Margarita Pintado: Lorenzo García Vega, en contra de la familia y de la circunstancia
La obra de Lorenzo García Vega (1926, Cuba-2012, Miami) abarca más de medio siglo, y transcurre en distintos escenarios: la Cuba del cuarenta y del cincuenta, la Cuba post revolucionaria (del 1959 al 1968), el Madrid de finales de los sesenta, el Nueva York de los setenta, y la ciudad de Miami, en donde vivió desde principios de los ochenta hasta su muerte. Estos escenarios aparecen claramente definidos en todos, o casi todos sus libros. Desde su primera entrega, Suite para la espera (1948), hasta el último libro que publicara en vida, Erogando trizas donde gotas de lo variopinto (2011), los tópicos circunstancia y paisaje, ocupan un plano central. En los diarios Rostros del reverso (1976), que comprenden el período del 1952 hasta el 1975, y en su polémico testimonio, Los años de Orígenes (1978), el deber de superar la circunstancia se perfila como una de las responsabilidades fundamentales de todo creador. Sabemos, tras leer su obra, especialmente Los años de Orígenes, que para García Vega la circunstancia no se supera disfrazándola ni negándola, sino “abriéndole un reverso” (Los años de Orígenes 76).
En este ensayo he querido enforcarme en la distinción que hace el escritor entre circunstancia y paisaje, y en cómo ambos influyen en la expresión artística de un individuo y de toda una generación, como la representada en Orígenes (1944-1956)[1]. Arguyo, entre otras cosas, que la obra de García Vega goza de una vigencia y un alcance muy superior a la de sus contemporáneos (no sólo de Orígenes), por su decisión de suprimir la circunstancia, lo que incluye mantener a raya eso que el poeta llamó “el lenguaje de las madres… de las familias” (El oficio de perder 392), y que es también el lenguaje del constreñimiento, y de las apariencias.
Suite para la espera, un lenguaje a prueba del tiempo
En sus memorias, El oficio de perder (2004), Lorenzo García Vega pasa lista de cada uno de sus libros, considerando las circunstancias en las que fueron escritos y asumiendo una posición respecto a ellos. Sabemos, por ejemplo, que el poeta se sentía especialmente orgulloso de su primer libro, Suite para la espera, publicado a los 22 años, en donde ya se despliega una mirada que intenta expresar y abarcar la totalidad de la experiencia a partir del fragmento (el cubismo), la superposición (el collage y el montaje), el juego, y el reverso. Aunque Suite para la espera fue bien recibido por los poetas de Orígenes –animados sobre todo por el entusiasmo de su líder, José Lezama Lima—, es evidente que se trata de un libro de ruptura, y que el crítico origenista Cintio Vitier no se equivocaba al juzgar a García Vega como “la irrupción más violenta de su promoción” (523). Es admirable que, a pesar de haber sido un libro escrito bajo la tutela de Lezama, y bajo la pesada atmósfera de Orígenes (católica, conservadora, y reaccionaria, aunque se presentara como una revista de vanguardia), el joven poeta lograra plasmar una expresión única, verdadera y obstinadamente vanguardista, arriesgada, lúdica, e instintivamente crítica de sí, y de su circunstancia. García Vega logró con este libro lo que Orígenes no pudo: trascender su ansiedad identitaria, es decir, su necesidad de ser ella también espejo, y proyección del Yo idealizado de la nación, primeramente, mediante el sometimiento a la voluntad de la familia, su tácita demanda de parecerse a lo que ella ha determinado es la identidad que más se ajusta a sus expectativas de clase y moral.
Tomemos los primeros versos del primer poema de Suite para la espera, “Variaciones”, en donde se establece el tono del libro, su “extraño aire nocturnal” (Enrique Saínz 35), para ilustrar en qué reside la “violencia” de su propuesta, especialmente al contrastarla con la producción de otros poetas de Orígenes:
De la tarde a la noche no hubo tránsito. Estaba ahí. La lluvia la
presiente, la envuelve. Va como encapsulada en cada gota. […]
El chubasco al lado de la noche persistía. Lamiendo en ondas el agua emponzoñada. Ligeras corrían en breves presagios. Juego minúsculo:
pequeñas amazonas que agitadas atravesaban la calle.
Breve mueca que hace la lluvia al tocar la acera. Desgesto y vieja
mueca. Mueca de parroquia al insinuar sus campanas.
El estremecimiento de lo viejo, de un algo impensado retenía. Tu. Tu.
Parecían venidas de muy lejos las puertas y ventanas. […]
¡Noches de lluvia que al pellejo se adhieren como gatos! Noches,
resbalar. ¡Noches de inhumado eco, con sus pestañas tentando el
vértigo de luz! Caminan las calles, son descubiertas en relampagueante
zigzag de casa con relicario antiguo. Y encogidos gatos de esparcidos
ojos. ¿Luminosos?
¿Tentación? ¿Cruce de calles? ¿Caminar? Oh, sí, tarde como manto, vívido paisaje.
(“Variaciones” 104)
Lejos de traernos algún apaciguamiento, la noche lluviosa en el campo produce un desacomodamiento total. Con razón escribe Enrique Saínz que en Suite para la espera “todo parece estallar en pedazos, nada tiene la suficiente cohesión como para quedar a salvo del desastre” (64). Esta falta de cohesión nos lanza fuera de los límites origenistas, en donde la misión de la palabra era, precisamente, la de juntar las partes y entregar una imagen que se antepusiera al desorden del afuera: “Integración y Orden”, escribe Duanel Díaz, “son contrapuestos por Orígenes no sólo al caos de la modernidad occidental, sino también a la desintegración progresiva de la vida cubana durante la República” (43).
En ese mismo número del 1946, encontramos un poema de Cintio Vitier en donde el agua también ocupa un plano central, y que sirve como punto de contraste con el poema de García Vega:
Un río grande, claro, inmemorial,
bajo tu frente oscura,
bajo tu idioma oscuro …
¡Oh, qué paz
como una danza inacabable – y breve!
¡Qué paz de lo imposible! Agua risa,
agua oculta, clarotenebroso –dulce fango inmemorial!
Tal parece que García Vega se encontró frente a frente con el río “grande, claro inmemorial” de Vitier machete en mano, y se lanzó a despedazarlo para decorar su noche de horrores cubistas. Vitier necesita la palabra “clarotenebroso” para remitirnos a esa “paz de lo imposible” que, aunque paradójica, se sostiene como paz. En el poema de García Vega la paz es imposible, y lo “clarotenebroso” no necesita un nombre, pues está ahí, en todas partes, en el “chubasco [que] al lado de la noche persistía”, o en esas “pequeñas amazonas que agitadas atravesaban la calle”, y aún en esas puertas y ventanas que “parecían venidas de muy lejos”. Todo está fuera de sitio.
La “paz imposible” del poema del Vitier dialoga con la calma, el ritmo sosegado de los poemas de otros poetas de Orígenes, como Eliseo Diego, autor de La Calzada de Jesús del Monte (1949), libro publicado un año después de Suite para la espera. La poesía de Diego, junto a la de Vitier, García Marruz y Lezama, constituye lo que algunos críticos han catalogado como “origenismo central”[2]. Leemos en uno de los poemas más emblemáticos de La Calzada de Jesús del Monte:
El sitio donde gustamos las costumbres,
las distracciones y demoras de la suerte,
y el sabor breve por más que sea denso,
difícil de cruzarlo como fragancia de madera,
el nocturno café,
bueno para decir esto es la vida,
confúndase la tarde y el gusto,
no pase nada, todo sea
lento y paladeable como espesa noche
si alguien pregunta díganle
aquí no pasa nada, no es más que la vida
[…]
Ella, siempre
lo dijo: tápenme
bien los espejos,
que la muerte presume.
Mi abuela, siempre
lo dijo: guarden
el pan,
para que haya
con qué alumbrar la casa.
En Los años de Orígenes García Vega escribe que Eliseo Diego y Fina García Marruz, entre otros origenistas, solían enmarcar la circunstancia en unos “paisajes de acuarela” (178), esto es, paisajes como pasados por agua, necesariamente filtrados, pues se trata de recordar o afirmar un pasado y un presente que no existe, ni existió. La evocación de una paz, la esperanza resignada y segura en los versos de Diego contrastan notablemente con la ansiedad, la angustia y el miedo presentes en Suite para la espera. Versos como “Pero no, la madrugada, la martingala de las cuevas vacías. Flamencos/ desnucados, sus muertes, girando alrededor del coral. / […] Riegos giran en el vacío, invisibles… En el rostro del as de bastos, yo en sílabas: ruedo así tanto, poco, con/ mi raíz sombría” («La noche del cometa») tienen muy poco que ver con el sitio en el que tan bien se está de Eliseo Diego, sitio que no existe en el universo de García Vega, sitio en donde estamos al descampado, solos, frente a una noche infinita. Esa paz evocada por otros origenistas, sugiere el autor de Suite, es parte de la mentira del vivir cubano.
En Los años de Orígenes, el autor repite una y otra vez que el proyecto de Orígenes se gestó en medio de una circunstancia que, aunque mediocre, exigía solemnidad, respeto y sometimiento a su ley. De modo que uno de los logros de Suite, y una de las razones por las que medio siglo después García Vega todavía se sentía bien representado por este libro, es porque en medio de aquella circunstancia él se había atrevido a jugar, y haber jugado implicaba un alejarse del tono solemne y grandilocuente que habían adoptado los origenistas, incapaces de zafarse de su circunstancia. Para jugar, el poeta había tenido que suprimir su circunstancia, evitando, entre otras cosas, tergiversarla, mitificarla, romantizarla, adornarla. Suprimir la circunstancia implica, entre otras cosas, fijarse en el reverso, mirar más hacia adentro que hacia afuera, desafiar el lugar común, el tono, las palabras que ya forman parte de un discurso y de una ideología dominante que nos trasciende, pero a la que no hay que someterse. Se trata, también, de evitar la intromisión de la circunstancia en la obra de arte que siempre aspira a la eternidad. Suprimir, reducir la circunstancia no es evadirla, sino darle el lugar que se merece enfrentándose a ella críticamente. Ninguno de los poemas de Suite, por ejemplo, pretende que haya un “sitio en donde gustamos las costumbres”, tampoco aparecen en ellos familiares desde el más allá interviniendo en el presente del poema. Se trata de un libro escrito en una lengua de resistencia, a prueba de la nostalgia y la memoria familiar. Resistencia que se haya, sobre todo, en el humor y en el deseo de jugar con los objetos (palabras e imágenes) que conforman su presente, como si se tratara de piezas independientes que el poeta debe hacer converger en el poema. García Vega explica en El oficio de perder, que su Suite había sido una forma de “poder volver a traer lo pueril de mi infancia” (376), en donde los juguetes han sido liberados de la mirada de los padres, vistos como por primera vez. De ahí que los poemas de este libro parezcan vivir en un como eterno presente, sigan sintiéndose nuevos, frescos, arriesgados; más hijos de la mente de un creador que engendros de su circunstancia.
El lenguaje de la familia
A diferencia de Suite para la espera, al evocar su novela autobiográfica, Espirales del cuje (1952), García Vega confiesa no sentirse identificado con el mundo allí representado, ni con el lenguaje empleado. Tras intentar volver sobre aquellas páginas después de medio siglo, el escritor admite que estaba “leyendo lo que no era mi expresión, estaba leyendo lo que me quedaba demasiado lejos” (El oficio de perder 95). En una entrevista con Carlos A. Aguilera, el escritor admite sentirse “muy ambivalente” ante aquel libro: “Me pasé años y años sin volverlo a leer, con un terror tremendo a abrir el libro porque temía al ridículo o a la exaltación o al romanticismo idiota o al nacionalismo que detesto” (59). A su juicio, el problema de la novela era que había sido concebida y escrita en “el lenguaje de las madres, de las familias…” (392). Probablemente haber recurrido a ese lenguaje “de las familias” contribuyó a que la novela ganara el Premio Nacional de Literatura Cubana del 1951.
En la introducción de Espirales del cuje, García Vega explica el origen y el propósito del libro: “la necesidad de sabernos a través de la nostalgia de nuestros cuentos, de nuestras anécdotas” y de presentarlo como en una “estructura cortada, rota, en que pueden ser vistas las casas de campo” (130). Narrar la historia de su pueblo, Jagüey Grande, responde a un impulso sentimental inusual en García Vega, cuya “deliberada frialdad” y “estilo basado en la síntesis, la reticencia, la elipsis y el fragmentarismo” (Espinosa, “Elogio”) se ve, en este caso, intervenido por la nostalgia o “lenguaje de las madres”, que García Vega, remata, era parte de “la retórica de un nacionalismo en el aire, delirantemente soñado” (El oficio 392).
La preocupación por el lenguaje, por el peso de la familia y de la circunstancia ya aparecen claramente definidos en Rostros del reverso. En una entrada de 1972 leemos: “Las familias tienen su lenguaje. O más bien, desfiguran el lenguaje para acomodarlo a sus exigencias y cerrazones, pero después, de ahí parece surgir la mitología familiar con todos sus ídolos. Microcosmos que ilustra la tesis de Max Müller: «el mito surge cuando se ha enfermado el lenguaje” (182). Digamos, por el momento, que el lenguaje se enferma cuando ha dejado de ser crítico, cuando ha cedido al peso de la cultura y la tradición, diligentemente reproducida en el seno del hogar y de la familia, cuyo rol es mantener las apariencias y ser dignos representantes del Yo idealizado de la nación.
Mientras que en las obras origenistas, En la Calzada de Jesús del Monte y Paradiso, publicada esta última en su totalidad en 1966, pero cuyos primeros capítulos aparecieron en 1949 en Orígenes (mismo año de En la Calzada de Jesús del Monte), se honra y se mitologiza (a propósito) la memoria familiar, en la obra de García Vega abundan las instancias en donde la familia se erige como el primer enemigo que debemos reconocer y superar, en tanto cómplice de una circunstancia y de un orden que no quieren ser perturbados. Por ejemplo, en Los años de Orígenes García Vega hace una crítica lúcida y devastadora de una de las figuras tutelares de Orígenes: Julián del Casal. En el ensayo, “La opereta cubana de Julián del Casal”, el poeta modernista es descrito como un ser patético, dominado por la presencia fantasmal de sus padres, incapaz de confrontar efectivamente su circunstancia desde la anacrónica sensibilidad de la familia, de cuya memoria Casal se siente custodio: “guardo, cual hostia blanca en cáliz cincelado/ la purísima fe de mis mayores” (Los años 58). En vez de ser un agente de cambio, el joven Casal opta por ser el guardián de la memoria familiar. A García Vega le perturba la pasividad de este proceder, en donde, en vez de matar, lo que se busca es suplantar al padre. A través del recuerdo sanguíneo, presente en los relatos, las anécdotas y los objetos que se van traspasando de generación a generación, Casal, acepta pasivamente un rol anticipado por sus “mayores” y un compromiso ante el universo que le han legado: “Así, el piano viejo, el que se conserva como regalo de los grandes tiempos no queda como lo melancólico de una cosa acariciada por el tiempo, sino que desde su arbitrario presente, exige, a todo lo que le rodea, la sumisión a su cursilona y anacrónica presencia” (Los años 42).
García Vega tampoco escatima al esbozar un análisis literario y psicoanalítico de Paradiso, en donde queda en evidencia el culto a los padres, a los ritos, tradiciones y ceremonias en donde la familia ocupa un lugar central, y en donde la mitología familiar se funde con la mitología de la nación para solidificar y reproducir toda suerte de ideas de linaje, raza, clase, género, etc. De ahí que García Vega rechazara y resintiera profundamente la utilización del espacio de Orígenes para continuar ese culto a la familia que se expresaba en la obsesión de Lezama con los “santos, bautizos, cumplidos, ceremoniales pequeñoburgueses” que “se convirtieron, para los origenistas, en un como gran estilo que se debía rescatar, y mantener” (Los años 179). La familia como extensión de la nación, la cultura, la buena moral y las buenas costumbres, se convierte en una herramienta más al servicio del poder en donde se construye “la mentira del vivir cubano” (Los años 178). Mentira que se confunde con un estilo de vida y con una expectativa de cómo llevar una vida respetable. García Vega lamenta, por ejemplo, que Lezama haya optado por el estilo barroco porque era la mejor manera de mostrar y ocultar simultáneamente una homosexualidad que ofendería a su madre, y que empañaría la memoria familiar. La elección de un estilo, en su caso y en el de Casal, es la prueba del fracaso de romper con la familia y su anacrónica ley.
Familia y circunstancia en Orígenes
En su libro, La familia de Orígenes (1997), la poeta origenista Fina García Marruz (única mujer que formó parte del colectivo) insiste en la noción de familia al describir el espíritu y proyecto del colectivo. Su libro, que es, entre otras cosas, una respuesta al testimonio de García Vega publicado dos décadas antes, insiste en la unidad y misión de Orígenes, mientras justifica y minimiza las luchas internas del grupo: “una familia no supone miembros idénticos, sino diferencias en torno a un centro común” (12). Dice de Virgilio Piñera, por ejemplo, que le recuerda, “a esos chicos que hay en las familias que no se parecen ni al padre ni a la madre” (66). No podía parecerse porque se trataba de un poeta homosexual, ateo, existencialista (como García Vega), y proveniente de una familia pobre, sin tíos o parientes muertos nobles. No obstante, los “pecados” de Piñera que atentaban contra la constreñida moral de Orígenes le serían del todo perdonados una vez este decide unirse, en principio, a la revolución: “Elegí sin vacilar la Revolución por ser ella mi estado natural. Siempre he estado en Revolución permanente. Yo, como miles de cubanos, no tenía lo que tenían unos pocos…”. (Espinosa, Piñera 217). Después de todo, la cubanidad de Piñera resulta ser mucho más estable, concreta y afirmativa que la de Lorenzo: “Lo de García Vega era distinto. No lo imaginamos escribiendo, como hizo Virgilio cuando Girón, un poema “A los muertos de la patria”. Virgilio sufrió mucho, pero tenía una raíz cubana no tocada por las fuerzas de la negación, que le permitieron resistir y morir sin dejar el país” (Marruz 68).
Uno de los pecados cometidos por Piñera antes de su conversión a la revolución, se llama “La isla en peso” (1943), poema que abre con el lapidario verso: “la maldita circunstancia del agua por todas partes.” En lo que resultó ser un poema controversial, Piñera introduce personajes, sensaciones e ideas ignoradas por sus contemporáneos que no podían sino reproducir la imagen que el discurso dominante había hecho de lo cubano, y que se proponía “desglosar la moral cubana en sus virtudes”, entendiendo a Cuba, “como una civilización nacional, al estilo de Francia o Italia, España o Alemania” (Rojas, Isla 115). Sin duda, los contenidos explorados, el tono y la posición tomada por el poeta contradecían la estética y “el alma” de Orígenes:
Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar
doce personas morían por comprensión.
Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua,
en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones,
me acostumbro al hedor del puerto,
me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba,
noche a noche, al soldado de guardia en medio de los sueños de los
peces.
Vitier, García Marruz y Gastón Baquero, entre otros, calificaron a “La isla en peso” como un poema muy alejado de la tradición literaria. En efecto, el poema de Piñera se alejaba de la tradición, pero no de la realidad. El problema no era que “La isla en peso” mostrara una imagen falsa de la realidad del país, su paisaje humano y su estado anímico, sino que al representar abiertamente esa realidad, Piñera traicionaba la mirada origenista.[3] Lo que anunciaba el poema de Piñera era, a fin de cuentas, la posibilidad de representar a la isla desde otro lugar. Cuba dejaba de ser la isla noble, blanca, heredera legítima de una historia común con el viejo continente europeo, para convertirse en una isla más: bastarda, negra, bárbara.
Dentro de Orígenes, sólo Piñera y García Vega se atrevieron a nombrar el vacío, la nada aplastante que dominaba el vivir cubano de la época, y el riesgo que, para un artista, implicaba rodearse de esa nada. En Rostros del reverso García Vega expresa esta angustia que también recorre al poema de Piñera: “Pensaba en la nada que por ahora pesa en nuestra expresión. […] Es que la violencia pasiva de nuestra circunstancia ha llegado a influir en nosotros, dándonos un color, un matiz” (62). El diario estimula la reflexión, el autoanálisis, la escritura honesta, alerta y crítica, anclada en un Yo que siempre está en proceso, un Yo al que hay que interrogar y examinar mientras se interroga y examina de frente a la circunstancia:
Nuestra irrealidad es tan estúpida que yo creo ha llegado a colársenos por todos los costados. Todo intento, todo roce de nuestra inmediatez, nos aturde con una fuerza desconcertante que no podemos soportar. Yo he sentido a veces la tentación de romper todas mis notas que aludieran muy de cerca a nuestra circunstancia, sintiéndolas como un bochorno. […] Siempre me consuelo pensando en que sólo debemos agarrarnos a lo esencial, que cierta estructuración que nos pudiese entregar una magia estoica del vivir, nos dará más nuestro paisaje que toda lucha, más o menos inútil, con las circunstancias. Pero, sin embargo, hay también en las circunstancias una magia intraspasable, algo que si lo intentamos sublimar corremos el riesgo de que se nos convierta en nada (19-20)[4]
Esta cita de Rostros del reverso, con fecha de 1952, se acerca al argumento principal del ensayo de Lezama, “La otra desintegración” (1949), publicado en Orígenes. Allí Lezama hablaba directamente de “la falta de imaginación estatal” (61), y declaraba que “un país frustrado en lo esencial político puede alcanzar virtudes por otros cotos de mayor realeza” (61); entiéndase, a través de la expresión poética y la labor artística en general. En este breve texto Lezama se defendía una vez más de los ataques de sus detractores, y explicitaba el compromiso de Orígenes, mientras traía a colación la desintegración de los ideales y valores de la República en el siglo pasado en relación a la actividad artística: “esa corriente, honda en lo negativo, indetenible casi, hubiera podido ser contrastada si en otros sectores del gusto y de la sensibilidad, se hubiera proyectado un deseo de crear, de mantener una actitud de búsqueda de lo capital y lo secreto” (62). Para Lezama, el lugar en donde la cultura ocurría era el lugar de la creación, por lo que proponía a Orígenes como ese otro sector (secreto) que tenía a su haber la tremenda responsabilidad de restaurar las ruinas visibles de un país “frustrado en lo esencial político” mediante la búsqueda y la conquista de “lo capital y lo secreto”.
García Vega también expresa frustración ante su circunstancia, dice sentir “bochorno”, y propone dar con otros caminos que le lleven a una “magia estoica del vivir”. En esta instancia el escritor hace una distinción importante entre circunstancia y paisaje, considerando la primera como límite e imposición (histórica, social, cultural, geográfica, económica), y la segunda como posibilidad y reto. Eso que Lezama llama “lo capital y secreto” se encuentra en la maleabilidad del paisaje, no en la rigidez de la circunstancia. Definamos paisaje, pues, como la materia sensible, el sustrato de la historia, la naturaleza que se eleva por sobre cualquier discurso o ideología, lo que permanece a través del tiempo porque no está atado ni al discurso, ni a la ideología del poder. Cuando García Vega escribe que “hay también en las circunstancias una magia intraspasable” que puede “convertirse en nada” si se le sublima, el poeta está hablando del paisaje que toda circunstancia fecunda. La circunstancia nos encuentra, pero al paisaje hay que ir a buscarlo (no inventarlo, no disfrazarlo) sobre todo, en el reverso de las cosas.
No debe sorprender, pues que García Vega evite ciertos temas relacionados a la circunstancia, que rechace, por ejemplo, volver a expresarse sobre lo que constituyó su experiencia origenista, y exhorte a quienes quieran saber más al respecto a leer su testimonio Los años de Orígenes. En otra entrevista, también con Carlos A. Aguilera, este le hace una pregunta en torno a lo delirante de Orígenes, “en la relación intelectuales-estado en Cuba” (70), antes y después de la revolución. García Vega ofrece una respuesta ejemplar que corrobora su relación con la circunstancia y el paisaje:
Me preguntas cómo leo lo delirante en la relación intelectuales-estado en Cuba. Y lo único que por ahora se me ocurre decirte es que yo soy un apátrida albino, y, ¿qué tiene que ver un albino con la relación intelectuales-estado en Cuba? No sé de eso, Carlos. Yo me he pasado años mirando una colchoneta vieja tirada en un solar yermo, y de eso sí puedo decir” (71).
El “apátrida albino” no tiene por qué dedicar su tiempo, su talento, –o, en el caso de García Vega, su falta de talento, su oficio de perder– a algo que concierne a la situación actual del país que dejó atrás, del que no tuvo más remedio que exiliarse, el país que censuró su obra por décadas, el mismo que lo separó de su hija durante 14 años. No, un escritor no-escritor albino con oficio de perder no tiene por qué saber sobre las particularidades de una situación que es siempre la misma, de una circunstancia que, al acapararlo todo, asfixia cualquier expresión singular: “Yo he sentido a veces la tentación de romper todas mis notas que aludieran muy de cerca a nuestra circunstancia, sintiéndolas como un bochorno”, escribe Lorenzo en sus diarios. Lo que causa bochorno es la proximidad de la expresión con la circunstancia, es encontrar en lo que hemos escrito la presencia de esa circunstancia que fue y que sigue siendo detestable, represiva, inútil. En la misma cita García Vega comparte su consuelo y estrategia: “Siempre me consuelo pensando en que sólo debemos agarrarnos a lo esencial, que cierta estructuración que nos pudiese entregar una magia estoica del vivir, nos dará más nuestro paisaje que toda lucha, más o menos inútil, con las circunstancias”. Es posible que el escritor considerara su novela, Espirales del cuje, como un ejercicio inútil en donde su expresión terminó fundiéndose con la circunstancia más de lo que en la actualidad consideraba digno. No obstante, aunque la novela de García Vega parezca en principio mitologizar o romantizar la vida en la isla, una lectura detenida del texto nos devuelve a la desolación, la angustia y la pobreza fundamental que, para el escritor, están en el origen de lo cubano.
La lengua del reverso
Buena parte de la crítica coincide en que Espirales del cuje es una obra origenista. Para el crítico César Salgado, “García Vega logró ilustrar aquí muchos de los postulados ideoestéticos del grupo” (168), entre los que se encuentran: “la estrategia memoriosa y ontologizadora,” en la que se da una “reconstrucción de los paisajes de la memoria” y la imagen poética que “abre y da sustancia a una temporalidad alternativa, distinta a la de la actualidad frustrada” (178). Salgado compara el texto de García Vega con el mismo verso previamente comentado de Eliseo Diego “el lugar donde tan bien se está”, y con Paradiso: “culto a la abuela fuerte y matriarcal, evocación del tío ingenioso en los que José Cemí logra fabular poderosas reminiscencias ónticas a través del degustamiento casi palatal de expresiones familiares que lo hipnotizan de niño…” (178). Rafael Rojas coincide con Salgado: “El mundo de Espirales del cuje”, escribe, “no era muy diferente al de Eliseo Diego o al del propio Lezama” (100). En efecto, en Espirales del cuje se evocan paisajes de la memoria poblados de abuelas, tías, guajiros, así como escenas típicas de la vida en el campo. Es, de hecho, una defensa de la expresión criolla. Pero no me parece que García Vega rinda culto a ninguna de estas cosas, ni que abra o le dé sustancia a una temporalidad que se anteponga a la precariedad de la república. La novela autobiográfica de García Vega aparenta ser la típica semblanza laudatoria de la vida en un pequeño pueblo, pero el modo en que esa experiencia es narrada revela una posición crítica frente al entorno. Vitier acierta otra vez al describir Espirales del cuje como un “precioso libro autobiográfico” en donde “se concentran las intuiciones cubanas de García Vega con minuciosa ternura veteada de una ardiente y secreta desolación, no tanto por la pérdida o el añoro, como por la sustancia misma de lo que se evoca” (énfasis mío, 528).
En la novela de García Vega, lo familiar y lo cubano ocupan un lugar lejano y como asentados en un recuerdo prestado. La nostalgia romantiza el espacio, pero lo devuelve hecho pedazos: “Estructura, planos cortados, para sorprender lo casi irreal de nuestra nostalgia, de nuestra lejanía […] Porque hay en nuestros campos, un no sé qué de romper nuestra mirada” (130). Ese “no sé qué” se posa como el augurio de un desamparo y de una pobreza que alejará a García Vega de los empaquetamientos (marcos rígidos) en los que se movían los origenistas. La mirada de quien fue un niño en Jagüey Grande se quiebra al evocar ese lugar que ha quedado lejos, fijado en un eterno presente: “Estos recuerdos, me quedaron revoloteando en los primeros tiempos que pasé en La Habana. Revoloteando, con su nostalgia, que a mi madre y a mí nos hacía ver todas las cosas a través de la ausencia del pueblo” (212). No obstante, el escritor sabe que la palabra es un pequeño abismo que no guarda nada. García Vega no escribe para recuperar lo perdido, sino para dejar constancia de lo irrecuperable desde el lugar del testigo.
Si Suite para la espera había sido, entre otras cosas, el testimonio de la angustia existencial y la posibilidad de jugar dentro de una circunstancia opresora, Espirales del cuje se perfila como el testimonio de una plenitud interrumpida en el año 1936 con la mudanza de la familia del campo a La Habana. El lenguaje, así como el tono del libro, me parece, están más cerca de esa interrupción que de cualquier plenitud. Las risas y los cantos evocados en Espirales del cuje no borran la desidia y el desencanto de quien se sabe ahogado por la nada: “Casas de madera de provincia, que quedan siempre así, en unos toques fijos, como la risa de los niños y el viejo patio apisonado de ceniza. Entregándonos su paisaje a veces… casi… en nostalgia, otras en su vacío de así sin más, de quedársenos entre las manos sin tan siquiera pretender el recuerdo” (Espirales 128).
Otra de las características que ponen en duda el origenismo del libro de García Vega es el elogio, o más bien, el reconocimiento que se hace de cierta pobreza, que no debe ser confundida con la «pobreza irradiante» defendida por Vitier y otros origenistas. La «pobreza irradiante» es, a fin de cuentas, parte de un discurso de clase en donde la pobreza está vinculada a una moral superior y al catolicismo del grupo que García Vega rechaza. Es, entre otras cosas, una manera de romantizar la pobreza. En el marco de la revolución cubana, y tomando en cuenta la miseria que sucedió a la revolución, la «pobreza irradiante» adquiere una dimensión ya no sólo espiritual, sino política. Desde Cuba, isla de la pobreza irradiante, se libera la batalla contra las fuerzas imperiales y capitalistas. Pero a García Vega no le interesa mitificar nada, ni la pobreza o la ruina que testifican un momento de gloria. Tampoco hay necesidad de resucitar a los parientes que desde la tumba le dan cierto prestigio a la familia, ahora arruinada.
Es cierto que hay un tono romántico en estas memorias, pero el objetivo último no es prolongar un momento de gloria o rendirle culto al pasado familiar, sino fijar en el recuerdo una experiencia que se ve amenazada por el paso del tiempo y la fragilidad de los materiales que la componen. De ahí que García Vega insista tanto en el carácter simple y espontáneo de todo cuanto ocurre en su pueblo: “Y van las cosas –desde el mismo comienzo del pueblo- diciéndonos su pobre espontaneidad de estar ahí, sin un más, familiares” (Espirales 13). A diferencia de la grandeza venida a menos (de ahí viene la pobreza irradiante) que viene acompañada de un ritual rígido en donde cada persona (personaje) posa como actor de una época dorada, la espontaneidad y lo insignificante (lo que ocurre en el reverso, de espaldas a la historia, el paisaje secreto) dan la clave de esta pobreza que el autor evoca.
Comparemos, por ejemplo, una escena de Paradiso y una de Espirales del cuje que puedan llegar a clarificar esta diferencia fundamental entre el origenismo clásico (lezamiano) y la escritura del reverso de García Vega. En una de las escenas del séptimo capítulo de Paradiso la familia se reúne a comer en la mesa y uno de los comensales vierte, accidentalmente, la fuente en donde está la remolacha. A pesar de arruinar el “cremoso ancestral del mantel” (324), la mancha de la remolacha prevalece como un símbolo de la opulencia, un recordatorio de esas grandes cenas de antaño en donde la familia sacaba los manteles y la vajilla más fina. A fin de cuentas, el accidente de la remolacha, aunque sea señal de crisis, tiene toda la teatralidad de las crisis de alta alcurnia y no hace sino reafirmar la calidad del mantel, y, por ende, la fuerza y el alcance del legado familiar: “Pero esas tres manchas le dieron en verdad el relieve de esplendor a la comida. En la luz, en la resistente paciencia del artesanado, en los presagios, en la manera como los hilos fijaron la sangre vegetal, las tres manchas entreabrieron como una sombría expectación” (324). La descripción de Lezama destila una sutil altivez, el orgullo de quien se sabe heredero de alguna secreta altura, distinción que impide el ridículo y la desgracia moral de la familia.
La escena evocada en Espirales del cuje, por otra parte, hace referencia a una mancha en el suelo de la casa de la abuela, que, lejos de testificar la grandeza, corrobora un origen pobre e insignificante. No es tampoco una mancha con múltiples testigos, sino una pobre mancha que no llama la atención de nadie, excepto la del poeta: “…había en el cuarto de mi abuela una losa que estaba manchada a fuerza de caer en ella las medicinas que por tantos años tomó mi abuela; y aquella losa manchada, más que ninguna otra cosa, revivía sus sacrificios…” (82-3). A la pobreza irradiante origenista se antepone una pobreza insignificante y muy concreta, una pobreza en “donde las cosas se habían hecho grandotas en su dejadez” (80). Mientras que la mancha de remolacha “acentúa el esplendor de la comida”, la mancha que está en la habitación de la abuela revive dolores, pesares, sacrificios.
Pero, a pesar de las grandes diferencias entre Espirales del cuje y la poética de Orígenes, este libro siguió siendo, para su autor, un libro demasiado apegado a la circunstancia, y por ende, anacrónico, obsoleto, limitado:
Mundo guajiro, el de las Espirales. Pero un mundo que, curiosamente, pese a su pobreza, y a su destartalo, también segregó un sueño de grandeza perdida que, aunque no fue el mismo de los manteles de hilo bordados que ostentaba el Paradiso o la Calzada de Eliseo, sí mostraba los mismos síntomas que el mundo de esos manteles. (El oficio 328)
En efecto, a partir de Espirales del cuje la expresión de García Vega dará un giro radical. El exilio confirmará las sospechas de García Vega respecto a la complicidad entre la literatura, los escritores, y la ideología dominante. Su situación de exiliado cubano en un momento en el que la izquierda intelectual latinoamericana se identifica románticamente con la revolución cubana lo pondrá en una situación límite, lo que contribuirá a la radicalización y perfección de un estilo que se niega a ser capturado por la ideología dominante, por la política de paso, por la circunstancia imperante. Un estilo en donde ya no es posible ni siquiera distinguir géneros literarios, y una propuesta en donde se articula el propósito de escribir en contra de la ficción y en contra de la literatura como sustituto de la religión y herramienta de nacionalización.
Sobre todo, después de Los años de Orígenes, libro que es abiertamente un ajuste de cuentas con una circunstancia muy específica, García Vega perfecciona su escritura del reporte (que no narra) anclada en las piezas que conforman su paisaje: el ruido del carrito de helados o del refrigerador, una mancha en la pared, la luz, una colchoneta, una tendedera, por mencionar algunos. Al enfocarse en el paisaje y suprimir la circunstancia, los objetos, carentes de un contexto trascendente, adquieren una fuerza inusual en la página. Sabemos, por ejemplo, que la colchoneta que el escritor va a contemplar en un paraje de su vecindario en Miami es más que una colchoneta: se trata de una criatura, como él, desubicada, carente de sentido, incomprendida, sin testigos. Dice Lorenzo que «frente a la colchoneta, lo que buscaba era el Vacío o…, el paisaje, paisaje albino, que pudiera haber detrás de ella… el lugar que acabara por ser como pieza arquetípica de esta Playa Albina que me rodea” (530-31). Entender un poco más su presente albino a partir de objetos que pueden encapsular toda una experiencia, o un conocimiento, y que, por su insignificancia, son intocables e incorruptibles. Esa colchoneta, que es absolutamente insignificante, dice más que cualquier enfrentamiento con la circunstancia. Porque la colchoneta es posibilidad y reto a la imaginación, es lo capital secreto que no hay que ir a buscar en la Literatura, sino en lo que está en el reverso, en lo que, desde su pequeñez y sin sentido, nos conduce a nosotros mismos. Enfocarse en el paisaje hasta constituir el paisaje. Ser el paisaje. Esta manera de entender el arte y la labor del artista ya está presente en Rostros del reverso. En una entrada de 1968, año de su exilio, leemos: “Me tocan estas palabras de Marcuse: El arte existe sólo cuando se anula a sí mismo, cuando salva su sustancia negando su forma tradicional y negando, por tanto, la posibilidad de reconciliación. Es decir, buscar siempre desde la tensión, buscar desde lo implacable de un reverso. No lo sensual de la palabra, sino el reto de sus orígenes” (62). Rechazar la sensualidad de la palabra (la fortaleza barroca desde donde se mostraba y escondía Lezama) y aspirar a un lenguaje hiperreal, en contra de la ficción, en donde se rescate lo esencial y se suprima lo impuesto por la circunstancia, llámese madre, padre, abuela, gobierno, cultura, arte o literatura.
De modo que Espirales del cuje sí constituye una despedida, el fin de un intento por hacerse de una expresión que, desde el principio, se revela como insuficiente, artificial, deshonesta y cómplice. El escritor asumirá, de aquí en adelante, su oficio de “escritor no-escritor” y aprenderá a desconfiar de todo, también del lenguaje, y se abrazará a la palabra que reporta, verifica, enumera y juega, sin esperar ningún milagro, aunque sin perder del todo la fe. Como los versos de “La isla en peso”, en donde Piñera cancela la melodía romántica de las palabras y se prepara para adoptar una nueva expresión: “Me detengo en ciertas palabras tradicionales: el aguacero, la siesta, el cañaveral, el tabaco, con simple ademán, apenas si onomatopéyicamente, titánicamente paso por encima de su música, y digo: el agua, el mediodía, el azúcar, el humo,” con Espirales del cuje, Lorenzo García Vega abandona la lengua romántica de las madres y de la posibilidad restauradora para entrar definitivamente en la lengua del reverso.
Obras citadas:
Adorno, Theodore. Crítica de la Cultura y sociedad I. Madrid: Ediciones Akal, 2008.
Aguilera, Carlos A. Apuntes para la construcción de una no-poética. Valencia: Aduana Vieja, 2015.
Arcos, Jorge Luis. Los poetas de Orígenes. México: Fondo de Cultura Económica, 2002.
Díaz, Duanel. Los límites del origenismo. Barcelona: Colibrí, 2005.
Espinosa, Carlos. “Elogio del aguafiestas,” Revista Encuentro de la Cultura Cubana, Madrid (21/22): verano/otoño, 2001.
― Virgilio Piñera en persona. La Habana: Ediciones Unión, 2003.
García Vega, Lorenzo. Suite para la espera. La Habana: Ediciones Orígenes, 1948.
― Espirales del cuje. La Habana: Ediciones Orígenes, 1951.
― Rostros del reverso (1952-1975). Caracas: Monte Ávila Editores, Colección Continentes, 1974.
― Los años de Orígenes. Caracas: Monte Ávila Editores, 1978; México: Rialta, 2017.
― El oficio de perder. Puebla: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2004.
Lezama Lima, José. “Señales: La otra desintegración.” Orígenes (21):61, primavera, 1949.
― Paradiso. Ed. de Eloísa Lezama Lima. Madrid: Cátedra, 2006 (10ma edición).
Rojas, Rafael. Isla sin fin. Contribución a la crítica del nacionalismo cubano. Edición Universal, 1999.
― La vanguardia peregrina: el escritor cubano, la tradición y el exilio. México: FCE, 2013.
Saínz, Enrique. “Suite para la espera: la herencia vanguardista.” Revista Encuentro de la Cultura Cubana, Madrid (21/22): 33-37 verano/otoño, 2001.
Salgado, César. “The Novels of Orígenes” CR The New Centennial Review (2.2) Summer, 2002.
Vitier, Cintio. Lo cubano en la poesía. La Habana: Letras cubanas, 1970.
[1] Orígenes fue un proyecto editorial y movimiento poético vanguardista dirigido por José Lezama Lima, que contó con la participación de los poetas Cintio Vitier, Ángel Gaztelu, Gastón Baquero, Fina García Marruz, Eliseo Diego, Octavio Smith, Justo Rodríguez Santos, Virgilio Piñera y Lorenzo García Vega.
[2] Según el poeta y crítico de Orígenes, Jorge Luis Arcos: “…frente a una asimilación clásica de la cultura, como a la que podemos adscribir a José Lezama Lima, Gastón Baquero, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Octavio Smith y Eliseo Diego, se desarrolla otra tendencia, de estirpe vanguardista, la de Virgilio Piñera y Lorenzo García Vega” (9).
[3] En La familia de Orígenes, García Marruz arremete en contra del poema de Piñera, “La isla en peso”: «…llama a su pueblo ‘tan joven’. Pero no éramos tan jóvenes, y desde luego, sabíamos definir […] Lezama siente la soledad como posible centro de irradiación; ve a la isla, rodeada de luz por todas partes, Virgilio vuelve su soledad aislamiento (‘la maldita…’), un poco dentro del huit clos sarteano” (66).
[4] En Rostros del reverso, leemos cómo Lezama y García Vega coinciden en la lucha entre la circunstancia y el paisaje: “Lezama nos dice de Arístides Fernández”, escribe Lorenzo, y continúa citando a Lezama: “Precisará siempre al hombre marchando más hacia su paisaje, que hacia su circunstancia” (20).
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