Hilda Landrove: Las líneas de fuerza de las dinámicas necropolíticas en Cuba

Archivo | Autores | Dokumentxs | 21 de febrero de 2023
©Hdez-Güero, «Las armas no matan», 2011-13.

Finalizamos nuestro dosier sobre Necropolítica(s) con el muy puntual texto de Hilda Landrove. Todo un análisis del concepto, sus prácticas, sus críticos y la isla. Disfruten.

I

Aludir a la necropolítica para explicar la realidad cubana suele provocar reacciones intensas; lo mismo en su uso directo como sustantivo que como adjetivador de otros sustantivos ―como en estrategias necropoliticas o diseño necropolítico, por ejemplo―. Puede despertar las defensas de quienes consideran que, a menos que haya masacres, exterminios masivos, genocidios o violencias colectivas, el término acuñado por Achile Mbembe, no aplica realmente al caso.

Tal reacción podría ser pasada por alto si no indicara ella misma la necesidad de todo dispositivo político de garantizar su propia existencia; en este caso, la necesidad de la lógica necropolítica de esconderse detrás de una explicación en la que el manejo de “la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir” (Mbembe 2011: 19) es presentada con frecuencia como una consecuencia lógica, aunque velada, de la reafirmación de la soberanía. Puesto que el término soberanía remite a la vez a la capacidad del Estado de invocar su autoridad sin intervenciones foráneas dentro de las fronteras del estado-nación tanto como al poder del soberano para operar sobre la vida biológica de sus súbditos (ver Agamben 1999 y su teorización sobre la ‘vida desnuda’), es importante recalcar que la figura de la soberanía ocultando la existencia de la necropolítica, funciona como el segundo significado poniéndose en escena como el primero. O sea, la capacidad del soberano para determinar quién vive y quién muere, se presenta como reivindicación de la soberanía del Estado y, al renegar del acto de develación de las tramas necropolíticas sobre las que se construye, revindica su derecho a continuar clasificando a sus ciudadanos en imprescindibles (“los que pueden vivir”) y prescindibles (“los que deben morir”), una de las operaciones básicas en las que toda necropolítica se sustenta.

Puesto que la necropolítica es consustancial a la existencia de los Estados modernos ―lo cual vuelve al término en extremo fructífero (ver Rojas sobre algunos estudios que analizan dinámicas necropolíticas en Latinoamérica)― la discusión sobre su relación con los vectores de fuerza del Estado cubano no debería limitarse a la determinación de si el concepto es o no aplicable sino a comprender la manera en que se manifiesta en la particularidad del régimen político vigente en Cuba. El texto fundacional de Mbembe es paradigmático por la manera en que enfrenta el reto analítico de intentar encontrar generalidades en situaciones disímiles. Un recorrido por los regímenes de la colonia, la plantación, el apartheid, el totalitarismo, el fascismo, permite así dar cuenta en lo que tienen en común desde las formas más explícitas de necropolítica hasta otras que implican lo que denomina “condiciones de existencia que les confieren [a las personas] el status de existencia de muertos-vivientes” (Mbembe 2011:75). Va aún más allá, al decir que “el necropoder puede darse de distintas formas: bajo el terror de la muerte real, o bajo una forma más «condescendiente» cuyo resultado consiste en la destrucción de la cultura para «salvar al pueblo» (Mbembe 2011: 36). O sea, no se trata de magnitudes y gradientes, lo cual vuelve a la negación de la existencia de prácticas necropolíticas en Cuba de acuerdo a argumentos al estilo de “sí, los llevan presos, pero no los matan”, una forma indirecta de participar de la retórica necropolítica.

Una retórica tal complementa aquella establecida a partir de la división entre revolucionarios y contrarrevolucionarios y las diversas asociaciones que hacen posible la ubicación de los primeros en el espacio de habitabilidad del totalitarismo cubano y de los segundos en la zona de exclusión de tal espacio. Se trata de un espacio diverso en la medida que está ocupado por quienes no son reconocidos como revolucionarios; un espacio negativo en el que el denominador común es la asociación impuesta entre una posición política no admisible (estar en contra, ser crítico, oponerse) y un nulo o reducido valor social y moral (lumpen, apátrida, delincuente). Tal asociación entre disidencia y degradación moral se activó de inmediato como parte de las estrategias desplegadas por el régimen para contrarrestar el impacto de las manifestaciones ocurridas entre el 11 y el 12 de julio de 2021. Los participantes fueron identificados no solo como mercenarios que intentaban derrocar la revolución sino como delincuentes, personas de poca formación dadas a la violencia y sin preparación política u agencia propia; meros agentes al servicio del enemigo convertidos así, por transferencia, en el enemigo mismo.

La manera en que la muerte de Diubis Laurencio Tejada, hombre negro de un barrio marginalizado, víctima de la violencia policial durante las manifestaciones del 11J, fue presentada en la nota oficial, no hace más que particularizar sobre la víctima, el discurso y el tratamiento dado a los manifestantes. Según la nota, Diubis era parte de “grupos organizados de elementos antisociales y delincuenciales” que cometieron actos vandálicos a los que la policía no tuvo más opción que responder. Diubis “resultó fallecido” y la nota no pierde oportunidad de mencionar que se trata de alguien con antecedentes por desacato, hurto y alteración del orden. Este tipo de manejo de la violencia estructural cuando se ceba sobre cuerpos que han sido previamente perfilados como criminales potenciales, es típicamente necropolítica, y revela una conexión entre el tipo del necropoder propio de los totalitarismos y el de los estados raciales herederos de las prácticas de plantación y su objetificación de las personas esclavizadas. Es innegable que la violencia policial en Cuba tiene un componente racial y que es ello lo que ha conllevado al asesinato, a manos de la policía, de al menos cuatro jóvenes negros en los últimos tres años.

Un fenómeno similar, en el sentido de que produce víctimas particulares a partir de estructuras de desigualdad en las que un segmento es considerado prescindible y, por tanto, eliminable, aparece en Cuba asociado a la violencia de género y el alza en el número de feminicidios. En años recientes, varios estudios han propuesto que la ocurrencia de feminicidios debe entenderse como extremo de un continuum de violencia sostenido en la construcción patriarcal de la sociedad, donde las mujeres serían no solamente el polo pasivo y perjudicado por el desbalance en las relaciones de poder expresadas en el género sino que tal status social sería garantizado a partir de técnicas de disciplinamiento que llegan a incluir la violencia sexual y la eliminación física, sostenidas por la impunidad del Estado cuya responsabilidad opera entonces por omisión o por complicidad, directa o indirecta. El feminicidio sería, así, la manifestación extrema de las sociedades patriarcales y en tanto tales sociedades construyen el género a partir de atribuciones que vuelven a uno imprescindible y al otro desechable, la expresión de una lógica necropolítica (ver Sagot 2017). La participación de los Estados autoritarios en la violencia de género ocurre no solamente a través de la impunidad y la dificultad de reconocer la problemática y encontrar cauces para atenderla sino a través del sesgo de género en la violencia política, que pone a mujeres, así como a personas homosexuales y trans, en una posición aún más vulnerable.

La pretensión de control de la narrativa en el totalitarismo, que busca construir y diseminar un relato único sobre la vida social, es otro agravante que hace de la impunidad y la inacción estatal una vía para el agravamiento de la problemática de la violencia de género, de manera similar a como sucede con la violencia policial, amparada en la impunidad total de los victimarios. A pesar de una exigencia ciudadana de una Ley Integral contra la Violencia de Género, esta no será considerada como parte del cronograma legislativo hasta 2028 y las autoridades estatales se han negado a la tipificación del feminicidio a pesar de la innegable escalada de tales delitos. Las razones de esto son las de cualquier Estado moderno con una herencia patriarcal pero también las de un tipo de régimen que considera cualquier forma de organización al margen del Estado ―ciudadana, comunitaria, civil― como un peligro potencial para su control total. Esto hace aún más difícil impulsar cualquier demanda cívica, aún cuando esta no se defina a sí misma como política ni busque un cambio de régimen político.

El hecho de que tanto los feminicidios como la violencia policial con perfil racial se den también, con carácter de crisis, en sociedades no totalitarias con democracias más o menos funcionales, es con frecuencia utilizado como argumento para intentar desmentir la existencia misma del totalitarismo o incluso del autoritarismo en el régimen político de Cuba. Ambos fenómenos serían, según esta mirada negacionista, simplemente resultado de la construcción racial del Estado nación y del patriarcado como sustrato común a todas las sociedades modernas.

Sin embargo, hay varias maneras en las que la lógica necropolítica propiamente totalitaria refuerza estas tendencias, e incluso aprovecha la existencia de las mismas. Si bien el proceso inicialmente planteado como revolucionario presentó su proyecto en términos de emancipación de la mujer, la condición de tal emancipación fue siempre la subordinación a un imperativo político. El rol de la mujer cubana, como cualquier otro rol en la sociedad, debía subordinarse a su condición de revolucionaria en lo ideológico y a su integración al proceso a través de la institución creada para tal fin: la Federación de Mujeres Cubanas. En el caso de la raza, la lógica predominante fue aquella que declaraba el fin del racismo y su superación como un fenómeno propio del capitalismo que por tanto sería erradicado progresivamente y cuya existencia sería vista como un mero rezago del pasado.

Después de muchas décadas de intentar evitar la emergencia de las tensiones raciales que siguen operando de manera cada más clara en la sociedad cubana, los últimos años han hecho evidente que la raza es uno de los constituyentes de la construcción que iguala la discrepancia política con la delincuencia y la marginalidad. Los sectores sociales que viven en condiciones de subordinación en sociedades democráticas como resultado de condiciones estructurales heredadas históricamente, viven en el totalitarismo en una condición de subordinación reforzada: aquella determinada por el género, la raza, la orientación sexual y otras, y la marcada por la imposición de que la única manera de tener reconocimiento social es apegarse al rol determinado por la élite dominante. Así, toda forma de represión política transcurre también a través de líneas raciales y de género.

Es inevitable, en la medida que las condiciones de vida se deterioran como resultado de la imposición de un modelo económico y político inviable a largo plazo y actualmente en situación de colapso, que las tensiones internas de la sociedad cubana se reflejen en un aumento de la violencia. Los asesinatos de personas negras a manos de la policía, los feminicidios y las diversas formas de violencia política, ya son una crisis cuyas cifras requieren una respuesta urgente que el Estado cubano está, sin embargo, incapacitado y falto de deseo para implementar pues la preocupación central de un régimen de control total es asegurarse que ninguna decisión, capacidad de movilización y potencial de transformación escape de sus manos. Esta prioridad que es llevada al extremo de desconocer los reclamos que no surgen de la élite misma, se manifiesta como fobia a cualquier forma de organización autónoma fuera de su alcance. Esa es, sin duda, una de las vías de tránsito por las que transcurren las operaciones necropolíticas en el totalitarismo.

II

Varios indicadores permiten reconocer las dinámicas necropolíticas donde quiera que se presentan, y al menos tres de ellos son inmediatamente reconocibles en el contexto cubano: la apelación a “la excepción, la urgencia”, “una noción “ficcionalizada” del enemigo” y la utilización del terror como herramienta de disciplinamiento social. La realidad cubana provee suficientes ejemplos de tales dinámicas de manera sostenida y estructurada, de forma que pueden entenderse como constitutivas del proyecto de dominación total que ha desplegado el régimen cubano en su poco más de seis décadas de existencia. La apelación a la excepcionalidad como forma de legitimar la soberanía, entendida como el derecho del Estado a imponer control sobre sus fuerzas internas presentando tal imposición como una operación de defensa frente a fuerzas foráneas y sus servidores en el interior, es el núcleo duro de la narrativa de la revolución como proyecto de control social. El acoso bajo el que vive la “revolución”, convenientemente equiparada con el gobierno y el Estado, hace que la situación cubana sea siempre explicada utilizando metáforas de guerra, como “guerra contra el enemigo”, “la guerra de todo el pueblo” o “batalla ideológica”. Incluso si reconocemos que hay en todo ello ecos de la Guerra Fría, habría que reconocer también que la aparente dificultad de abandonar dicha retórica obedece a razones nada relacionadas con la inercia histórica. La excepcionalidad de la guerra llama a medidas extremas, y exime del cumplimiento de las leyes diseñadas para tiempos de paz. Esa es la lógica sobre la que es posible sostener la pretendida legitimidad de un amplísimo aparato de vigilancia y castigo que alcanza a cada persona y aplica las leyes a conveniencia, bien violándolas, bien adaptando las leyes a las necesidades de la vigilancia y el castigo. El Código Penal aprobado recientemente es la evidencia de tal reacomodo de la ley cuando esta no sirve directamente al sostenimiento de la élite.

La soberanía a la que el Estado cubano apela es con frecuencia refrendada como derecho a la “autodeterminación de los pueblos”; es a nombre de tal derecho que la represión sobre la ciudadanía se ha vuelto cotidiana y aceptada fuera de Cuba como un mal necesario o un lamentable pero inevitable efecto colateral de la decisión de “construir el socialismo a solo 90 millas del imperio más poderoso del planeta”. Presentada de tal forma, la autodeterminación tiene a su favor la existencia de una política de sanciones que sirven bien a lo que Mbembe denomina “ficcionalización del enemigo”. La ficcionalización no equivale necesariamente a una completa construcción desde cero sino al otorgamiento al enemigo de un rol protagónico en el devenir del proceso; en este caso, el otorgamiento a la política exterior de Estados Unidos hacia Cuba de la capacidad de dictaminar, o ser responsabilizado por, las derivas internas de la sociedad cubana. La ficcionalización requiere que el sistema de sanciones de Estados Unidos hacia Cuba sea denominado “bloqueo” para que el término mismo, por su radicalidad, convoque a una radicalidad en el sentido contrario. Así, el opuesto del bloqueo en la dinámica de oposición irreductible refrendada por el Estado cubano no es la pretendida autodeterminación, sino el control y la represión (cuando el control falla) de la ciudadanía.

Esa construcción hace posible así justificar, con las medidas económicas del gobierno norteamericano, la represión cada vez más extrema bajo la que vive la sociedad cubana. La falacia de tal operación es, sorprendentemente, a la vez evidente y capaz de producir aún silencios y complicidades. Hoy, como nunca antes, la observación de Daniel Barret sobre la manera en que la acción de Estados Unidos no puede servir como explicación de la deriva autoritaria del régimen cubano, adquiere plena vigencia. Se trata de “una actitud que ya no puede realizarse en nombre de la revolución y del pueblo cubanos sino para el exclusivo beneplácito y la inequívoca conveniencia de su liderazgo vitalicio” (Barret, sin año: 26).

“La distribución de la especie humana en diferentes grupos, la subdivisión de la población en subgrupos y el establecimiento de una ruptura biológica” (Mbembe 2011:36), aparece como el procedimiento primero que hace posible distribuir los atributos de la humanidad, estableciendo claramente una distinción entre aquellos completa o plenamente humanos y aquellos que pueden ser ubicados como pertenecientes al dominio de alguna forma de subhumanidad. Está distribución suele darse a través de la raza, que es el diferencial constitutivo de los estados nación (Goldberg 2002). En la situación colonial, la supuesta inferioridad constitutiva del salvaje, más cercano a un estado de naturaleza que de cultura, y ausente de aquello que permitiría identificarlo plenamente como ser humano, hace posible que el proyecto colonial se exima a sí mismo de toda pretensión de legalidad y/o legitimidad en la ejecución de la violencia (Taussig 1987).

Sobre este tema, el intelectual indígena Aiton Krenak reflexionaba recientemente por ejemplo cómo el genocidio yanomani en la selva amazónica es un testimonio de que “la humanidad no es para todos” (Krenak 2022). La clasificación de los seres humanos entre quienes pueden vivir y quienes pueden morir, y el establecimiento de políticas que conducen a la materialización más o menos extrema de esa diferenciación radical, está asociada en todos los casos a una consideración sobre la humanidad, sobre qué es ser “realmente” humano. La manera en que se manifiesta la construcción social de lo humano tiene siempre consecuencias sobre el manejo del vivir y el morir. Cuando la ausencia de humanidad plena no es atribuible a la etnia, la raza, o alguna forma de alteridad ontológica, aún es posible efectuar maniobras que garantizan la deshumanización del contrario. De manera reconocible, los genocidios suelen ser precedidos de la identificación de las futuras víctimas con seres que ocupan posiciones inferiores en la escala biológica, y en el continuum que conduce a la matanza o el genocidio y que no alcanza siempre necesariamente su escala máxima, un momento fundamental es la deshumanización de las futuras víctimas, de manera que sea posible eliminar primeramente la empatía que emerge de la pertenencia a una misma comunidad, e incluso insuflar en los victimarios el deseo de eliminarlos en la práctica.

No es casual que la deshumanización de quien previamente ha sido construido como enemigo ocurra en Cuba a través de la construcción de la figura del gusano, cuya naturaleza rastrera y alimentación a base de restos orgánicos, fue asociada a los desafectos del proceso desde inicios de la década de 1960 y continúa siendo una adjetivación recurrente. El uso y estabilización del término, que excedió a Cuba y creó una forma de identificación para los cubanos en Latinoamérica a partir de su posición respecto a la “revolución”, no requiere ya del aparataje comunicativo y propagandístico que lo acompañó en momentos iniciales. Ello no habla, sin embargo, de la pérdida del significado, sino de la naturalización de una deshumanización que ha justificado, junto a la invocación del estado del permanente estado de excepción que el ataque sobre la soberanía supone, la implementación de formas de castigo ejemplarizante y el control social a través del miedo.

El dominio a través del miedo, en particular el “terror revolucionario” permite también por su parte identificar las especificidades de las dinámicas necropolíticas cubanas. Una característica particular del terror revolucionario es que emerge como inevitable en el proyecto mismo de implantar una sociedad donde la emancipación se plantea como horizonte la abolición de las clases sociales: “la adhesión a la abolición de la producción de mercancías y el sueño del acceso directo y no mediatizado a lo “real” vuelven casi necesariamente violentos estos procesos ―la realización de aquello que se llama la lógica de la Historia y la fabricación del género humano” […] “Podemos considerar que se tiene por objetivo la erradicación de la condición humana elemental que es la pluralidad (Mbembe 2011: 29-30). La extirpación sistemática de la pluralidad es una característica distintiva de los procesos totalitarios, que demandan la homogenización de las conductas, los credos y las fidelidades. Con frecuencia, tal homogenización ha requerido de un modelo de ser humano, que en Cuba tomó el nombre y la forma del “hombre nuevo”, marcadamente hombre, viril, heterosexual, con vocación de sacrificio y subordinación al liderazgo de la vanguardia dirigente.

En Humanismo y Terror, Maurice Merleau-Ponty realiza un análisis crítico del terror revolucionario, partiendo de un reconocimiento de su necesidad al inicio de un proceso que no puede plantearse la renuncia a la violencia pero con la clara pregunta de si se trata de una violencia “revolucionaria y capaz de crear relaciones humanas entre los hombres” (Merleau-Ponty 1968: 12). Su evaluación de lo que ha sucedido unos años más tarde da una respuesta negativa a la pregunta: “el terror ya no quiere afirmarse como terror revolucionario” (Merleau-Ponty 1968: 14). La eliminación de la pluralidad del cuerpo social no podría ser instrumentada de otro modo sino a través de la imposición de un terror que produce fenómenos como campos de trabajo y espacios de “reeducación” en los que los desviados y desafectos del proceso pueden ser expulsados del cuerpo social, reconcentrados y de paso explotados como fuerza laboral. (Ver Sierra Madero 2022 sobre este proceso en Cuba). 

Hay una relación que es necesario reconocer como relevante en las dinámicas necropolíticas del totalitarismo entre la negación de la pluralidad humana y la aparente inevitabilidad de la transformación del “terror revolucionario” en terror directo y la transformación del proceso revolucionario en dictadura totalitaria. La relación aparece de forma explícita en las tendencias, manifiestas desde la década de 1960, a la eliminación por una parte de todo aquello que no se plegara directamente a la nueva ideología en el poder y por otra a la concentración de la diversidad en entidades únicas que terminarían por ubicarse en el ordenamiento institucional y servir como canales privilegiados de incorporación a la acción revolucionaria; entiéndase a la ideología estatal. Por poner un ejemplo, en el caso de las organizaciones que articulaban demandas de género, es notable la manera en que la Federación de Mujeres Cubanas (FMC) funcionó como una organización concentradora que permitió diluir organizaciones existentes antes de 1959 y reconducir aquellas que habían surgido al calor de la transformación impulsada por el naciente poder revolucionario. Organizaciones como el Frente Cívico de Mujeres Martianas, Mujeres Opositoras Unidas o Hermandad de las Madres, fueron diluidas en la FMC y las luchas de las mujeres fueron capitalizadas por el sector femenino del movimiento 26 de julio y el ala más proestatista del grupo que había tomado el poder (Chase 2015: 105-107)

Tales procesos de concentración (o contracción) de la diversidad y eliminación de la diferencia pueden aparecer en ocasiones como procesos separados de la implantación del terror porque, en un primer momento, el terror se destina para el enemigo. Sin embargo, a medida que el proceso de segregación entre los revolucionarios y sus némesis se profundiza, en virtud de que la diversidad es también extirpada, el segmento de los no revolucionarios se amplía mientras el terror consolida sus mecanismos. La pluralidad es, en el totalitarismo, un obstáculo que debe ser vencido, eliminándolo, y ello no puede más que conducir al terror organizado como forma básica de la dominación.

Que la interrogante de Merleau-Ponty respecto al establecimiento del comunismo en la Unión Soviética fuera articulada de manera muy semejante décadas después por Claudia Hilb en su libro Silencio, Cuba, indica con claridad el hecho ―tantas veces negado― de que es en el universo de los totalitarismos donde debe ubicarse una comprensión profunda del proceso cubano. “No es inútil preguntarse ―apunta en la introducción del libro― si puede la Virtud, tal como es concebida desde la cúspide del poder revolucionario, escindirse del Terror, si puede la Revolución, que concentra el poder en nombre del pueblo, del Pueblo Uno, devolver luego, efectivamente, ese poder a su fuente ―a la pluralidad de voces de la ciudadanía múltiple” (Hilb 2010: 93). Su respuesta es, como fue antes la de Merleau-Ponty, negativa. “[…] el movimiento subterráneo por el cual la apelación moral a la Virtud fue trocando en instrumentación de la obediencia, a la par que el Terror destinado a la contrarrevolución iba mutando en un miedo difundido y capilar, destinado a ordenar los comportamientos de la población en sintonía con las exigencias de reproducción del régimen” (Hilb 2010: 95).

La manera en que el terror, concebido inicialmente como una necesidad transicional y establecido prontamente como operación central del modo de gobierno ha contribuido a crear una sociedad con males propios del totalitarismo tales como el temor y la sospecha del otro, el silencio autoimpuesto, el simulacro como modo de vida, ha sido estudiada y explicada en muchas ocasiones. Por otra parte, incluso en ausencia de tales estudios los testimonios de las víctimas del mismo deberían ser suficientes para reconocer al régimen cubano como totalitario y en consecuencia propenso al diseño social necropolítico, por las múltiples maneras en las que los totalitarismos son, por su propia naturaleza, necropolíticos. Sin embargo, la dificultad y la renuencia a aceptar tal realidad, que se acompaña con frecuencia de indignadas respuestas orientadas a reducir las magnitudes del terror social como forma de control y a desconocer las lógicas constituyentes de un régimen de dominación total, continúa siendo uno de los grandes desafíos en el camino del desmontaje radical del totalitarismo cubano.

III

Después de seis décadas de invocación al estado de excepción; la soberanía del Estado; la clasificación entre los revolucionarios legítimos y “gusanos” dispensables, objetos potenciales y reales de represión y muerte; de la “destrucción de la cultura para «salvar al pueblo»” y de la imposición del dominio a través del terror, el reconocimiento de la naturaleza necropolítica del poder en Cuba no debería ser motivo de sorpresa. Sin embargo, lo continúa siendo, en la medida que se instituye como contrarrelato del gran metarrelato del socialismo y la revolución popular que ha escondido sistemáticamente la naturaleza opresiva del proyecto del Estado nación cubano. El desafío analítico y reflexivo que impone la marcada disonancia entre la realidad y su narrativa cuando se trata de Cuba, implica considerar a la necropolítica no solamente en sus dispositivos de implementación, sino también en sus dispositivos de ocultamiento y superposición de la realidad experiencial por la realidad relatada desde el poder.

Como sucede con otros términos cuyo uso parece estar vedado para la realidad cubana y que dificultan de manera extrema establecer articulaciones solidarias que no estén diseñadas o mediadas por el Estado cubano ―como dictadura o totalitarismo― necropolítica es de los términos cuyo único espacio de discusión posible parece ser el que genera la típica indignación de los comisarios políticos al verse confrontados con una lectura de la realidad cubana que cuestiona radicalmente las pretensiones discursivas de su presentación ante el mundo. Así, demostrar que hay estrategias, mecanismos, dispositivos, lógicas necropolíticas en la política cubana, pareciera ser una necesidad a la que hay que regresar una y otra vez. Sin embargo, tal demostración existe ya en la realidad misma tanto como en la reflexión intelectual cubana. Por ejemplo, Ileana Diéguez (2023) ha mostrado cómo el necropoder recurre a la teatralización del terror como práctica de inducción del miedo y lo ha analizado comparativamente con fenómenos similares en otros países de Latinoamérica, en particular México. Lo que se vuelve necesario es continuar esa dirección de indagación que examina las especificidades y compara contextos, de manera que podamos encontrar alternativas que escapen del ciclo de reproducción de la lógica necropolítica, considerando que puede traspasarse de un régimen político a otro y de una ideología a otra y conservar, sin embargo, su entramado productor de espacios y sujetos de muerte.

De la capacidad de resolver ese desafío dependerá la posibilidad de erosionar radicalmente el edificio totalitario. El texto de Achile Mbembe, cuya potencia para generar análisis situados de las realidades del mundo contemporáneo parece inagotable, nos pone además frente a una disyuntiva que excede la realidad cubana. Si la necropolítica es constitutiva de todo Estado moderno y contemporáneo, ¿qué tipo de relaciones, de políticas, de concepciones de vida habrá que poner en juego para escapar a su atracción? Las respuestas son disímiles y emergen del análisis mismo de los regímenes necropolíticos en sus diversas variantes.

La descripción de los dispositivos necropolíticos brinda, en negativo, una imagen de cuáles son los caminos posibles para crear formas de convivencia que no reproduzcan o conduzcan a la exclusión, la segregación, la objetificación, la deshumanización y a las consecuencias de tales procesos, lo mismo en la forma de violencias sistémicas y recurrentes (como las que la brutalidad policial o los feminicidios manifiestan), que de eventos que implican el exterminio físico o la creación de condiciones para una zombificación de la vida. La especificidad de la lógica de la dominación a través del “terror revolucionario” es, quizás, justamente la manera en que se plantea la diversidad inherente a lo humano (y a lo vivo en general) como una dificultad a ser eliminada y la consecuente imposición del terror como forma de dominio y control de la diferencia. La apertura a la pluralidad (su imagen especular positiva) anuncia así la posibilidad de una política construida sobre la posibilidad de la convivencia de la diferencia.

Tal camino que se abre como imprescindible para todo régimen totalitario, puede ser leído directamente como un esfuerzo en la dirección de la democracia. Y lo es sin duda alguna, pero a la vez, en la medida misma que el reconocimiento de los indicadores de la necropolítica permiten ubicar al totalitarismo y a la realidad cubana dentro de un espectro amplio de variantes en diversas formulaciones del Estado moderno, las salidas que orientan a la superación de las dinámicas necropolíticas, provienen también de las reflexiones que las especificidades de tales formulaciones permiten repensar. Por poner sólo dos ejemplos que abran la discusión más allá del presente texto: cualquier apuesta por la pluralidad política debe considerar en qué formas podría exceder lo exclusivamente humano y abarcar al resto de los seres vivos con los que compartimos el planeta. Por otra parte, la lucha contra el totalitarismo debe cuestionarse cómo entender las formaciones raciales, de género y étnicas que conviven al interior de sus tensiones constitutivas.

El totalitarismo es un tipo de régimen político que elimina normativamente la posibilidad misma de una política en el sentido de esta como formulación y práctica de la convivencia y la coexistencia de la diferencia. Crea por tanto las condiciones para sobrevivir a su transición inevitable. La pulsión por la anulación del otro, en particular del otro que se ha constituido en la fuente del dolor y la frustración sistemática, corre el riesgo de reproducir con otros términos las mismas formas relacionales que hicieron posible el proyecto de control social y la eliminación de la diferencia. Corresponde aprender, para conjurar la deriva hacia nuevas formas necropolíticas que el totalitarismo deja como herencia. Y para conjurar, más que eso, las pulsiones de muerte y su administración que dan forma al mundo común en el que habitamos.

Referencias

Agamben, Giorgio, 1999. Homo sacer: el poder soberano y la vida desnuda. Valencia: Editorial Pre-textos.

Chase, Michelle, 2015. Revolution Within the Revolution. Women and Gender Politics in Cuba, 1952-1962. Chapel Hill: The University of North Carolina Press.

Diéguez, Ileana, 2023. “Acerca del necropoder, las performatividades subversivas y la infelicidad en Cuba”. AULA, Revista de Humanidades y Ciencias Sociales, 69 (1), pp. 55-68.

Goldberg, David Theo, 2002. The Racial State. Oxford:Blackwell Publishers Inc.

Hilb, Claudia, 2010. Silencio, Cuba. La izquierda democrática frente al régimen de la Revolución cubana. Barcelona: Editorial Edhasa.

Krenak, Aiton, 2022. Futuro ancestral. São Paulo: Companhia das Letras.

Mbembe, Achile, 2011. Necropolítica, seguido de Sobre el gobierno privado indirecto. Valencia: Editorial Melusina

Merleau-Ponty, Maurice, 1968. Humanismo y terror. Buenos Aires: Editorial La Pléyade.

Sagot, Monserrat. 2017. “La violencia contra las mujeres como necropolítica”. RED Revista de la Red de Trabajadoras de la Educación 4(4), pp. 22-27.

Sierra Madero, Abel, 2022. El cuerpo nunca olvida. Trabajo forzado, hombre nuevo y memoria en Cuba (1959-1980). Querétaro: Rialta Ediciones

Taussig, Michael, 1987. Shamanism, Colonialism, and the Wild Man. A Study in Terror and Healing. Chicago: The University of Chicago Press.