Miguel Montero: Comer(se) Boustrophilia
Hoy día, leer «joven narrativa cubana» (si esto es un tag) no implica tantas cosas, sin embargo, implica una por sobre las demás: seguir a pies juntillas una línea argumental —generalmente trazada de forma circular— que apuesta por una fórmula simple pero irrevocablemente efectiva que se puede traducir, si nos apuramos, en «inicio-intrigante, desarrollo-creciente y final-impactante». En ese plano, naturalmente, la forma cumple la única función de «sostener» la diégesis.
Comerse una pieza literaria —si esta se deja comer— implica otra cosa; esto es, digerir las páginas, incorporarlas y alterar con ello nuestro estado de conciencia. En ese sentido el lector se parece a un borracho. Un lector empedernido siempre llega a separarse en mayor o en menor medida de los demás, justo como los borrachos. Como efecto de este proceso, casi siempre caen muros (mentales o físicos), o suelen abrirse pequeñas brechas que tienden al mismo fin. Lo que comienza como un juego puede terminar en pasión (como la de Cristo), y lo que comienza como una costumbre de fin de semana puede terminar en un hígado reventado.
Boustrophilia (Ediciones La Luz, 2020), la novela de Roberto Ráez, puede leerse o puede comerse, como toda buena novela.
Si usted opta por leerla chocará de frente con un grupo de jóvenes aspirantes a escritores que se drogan, se enzarzan en discusiones teóricas enrevesadas, e intentan implantar un nuevo canon desde su localidad, desde su hueco en el queso. Ráez, sobre la armazón de una estructura capitular interesantísima, y vertiendo (vomitando) desenfadadamente un lenguaje vivo y ácido, logra un acercamiento con lupa al deseo quemante de ser escritor, ese que viene, por lo general, en la adolescencia o en la adultez temprana.
Si usted decide comerse la novela, advertirá con toda seguridad que, más que una propuesta se trata de una apuesta por el rompimiento decidido y oportuno con una joven narrativa cubana signada por la grisura. Siguiendo lo anterior, y valiéndonos de un cliché circunstancial, podemos decir que Boustrophilia es una «operación especial» que irrumpe en un terreno hegemónico y frecuentemente hostil, población de crías de paquidermos que comparten creencias mitológicas y formas estilísticas con sus progenitores.
Desde hace algunos años la joven narrativa cubana de la isla echa en falta el Terror. Si nos remitimos a uno de los textos (digamos, «doctrinales») más fascinantes de las últimas décadas de la literatura cubana, el statement de la revista Diáspora(s), documentaremos este reclamo en uno de sus acápites:
Un poquito de Terror literario —sobre todo en los medios de representación— no le haría daño a la nación; a la nación entendida como el lugar de las Letras; al Canon Nacional de las Letras, siempre inflacionario —hasta el ridículo— en cualesquiera de sus aspectos. (Rolando Sánchez Mejías: “Presentación”, en Diáspora(s), n.° 1, 1997, p. 1).
Este llamado al quehacer disruptivo-literario había tenido respuestas de algunos francotiradores de la llamada Generación Años Cero como Jorge Enrique Lage, Legna Rodríguez Iglesias, a veces Abel Fernández-Larrea se da una vuelta y descarga una ráfaga, etcétera. Pero el tiempo ha pasado y la guerra que se libra en estos páramos precisa del reclutamiento de otros guerrilleros.
Boustrophilia entra en la escena literaria cubana con una audacia terrorífica: matando al ortodoxo a golpes de piolet, y dándole al lenguaje por donde más le duele para que se retuerza, para sacarlo de quicio y que nos muestre algo nuevo. Hasta hoy no contaba nuestra generación de narradores con una obra que se constituyese sobre una arquitectura lingüística sui géneris, con sus propias leyes y premisas.
Esta novela termina con algunas cosas y comienza con otras tantas. Comérsela es, pues, maravillarse con una de las mayores disidencias estéticas de los últimos años de la narrativa cubana.
Holguín, 2022.
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