Carlos Aníbal Alonso: El origenismo y la revolución: el caso Lorenzo García Vega
La excepcionalidad parece ser la premisa de lectura que se impone a los comentaristas de Lorenzo García Vega: la absoluta singularidad de una obra tan abundante como plural, que ha ido generando una comunidad de lectores (dentro y fuera de Cuba) que no deja de ensancharse desde la publicación de Los años de Orígenes en 1979 [1]. La narración interrumpida y por otra parte rabiosamente circular, proclive a una especie de mística por la vía negativa, renuente a la posibilidad de un significado lineal ―un significado que en sus piezas (digo piezas para evitar a priori cualquier consideración genérica) se quiebra, se contorsiona, se posterga una y otra vez, hasta dejar al lector en la estacada, en la oscuridad total―, la plasticidad de la construcción verbal, el registro autobiográfico, testimonial, que está en el origen de su proyecto literario ―o su no-proyecto, siguiendo su tantas veces recordada posición de “no-escritor”― y que recorre muchas de sus obras fundamentales, la extrema conciencia ―muchas veces tematizada explícitamente― de la imposibilidad de decir, son algunos de los rasgos de un autor cuyo patrimonio ha consistido en una escritura que ostenta los atributos de “algo extrañamente vigente y atemporal”[2].
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Antes de glosar la obra y afirmar la validez y la vigencia de un estilo, quisiera volver sobre su relación con su circunstancia literaria (la circunstancia cubana y su relación con la revolución, significativamente), comenzar a emprender la lectura que quería Octavio Paz para su Rostros del reverso: leerlo como “uno de los testimonios más lúcidos” de aquellos “años infames”.
Hay tres anécdotas que me permiten alumbrar la personalidad estética de LGV, conjeturar el origen de algunas obsesiones que definen una voluntad de estilo o el encuentro con ciertos procedimientos, y me permiten también perfilar con nitidez los tres lugares ―en términos tanto geográficos como imaginarios― en los que ha transcurrido la vida y la escritura de LGV: la Cuba republicana, de los años veinte hasta los cincuenta; la Cuba castrista, desde el triunfo de la Revolución en 1959 hasta finales de los sesenta; y su prolongado exilio que comienza en España en el 68, sigue en Caracas, continúa en Nueva York, y termina en Miami, su Playa Albina, donde muere en 2012.
En La Victoria
La primera anécdota se remonta a 1946 y está recogida en un capítulo de Los años de Orígenes titulado “Encuentro en La Victoria” [3]. Allí LGV ofrece los pormenores ―azar concurrente mediante― de una contingencia que va a definir su vida en lo adelante: el encuentro con José Lezama Lima. LGV era un adolescente. Bajo una “mortecina luz”, en la librería habanera La Victoria que frecuentaban ambos, Lezama (“el espectador”, como lo llama en su relato) hojea con “excesivo temblor” un ejemplar de la Paideia de Jaeger. En cierto momento el espectador dice al adolescente “Muchacho, lee a Proust” y se retira. El adolescente no sabe quién diablos es Lezama (y tampoco Proust, por otra parte), pero se sobrecoge por la manifestación de aquel espectador: «toda una presencia», dice LGV. Una presencia que luego de ese primer encuentro funcionará como maestro (García Vega fue uno de los discípulos ilustres del célebre “curso délfico” lezamiano, del cual sólo se sabe que incluye como lectura obligatoria Los cantos de Maldoror, del conde Lautréamont), como amigo, lector y crítico, y como figura arquetípica, al punto de elevarlo a la categoría dramática de protagonista de su obra, en “un hilo que cruza y dota de unidad al material heterogéneo que conforma”[4] Los años de Orígenes.
Ese adolescente nada había publicado y apenas había leído un puñado de libros filosóficos en su natal Jagüey Grande, pero el encuentro en La Victoria propicia el acercamiento a un grupo de escritores vinculados a la revista Orígenes, capitaneada por Lezama desde 1944 ―entre ellos, Cintio Vitier, Eliseo Diego y Gastón Baquero. Por otra parte, esas palabras de Lezama debieron sonarle al joven LGV como algo parecido a una revelación: en lo adelante, la voluntad de perdurar en la constante duración proustiana del recuerdo se convierte en uno de los motores definitorios de su escritura. Ese recuerdo, esa voluntad de testimoniar constantemente actualizada, se proyecta obsesivamente sobre la experiencia origenista de LGV.
Se trata de una experiencia contradictoria, plagada de discrepancias y desencuentros, que oscila alrededor de dos extremos en apariencia irreconciliables (“al señalar la grandeza de Lezama, la admirable lucha de los origenistas, no debemos olvidar sus contradicciones, sus debilidades, y hasta sus bajezas”, repite LGV) [5]. Por un lado, en Orígenes LGV encontró el amparo de un grupo de escritores nucleado en torno a la más alta conciencia espiritual y ética cubana de esos años ―como se refiere a Lezama― [6], un grupo que los unía, antes que un puñado de afinidades estéticas, la resistencia a las “cloacas desbordadas” resultado de la revolución del 33 [7]: la “vanguardia de Orígenes”, dice LGV (y es muy reveladora la lectura que hace del grupo en clave vanguardista: una vanguardia conservadora ajena a cualquier forma de estridencia, para ahondar en la contradicción), tiene una extraña característica: “es una rebelión frente a un populismo chusma, pero culturalmente anacrónico”; populismo anacrónico y conservador, personificado en “gángsteres martianos” [8], frente al cual el grupo erige una obra estética seria, de largo aliento, en medio de la infamia de la “churumbela tropical” [9], y recurre al rescate de un pasado de la grandeza perdida de las familias burguesas cubanas venidas a menos: “el aferrarse, desesperadamente, a un escenario reminiscente donde lo venido a menos vuelve a alcanzar su esplendor” [10]. Por otra parte, está la castración origenista: la simulación, el encubrimiento, el “romanticismo a toda mecha”, el “escamoteo”, la enfermedad (“enfermedad circular”), el “gesto del avestruz”, “el sueño para olvidar el retorno de lo reprimido” [11], que definen la moral de las excepciones de la que hablaba Lezama (y que comentaré más adelante); gestos que provocan la sospecha y empiezan a decidir un quiebre de LGV con el grupo, que se produce definitivamente, como se verá, con la llegada de la revolución de 1959 y el régimen castrista.
Orígenes llega a LGV bajo una mortecina luz en la librería La Victoria, en los años cuarenta, pero antes de La Victoria LGV había experimentado otro suceso radical, definitorio de su personalidad literaria, que reconstruye en El oficio de perder [12], y que apunta al despliegue y la cancelación del “yo heroico” de la infancia, el principio de ese “otro exilio” ―anterior e igualmente rotundo de aquel de 1968 en el que abandona definitivamente la Isla―, el rompimiento del “tiempo cosmogónico”, según ha señalado Jorge Luis Arcos [13]: en 1936 el niño LGV sube a un tren que conecta Jagüey Grande con La Habana en un viaje de no retorno, un viaje que ha sido leído como fundamento de la neurosis manifiesta en Variaciones a como veredicto para sol de otras dudas [14] y todos sus libros posteriores en los cuales reconstruye el relato de la infancia: “junto al desplazamiento geográfico y afectivo (pues implicaba también el surgimiento de la posibilidad de una rememoración afectiva, una extrañeza en suma), ocurrió una ruptura psíquica profunda en esa conciencia hiperestésica que anunciaba al neurótico posterior” [15]. Con La llegada a La Habana (en 1936, su “año cabalístico”) LGV cae en un colegio jesuita, donde recibió una educación estrictamente religiosa. De los jesuitas deriva, pudiera conjeturarse, su inclinación por lo confesional, y con ellos comprobó la “misteriosa dulzura del frío que se acepta, del frío en que se penetra por secreta vocación” [16], el frío del distanciamiento y la absoluta soledad que da cuenta Ritmos acribillados. La dimensión religiosa en la educación y en la cosmovisión de LGV es, por lo menos, atendible, habida cuenta de la militancia católica del grupo Orígenes: en todo caso, entre el providencialismo católico origenista y el nihilismo nietzscheano o el existencialismo francés, no quedan demasiadas dudas de la elección de LGV.
En esos años, además, acontece la muerte del padre, el padre que, infiere Antonio José Ponte, le habría enseñado “el amor por los libros” [17], un padre narrado en Los años de Orígenes en la sugestión de ese pasado de caudillos tan del gusto del esplendor de “lo venido a menos” origenista: el padre de Lezama fue coronel en tiempos de Menocal, Vitier echa manos de su linaje familiar con el recuerdo de su abuelo, el general Bolaño, y García Vega asocia a su padre con la figura del coronel Mendieta en El oficio de perder. Ese pasado esplendoroso del “folletín romántico” republicano que en el caso de LGV entraría a formar parte de su libro “origenista” Espirales del cuje (“mi padre en su delirancia, en su sueño de grandes boticas de la calle Muralla”) [18]: “Mi padre fue farmacéutico y representante en la Cámara, luchó contra Machado, admiraba a Machado, murió al finalizar la década del 30, y me dejó atado a una «grandeza perdida»” [19]. Entonces acaeció la enfermedad, la disolución del yo, las crisis que lo llevaron al borde del electroshock [20] ―la aniquilación violenta de la identidad― según cuenta LGV… hasta el encuentro en La Victoria, que abre la posibilidad de una especie de “salvación” por la lectura.
En el aeropuerto
La segunda anécdota también está narrada en Los años de Orígenes y tiene lugar una tarde de lluvia en el Aeropuerto José Martí de La Habana. El episodio concentra la fuerza de la imagen en una jaula con una puerta de cristal que lo separa, en el aeropuerto, de su hija Judit de cinco años, de la que se despide en su viaje rumbo al vasto territorio del Exilio. Mientras LGV permanece “en una jaula tratando de discurrir sobre un comienzo, sobre un fin, sobre un fin que pueda ser un comienzo”, Cintio Vitier esperaba en ese mismo aeropuerto a Ernesto Cardenal ―nombrado aquí como “el místico del kitsch”― según el relato de LGV ―o los fragmentos superpuestos que nos permiten reconstruir el relato del aeropuerto―, que llegaba a Cuba en un avión ruso en esa tarde de lluvia. Cintio lloraba al confesarle al místico que “los diez millones no van” [21], y Judit lloraba con todas las fuerzas de sus cinco años porque no alcanza a franquear la puerta de cristal junto a su padre… y Lezama, que aparece también en la escena y que no podía estar en el aeropuerto porque pesaba sobre él la prohibición de salir del país, no lloraba pero contaba de un negro que decía: “Aquí estamos los que tenemos la lujuria del Arte”. Pero “todo seguía siendo igual, pero todo seguía siendo lamentable”, repite LGV [22].
LGV marcha al exilio en 1968 en un viaje rumbo a Madrid. A diferencia de los origenistas Cintio Vitier, Eliseo Diego, Virgilio Piñera, o el propio Lezama, que recibieron con entusiasmo la entrada de Fidel Castro en La Habana y la instauración de un así llamado “gobierno revolucionario” en la Isla, y a diferencia también del delirio cercano al paroxismo que protagonizó una generación a la que pertenecía más propiamente LGV por su edad ―LGV era el más joven de los origenistas: tenía apenas veintiún años cuando fue incluido en la célebre antología Diez poetas cubanos preparada por Cintio Vitier y publicada en 1948― y por su vocación vanguardista, una generación nucleada en torno a la revista Ciclón ―fundada por José Rodríguez Feo luego de su querella con Lezama y el cisma de Orígenes en 1956―, que en 1959 se vincularía con el semanario oficialista Lunes de Revolución y de la que formaban parte, por ejemplo, Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla, Edmundo Desnoes y Lisandro Otero, acaso por ese “frío” heredado de su educación jesuita, LGV no participó del entusiasmo casi generalizado con que se saludó la revolución cubana en 1959 y que inmediatamente se propagaría a la intelectualidad de todo un continente.
En la década que va de 1959 a 1968 cuando marcha al exilio, LGV sólo publica en 1960, año en que aparecen el volumen de cuentos Cetrería del títere [23], una polémica Antología de la novela cubana [24] y el prólogo a la edición de 1960 a la que probablemente sea la mejor novela cubana del siglo XIX, Mi tío el empleado [25]. Su poemario y su antología fueron fustigados en las páginas de Lunes de Revolución ―desde donde se espoleaba sistemáticamente todo lo que apestara a ancien régime, con Lezama y el origenismo a la cabeza―, por un escritor que desde entonces hasta hoy ha fungido como uno de los más acendrados valedores del régimen: Antón Arrufat. En su crítica, Arrufat tacha la antología de “lamentable”, le reprocha a LGV dedicarle, por ejemplo, una mayor cantidad de páginas a Lezama que a Carpentier [26], y señala como “el más grave defecto de esta antología” nada menos que el carácter asistemático, arbitrario, de su prólogo, el procedimiento mediante el cual LGV escribe “mezclando lindamente a Góngora con Quevedo” en un “español pésimo”. “¿Quién no reirá ante tanta exuberancia, tanta frase hueca, ante tanta palabra y tan poco pensamiento?”, se pregunta indignado Arrufat [27]. Tanta palabra y tan poco pensamiento, plasmado en un idioma impuro… no se me ocurre una síntesis de lo mejor que la escritura de LGV comporta y reclama para sí, sólo que entonces, y a pesar de la simpatía vanguardista que delataba LGV en su primer poemario, Suite para la espera [28], y de la huella existencialista y kafkiana de algunos de los relatos de Cetrería del títere, LGV, Lezama y los escritores de Orígenes se habían convertido para los jóvenes airados de Lunes en el pretexto predilecto para la denuncia del “encierro y la tontería a la que fue durante muchos años condenada la literatura cubana” [29], encierro y tontería origenistas, se entiende, de los vicios del pasado y, de paso, para la anunciación regocijada ―en la acostumbrada inflexión providencialista de aquellos años― de la llegada del tiempo definitivo, y glorioso, de la revolución. Se trataba de tomar partido en una lucha de poéticas ―para usar la expresión de Piglia― asimilada a la lucha de clases en ese año de excesos y arbitrariedades que fue 1960 en la Cuba castrista.
El origenismo, donde se había formado y constituido LGV como escritor, murió definitivamente en 1959; murió como grupo, como actitud estética, como proyecto de resistencia ante una realidad aciaga, murió de un golpe de gracia propiciado por la revolución (a pesar de que la publicación había dejado de circular desde 1956, Orígenes no fue solo una revista). Las reacciones de los miembros del grupo a la revolución fueron diversas.
Virgilio Piñera, quien desde la querella entre Rodríguez Feo y Lezama que liquidó la revista Orígenes, se había vinculado con la nueva revista de Feo, Ciclón, y se había convertido en una especie de padre literario para la generación de los cincuenta (la misma que luego se agruparía en Lunes de Revolución)[30], ocupó puestos de relativa importancia: del 59 al 61 estuvo a cargo de una sección fija de Revolución (“Puntos, comas y paréntesis”), el órgano clandestino del Movimiento 26 de Julio que acababa de convertirse, de golpe, en el periódico oficial de mayor circulación en el país; en 1960 comienza a dirigir las Ediciones R; colabora activamente con el semanario Lunes de Revolución; publica su Teatro completo; grita a voz en cuello su simpatía con la revolución, por lo menos hasta 1961. Luego de un operativo policial a finales de 1961, Piñera fue detenido en su casa de Guanabo y permaneció varias noches en la cárcel de El Príncipe. Pocos días después, se cerró de golpe el semanario Lunes de Revolución, y desde entonces hasta su muerte en La Habana en 1979, Piñera se convirtió en un proscrito.
La suerte de Lezama no fue muy diferente: luego de decretar la revolución como la última y definitiva de sus “eras imaginarias”, aquejado de un fervor nacionalista renovado, Lezama celebra con la revolución la participación colectiva en “el reinado de la imagen”, el cumplimiento de un destino poético inscrito en el origen:
En vísperas de la revolución yo escribía incesantemente sobre las infinitas posibilidades de la imagen en la historia. Entre las sorpresas que ofrece la poesía está la aterradora verificación del antiguo es cierto porque es imposible. Comprobaba por el mundo hipertélico ―lo que va más allá de su finalidad― de la poesía, que la médula rige al cuerpo, como la intensidad se impone en lo histórico a lo extenso. Inauditas sorpresas, rupturas de la causalidad, extraños recomienzos, ofrecía la imagen actuando en lo histórico. Y de pronto, se verifica el hecho de la revolución. Nuestra historia se vuelve en sí, una inmensa afirmación, el potens nuestro comienza a actuar en la infinitud.[31]
Luego de la publicación en 1966 de Paradiso, comienza la marginación oficial de Lezama dentro de Cuba [32], una marginación sancionada definitivamente por su participación como presidente del jurado de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), que premió el cuaderno de poesía Fuera del juego en 1968. La publicación del cuaderno de Padilla, como resultado del premio, provocó que el aparato institucional cubano y toda la burocracia del Consejo Nacional de Cultura y de la UNEAC se posicionaran contra el premio, y el estigma contra Heberto Padilla culminó en su encarcelamiento en 1971, acusado de escribir literatura contrarrevolucionaria. El encarcelamiento y el forzoso autoinculpamiento público del autor de El justo tiempo humano (1962) en la UNEAC, dirigida entonces por Nicolás Guillén, manifestaron de manera aplastante la estalinización de la política cultural de la revolución cubana; aunque, paradójicamente, Paradiso supuso una proyección internacional a gran escala de Lezama, gracias en buena medida a la lectura solidaria y latinoamericanista de la novela que hiciera Julio Cortázar, quien acercó a Lezama al boom, al Lezama barroco, al Lezama que, según afirma el argentino desde París, defiende “lo barroco como cifra y signo vital de Latinoamérica” [33], y gracias también a la publicación en francés de la novela gestionada por Severo Sarduy: Paradiso se publicó en francés en 1971 por Editions du Seuil. En la Cuba de los setenta, hasta el año de su muerte en 1976, Lezama, que tiene prohibido salir del país [34], le sigue la pista gracias a las faenas de su hermana Eloísa a las ediciones extranjeras de Paradiso, termina (o casi) una novela (Oppiano Licario), y acumula varios cuadernos de poesía, mientras intenta persuadir a su hermana de que cancele la visita a La Habana de su sobrino Orlandito: “Tengo en mi casa muy pocas comodidades (…). El segundo cuarto tiene un colchón viejo y destrozado. Hay que bañarse con jarritos” [35]. Eso lo dice Lezama el año de su muerte.
Fueron esos los años en que Cintio Vitier y Eliseo Diego empiezan a tantear un acercamiento a la política cultural de la revolución (“resultó que Cintio Vitier, Eliseo Diego, han soñado al castrismo cuando ya nadie sueña al castrismo”) [36]. Si bien en los primeros años de la revolución su posición pública fue más bien cauta [37], Cintio Vitier, por los años del exilio de LGV, comenzó a dotar a la revolución de un contorno religioso difícil de armonizar con la doctrina socialista que el estado cubano asumió desde 1961, manifiestamente atea y comunista. A partir del cuaderno Entrando en materia, publicado en 1968, Vitier asume decidida y abiertamente su compromiso militante con la revolución. Basta leer poemas como “Ante el retrato del Che Guevara”, “Cántico nuevo” o “La forma de la Patria” para comprobar el lugar que reserva Vitier en su poética al suceso revolucionario, ese acto definitivo en la medida en que supone el fin de la tensión entre poesía e historia, revelador de una fe irrevocable a la que debe someterse el poeta:
Al llegar, como un rayo de otra fe, la revelación épico-histórica, arrasadoramente popular, del primero de enero del 59, pareció que el cielo y la tierra se unían para enseñarnos el rostro de la Patria terrenal y celeste, y esto fue verdad un instante, el instante sin tiempo de la visión poética… A la impetuosa impulsión del tiempo nuevo, colmado de aconteceres contradictorios, aturdidores, se fue sumando, para el testimonio poético, una necesidad hasta entonces casi desconocida: la de asumir los hechos públicos desde el fondo del corazón. Un nuevo fuego se había despertado para la poesía: el implacable fuego de la conciencia. Si antes podíamos llevar, de una parte, clavada mudamente en el alma la angustia mortal del país, y de la otra buscar en la poesía y en la fe las guerras del espíritu, ahora esto era imposible: había una sola guerra, una sola angustia, una sola realidad invisible. La Revolución nos abrió los ojos para esa realidad. [38]
Las operaciones orientadas a estetizar y catolizar el proceso revolucionario emprendidas por Vitier, desde entonces hasta su muerte, permean sus libros en lo adelante: el cuaderno La fecha al pie (1981), las novelas De Peña Pobre (1978), Los papeles de Jacinto Finalé (1981) y Rajando la leña está (1984), y significativamente su ensayo Ese sol del mundo moral (1975), dan cuenta de la vehemencia nacionalista de Vitier y su obsesión por dar con una axiología justificativa del castrismo, fundada en un catolicismo providencialista y extrañamente heterodoxo. Una de las consecuencias más violentas de ese ejercicio tiene que ver con la mirada correctiva que Vitier dirige al pasado, a su biografía, y desde luego a la experiencia de Orígenes: en una conferencia de la época del aeropuerto donde LGV, encerrado en una jaula, intenta “discurrir sobre un comienzo, sobre un fin, sobre un fin que pueda ser un comienzo”, en una conferencia pronunciada acaso la misma tarde en que Vitier recibe al místico nicaragüense con lágrimas en los ojos y LGV se marcha con un escepticismo absoluto al Exilio, Vitier se da a la tarea de ilustrar la “claudicación origenista frente al castrismo” [39], una tarea que nunca abandonó.
LGV entendió la deriva castrista de Lezama, Diego y sobre todo de Vitier como una apostasía ―en esto su fe era inquebrantable― al legado origenista del que se sintió deudor:
Habíamos sido un grupo decente en un medio chusma y desvergonzado que hicimos una obra seria en medio del desprecio. Pero como teníamos que disfrazarnos de héroes románticos y no podíamos ver la realidad, sobrevino lo grotesco y la farsa. Como hijo de buen vecino, como humanos literatos que somos, aceptamos las prebendas que el castrismo podría traernos: Eliseo y El Caimán Barbudo. […] Fuimos, paradójicamente, los farsantes de lo que había sido cierto. Vivimos, por segunda vez, como comedia, lo que antes pudiera haber sido tragedia. Ridiculizamos nuestros mejores méritos [40].
En Disney World
La tercera anécdota corresponde a una escena de su exilio en Playa Albina y está recogida en El oficio de perder. En un recorrido por una carretera de Florida, LGV reconoce en Disney World la tierra prometida, su “capital espiritual”: “los mejores albinos sabemos que lo único que nos queda es Disney World. Lo sabemos y por eso al tratar de levantar las paredes de este laberinto, he visto claro que una de las cosas que tenía que hacer era peregrinar a Disney World” [41].
Allí, en Disney World, LGV cierra los ojos y sueña con el tiempo de la infancia, ese tiempo dorado, anterior a la enfermedad origenista [42], a los “bombines de mármol” del folletín romántico republicano, a la farsa y lo grotesco de la República que engendró la revolución del treinta, anterior al “sistema carcelario” del castrismo y a la intemperie del “exilio sin rostro”. LGV cierra los ojos y se abandona a “un buen rebumbio onírico”, donde emergen las imágenes de un “árbol negro, y como esquematizado”, del “vino de marañón que estaba en el garrafón del cuartico de la casa del Ingenio”, del “olor del mosquitero”, de las “burbujas del magma”, de “un anafe en el comedor de las ventanas verdes” y entonces… empezó a nevar. En el sueño de la infancia que soñó LGV en Disney World, nevaba en el Central Australia como nevaría en Viena, nevaba mientras comía o soñaba comer una buena comida cubana, un, digamos, buen arroz blanco con quimbombó.
El García Vega pos-vanguardista, pos-origenista, pos-nacional y pos-romántico, el viejo proustiano que era, consagra entonces lo disneylándico como era imaginaria [43], lo disneylándico como definición mejor del sol de su mundo moral, un sol de una moral sin fe que fulgura en esas fincas desecadas donde “sólo se oía el silencio”, en ese laberinto que es su escritura.
[1] Cfr. Lorenzo García Vega: Los años de Orígenes, Monte Ávila Editores, Caracas, 1979.
[2] La expresión es de uno de sus comentaristas más lúcidos: Sergio Chejfec (“El escritor plástico”, en Carlos A. Aguilera (ed.), La Patria Albina. Exilio, escritura y conversación en Lorenzo García Vega, Almenara, Leiden, 2016, p. 63). Edición parcial del libro en e-book (inCUBAcora, Colección Reverso, 2015).
[3] Cito aquí y en adelante por la edición de Rialta Ediciones de 2017. Lorenzo García Vega: “Encuentro en La Victoria”, Los años de Orígenes, Rialta Ediciones, Querétaro, 2017, pp. 203-206.
[4] Juan Manuel Tabío: “La fe del notario”, en Lorenzo García Vega, Los años de Orígenes, Rialta Ediciones, Querétaro, 2017, p. 18.
[5] Los años de Orígenes, p. 295.
[6] “Pues inolvidable fue la presencia de Lezama para todos los que tuvimos el inmenso privilegio de verlo, de oírlo, en los años de Orígenes, ya que los pocos que lo rodeamos, sentimos el orgullo, y la responsabilidad, de estar no sólo junto a la más alta conciencia espiritual de nuestro país, sino también, y en como paradójica vía, a su más alta conciencia ética”. (Los años de Orígenes, p. 204)
[7] Según LGV en entrevista con Enrico Mario Santí: “Una de las cosas que yo más sentí era que nos sentimos como un grupo aparte. Nos marcó para siempre la cuestión de que publicamos libros que nadie leía y colaborábamos en revistas que todos detestaban. Eso nos marcó extraordinariamente, y acaso ha dejado una huella siempre en mí. Esto, por supuesto, le fue dando al grupo una característica: la de sentirnos solos, incomprendidos, orgullosos también, de nuestra superioridad con respecto a un ambiente que nos detestaba, sentir que teníamos una extraña visión que no era compartida. […] Sentíamos que vivíamos en un medio totalmente prosaico, adherido a cosas muy circunstanciales, muy inmediatas; estábamos metidos en un gran sueño poético. Eso sí fue cierto. Después se ha podido hacer mucha retórica, y quizás incluso todos la hayamos hecho y nos hemos convertido en una máscara. (Siempre uno se convierte en máscara de uno mismo.) Pero en ese tiempo era cierto. Yo creo que esa fue nuestra autenticidad. Después, nadie se mantiene auténtico por mucho tiempo.” (Enrico Mario Santí: “¿Qué hacía el Arzobispo de La Habana leyendo Paradiso? [Entrevista con Lorenzo García Vega]”, Diario de Cuba, 22 de junio, 2012. http://www.diariodecuba.com/cultura/1340352848_959.html)
[8] “Nos encontramos en un ambiente donde empieza a predominar lo chusma, lo populista; pero siempre con un disfraz anacrónico. (…) La Universidad de La Habana, que representaba toda la cosa gangsteril, desgraciadamente estaba controlada por gángsters. Sin embargo, cuando aquellos gángsters se expresaban públicamente no lo hacían de forma novedosa, sino con citas de Martí. ¡Eran gánsters martianos! Entonces, ahí sigue la gran contradicción: tenemos que arremeter contra un populismo chusma; pero el populismo chusma es anacrónico y conservador.” (Ídem)
[9] Churumbela es una de esas palabras a las que LGV vuelve con insistencia, como rebumbio, matalotaje, huyuyo, que recorren obsesivamente sus textos y contribuyen a definir su, por decirlo de algún modo, gramática personal. Sólo en Los años de Orígenes, por ejemplo, habla de “churumbela onírica” (p. 108), “churumbela surrealista” (p. 266), “churumbela tropical” (p. 331), “churumbelas de imágenes” (p. 338), “churumbela cubana” (p. 338), etc.
[10] Los años de Orígenes, p. 231.
[11] Las expresiones entrecomilladas pertenecen a Los años de Orígenes.
[12] Cfr. Lorenzo García Veja: El oficio de perder, Ediciones Espuela de Plata, Sevilla, 2005. (Hay una edición anterior publicada un año antes por la Dirección de Fomento Editorial de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México).
[13] Jorge Luis Arcos: “El exilio como escritura”, en Carlos A. Aguilera (ed.), La Patria Albina. Exilio, escritura y conversación en Lorenzo García Vega, ob. cit., p. 21.
[14] Cfr. Lorenzo García Vega: Variaciones a como veredicto para sol de otras dudas. Fragmento de una Construcción 1936, La Torre de Papel, Miami, 1993.
[15] Jorge Luis Arcos, ob. cit., p. 22.
[16] Lorenzo García Vega: “El santo del Padre Rector”, Ritmos acribillados, Expublico, New York, 1972. Cito aquí por Mark Weiss (ed.): The Whole Island: Six Decades of Cuban Poetry: A Bilingual Anthology, University of California Press, Berkeley, 2009, p. 194.
[17] Antonio José Ponte: “Por Los años de Orígenes”, El libro perdido de los origenistas, Rialta Ediciones, Querétaro, 2018, p. 68.
[18] Cfr. Lorenzo García Vega: Espirales del cuje, Ediciones Orígenes, La Habana, 1951, p. 24.
[19] Enrico Mario Santí: “La tremenda mentira que hay en el mito de Orígenes [Entrevista con Lorenzo García Vega]”, Diario de Cuba, 23 de junio, 2012.
[20] “Desde este sillón de la sala de espera de un médico psiquiatra, después de haber sido consultado, y esperando, solamente, la receta con el régimen de los medicamentos. Desde ese sillón de la sala de espera, después de haber oído por boca del médico que la mejor solución para su problema era el tratamiento de electroshock, se sentía, desde sus veinticinco años, con la convicción de haberse separado de todo; solo, irremediablemente solo con su obsesión.” (Los años de Orígenes, p. 210)
[21] Se refiere a la zafra azucarera del año 1970, conocida en Cuba como la “zafra de los diez millones”. Ese año el gobierno castrista destinó todos los recursos y movilizó la mayor cantidad de personas, incluidos intelectuales y los militares, para conseguir la producción de 10 millones de toneladas de azúcar. A pesar de los esfuerzos y las consignas, y de prácticamente paralizar al resto de las industrias del país, no se logró conseguir la meta planificada.
[22] El episodio del aeropuerto es retomado reiteradamente en varios momentos del capítulo titulado “El cofre”, en Los años de Orígenes, pp. 185-202.
[23] Cfr. Lorenzo García Vega: Cetrería del títere, Universidad Central de Las Villas, Santa Clara, 1960.
[24] Cfr. Lorenzo García Vega: Antología de la novela cubana, Dirección General de Cultura, Ministerio de Educación, La Habana, 1960.
[25] Cfr. Ramón Meza: Mi tío el empleado, prólogo de Lorenzo García Vega, Dirección General de Cultura, Ministerio de Educación, La Habana, 1960.
[26] Lezama en 1960 sólo había publicado algunos capítulos de su novela Paradiso, que se publica íntegramente un lustro después, en 1966.
[27] Antón Arrufat: “Una antología lamentable”, Lunes de Revolución, n.o 59, 16 de mayo, 1960, p. 10; “Saldo de una editorial”, Lunes de Revolución, n.o 65, 20 de junio, 1960, pp. 20-22.
[28] Cfr. Lorenzo García Vega: Suite para la espera: poemas, Ediciones Orígenes, La Habana, 1948.
[29] Antón Arrufat: “Una antología lamentable”, ob. cit., p. 10.
[30] Virgilio termina convertido a los ojos de LVG, para los jóvenes de Ciclón y Lunes en una especie de payaso que había que tolerar: “Me temo que los muchachos que lo acompañaron en Ciclón, y que después lo llevaron a Lunes de Revolución, pese a su aparente admiración, siempre lo vieron demasiado pintorescamente […]: tan pintorescamente que, a veces, su homosexualismo era cubierto como con la túnica de un payaso (claro, vuelvo a decir, todo esto con un aparente respeto).” (Carlos Espinosa: “Lorenzo García Vega entrevisto”, Encuentro de la Cultura Cubana, n.os 21-22, verano-otoño, 2001, p. 23).
[31] Este fragmento es parte de la respuesta de Lezama a una encuesta publicada en la revista Casa de las Américas a finales de los sesenta (cfr. “Literatura y Revolución”, Casa de las Américas, n.os 51-52, 1968-1969, pp. 131-133).
[32] Según José Triana: “A la semana de estar puesta en las librerías, la novela fue recogida, porque, según la versión oficial, la novela describía inquietantes y escabrosas situaciones y deformaciones de la conducta sexual, igualmente estaba, según los funcionarios culturales, de un sibilino estigma metafísico. Se consideró que la lectura de la obra podría ser perjudicial para los jóvenes revolucionarios. Incluso se adujo en su contra muestras de «diversionismo ideológico». El escándalo fue tal, que muchos de los amigos de Lezama temíamos por lo que le pudiera suceder.” (Cartas a Eloísa, en nota 5, p. 111).
[33] Julio Cortázar: “Para llegar a Lezama Lima”, en Norman Klahn y Wilfrido H. Corral, Los novelistas como críticos, Ediciones del Norte / FCE, México D. F., 1991, p. 649.
[34] A Lezama se le negaba sistemáticamente el derecho a viajar fuera de la Isla. En sus cartas a su hermana Eloísa y a Severo Sarduy, son constantes las referencias a viajes frustrados. En el 73 le escribe a su hermana: “El Fondo de Cultura Económica de México nos invitó a mí y a María Luisa a hacerle una visita a aquel país. Pero no se pudo resolver el asunto de la salida” (José Lezama Lima: Cartas a Eloísa y otra correspondencia, edición comentada por José Triana, Editorial Verbum, Madrid, 1998, p. 179). Esta invitación ―como tantas otras― fue rechazada por las autoridades cubanas.
[35] José Lezama Lima: Cartas a Eloísa y otra correspondencia, ob. cit., pp. 206-207.
[36] Los años de Orígenes, p. 99.
[37] Aunque el propio Vitier recuerda reiteradamente su poema “El rostro” escrito en enero de 1959: “El rostro vivo, mortal y eterno de mi patria está en el rostro de estos hombres humildes que han venido a liberarnos”.
[38] Cintio Vitier: “El violín”, Poética, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1997, p. 210.
[39] Jorge Luis Arcos: ob. cit., p. 19.
[40] Enrico Mario Santí: “La tremenda mentira que hay en el mito de Orígenes [Entrevista con Lorenzo García Vega]”, ob. cit.
[41] Lorenzo García Vega: El oficio de perder, ob. cit. (cito por la versión digital del libro comercializada por la editorial Espuela de Plata).
[42] La enfermedad de Orígenes es todo un tema en LGV: “Estábamos esencialmente enfermos, todos, enfermos de verdad. La mayor parte estábamos bajo tratamiento psiquiátrico”.
[43] Cfr. Jorge Luis Arcos, ob. cit., p.27.
Es tan certero y bien escrito que se hace necesario, excelente ensayo que contribuye a una visión muy completa de la época, las citas son extraordinarias, gracias Carlos ti y al colectivo de In-cubadora.