Daleysi Moya: La contraescritura, el sitio de la comunidad

Artes visuales | fluXus | 22 de enero de 2023
©Celia-Yunior, Bojeo, 2006-07

Todo el mundo sabe que cuando uno, entusiasmado tal vez por la cercanía afectiva, asegura conocer un país, lo que está diciendo, en última instancia, es que ha estado en ese país, lo ha visitado o vivido. Puede estar al tanto, naturalmente, de un par de datos concretos, saber por ejemplo el nombre de algunas calles, el nombre de muchas calles, saber la ubicación del paradero de la 43 y qué rutas laterales tomar para entrarle a la tienda de Carlos III por atrás. Pero eso es cualquier cosa, mera tecnología del detalle funcional que por sí misma no habla sobre lo que a uno en verdad le interesa. Y es que los países, claro, siempre están en otra parte. Por eso, lo primero que me invadió mientras leía Futuro cósmico: certificado, garantizado, el magnífico libro del colectivo Celia-Yunior que acaba de publicar Rialta Ediciones (y que forma parte de la colección Fluxus 2022), fue una suerte de urgencia sentimental por definir el lugar exacto de la Cuba real, un país –el mío– cuyo relato esencial se encuentra en fuga permanente en la medida en que se trata, esta fuga, de un ejercicio práctico de sobrevivencia y un ejercicio de disenso político basal. Lo que en otros escenarios podría operar como un proceso de comprensión gradual de las dinámicas en las que se está inserto, bajo la sombrilla del totalitarismo es una certeza animal, evolutiva, tosca. La certeza meridiana de que nada es lo que parece y de que todo lo que es e importa se encuentra fuera de foco.

Quizás el eje principal de Futuro cósmico…, lo que viene a significar una de las fortalezas del trabajo colaborativo entre ambos artistas, sea el detenimiento obsesivo y la consecuente batalla por la representación, entendida esta en el sentido rancieriano de “formas de enunciación”, es decir, los términos en los que se llevan a cabo las interacciones entre gobierno y ciudadanía. En la entrevista que les realizara Carlos A. Aguilera en la segunda parte del volumen, Celia y Yunior insisten en hablar de una voluntad por visibilizar “dualidades y contradicciones” en la sociedad cubana de los dos mil, sin embargo, yo creo que más que dispositivos artísticos de develación –que también–, sus obras ejecutan una suerte de redefinición del relato de lo real a fuerza de desconocer y desconocer la legitimidad de la ficción estatal. Porque desconocer es el gesto fundacional de todas las resistencias, el punto de no retorno que media entre la toma de consciencia y el acto disensual puro y duro. El totalitarismo no sabe bien qué hacer con este tipo de recalificaciones lógicas.         

Hay piezas tan tempranas como “Estado civil” (2004-2005), con las que ellos entienden que no les alcanza el territorio de la institución arte para ensayar discursividades alternas. Es lo que tienen a mano, pero quieren más, quieren colarse en el tejido social y dejar una marca capaz de restaurar, en alguna medida, el reconocimiento de la comunidad en los márgenes de la diferencia. La idea, digamos, de que todos participamos en mayor o menor medida de ciertos ejercicios de quiebre narrativo: “Para nosotros fue muy impor­tante comprender las maneras en que los individuos se relacionaban con el sistema de control y administración en Cuba ejerciendo su creatividad, probando y descubriendo entradas laterales a proce­sos monolíticos”. De ahí, la apuesta por penetrar las fallas de origen de una maquinaria de corte burocrático destinada a regular los vínculos entre las esferas simbólica y material de la vida doméstica en la isla (cuántas cajas de cerveza te “corresponden” si te casas, pongamos, cuántas donaciones de sangre posicionan a un barrio por encima de otros en esa carrera hacia ninguna parte que son los escalafones socialistas). Todo ello en un país convencido de estrenar una humanidad de nuevo tipo que, paradójicamente, sabría bien cómo calibrar las relaciones entre ambas categorías. Lo interesante en este punto va a ser la constatación de las muchas fallas eficazmente identificadas por la ciudadanía y, de a poco, convertidas en salidas de emergencias por las que esquivar el sistema y su afán perpetuo por reproducirse en los cubanos cual si de un virus se tratara. Un virus, digo, esa molécula no-viva que se replica sin otro objeto que el de su propia perpetuidad.         

En este sentido, y conectando con el citado interés de Celia y Yunior por el derecho a la representación, en el texto se vehicula un debate muy interesante en torno a las especificidades mediales del grabado (especialidad de la que se gradúan de San Alejandro en el año 2004), la posibilidad de reinventar sus límites basados en la comprensión del principio que lo define, a saber, la existencia de una matriz a partir de la cual se derivan “reproducciones” de esa imagen cero, y sobre el desarrollo de un registro no invasivo de las acciones performáticas llevadas a cabo en el espacio comunitario. Parecen, así enumerados, debates independientes que tendrían sus propios causes argumentales. Y bueno, sí y no. La confluencia, en el caso de los procesos creativos del colectivo, y en el caso del dispositivo concéntrico que es la propuesta editorial de Fluxus, está en la “distancia de lectura”, aquello que Mario Montalbetti denomina un “diferido”. Quiero decir, la capacidad de la matriz (una nueva conciencia de lo que vendría a ser la matriz) para generar duplicados cuyos sentidos sean elásticos y puedan dispararse más allá de cualquier enlace unívoco con la huella primaria. Bien visto, es una apuesta tremendamente interesante. Ellos lo explican así: “Entonces comenzamos a estudiar procesos legales que dejaran una marca permanente en nuestro cuerpo social, mirando el proceso legal como matriz y el cuerpo social como el substrato que recibe la marca seriada. También estábamos cuestionando muchos de los procesos tradicionales de documentación en el arte como la fotografía y el video, queríamos que el propio proceso de la obra generara la documentación, en este caso los certificados de matrimonio y divorcio cumplían esa función”. Hay, aquí, una preocupación por la escritura en la medida en que hay una preocupación por la lectura. Eso, y la voluntad por fracturar el orden naturalizado de las cosas.

Pienso de vuelta en Montalbetti cuando dice que el arte y el Estado se ubican “en los polos opuestos del sistema simbólico. Uno, el Estado, quiere entender todo y fijar de una buena vez las ataduras entre significantes y significados; el otro, el arte, quiere provocar efectos de significado no totalmente domesticados”[1]. En varias obras, Celia y Yunior recrean a distintas escalas esas terceras vías que tanto llaman su atención durante el escrutinio de la Cuba que habitan y de la que van siendo cada vez más conscientes. En otras, en cambio, son ellos quienes proponen nuevas estrategias como continuidad orgánica a una tradición de hackeo que les trasciende y contiene. Eso es lo que hace, por ejemplo, “Registro de población” (2004): capitalizar el ansia de control gubernamental y la incapacidad del poder para dimensionar la irreductibilidad del individuo, en favor del desmantelamiento de las asociaciones entre la nación tal y como es conceptualizada por el Estado y la nación tal y como es experimentada por los hombres y mujeres que la constituyen. La contundencia de la obra está dada, de nuevo, por la eficacia de ambos artistas a la hora de apuntar la existencia de zonas no colonizadas por el sistema que todavía preservan valiosas cuotas de libertad. Territorios conectados al potencial imaginativo de las personas en donde se fabrican nuevas dramaturgias políticas. En últimas, cabría preguntarse de qué identidad estamos hablando cuando hablamos del carné de identidad. ¿Quién nos fija a ese número y qué representa en el horizonte de nuestro accionar cívico?                           

Más adelante en la entrevista, Celia y Yunior hablan de un desplazamiento de sus prácticas hacia el universo del archivo (“La sociología, datos estadísticos y estudios culturales nos ayudaron a anclar ideas y cuestionamientos al ambiente político, económico y afectivo-familiar inmediato”), un campo en el que irán profundizando de modo progresivo y que les permitirá aproximarse al asunto de la “representación” –no olvidar que hablo, siempre, de modos sensoriales de plantear lo real, qué vemos y qué no, y cómo actuamos en función de ello– desde otros sitios. En este punto, su giro sintoniza con una tendencia del arte contemporáneo que Jacques Rancière identificaría como característica de las producciones críticas de inicios del siglo XXI; cierto cambio de frecuencia estética que se desmarca de la parodia y pasa a centrarse en las señas testimoniales de los vínculos entre las muchas personas que arman comunidad: “(…) este arte ya no pretende producir duplicados de objetos, imágenes o mensajes, –explica el francés– sino acciones reales u objetos que engendren nuevas formas de relaciones y entornos sociales”[2]. Lo importante aquí, creo, es el tránsito de la puesta en escena de un modelo específico de país, algo parecido a una marca de nacimiento de la que no hay forma de zafarse, hacia la proposición de un modelo mucho más líquido, atomizado, flexible, centrado en la porosidad del discurso estatista que afirma, una y otra vez, que todo ha de ser como ha sido siempre.   

En esta etapa, el cinismo, tan recurrente en sus acciones iniciales, comienza a metabolizarse junto a otras sustancias y las piezas se vuelven más empáticas con los procesos que registran. Muchas de ellas buscan fuera del cuadrante espaciotemporal en el que están inscritas, las claves para conjurar el encantamiento de un presente eterno, inmemorial. “Bojeo” (2006-2007), sale de la isla para regresar a la isla. En Tobago, dirá Celia en el relato que abre el libro, logran “por primera vez en sus vidas ser vacacionistas”. Aquí, la condición geográfica le echa el pulso a una condición histórica que se presenta a sí misma anterior a cualquier otra posibilidad definitoria del cubano (como si fuera del cuerpo fosilizado de la doctrina no hubiera espacio para nada más). De igual modo, el pasado precastrista se convierte en un enclave esencial, en la medida en que viabiliza un punto de encuentro con otras generaciones, familiares o desconocidos, que atesoran dentro suyo otros formatos de nación. Sobrevivientes que verifican la existencia de un antes, lo que viene a indicar, a contrapelo del relato oficial, la posibilidad de un después. Es un efecto extraño, sobre todo porque no estábamos habituados a tener noticias del futuro importadas desde cartografías con las que habíamos roto el vínculo afectivo desde antes de nacer. Yo creo que ensayos como “Dienteperro”  (2010), por citar una de las piezas incluidas en el libro, recrean esas cápsulas de libertad que luego serían experimentadas, a diferentes escalas, por otros artistas y colectivos cívicos como el Movimiento San Isidro.   

Y ahorita que mencioné el cuento de Celia («Plan 2345»), esa especie de relato distópico que conforma el segmento primero del volumen –el segundo es la entrevista realizada por Aguilera al colectivo–, reconecto con el que vendría siendo uno de los hilos conductores de la propuesta editorial, al menos uno de los hilos de los que yo tiré para leer los procesos de trabajo de Celia-Yunior y la Cuba que sus obras estarían mapeando a lo largo de una década, y se trata de la convergencia deliberada de narrativas que generan dramaturgias alternas y que, a pesar de sus puntos de encuentro, van contando su propia versión de los hechos. El relato inicial, por un lado, la entrevista y su inherente naturaleza documental, por otro. El cuerpo de imágenes como una ruta adicional en donde reverbera una versión de país que no puede vehiculizarse a través de la escritura. Ninguna más real o legítima que la anterior, aun cuando cada medio establezca sus propios modos de pautar los procesos perceptivos. El futuro desde el que se narra la Cuba del cuento llega, por momentos, a parecerse más a lo que es, a ser en definitiva más real que cualquiera de las emisiones del noticiero nacional o de las biografías de los libros de historia nacional que estudiamos en la escuela primaria.

Yo habité el país del que Celia y Yunior dan cuentas en este libro. Reconozco la fisonomía de una época, las particularidades que la hacen mía de esa forma definitiva que solo la juventud primera puede tramitar. Se trata, aquella, de una Cuba que tiene muy poco que ver con la de hoy y, no obstante, sigue siendo la misma. Quizá una de las cuestiones que la publicación deja meridianamente clara es que el pulso por la representación resulta clave para el Estado en la misma medida en que lo es para la sociedad civil. En cierto momento, Celia-Yunior afirman que hicieron “obras en Cuba que consideramos censurables: “Bojeo”, “Contra­seña VHS” (2005-06), “La escucha” (2011), pero estuvieron en espacios institucio­nales, entonces pasaban con tranquilidad, primero porque los censores son malos lectores; segundo, porque consideran que las galerías y centros de arte son visitadas por un gremio muy cerrado y pequeño y, por tanto, no repercute en la mayoría de la población.” Esto es, el Estado tiene un margen de permisibilidad, ciertas transgresiones con las que sabe cómo lidiar y que figuran, de antemano, en el horizonte de lo esperable. La institución arte es una de esas gaveticas en la que muchas cosas se hallan bajo control. Lo que logra escapar a esa vigilancia disciplinaria, sin embargo, trae consigo la semilla del disenso y echa a rodar la voz que cuestiona, versiona, fabula y sabe que es posible darle la vuelta a las cosas como si de un calcetín se tratara. Las iniciativas artivistas de los últimos años demuestran cuán efectivos pueden ser estos ejercicios libertarios y el inmenso temor que generan entre quienes cultivan el hábito vírico de la replicación a como dé lugar.   

Futuro cósmico: certificado, garantizado narra la Cuba de inicios de los dos mil a través de la praxis transfronteriza del colectivo artístico conformado por Celia González y Yunior Aguiar. Pero el libro, claro, es más que eso. Funciona como una suerte de archivo sui géneris de lo que hemos sido y desde donde es posible “produ­cir una idea de futuro” distinta a la que nos ha condenado el inmovilismo totalitario por los siglos de los siglos. Cualquier movimiento en esta dirección, cualquier amago por “colocar un mundo en otro” y hacer visible aquello que se quiere ocultar, pasa necesariamente por el territorio de lo común. Ante la pregunta final sobre cómo gestionar un país futuro sin futuro, Celia y Yunior apuestan por crear comunidad, incluso si ese proceso deba articularse desde la fractura y la dispersión del destierro. Y de alguna manera el libro es también eso: una historia doméstica de nuestra comunidad. La escritura perfecta, me digo, para definir el sitio real de la Cuba que busco.    


[1] Montalbetti, Mario (2021). «La nuestra es una época visual», en Gerber, Verónica (Ed.), En una orilla brumosa. Gris Tormenta, Querétaro: México.

[2] Rancière, Jacques (2019). Disenso. Ensayos sobre estética y política. Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México.