. No es una feminista en el sentido europeo, pero sí está influenciada por el lugar de la mujer en su sociedad. Su obra es tanto dialógica como crítica.

[34] Sánchez, Osvaldo, La Isla Posible, Destino, Barcelona, 1995, p. 105.

[35] Ibid., p. 136.

[36] Digo esto dándome cuenta de que en esta exposición estoy “cubierto” por cuatro críticos nacionales muy competentes y que me estoy preparando para una exposición en América Latina y Puerto Rico con textos críticos de estos países. En ambos casos nuestra intención es asegurar que la exposición se vea en los países de origen, o por lo menos, en algunos de ellos.

[37] La más significativa novela costumbrista cubana del siglo XIX escrita por Cirilo Villaverde.

[38] Power, Kevin, Pedro Álvarez, Universidad de Alicante, Alicante, 1996.

[39] Carranza, Julio; Gutiérrez, Luis, y Monreal, Pedro, Cuba: La reestructuración de la economía. Una propuesta para el debate, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1995.

[40] Dilla, Haroldo, La participación en Cuba y los retos del futuro, Centro de Estudios sobre América, Ediciones CEA, La Habana, 1996.

[41] Mucha de esta información se encuentra en la revista Encuentros de la cultura cubana, publicada por el novelista Jesús Díaz en Madrid. Aparte de su tendencia a hacer que la figura de Castro parezca un demonio, es una contribución importante. Tales inmensas simplicidades no ayudan a establecer el tan necesitado clima de diálogo y a convertir en argumentos el dolor personal y la invectiva.

[42] Tonel, New Art from Cuba, Whitechapel, Londres, 1995, n.p. Los barcos de Kcho en Regatta, 1994, a la altura de la crisis de los barcos nos ofrece una imagen ribeteada. Crea una imagen de vulnerabilidad de los emigrantes en sus barcos hechos a mano. Sin embargo, la imagen es un generador de significados y pueden llegar a cansar. Kcho necesita ahora liberarse de las presiones internacionales y explorar su propia imaginación fecunda.

[43] Fusco, Coco, “Jineteras en Cuba”, en Encuentro, 4-5, primavera 1997, p. 64.

[44] Un texto que trata de las dos actividades económicas principales sobre los contrastes sociales, agrarios e históricos.

[45] West, Cornell, The House that Race Built, W. Lubiano, ed. Vintage Books, New York, 1998 p. 301.

[46] Bell, Hooks, Black Looks, South End, Boston, 1996, pág. 10.

[47] Montes de Oca, Dannys, Luz deco, Galería Rene Portocarrero, La Habana, 1996, n.p.

[48] Camnitzer, Luis, New Art from Cuba, University of Texas, Austin, 1994, p. 309.

[49] Bajtín, Mijail, The Dialogic Imagination, M. Holquist, ed., University of Texas, Austin, 1981, p. 84.

[50] Estévez, Abilio, “Cuba está de moda”, en El País, 15 de marzo de 1999.