Christoph Singler: Contra la Ficción. La imagen en ‘El oficio de perder’ de Lorenzo García Vega (Parte I)

Archivo | Autores | Dokumentxs | 2 de diciembre de 2022
©Arturo Rodríguez

Continuamos con nuestro Dosier-Homenaje Lorenzo García Vega: Diez años in/out; esta vez con la pormenorizada lectura que hace Christoph Singler de las memorias, neurosis y collages del «albino» LGV. Gocen. 

Libro de memorias, El oficio de perder es al mismo tiempo un intento de fundamentar una estética, o si se prefiere y de acuerdo con el título, una anti-estética. Cuenta y reflexiona sobre la historia de la vocación ―frustrada según el autor― de ser poeta y narrador, la cual se va transformando en la de ser testigo o, como diría el mismo García Vega, «notario» de las etapas sucesivas que han conformado su evolución descencional, conforme a una de las referencias principales de este Oficio…: Desnudo bajando una escalera, de Marcel Duchamp.

El texto continúa sin ser publicado en 2003, a pesar de estar terminado hace ya  varios años[1]. García Vega es autor marginal, no tanto por las tiradas confidenciales de sus obras como por sus posicionamientos en el panorama literario latinoamericano y, sobre todo, cubano. No es que sus temáticas se ubiquen fuera del contexto isleño, al contrario. Exiliado en Miami ―denominado por él como Playa Albina―, García Vega ha logrado enemistarse con la nomenclatura del exilio a raíz de su libro Los años de Orígenes, publicado en 1979, una desmitificación a ratos psicoanalítica y a ratos ética del grupo comandado por Lezama. De hecho, no es la nostalgia del paraíso perdido la que mueve a García Vega, motivo principal de la mayoría de las memorias que se vienen publicando en el exilio desde hace varios lustros. Para «su» público podría resultar escandaloso que el escritor ― citando a Gombrowicz― afirme querer deshacerse de su cubanía:
– ¡A partir de este momento, ya no quiero ser polaco! Estaré solo por completo.

– Entonces, ¡dame un cuchillo! ¡Necesito realizar una amputación más radical aún!  Necesito amputarme de mí mismo.

Nietzsche, supongo, habría definido mi dilema aproximadamente en esos términos. Procedí a la amputación. El cuchillo que corta fue el pensamiento siguiente: acepta, comprende, que no eres tú mismo, pues no hay quien sea jamás él mismo con nadie, en ninguna situación; ser hombre significa ser artificial».

Bajo este calor, esperando el bus. Es demasiado…

Y la cita de Gombrowicz, después que se ha ido la vieja con sombrilla.

Dejar de ser polaco. ―Dejar de ser cubano.

¿Por fin he logrado dejar de ser cubano?    

(II, cap. 13)

(La amputación que esta expatriación supone es, si cabe, más dolorosa que el exilio).

Por otro lado, García Vega, quien pertenecía al círculo de Lezama cuando ganó a los 26 años el Premio Nacional de Literatura, ha ido construyendo un mundo único de referencias donde apenas si figura uno u otro autor cubano, a no ser que sirva como objeto de crítica acerba, desde Lydia Cabrera hasta Jorge Mañach y, por supuesto, el mismo grupo origenista. Sus interlocutores se llaman Pessoa, Raymond Roussel, Clarice Lispector, César Vallejo, Macedonio Fernández, Juan Emar. Entronca pues con una filiación que arranca en los años veinte, íntimamente vinculada a la vanguardia histórica. De aquí parte, tal vez, eso que él llama su «anacronismo», aunque este tipo de clasificaciones no ayudan mucho. El mundo de García Vega es más amplio; va de Ovidio a Krishnamurti, de Anaximandro a Witold Gombrowicz y Peter Handke, de los alquimistas a Henri Michaux y Gherasim Luca. No pretende apropiarse de antepasados o precursores: García Vega dialoga con ellos sobre las ideas que aplica, matiza o rechaza cada vez que enuncian un problema que él mismo plantea en su creación.

Anacronismo pues al cual se agrega de antemano una distancia espacial o emocional que no se debe únicamente a la experiencia del exilio, sino al contacto con la literatura y ciertos escritores en los lugares donde radicó: Miami, Nueva York, Caracas… De acuerdo con Gombrowicz, García Vega define al poeta como un ser abocado al destierro aunque este fuera en esencia un «insilio» [2]. La distancia o extrañeza vivencial es la característica principal de la vocación del poeta, que se transmitirá más tarde a su heterónimo el Notario. Por ello, habrá que enfocar la relación entre la génesis de su obra y el contexto en que esta se fue configurando. Por más que aceptemos tal distancia original entre el escritor y la cultura y la historia en las cuales le toca crecer, cabe insistir, con Bajtín, en la lengua común dentro de la cual debe conquistar su lenguaje particular. García Vega repite con frecuencia que durante sus años de aprendizaje el lenguaje suyo era inadecuado. Un lenguaje que correspondía a la etapa anterior y que él consideraba, sin embargo, superado. Situación que creaba una precocupación constante en su obra, ya que el sufrimiento que causaba este desfase estaba íntimamente vinculado a su reflexión sobre la cultura cubana, en la medida en que durante muchos años no pudo liberarse de una serie de mitos y estereotipias que condicionaban incluso al individuo renuente a compartirlos. Y es que si toda ficción, en su globalidad, intenta expresar su mundo «desde adentro» mediante procesos miméticos, García Vega mantuvo la exigencia de testificar desde afuera: no participar en la cubanía, en la tantas veces traída «fiesta innombrable» lezamiana.

Quizás debido a este rechazo García Vega se siente perseguido por el temor de escribir textos «autistas», textos que no ostenten un público al que comunicar sus observaciones. En el Libro del desasosiego, uno de los “diarios” más citados en El oficio de perder, Bernardo Soares se pregunta sobre qué merece ser narrado:

Lo que pasó a nosotros, o bien pasó a todo el mundo, o bien sólo pasó a nosotros; en el primer caso, no es nada nuevo, y en el segundo, queda incomprensible. Si escribo lo que siento, disminuyo la fiebre inherente al sentimiento. Lo que confieso no tiene importancia. Hago paisajes con lo que siento. Despido a mis sensaciones.

El heterónimo de Pessoa alude a su incapacidad de concebir una ficción coherente, cerrada sobre sí misma, sin traicionar su verdad íntima. De allí cierta «sequedad» ―otra característica de García Vega― debida al afán analítico que fatalmente diluye la emoción al hacerla objeto de estudio. Para evitar el escollo fundamental que afronta toda literatura autobiográfica, Soares intenta, como García Vega, concentrarse en ciertas imágenes, «paisajes» o escenas que no se prestan o incluso se niegan al relato. García Vega afirma tratar de «relatarlas», ya que estas constituyen la materia prima de toda narración, intento que hará que las vivencias fundamentales vengan concentradas en una serie de visiones de las que surgirán luego temas y obsesiones de su vida entera. Al parecer, sólo las imágenes encierran lo fundamental de una vida, por lo cual los intersticios entre ellas serían prescindibles. Detrás se perfila la convicción de que en ellas se deposita el inconsciente del observador que hay que sacar a luz en un proceso de autoanálisis. Las imágenes son el motivo de una escritura radicalmente introspectiva[3] que avanza despegando capa por capa la imagen concebida como «superposición» ―otro concepto clave en García Vega― los múltiples estratos psíquicos e históricos que en ella aparecen. 

Se plantea entonces el conflicto entre «relato» e «imagen». Podríamos imaginar dos movimientos distintos: una primera fase en la cual se construiría la imagen, y luego, una segunda, donde esta sería interpretada. Pero este reparto resulta un tanto artificial, sólo necesario quizás a la interpretación e improcedente para la escritura, la cual se construye en el tiempo. A través del «relato» es que se construye la «imagen» y ambos elementos resultan inseparables. La empresa de García Vega consiste en crear una escritura que restituya la simultaneidad de la imagen. Empresa utópica o descabellada; empresa que no obstante explica que el personaje principal de las últimas obras de García Vega sea cierto «Constructor de Cajitas» poseído por la locura feliz de querer reunir construcción e imagen. Construcción particular, sin embargo, en tanto se trata de objetos ―considerados en su dimensión literaria― como fantasmas. Sea dicho de paso que el heterónimo del Dr. Fantasma aparece a menudo en El oficio de perder, aunque no logre en ningún momento consistencia ficcional.

Aquí intervienen ideas inspiradas en distintos pintores y movimientos que apoyan esta concepción altamente visual. Las tres referencias principales son el Cubismo, Marcel Duchamp y Joseph Cornell, este último un artista que utilizaba objetos encontrados ―en el lenguaje de García Vega: residuos de un mundo imaginario para «encerrarlos» literalmente en cajas que él llamaba «construcciones» de pequeños microcosmos. Mientras Duchamp, quizá el más solitario de los artistas solitarios, está considerado hoy en día como el precursor del arte conceptual y de las instalaciones hechas a partir de fragmentos que la modernidad ha convertido en vestigios casi arqueológicos. Duchamp, a su vez, lanzó el debate sobre las fronteras del arte y su definición, el cual  no ha tenido solución convincente hasta hoy, dejando sin coartada tanto a la ficción del acto creativo como a los mecanismos del mercado.

La estética de García Vega se define como una tentativa de escritura cubista, acorde con este movimiento artístico que pretendió reunir múltiples puntos de vista sobre los objetos representados, habitualmente extraídos de la vida cotidiana. Este movimiento ―el Cubismo― acentúa los ángulos y al repetirse otorga ritmo y musicalidad a la obra. De esta manera, consigue darle coherencia a una superficie aparentemente fragmentada, que integra a menudo “restos” del mundo material, tal como tejidos, pedazos de periódicos, anuncios, etc. Mediante el collage, estos forman con el lienzo una nueva unidad bidimensional, borrando la frontera entre figuración (ficción pictórica) y representación.

Es esto lo que intenta García Vega a través de su escritura. Insistente hasta ser obsesiva, la suya da vueltas y vueltas a un mismo asunto hasta producir un malestar entreverado con cierta comicidad, dada su torpeza –asumida– para expresar la idea que persigue, esta escritura avanza en la medida que se va enredando irremediablemente con otras hasta terminar construyendo un ovillo que al final no se sabe si será desmadejado o no. Obstinada, aunque siempre salga derrotada, a semejanza de Laurel y Hardy, ídolos de la infancia de García Vega, su escritura logra, sin embargo, detener el tiempo mediante la repetición, con efectos de estribillo poético. Entre estos pasajes vienen intercalados avances decisivos en el asedio que García Vega pone a su objeto, obtenidos gracias a la adopción de otro ángulo nuevo, siempre a primera vista tan inesperado como exiguo.

Podríamos decir que es en lo insignificante donde se encuentra la llave que abre el cofre olvidado en el desván de la memoria de García Vega. En Vilis, texto escrito en los años noventa, Lorenzo compara el quehacer del poeta a la arqueología, uno de los símiles favoritos de Freud para caracterizar su labor psicoanalítica. Tal como el arqueólogo reconstruye el pasado en base a pedazos de utensilios y hasta de residuos de cocina, García Vega va en busca de lo que une los retazos de recuerdos que siguen acosando su memoria sin razón aparente. Al igual que Proust, el «divino Marcelo» tantas veces evocado en El oficio de perder, García Vega ofrece un muestrario de las infinitas variantes que brinda el encuentro fortuito con el pasado, reprimido o sencillamente olvidado. Recuerdos que pueden producirse al oír la «musiquita del carrito de helados del nicaragüense» que pasa por las calles del reparto donde vive en Playa Albina o en los servicios de una casa de la alta burguesía caraqueña o al mirar un anuncio de hamburguesas… Pero García Vega no escribe su obra a base de la memoria involuntaria, sino que reflexiona sobre sus mecanismos. La mayoría de las veces, construye conscientemente los encuentros entre el presente y el pasado y, sobre todo, conecta sus recuerdos personales con la historia y cultura cubana. Los resultados no pueden ser más disímiles. Proust va levantando una catedral mientras García Vega termina construyendo un laberinto paradójico cuyos pasillos se deshacen a medida que va trazando conexiones entre ellos. En última instancia, se resiste a ser «coherente» (I, capítulo 32) para así no salir de la «inmadurez», otro concepto que García Vega ha encontrado en Gombrowicz. En definitiva, reticente al aura pasional que envuelve al personaje del poeta al menos en su país, si no en América Latina, no se conforma con la vocación poética. Su “oficio” consiste en deshacer las ficciones idealistas que rodean la creatividad, porque, dice el escritor, se parecen mucho a las mentiras.

Movido por una actitud radicalmente ética ha logrado una tonalidad que a menudo alcanza «lo inexpresivo», ideal de un autor exigente, y por exigente tremendamente auto-irónico. García Vega mantiene cierto recelo ante el acto creador, por ello no puede sino mantenerse, cabe citar su propia expresión, a nivel de «animal literatoso».

Estas son las coordenadas fundamentales de las memorias de García Vega. Estudiaré primero los vínculos entre memoria individual e historia cultural, dado que el devenir de este «escritor-no escritor» está profundamente condicionado por esta última, incluso en sus rebeldías y distanciamiento final.

En segundo lugar, intentaré mostrar la coherencia de esta obra laberíntica que sigue abierta a amplísimas ramificaciones, parecida en este aspecto a la escritura de taller de Francis Ponge. Distinguiré entre las modalidades propiamente literarias y otras inspiradas por las artes visuales, puesto que estas últimas se justifican por el escepticismo de García Vega ante las posibilidades del lenguaje literario: codificado y, por ello, represivo.

Prehistoria, infancia. Exilio temprano

La primera parte de El oficio de perder [4] cubre la infancia y adolescencia desde 1926 hasta 1939, año marcado por la muerte del padre. Buena parte se dedica al año 1936, cuando «se cierra con un portazo» la puerta de la casa familiar en Jagüey Grande, un pueblo en la zona cañera de la provincia de Matanzas. La familia se muda a La Habana, donde el padre ―boticario en Jagüey―, ocupa un escaño en la Cámara de Diputados, mientras el hijo entra al colegio de Belén dirigido por Jesuitas españoles de ideología falangista (irónicamente el padre de García Vega era miembro de la Asociación de Veteranos y Patriotas Cubanos). La experiencia de la gran ciudad unida a la educación católico-represiva representa una ruptura definitiva para el niño crecido en provincia. No logra integrarse [5]; el muchacho, solitario,, decidirá no «participar», decisión clave para su vocación de escritor. No se piense que la provincia era un paraíso. El aislamiento se debe a que el niño se ha vuelto neurótico, obstáculo a la creatividad según Otto Rank. Sin duda, los rasgos de una personalidad son en gran medida endógenos, pero repercuten en su formación numerosas características de su contexto histórico. Son estas las que nos ocuparán en este acápite, pues la tesis fundamental de la estética de García Vega, supone que el escritor no podrá evitar una respuesta a sus circunstancias, so pena de divagar inocuamente por la impostura.

Los primeros recuerdos, vistos a través del prisma de Playa Albina, pertenecen a la «prehistoria», donde García Vega intenta aislar «proto-imágenes», «proto-materia» de sus obras por venir: la infancia en Jagüey Grande ―por ejemplo― donde se cruzan y superponen tradiciones locales con la historia y los mitos nacionales, es buena prueba de ello. García Vega da un trato deliberadamente mítico a esta época. El tifus, asunto médico-social, se convierte aquí en el Dragón que se lleva año tras año a la consabida doncella. Y es que los tiempos que corren son de héroes, tanto en la provincia como en la capital, y el heroísmo no es solo un coto vedado de la política. Estamos en 1934, un año después de la caída de Machado, pero las circunstancias continúan agitadísimas.

Nunca abandoné, durante la cabeza de oro de mi infancia, el propósito heroico. Esto tengo que señalarlo bien, no puedo dejar de señalarlo todo lo más que pueda, pues si no este oficio de perder no se entendería.

Estaba allí, en toda mi infancia, el propósito heroico, y sin tener en cuenta esto sería inútil contar ninguna historia.

Pero ¿quiero decir que en mi infancia todo lo que me rodeaba tenía puesto el coturno de lo heroico? ¿Quiero decir que mi infancia transcurrió en medio de una increíble seriedad? No, de ninguna manera. Mi infancia, la cabeza de oro de mi infancia, estuvo rodeada, como siempre estuvo rodeado lo cubano, por el relajo y la desintegración.

Mi infancia estuvo rodeada por los bombines de mármol, y por los veteranos y patriotas que, al final, siempre resultaban ser granujas disfrazados. Y…, sin embargo, de una manera enredada y confusa, la década de mi infancia, la década donde hubo una revolución que fracasó, estuvo teñida por un sistema de heroísmo (sobre esto hablé en El folletín de la década del 30, uno de los capítulos de Los años de Orígenes) que, como una buena mezcla, contuvo elementos tan dispares como estos: 

―románticas figuras como Julio Antonio Mella, y Rubén Martínez Villena;

―telón de fondo con el delirante sueño martiano;

―inolvidables jóvenes estudiantes, con sombrero de pajilla a lo Maurice Chevalier, quienes sacrificaron sus vidas en lucha contra el Tirano;

―inolvidables feministas ―con Loló de la Torriente a la cabeza― quienes en la lucha contra el Tirano, desplegaron un buen estilo de manifestantes de película silente (por eso, increíblemente,  los que nacimos en aquella época  pudimos ser algo así como vanguardistas natos, ya que, por ejemplo, el silente héroe Tom Mix se nos enredó con las protestas de las feministas de los documentales silentes);

―un entrañablevínculo, a través de la oratoria, entre el kitsch y el más ferviente patriotismo (muchos de los que, seriamente, sacrificaron sus vidas, fueron, a la vez, idólatras del kitsch);

―y, sobre todo, una extraña esperanza cubana que, como todo lo nuestro, fue y no fue (de ahí lo tremendo de nuestros espejismos), fue seria y no fue seria (pues en la lucha contra el Tirano muchos sacrificaron sus vidas, pero también muchos arriesgaron sus vidas para después convertirse en unos desvergonzados), y parecía como un sueño de una pobreza digna (había que ver como los profesionales oposicionistas de los pueblos de campo ―entre ellos estaba mi padre― durante las noches de fiesta apagaban las luces de sus casas, en una ingenua, pero linda, manifestación de protesta contra el Tirano) pero después, cuando cayó el Tirano, toda aquella oposición pareció como un juego, o como algo que no había sido (recuerdo el desengaño de mi padre ―¿pero quién era culpable o quién era inocente?― cuando ya en 1936, convertido en Representante a la Cámara escuchó que, por teléfono, le decía el ya entonces Senador Agustín Acosta, que no había que temer que el Congreso fuera disuelto ―esperando que esto pudiera suceder, ya en casa, desde por la mañana, se estaba preparando el posible regreso a Jagüey―, pues «Washington había ordenado a Batista que no tocara al poder legislativo»); y etc.

Tuvimos, entonces, un sistemita de heroísmo. Cuba tuvo un sistema de heroísmo, traducción del sistema de heroísmo del Romanticismo, pero como ya el Romanticismo se estaba viniendo abajo, nuestro sistemita se había enredado con el folletín y con el kitsch.

Sin embargo, aquello no dejó de ser hermoso. Ya lo dije, Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena, y….

Y, además, como el gran problema autoanalítico es desentrañar nuestra relación con el heroísmo, esto es lo que, en este relato de mi oficio de perder, no puedo dejar de tener en consideración, siempre. 

Pues aunque no lo parezca, y aunque yo viva como un fantasma bag boy en una Playa Albina, este mi oficio de perder tiene que ver con un sistema de heroísmo.

(I, cap. 9)

García Vega no deja nunca de recordar la situación desde la cual se despliega su memoria, realizando un constante y siempre imprevisible vaivén entre pasado y presente. De modo que el tema del heroísmo se relacione, por supuesto, con su oficio de perder. El resultado algo inquietante sería que, muy al contrario del acto de rebeldía o del martirio que el título parece atribuir al artista, su oficio viene connotado por el kitsch de la retórica coetánea, que permeó al modernismo e incluso a la vanguardia de los años subsiguientes. La creación estética viene dictada por el imaginario de una sociedad donde los poetas son al mismo tiempo los próceres de la nación, a semejanza de Agustín Acosta. García Vega asume que su decisión de «no participar» no sólo no lo ha liberado de esta monstruosa simbiosis, sino que llegar a creer en semejante liberación sería otra ilusión o impostura más.

El rasgo distintivo del imaginario social de Cuba, tal como lo presenta García Vega en las enumeraciones del pasaje antes citado, es la yuxtaposición a modo de collage de elementos heterogéneos. La visión histórica tradicional sostiene que en una nación recientemente independizada, amenazada por un vecino demasiado potente, es comprensible que el heroísmo patriótico ocupe un lugar importante en la mentalidad. García Vega lo explica más bien como un romanticismo retardado, lastrado por un idealismo juvenil, cuya influencia nefasta se debe a los delirios de grandeza del «Apóstol» José Martí[6]. De más está decir que el imaginario social no es producto de ninguna pluma poética: Martí fue partícipe de su época, tiempo de un simbolismo febril que se dejaba arrastrar por las fuerzas del inconsciente. Para entender el mito que se creó alrededor del poeta es necesario tomar en cuenta las frustraciones que sufrió Cuba al acceder a la independencia: los mitos nacen de la derrota y muerte del héroe. El mártir compensará el desencanto histórico. Allí nace la «grandeza venida a menos» que García Vega había diagnosticado en Los años de Orígenes, y una consoladora «pobreza digna», mencionada aquí de paso.

García Vega no discute que los héroes hayan existido. Sucede que aquellos personajes no eran tan puros como los quería presentar la hagiografía cubana. Estos jóvenes no sólo combaten al Tirano de turno, sino que llevan sombrero de pajilla a lo Maurice Chevalier, van al cine para admirar a los héroes del celuloide, adoran el kitsch oratorio y el «rebumbio» cubano; al fin y al cabo, su sacrificio resulta absurdo, porque la situación del país no había cambiado en lo sustancial ―muy por el contrario, algunos de estos “impolutos” se convertirán a su vez en unos “desvergonzados» políticos corruptos. La realidad de la época, infinitamente más compleja de lo que la visión nostálgica deja entrever, es que las novedades de la industria cultural norteamericana, la ligereza de la canción francesa, y el relajo isleño se superponen al dramatismo de una vida política sangrienta, a tal grado que la parte que a esta incumbe en la historia global se reduce a ser mero componente de un conjunto heterogéneo centrado alrededor de un ideario supremo o un impulso ominoso hacia un destino histórico predeterminado. Los héroes fundadores de la nación admiran unos modelos ajenos, prefabricados en otra parte. En definitiva, son más bien síntomas de una época de «relajo y de desintegración», donde cuesta distinguir entre parodia (involuntaria) y drama verdadero.

Ahora bien, la historia nacional, a su vez, entra en conjunción con el mundo pueblerino de Jagüey Grande, regido por creencias y mecanismos sociales que forman el substrato atávico de la modernidad cubana. García Vega capta el conflicto en una imagen de atmósfera similar a las fotografías que Walker Evans hizo en los estados del Viejo Sur estadounidense:

Fue bajo el gobierno del General Menocal cuando mi abuelo, entonces Alcalde de Jagüey Grande, tuvo un automóvil.

Había que haber visto aquello. ¡La República! Había que haber oído al reaccionario padre del reaccionario Eliseo Diego hablar de todo aquello. El dinosáurico armatoste de mi abuelo, con la misma bocina que aquellas, doradas, que ostentaban los autos de los artistas del cine silente.

Era una bocina, había que haberla oído, con sonido igual al que tenía la República.

Sí, no hay duda, la bocina del armatoste móvil (un armatoste móvil, también, muy semejante a muchos que ha pintado el Ramón Alejandro) de mi abuelo sonaba igual a como sonaba la República, y esto como con ruidito, o como con cancioncita de ruidito, que tenía su honda tristeza reaccionaria, a lo López Velarde. Y esto era muy contradictorio, y muy interesante, porque resultaba que la bocina, a la vez que semejante a la República, sonaba con tristeza reaccionaria, y era también silente, como silente era la bocina del auto de Greta Garbo.

Enorme era el automóvil de mi abuelo Don Pablo, el Alcalde de Jagüey. ¿Tenía adornos dorados? Sé que tenía los asientos de cuero.

Allí, en el asiento de cuero del auto de mi abuelo, se había orinado la niña Magdalena, quien era la parienta pobre de la familia de mi madre.

Magdalena se orinó inmediatamente después que se sentó. Y esto fue muy natural.

Fue muy natural, no sólo porque el peso emocional de colocar las nalgas sobre el asiento de cuero de un desconocido móvil fue demasiado para una niña pobre como lo era Magdalena, sino también porque el auto de mi abuelo fue, entre tantas otras cosas, el Arquetipo de todos los autos por venir.

Aunque, por supuesto, este esplendor arquetípico del auto de mi abuelo yo no lo llegué a conocer (una de las características del oficio de perder es que, siempre, uno llega tarde a la fiesta).

El auto, cuando lo conocí, viejo, cubierto por las telarañas, y lleno de nidos de gallinas, estaba en aquella vieja y destartalada nave que, al transformarse en granero, también me transformó en Rimbaud.

Pero, aunque en puro destartalo, es natural que, por esa condición mía que me ha llevado a amar las vidrieras de las farmacias y los lugares de un híbrido de medio pelo, el auto de mi abuelo se me convirtiera en algo así como el carro de Aquiles.

(I, cap. 7)

Cuando en los años treinta el autor ve el automóvil, símbolo de modernidad que irrumpió en el mundo tradicional y atrasado del campo cubano de principios de siglo, este ya se había convertido en chatarra olvidada en un granero, vestigio prehistórico de una época llena de promesas que no se concretaron. No se debe imputar su derrota a la resistencia del mundo guajiro. El automóvil en sí conllevaba toda la carga atávica, «armatoste» mítico que alguna vez fue símbolo de poder y con el tiempo terminó por representar nada.

Los conflictos se perciben tanto en el campo como en la ciudad. Al llegar a La Habana, la familia se aloja en un hotel situado frente al Capitolio donde el muchacho percibe a una dama camagüeyana, prototipo de aquella «grandeza venida a menos”. En un corto viaje anterior, ha asistido al idilio (terminantemente prohibido por el tío) de una prima quinceañera; idilio que le inspira su primera y única novela, la cual lleva por título Aquellos amores desdichados. Es su primer encuentro con el ambiente mojigato represivo que caracteriza a la sociedad encabezada por los «bombines de mármol» que ostentan los notables. Numerosos son los dramas que revelan la violencia social característica de la Cuba republicana, remedo tropical de la Inglaterra victoriana aunque con un desenlace más sangriento, tal como se narra en la historia de Adelita y Cecé. Ella es la romántica muchacha provinciana, aficionada al vals, mientras que su marido, carnicero, responde a los cánones del macho insensible e ignorante. Adelita ―en la imaginación de García Vega― se convierte en una suerte de Emma Bovary guajira, hasta el día en que el marido se da cuenta de su relación con el médico del pueblo. En presencia de la hija común intenta matar al amante (que sobrevive) y apuñala a Adelita; en el ya mencionado «armatoste dinosáurico» logran conducir al asesino a La Habana para sustraerlo a la justicia, si bien este termina por suicidarse.

Cuando en 1952 García Vega escribió Espirales del cuje, evocación del mundo guajiro de su infancia, olvidó este drama que ahora se enriquece con detalles extraños que un «moro medio chiflado», personaje faulkneriano, agregó años después a la versión familiar que conoció desde su primera niñez. Evitaba contarlo entonces, porque seguía mitificando su época de oro, aunque surcada por las «líneas no vividas del cuerpo humano que ―como diría Rilke― por invividas, empezaron a apestar», o sea, marcada por la represión del Deseo. Ambiente cerrado, colmado de mitos (como el del Cuje, mitificación del «Gran Padre Macho campesino, figura siempre al borde del incesto») y de temores irracionales, a tal punto que cuando salieron de la finca donde habían nacido, la madre y sus hermanas no se atrevieron a cruzar la línea del ferrocarril que escindía Jagüey Grande en dos.

Desde la escritura de Espirales del cuje, García Vega ha adquirido una amplia cultura psicoanalítica. De un pasaje sacado del Libro del Ello, de Georg Groddeck, que trata de las implicaciones que tiene para el psicoanálisis la sensibilidad al olor de los demás, extrae, en escorzo audaz, enseñanzas para la cultura cubana. Uno de los rasgos bien conocidos por los cubanos es el terror que tienen al «grajo», además de un afán un tanto obsesivo por la limpieza corporal. Para evocar la abuela paterna, «viejita blanca, muy limpia, muy empolvada», García Vega intenta acordarse de su olor corporal, pero sólo descubre un «no-olor», al contrario del olor entrañable que asocia con las nanas negras que cuidaban de los niños blancos: «Yo escribí mis Espirales del cuje en un momento en que mi lenguaje no daba para eso, y por lo tanto no podía ser consciente de eso. En la Atlántida había un rechazo de lo negro, de lo mestizo, de la suciedad del pueblo, y esto pudo manifestarse, en aquellos que buscaban la nieve de los trópicos o cualquier otro sueño afín a Gastón Bachelard, como perplejidad ante ciertos olores. Quizá se prefería la evasión de la circunstancia que nos rodeaba, porque asumir lo sucio, así como ciertos olores, era afrontar la castración» (I, cap. 13). Si no existía racismo en Cuba (tal y como se intentaba arengar en diferentes esferas sociales cubanas), sí había un «inconsciente racial», en otras palabras, un racismo en forma reprimida, asociado quizás a las teorías decimonónicas de higiene social.

García Vega no desarrolla esta argumentación compleja, pero más tarde aprovecha la ocasión para detectar en la obra de Lezama Lima una preocupación por ocultar su mulatez (ver II, cap. 33) citando el famoso verso de la Rapsodia para el mulo: «El mulo entrando en el abismo». No se trata en absoluto de un ataque ad hominem. García Vega recuerda que Covarrubias señalaba que «por ser mezcla extraordinaria la compararon a la naturaleza del mulo». Desentrañar esta mezcla es una de las tareas a las que García Vega ha dedicado su obra, mezcla hecha con lo molesto que se pretende eliminar, tanto esterilizando la memoria como borrando los hechos menos relucientes de la historia nacional. El psicoanálisis considera que nada se pierde definitivamente. Una de las fórmulas recurrentes en El oficio de perder es presentar al olvido como la gran «trituradora», una gran trituradora que siempre deja retazos desde los cuales el escritor arma su ensamblaje textual. Aceptar la fórmula inversa (vivir recordando los homenajes y vitoreando las grandes fechas) sería condenar a la creación artística a la esterilidad.

Quizás se entienda mejor ahora por qué García Vega considera la época de su infancia como un período de «desintegración». Constata las múltiples contradicciones sociales, la persistencia de una mentalidad mítica y, sobre todo, la tentación de ocultar las tensiones y la memoria social al lado de cierta futilidad en la vida y la política nacional, tema este habitual en una actitud conservadora. Con esta apreciación no concuerda, sin embargo, el que fustige con tanta vehemencia la rigidez de la moral católica ultra-conservadora; moral que conoció de cerca a través de la educación, represiva por excelencia, del Colegio de Belén. Extraño islote falangista en la Cuba de los años treinta ―con excelentes conexiones en el mundo político por cierto. La educación jesuita, a golpe de estereotipias, reforzó sobre todo en materia sexual la tendencia neurótica del joven escritor, y aunque el García Vega de aquella época terminará rebelándose contra la fe y los preceptos represivos, conservará cierto «protestantismo», cierta «sequedad» que se opondrá a toda imprecisión discursiva y a pasiones injustificadas. El rigor jesuita exige decisiones inequívocas: deja al desnudo hipocresías, actitudes indecisas y ercarceos de doble moral. Obsedido por la idea del pecado, el dogma jesuita eleva la sospecha a actitud antropológica esencial. Por otro lado, en el campo del intelecto, desarrolla la sensibilidad analítica, la cual García Vega ha afinado hasta conseguir una visión que percibe con precisión extrema las partes y las relaciones entre ellas, en detrimento de la percepción sintética del todo.

Por todo esto, la retórica ocupa un lugar primerísimo en su mundo de observaciones. Observaciones que en primera instancia no son de temática literaria, y lo mismo hablan sobre la ciudad que sobre el campo, aunque donde más impacto alcanzan es quizá frente al tema de la muerte.

[…] El cura, si le pagaban bien, celebraba una ceremonia donde echaba agua bendita sobre el féretro del difunto, pero esto, por supuesto, no tenía nada que ver con el heroísmo.

El cura español, repito, pretendía que, pago por medio, el podía entregar un ticket para entrar en la eternidad, pero eso no era así. Pues en Jagüey, sólo el Notario (o un buen orador que lo sustituyera en la oración fúnebre) podía dar ese ticket.

Pues la inmortalidad se conseguía con el heroísmo, y el heroísmo, repartido en pequeñas cuotas, sólo se lograba a través del Notario (o del orador sustituto, repito), oficiando en la despedida de duelo.

Despedida de duelo donde, sí, se llegaba a ser héroe de verdad.

La oración fúnebre de ese (positivista, o masón, o hasta espiritista ―como fue el caso de Agustín Acosta―) buen discípulo de Quintiliano que era el Notario, le conseguía a cualquier desdichado o desdichada que en vida nunca alcanzó el cacareado buen cuarto de hora, traspasar las puertas del Cementerio de Jagüey (pues la despedida se llevaba a cabo delante de las puertas del Cementerio) llevándose el boleto de la eternidad heroica.

(I, cap. 7)

Poco más adelante, el autor cuenta cómo un «muchacho con pico de oro, pero que, por ser pobre, no había podido entrar en la Universidad…, según la tía Emilia, acudía a las casas donde acababa de morir un matancero para ofrecerse, a través de una buena despedida de duelo, como gratuito dispensador de heroísmo»:

O sea, en Cuba, a falta de Notario, la responsabilidad de repartir heroísmo podía recaer en cualquiera que tuviera picodeoro: en barberos de fácil palabra, o en jóvenes que aspiraban a ser intelectuales. Todomundo con vocación para la palabra se sentía dispuesto a dispensar heroísmo.

Así que cubanísimas, entrañables, fueron las despedidas de duelo. Fue la manera en que todos los cubanos pudieron convertirse en mármoles.

Fue nuestra manera de ser héroes.

(Ibid.)

Aquí se encuentra un buen ejemplo de los collages de García Vega. ¿Qué puede subsistir de la dignidad de la muerte cuando la oratoria fúnebre está a cargo de los charlatanes? La Glorificación, consoladora porque compensa la exclusión social al democratizar el heroísmo aunque sea en el más allá, se codea con el embuste y la picaresca. Al mismo tiempo, perpetúa en el imaginario social el ocultamiento de lo reprimido. En el mismo contexto, García Vega recuerda el gran escaparate negro de la abuela, símbolo evidente del inconsciente:

Aquellas presencias extrañas, como el viejo escaparate, que nos sugería lo de la niña Rosa Aniceto, hija de un compadre, que la trajeron a morir a casa de abuela. Y la niña, en su agonía, señalando y señalando para las hojas de aquel enorme escaparate…, un enorme mueble negro que creo que llegaba hasta el techo. Lo recuerdo, y recuerdo cuando se abrían aquellas hojas que aterrorizaron a Rosa Aniceto… El escaparate tenía gavetas muy semejantes a relicarios (aunque nunca he llegado a comprender cómo gavetas pueden ser semejantes a relicarios). Pero lo más curioso era que, al abrirse el mueble (se abría con una pequeñita llave), algo como un extraño y aterrador ruido se producía (más tarde, años más tarde, al saber del estruendo que hubo en Betania cuando se abrió la tumba de Lázaro, no pude dejar de pensar que la novia de este amigo de Cristo no pudo menos que oír lo muy semejante al extraño y aterrador ruido que producía el escaparate de Mimí).»

(II, cap. 36)

Este armario se equipara al automóvil fabuloso y a los pozos de donde salen los Monstruos para llevarse a las doncellas. Es la Atlántida, mundo donde pasado y presente se confunden. Al contrario de lo que dice Giorgio Agamben en Historia e infancia, la infancia aquí es ante todo una etapa que arrastra imágenes de épocas anteriores, a tal punto que García Vega se pregunta si no conocía la historia de Cecé y Adelita desde su mismo nacimiento.

Un guajiro le cuenta al niño que la Ciénaga actual cubre muchas tierras antaño pobladas de hermosas casas, fijando en él la visión feliz de aquel lugar a salvo de las aguas oscuras y la humedad agresiva que sube desde el pantano infestado de caimanes (puede que el motivo de la «desecación» discursiva se pueda rastrear en este episodio). Por supuesto, la nostalgia no estará del todo ausente cuando del mundo guajiro se trate. Pero este universo es también indistinto y confuso, magma efectivamente difícil de fragmentar y terriblemente persistente. Que la Atlántida se haya hundido no significa en absoluto que haya arrastrado consigo la tentación heroica. Años después, en Nueva York, García Vega oye la historia del «Obispo Delfincito», hijo de una familia beata que lo destina nada menos que a la carrera eclesiástica. Delfincito no posee las capacidades intelectuales necesarias para el oficio, pero la familia mantiene la ilusión durante varios años hasta que el joven rompe su cárcel y se deja arrastrar a una sórdida aventura homosexual que, lo llevará a su vez, al suicidio, saltando desde el decimosexto piso de un edificio neoyorkino. La explicación oficial de la familia vendrá a mostrar, una vez más, cómo la retórica kitsch escamotea la realidad:

Dios abrió una gran ventana sobre Forest Hills, se asomó, y le dijo a Delfincito que se fuera con él. Y él, como era bueno y cariñoso, inmediatamente obedeció la voz. La obedeció porque era obediente, y no porque hubiera dejado de querer a su familia. Pues a su familia, no cabía duda, él la adoraba. Es que lo que pasó fue que, como él era crédulo e ingenuo… y por eso, olvidando de que a Dios no se le puede tomar al pie de la letra, abandonó, sin creer que la abandonaba, a la amantísima familia que sólo tenía un destino: velar para que se cumplieran esas espléndidas posibilidades que lo iban a llevar a ser Obispo.

(II, cap. 45)

Si el concepto de imaginario social tuviera algún sentido, no se podría fraccionar en función de los diversos sectores de la sociedad. Las manifestaciones de la beatería católica son síntomas de un conjunto más amplio, que no se transforma bajo los golpes de la historia. También Eduardo Chibás, otro «apóstol» superviviente de aquella Era Heroica, formó parte de aquel complejo. En sus memorias, García Vega contrapesa sus célebres discursos, especie de sermones dominicales que eran “cantados” con «la oxidada voz lamentable de niño de la Beneficencia» (II, cap. 7), con el kitsch de la época. Lo coloca (a Chibás) en el mundo de los grandes Arquetipos, pues en su discurso se percibe la huella del «realismo» medieval, en la medida en que estos ―moralistas siempre― estaban basados en el catálogo cristiano de los pecados fundamentales. Chibás transforma los hechos en exemplos, donde cada fenómeno no es sino un modelo de una entidad abstracta superior despojada de su carácter histórico concreto. Su tono apocalíptico facilita otra confusión en la visión histórica cubana, actualmente en vigor, aunque de inspiración medieval: «anterior revolución fracasada versus desvergüenza gobierno burgués de ladrones = solución castrista con rebumbio donde se acabaría con la quinta y con los mangos». Detrás aparece el espectro de la Historia con mayúscula, historia cristiana de la redención (o su reverso cubano, la perdición), tal como siguió en vigencia hasta el Siglo de las Luces, secularizada luego en el hegelianismo y sus sucesores. Chibás maneja una vez más la retórica de la pureza, acorde con la tendencia general a mantener el mito de la grandeza.

¿Existe un momento en que nace la vocación del escritor? ¿Cuándo empieza a sentirse ajeno a este mundo prehistórico y a la vez tremendamente presente? ¿Qué síntomas del «inconsciente cubano» provocan en él la rebeldía? Como es natural la primera parte reconstruye más bien una infancia fascinada por los grandes estereotipos y mitos de la sociedad cubana. El muchacho habrá absorbido las historias que le contaban tías y abuelos, más los cuentos de los guajiros vecinos del Central Australia en las noches de tiempo muerto en que «se hablaba de sucesos horribles» (sorprende que nada diga sobre su nana negra). A través de su madre y de una tía se inicia en la literatura popular ―Eduardo Zamacois, el Caballero Audaz, etc.― y tuvo la suerte de que en Jagüey viviera el poeta modernista Agustín Acosta, figura importante en aquella Cuba. Aunque sin contacto directo, con él aprendió la retórica opulenta que permeaba tanto a la poesía como al discurso cívico, ambos unidos en un conjunto indisociable.

García Vega recuerda un  discurso propio dirigido a las multitudes (imaginarias se entiende) desde una azotea del pueblo cuando solo tenía ocho años, y su descubrimiento de la nieve tropical a través de la lectura de Ricardo Jaime Freyres (ambas escenas narradas con mucha enjundia, en los capítulos I, 8 y 12). Si no hubiera sido por su sensibilidad extrema y su tendencia a aislarse, se diría que ha interiorizado a la perfección las coordenadas de su «edad de oro». La ruptura coincide con su traslado a La Habana. El padre ―»no pudo protegerme», escribe García Vega― muere cuando el hijo sólo alcanza 13 años, dejando a la familia en una situación difícil. La madre abre una casa de huéspedes, cosa insoportable para el adolescente García Vega, que empieza a sentirse como expulsado del hogar y se encierra cada vez más en sí mismo, amurallado dentro de su educación jesuita.

García Vega no tenía el aura rebelde innata a su escritura. Al contrario, esta nace como imitación de los modelos heroicos que le ofrece su entorno: cuando le otorgan el Premio Nacional de Literatura en 1952, una dama de Jagüey Grande afirma que «sabía que él iba a ser un escritor, porque una vez, cuando él era niño, yo lo vi como se emocionó cuando escuchaba el Himno Nacional» (I, cap. 2). Según García Vega, Trilce de Vallejo, lectura que le propone la madre mucho más tarde, se agrega a este fondo que no llega a romper por completo el molde. El proyecto del primer libro, Suite para la espera, escrito en 1948, consiste en «crecer en círculos… dando vueltas a un parque de pueblo de campo» (Prólogo).

Pero ya concibe su poemario en forma de collage, abriendo un contraste entre el formalismo vanguardista y una evocación bastante inocua de la provincia. El collage presupone que el mundo evocado ya se ha fragmentado. La atención se concentra en partes aisladas, susceptibles de acoger nuevos significados porque han sido arrancadas de su contexto natural, es decir, de su carga ideológica. A través de estos fragmentos es que la poesía interroga al aura, al lugar que ocupan las cosas en el todo. Es un proceso lento ―y según García Vega― más bien inconsciente, que tardará en manifestarse debido a su integración al grupo de Orígenes. Hay por cierto en la obra de los años cincuenta este mirar teñido de nostalgia acreditado por los origenistas. Pero por momentos se nota la insistencia en las partes, porque ya se va manifestando el testigo de las cosas «que nadie mira», pasando del soneto al poema en prosa. Esta ambición abre intersticios en la coherencia del mundo. Hace surgir nuevos objetos dignos de atención: «las hipérboles cocidas al mamarracho», «la locomotora cargada de tesoros sucios», el cementerio [7]. En el texto que da título al poemario se habla de «humo de mármol», y surge la pregunta por «el ‘por qué’, como una malicia idiota. Como ironía de la nieve». En «Después de la tarde del poema» destaca en su primera línea el concepto «Ello». La relación con las cosas está determinada por el subconsciente, pero el poeta interrogará pronto «La mirada de las cosas», texto publicado en Orígenes poco más tarde. Empieza entonces la arqueología del «inconsciente óptico». García Vega recuerda haber escrito con placer, porque en algún pasaje logra «un lenguaje pueril» liberador, sin duda influenciado por el Surrealismo (II, cap. 15). Es la primera etapa en la elaboración de un lenguaje propio, todavía en gestación, debajo de la superficie metafórica.

Más importante será despojar la escritura de su retórica, «desinflar» el pathos de una solemnidad basada en el «tapujo». Esta es tarea de largo alcance, porque el grupo poético que acoge al joven talento, si bien ha puesto al día el lenguaje poético, en realidad no ha abierto nuevas zonas más allá de las normas sociales imperantes. «La fuente no está en metáforas», se dice en un poema titulado «En largo film teórico». El lenguaje, a la vez que medio, es su propio objeto de análisis.


[1] Texto escrito en el año 2003 para la Habilitación Académica en Francia y revisado por el mismo García Vega en su momento.

[2] De ahí su radical distancia frente a la literatura cubana: nada de folklorismo en su obra ni en otras «señas de identidad» establecidas por la herencia lezamiana, tal y como ha pasado, por ejemplo, con el célebre «capítulo 8», sobre el cual ironiza en el Oficio de perder

[3] Al reseñar Los rostros del reverso, diario que comienza en 1952 y termina a fines de los años setenta, Octavio Armand destaca la novedad que constituye este rasgo en la literatura cubana. Revista Vuelta vol. 1, n° 11, oct. 1977, México.

[4] La obra se divide en tres partes. La segunda es la más amplia, cubriendo los años cuarenta hasta los ochenta, o sea la época en la cual la vocación sale a la luz y se va decantando. La tercera parte se dedica a los últimos años en Playa Albina, años de la vejez y de síntesis –definitivamente provisionales– a pesar de un empleo subalterno en el supermercado Publix.                

[5] En este sentido, El oficio de perder constituye exactamente el polo opuesto a La Habana para un Infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante

[6] Recuérdese, en Versos sencillos, el poema XLV: Sueño con claustros de mármol / Donde en silencio divino / Los héroes, de pie, reposan […] las manos / De piedra les beso… , etc.

[7] Ver Poemas para penúltima vez, que recoge también los poemas publicados en la revista Orígenes.