Rafael Rojas: Cuba: la censura infinita
En junio de 2022 fueron procesados en La Habana el artista Luis Manuel Otero Alcántara y el rapero Maykel Castillo, condenados a cinco y nueve años de cárcel, por cargos que incluían “ultraje a símbolos patrios”, “ofensa a la bandera nacional” y “expresiones notoriamente ofensivas e irrespetuosas” en la esfera pública. Estos casos parecían describir una mutación de la censura textual al castigo corporal. No significaba, desde luego, que la censura tradicional dejara de funcionar en el campo artístico. Más bien, la mutación producía una suerte de strip-tease o develamiento de los mecanismos interdictivos. La censura dejaba de actuar como correctivo ideológico o doctrinal y recurría a la tachadura o confinamiento del sujeto o el discurso, a razón de su fuga del guion oficial. Los más recientes episodios de censura contra el cine independiente de la isla dan cuenta de ese desnudamiento de la interdicción.
El 23 de abril de 2023, en la sede del grupo teatral El Ciervo Encantado, que encabeza Nelda Castillo, con una historia de fricciones con la institucionalidad cultural, se suspendió la proyección de tres filmes: La Habana de Fito,de Juan Pin Vilar, Existen de Fernando Fraguela y Yulier Rodríguez, y El Encargado de Ricardo Figueredo. El documental de Vilar cuenta la relación del músico argentino Fito Páez con Cuba, especialmente a partir de sus viajes a La Habana, entre los años 80 y 2000. El de Fraguela y Rodríguez propone un recorrido por el arte callejero (grafitis, murales, carteles) en varias ciudades de la isla. El de Figueredo es un corto de ciencia ficción, que a través del diálogo entre un carpintero y un extraterrestre transmite mensajes alegóricos sobre el descalabro económico, las estadísticas oficiales infladas y la penalización de las drogas.
La censura contra esas realizaciones no procedió por medio del boicot a la producción cinematográfica, que, crecientemente, recurre a formas autónomas o híbridas. Tampoco buscó una clausura total de las vías de divulgación, ya que los medios digitales hacen virtualmente imposible ese tipo de cierre. La interdicción se manifestó a través de la prohibición puntual de una muestra que limitaba la autonomía de los cuatro creadores y del espacio cultural El Ciervo Encantado. Lo que se intervenía directamente era la recepción de esos filmes, incómodos para el poder.
Ese tipo de interferencia, cada más frecuente en la política cultural cubana, denota la adaptación del poder a un contexto de creciente pluralidad política. La burocracia da por perdida la causa de la homogeneización, pero resiste mediante el inmovilismo por medio de frenos puntuales a la socialización de mensajes críticos. La prohibición, en este caso, funciona como un castigo a la sociabilidad autónoma promovida por El Ciervo Encantado, que no carece de una dimensión corporal, toda vez que se trata de la clausura de un espacio físico de convivencia a través del espectáculo teatral o cinematográfico.
A diferencia de la literatura joven independiente, que cada vez interesa menos al poder como medio de interpelación, el cine sigue poseyendo esa cualidad comunitaria que perturba la calma del Estado. Que la censura de esas películas es un intento de obstruir la socialización de los medios incómodos vino a comprobarse poco después, cuando la televisión nacional reprodujo el film de Vilar, sin autorización de este, y con intervenciones de comunicadores oficiales como Elier Ramírez Cañedo, Pedro de la Hoz y Magda Resik. El discurso gubernamental actuó como mediador y corrector del texto del cineasta desde la versión autorizada de una verdad de Estado.
Funcionarios e ideólogos, como Abel Prieto y Enrique Ubieta, justificaron en las redes sociales esa interferencia estatal como método de reafirmación de la historia oficial. Si, en los últimos años, lo que decidió la censura de filmes como Santa y Andrés (2016) de Carlos Lechuga, Quiero hacer una película (2018) de Yimit Ramírez o Sueños al pairo (2021) de Fernando Fraguela y José Luis Aparicio, fue el ostracismo y la estigmatización de artistas como el poeta Delfín Prats, el trovador Mike Porcel o el tratamiento desenfadado de la figura de José Martí, ahora lo que desata la interdicción son testimonios inocultables como el malestar de Fito Páez, en 2003, con el fusilamiento de tres jóvenes negros que robaron una lancha para emigrar a Estados Unidos.
No fue Páez el único latinoamericano de izquierdas que mostró desagrado con aquella injusticia, oficialmente presentada como una necesidad por amenazas externas, en medio de la guerra contra Irak. José Saramago, Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano y Mario Benedetti también expresaron públicamente su malestar. Una carta entonces promovida por la revista Encuentro de la Cultura Cubana, en el diario El País, que denunciaba los fusilamientos y arrestos de 75 opositores pacíficos, fue firmada por cientos de intelectuales del mundo, incluidos Günter Grass, Fernando Savater, Susan Sontag, Adam Michnik, Enrique Krauze, Carlos Monsiváis, Javier Marías, Caetano Veloso, Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina, Ana Belén y Pedro Almodóvar.
A esa carta se sucedió otra, desde La Habana, titulada “Mensaje a los amigos que están lejos”, firmada por personalidades de la cultura cubana. La censura del documental de Vilar sobre Páez busca establecer como verdad única la tesis de que los tres emigrantes fusilados en 2003 pusieron en riesgo la seguridad nacional de la isla. Eso significaba, en la práctica, que cualquier documento de la cultura cubana, literario, visual o cinematográfico, que cuestionara la razia de 2003, con sus fusilamientos y encierros, sería objeto de censura por contrariar el relato histórico del poder.
Veinte años después de aquella jornada represiva, la censura no ha quedado sin respuesta de parte de la comunidad cinematográfica de la isla. Una Asamblea de Cineastas Cubanos dio a conocer una declaración, firmada por más de 500 creadores, que denuncia los “errores” de las autoridades y la “desacreditación” de los realizadores censurados. La censura confirma la inmutabilidad de un régimen político en sus modos represivos, pero la reacción de una parte del campo intelectual y artístico demuestra que hay una subjetividad irreductible, dispuesta a reclamar su autonomía frente al despotismo y la soberbia del Estado.
Publicación original en ‘Letras Libres’
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