Maykel Rafael Paneque: La máquina difamatoria [Capítulo 1: El secuestro]

Autores | Premios Kafka | 2 de julio de 2023
©Internet

Aquí les va el primer capítulo de ‘La máquina difamatoria’, novela de Maykel Rafael Paneque que ganara este año el Premio Franz Kafka de Novela de la plataforma inCUBAdora.
Enjoyyyyt.

LA MANO DOLÍA como si hubiera golpeado un muro y sin embargo los nudillos estaban intactos. El sudor se mezclaba con un cosquilleo incómodo y lo irritaba tener que rascarse la mano justo en ese momento en que iba al volante de la vieja furgoneta Volkswagen de nueve plazas. El Buitre y él habían arrancado los asientos mucho antes por si necesitaban espacio. Nunca se sabía, era mejor prever. Preverlo todo: cinta adhesiva, soga, tela para improvisar una capucha y un bidón extra de gasolina, incluso la lluvia. Las luces de la avenida, los altos edificios y los árboles, quedaban atrás empotrados en la negrura del cielo. A un lado, el muro del Malecón se extendía iluminado por los lamparones Vulcano. Pensaba encontrarlo desierto, sin embargo había pescadores con varas de carrete y dos parejas riendo, bebiendo, comiéndose a besos. De pronto unos gritos histéricos, se habían empapado. En el retrovisor otra ola saltaba el muro, chapoteaba de nuevo a las parejas, a las luces reflejadas en el pavimento.

       Mejor no desconcentrarse. Ahí asomaba la boca del túnel, dos focos verdes agrandándose mientras entraban al tubo impermeable que en dos minutos permitiría estar al otro lado de la bahía. Ahí saltaba de nuevo el recuerdo mientras la aguja del marcamillas avanzaba lenta, como el segundero de un reloj, señalando a cien kilómetros por hora. En ese mismo tramo subterráneo, muchos años atrás, su padre había acelerado el motor de la furgoneta como si huyeran de algo, y no, ¿de quiénes iban a huir?, nada malo habían hecho. Dentro del túnel no se puede manejar a escasa velocidad, le había explicado, y también que no fuera bobo, que la próxima vez abriera los ojos, así no se perdía las luces verdes que brillaban en la oscuridad del túnel mientras lo cruzaban. Su padre se sentiría orgulloso si lo viera con los ojos abiertos llevando al bulto a La Residencia.

       —¿Oíste al idiota, Moco?

       El Buitre sacó el blíster de Parkisonil. Rasgaba calmado el papel de aluminio con la uña del meñique. En el apartamento del Focsa, antes de dormir, había mezclado el Parkisonil con Ketamina raspando las tabletas con un bisturí, llenando de nuevo las oquedades del blíster con la mezcla y esnifando el sobrante. Ahora la uña parecía la boca diminuta de una buldócer extrayendo de la cavidad plástica el polvo blanco. Acercó la nariz y aspiró todo de golpe con un ronquido suave.

       —Qué ocurrencia la del bulto, ¿no, Moco? Preguntarnos si somos sicarios. No actuamos por plata, Rector. Y no es que nos sobre.

      —¿Rector? Hace cuarenta años que dejé el magisterio.

      —Usted sabrá por qué quieren cobrársela después de tantos años, ¿no?

       —¿Quién los manda?

       —Lo sabrá cuando lleguemos. Ahora cállese o le descojonamos el otro ojo, ¿ya?

       El retrovisor devolvía calma y oscuridad, ni este foco atrás para encender los nervios. Delante: un profundo silencio desgarrado por el motor de la furgoneta que se desplazaba ahora a ciento treinta kilómetros con los focos despejando la negrura, alumbrando insectos que atravesaban veloces la luz o se estrellaban contra el parabrisas. Un relámpago mostró un pedazo de mar encrespado y encendió un cigarro. Las volutas de humo se desintegraban y escapaban por la ventanilla. Le gustaba fumar mientras observaba el mar aunque fuera de noche. El reventar de las olas imponiéndose a los demás ruidos, el olor del salitre, aspirar la brisa suave, sentirla limpiando los pulmones, lo extasiaba. Estuvo a punto de cerrar los ojos y abandonarse al placer, pero recordó que manejaba y el Buitre estaba tan eufórico que era mejor no dejarle el volante. Debía estar vigilante. Nada de nombres, usen apodos, había dicho el Mudo. Vio al Buitre maniobrar en la guantera, empinarse de la caneca y suspirar de placer.

       —¿Un traguito, Moco?

       —Ahora no. En La Residencia.

       La uña meñique del Buitre hurgó en una cavidad del blíster, sacó otra dosis y aspiró torpe y ruidoso. Debía ir por otra receta. Por darle al Buitre sus tabletas de Ketamina para las mezclas le quedaban seis, muy pocas para alucinar durante la semana. El Buitre balanceó la cabeza hacia atrás, el cuerpo dio una sacudida y entró en letargo. Parecían los gemelos El Nene y Gaucho Dorda, hipnotizados por los sedantes, tiesos y ligeros de miedo, largándose con un baúl de plata a un suburbio residencial de Almagro, en Buenos Aires, hasta que pudieran llegar a un aguantadero en el Uruguay. Solo tienen el factor sorpresa, había dicho el Mudo. Deben moverse rápido, dos minutos máximo para despegar, sino la emboscada les caerá encima. El Mudo había filtrado toda la información, incluso los detalles del parte meteorológico que anunciaba chubascos, además de encargarse de los arreglos y el hospedaje en el Focsa. Todo limpio, sin fisuras. No se pongan nerviosos, muchachos, había recitado el Mudo con un cigarro bailándole en los labios, y bajen las persianas si les da por contemplar el mar y las arboledas iluminadas.

       Tomaron una carretera secundaria, luego un atajo sin pavimentar y el Moco redujo la velocidad: los pedruscos y los baches bandearon la furgoneta tan fuerte que escuchó crujir a los amortiguadores. Iban bien de tiempo aunque faltaran unos treinta kilómetros para llegar al galpón que los esperaba en el poblado casi desierto de Nazareno, a un costado de La Residencia. Dos goterones de lluvia se estrellaron contra el parabrisas y sintió alivio. Ahora podía considerar a la lluvia su aliada, media hora antes se hubiera convertido en cómplice del otro, el bulto. La mano ya no dolía. El cosquilleo, la picazón o lo que fuera, se había evaporado. Era la mano de siempre. Reviéntenle la cara con esto, había dicho el Mudo. Cuando salían del Focsa el Buitre reía y decía: qué cosas las del Mudo, sonarle la cara al bulto con un libro. Demasiado ruido la cartulina, la habían probado golpeándose en los antebrazos, y él, el Moco, había decidido usar su propia mano, abierta, nada de un puño cerrado. El Mudo había sido claro en eso: quiero un susto, no que me lo dejen inconsciente, por eso reviéntenle la cara con este libro. Sonarle la cara al bulto con un libro ruso, reía eufórico el Buitre, qué cosas la del Mudo.

       Por el retrovisor el bulto daba tumbos sin quejarse. A lo mejor se quejaba y los lamentos no se escuchaban. Se había quedado con las ganas de escupirlo cuando lo entraron en la furgoneta, pero había que maniatarlo primero y encapucharlo también. Nada de cabos sueltos. Por eso llevaban una camisa de fuerza y un botiquín de primeros auxilios por si se ponía pesado el bulto durante el traslado. Lo querían vivito y coleando allá en el galpón, nada de paro respiratorio por el susto. Hasta insulina cargaban por si al bulto le daba un bajón de azúcar. Solo los mierderos pasamontañas se habían quedado en un descuido en el apartamento del Focsa y eso que iban bien sedados para memorizarlo todo. Cuando se dieron cuenta ya era demasiado tarde para ir a buscarlos. Andaban corto de tiempo, el poco que sobraba era para montar la vigilancia y largarse con el bulto en cuanto asomara el pescuezo.

       «Sal ya, putón», había retumbado una voz dentro de su cabeza media hora antes. Daba escozor encontrarse a solo una cuadra del parqueo del canal de televisión: demasiadas luces, demasiados carros, y sobre todo demasiado silencio. Eso lo tenía nervioso. Recordaba el sudor de las manos mientras veía los reflectores desperdiciando luz sobre la carrocería de tantos autos alineados. Por suerte el custodio no había entrado en su campo de visión. Era mejor así. Si deseaba fumar que se acabara el cigarro dentro de la garita. En la salida del parqueo no tenía nada que hacer. Querían cargarse a uno solo y ya salía del canal de televisión. Quiso empotrarlo contra el portón trasero de la furgoneta con una soga al cuello, pero faltó tiempo y sobraban los nervios. A lo mejor era un espejismo los pasos que escuchó y el cono de luz de una linterna. Quizás era la tensión de saber que el trabajo había empezado con el bulto atrás y aún quedaba un trayecto enorme para sentirse a salvo. Sí, a salvo en esa huida en la que contaban con pocos minutos hasta que se dieran cuenta que el bulto no estaba donde debería estar sino con ellos.

       Ya podían relajarse, la oscuridad era total en el atajo. Iban con los faros apagados, una ventaja enorme si lo perseguían. Por algo conocían ese meandro que los conducía a La Residencia. Abrió bien los ojos a la oscuridad. Las escobillas patinaban sobre el parabrisas al escurrir la lluvia como si de pronto fueran a atascarse. Entre los árboles, el río mostraba un costado en movimiento, saltos de agua sobre piedras y troncos caídos. Allá en la colina asomaban las luces del edificio de La Residencia. Los miembros de La Cofradía debían estar despiertos, de pie y sin prisas, esperando su llegada. Confiaban en que ellos regresarían sanos y salvos con el bulto. A lo mejor estaban estirando las piernas a las puertas del garaje, y el líder de La Cofradía, Delfín, con un cigarro en la boca. Podía apostarlo.

       ¿Cuántos años llevaba esa congregación tratando de identificar al bulto en la foto de un periódico? Hemos perdido la cuenta y para el caso ya no importa, había dicho el Mudo con el cigarro entre los dedos. ¿Qué significa ocho, diez, quince años, si de pronto el olfato de uno de nosotros da con el rastro del bulto? Sí, de eso se trataba, de una cacería. Se lo habían confiado al Buitre y a él en una de las reuniones que La Cofradía celebraba en secreto en La Residencia: habían dedicado gran parte de su vida a rastrear al Rector, al Ministro y a la Decana, así apodaban a los bultos. La Decana ya está localizada, estén listos.

       ¿Por qué a Delfín le dirían el Mudo? Hablaba bien aunque a veces tartamudeaba, algo leve, sin los atascos penosos de un gago. Lo de tartamudo a lo mejor venía de atrás, de un trastorno del habla en la infancia que había desaparecido con los años, algo que quizá le daba ese aire sombrío y de pocas palabras, las suficientes para liderar La Cofradía. El Buitre y él no eran miembros de la hermandad ni les interesaba. Fueron sus padres quienes los llevaron a ejecutar el secuestro, a prestar incluso el galpón para ocultar a los bultos hasta que decidieran qué hacer con ellos.

       Quizás el Mudo los vio indecisos al principio, ellos no eran matones ni sicarios, simplemente transportaban a los hermanos de La Cofradía a donde fuera y de paso les servían de mandaderos. Pero un mes antes del secuestro el Mudo los entró en el aserradero oculto al fondo de la cochiquera y allí, entre briznas de aserrín y olor a madera desnuda, entre los bramidos de puercos hambrientos que hociqueaban con fuerza las trancas de la cochiquera, allí, entre el silencio y el asombro, el Mudo les mostró periódicos amarillentos y apolillados que demostraban que esos bultos eran los responsables de que sus padres estuvieran muertos, enterrados quien sabe dónde en una tumba sin nombre. Por culpa de esos vejestorios han cargado con una orfandad tan temprana, muchachos. Pero la venganza no puede ser a lo bruto, había explicado el Mudo, nosotros no somos unos trogloditas, ¿de acuerdo? De acuerdo.

       Aunque los invitaron a otras reuniones secretas preferían esperar algo concreto: la localización de la madriguera de los bultos. Sumergirse en la información, filtrarla y verificarla, era asunto de La Cofradía. El Buitre y él estaban dopados de recuerdos, les bastaba la adicción a un ajuste de cuentas, ese letargo de sentir que debían algo al pasado aunque vivieran el presente. Pero lo reconocían, los hermanos de La Cofradía parecían unos dóberman pura raza alimentados durante años con piltrafas de recuerdos, ciegos a otro olor que no fueran las recorterías de periódicos y boletines informativos de la televisión. Escudriñaban hasta los crucigramas de las revistas y se sentaban hambrientos cada día frente al televisor para ver los noticieros, porque la muerte repentina o por penosa enfermedad de un bulto de ese calibre no pasaría desapercibida. Hasta compraron de contrabando un documental con la esperanza de entrever a los bultos entre las imágenes despixeladas pero fue en vano. Los mandamás los habían desaparecido de la vida pública. Era lo más probable. Para que no se la cobraran, para impedir que lo lincharan, y a los efectos de la realidad cotidiana era como si los bultos no existieran, y si existían, algo de lo que La Cofradía estaba muy segura, si los bultos trabajaban en alguna parte, si recorrían las calles caminando o en auto con los cristales polarizados, ellos, los miembros de La Cofradía, admitían no haber sido capaces de identificarlos, al menos no habían tenido la menor oportunidad. Hasta ese día. Qué suerte la del Mudo, ¿no? Era su cumple, los miembros de La Cofradía habían improvisado un asado al fondo del aserradero y los habían invitado al Buitre y a él. Y allí estaban masticando el crujiente pellejo de puerco, bebiendo ron, y las fichas de dominó golpeando en la mesa alternando con el eco del televisor, cuando uno de los hermanos de La Cofradía señaló a la pantalla.

       «Delfín, ¿ese no es el mierda que buscamos hace rato?»

       «Dios santo. Está hecho leña, pero es el mismitico. A eso le llamo un regalo de cumpleaños».

       Lo recordaba clarito. El Mudo los había observado de reojo mientras encendía un cigarro con una calma milenaria.

       «Muchachos, llegó la hora».

       Sí, estábamos listos. Que nos dijera el cuándo y el dónde. Pero el Mudo dijo: calma, muchachos, si los puercos pueden resistir el hambre, nosotros también. La operación tiene que ser un éxito. Nada de cabos sueltos.

       —La puta que nos parió.

       —Acelera duro, Moco.

       Los neumáticos patinaron en el fango, la furgoneta zumbaba y sintieron que descendía mientras agonizaba en el atasco. Bajaron las vigas, las colocaron ante las gomas traseras y el Moco agarrando el volante con furia apretó el acelerador con todo. La furgoneta dio un bandazo y el Buitre sintió el humo caliente del tubo de escape llenándole la cara.

       —Puta lluvia.

       —Tranquilo, Moco. Ya casi estamos en La Residencia. Mira.

       Tragado por la noche el edificio de La Residencia parecía un insecto luminoso oculto en un bosque. Mientras ocultaban la furgoneta en el garaje vieron una brasa diminuta ardiendo en la oscuridad, luego realizó un arco en el aire y se crispó sobre el fango. Una llama rasgó en lo oscuro. Sentado sobre una piedra frente al galpón, el Mudo encendía otro cigarro. Golpearon al bulto en la cabeza para que caminara más de prisa. Ya en el galpón lo sentaron bajo una bombilla de luz pálida y le quitaron la capucha. ¿Tanto había envejecido en el trayecto de apenas dos horas?, ¿el miedo podía envejecer, achicar, un cuerpo tan rápido?

       —¿Quiénes son? ¿Qué quieren?

       —¡Al fin, cuánto tiempo! —El Mudo miró a cada uno de los miembros de La Cofradía y soltó—: Un animal extraño nos visita
sin anunciar su inesperado arribo. ¿No se los dije, muchachos? La espera valdría la pena.

       —Se han equivocado de hombre. No sé a quién buscan, pero no soy yo.

       Esta vez él, el Moco, no lo golpeó en la cara. Carraspeó con fuerza, abrió la boca y soltó el salivazo. Ya vendrían luego el interrogatorio, el acto de recordar y la confesión anticipándose al miedo. Ahora solo veía su escupitajo en la cara del bulto, y los salivazos del Buitre, el Mudo, y del resto de La Cofradía, uniéndose. Por los ojos del bulto resbalaban los gargajos hasta llegar a los labios. Y el bulto sacudía la cara para quitarse el flemerío.