Rolando Sánchez Mejías: ¡Pero, miren, si es un gordo! / Y le dijo adiós a La Ñata entornando sublimemente los ojos

Autores | Diáspora(s) | 17 de julio de 2023
©Hub

¡Pero, miren, si es un gordo!

Durante los días siguientes, Ambrosio pensó en La Ñata, cosa rara, pues él no se consideraba un adepto del amor. Solía decir: «No he tocado, nunca, a una mujer. Ergo: el amor es una ficción».

Pero de pronto, para sorpresa de Ambrosio, La Ñata se había convertido en el objeto de su amor. Primero, Ambrosio trató de forcejear en su mente: «¿Cómo voy a amar a alguien que ni siquiera he visto?». Por otra parte: ¿qué relación podía haber entre los sucesos del Mercado y del solar de Ánimas Temblorosas?

Embargado en pensamientos contradictorios, Ambrosio no se movía de su cuarto. Allí pasaba todo el tiempo. Incluso había postergado los proyectos de la Bomba. Los papeles se amontonaban por dondequiera, sucios y garabateados de diagramas y esquemas que empezaban a perder sentido para él.

Transcurrieron semanas y la situación empeoró. Tanto Ambrosio como el espacio que lo rodeaba eran una calamidad. Una barbita grosera e inestable crecía en su rostro blancuzo. El pelo, que de por sí era grasoso y rebelde, ahora era una maraña tupida y cochambrosa. Los ojos: inexpresivos, con legañas. Del cuarto podía decirse otro tanto: una jaula opresiva, maloliente.

Ambrosio, sentado en el suelo, en la posición de loto, repetía cada cierto tiempo: «Soy un cerdo».

Hubiera durado indefinidamente en dicho estado, si una noche no hubiera creído oír, afuera, un espantoso tronar de explosiones, gritos y traqueteo confuso de carros.

Ambrosio pensó: «Afuera está pasando algo». Y bajó al portal del edificio, tambaleándose por la debilidad. El apagón duplicaba la noche, iluminada discontinuamente por llamitas de fósforos, fogonazos, disparos y reflectores que surcaban el cielo.

Ambrosio se restregó varias veces los ojos, y se dijo: «Sin dudas, esto es el Fin del Mundo».

Un grupo que pasaba en esos momentos por la calle, disparando al aire, se detuvo frente al portal de la casa de Ambrosio. Ambrosio les preguntó:

—Eh, amigos, ¿por qué combaten?

El que parecía ser el jefe dijo:

—No preguntes tanto y súmate a nosotros.

—¿Y quiénes son ustedes? 

—¿Nosotros? —el jefe miró a los otros y disparó al aire—. Nosotros somos… nosotros —y rio junto con los demás.

—¿Son orientales?

—¿Orientales? Nos parta un rayo.

Otro dijo:

—¿Qué? ¿Vienes o no vienes?

Ambrosio no contestó. Parecía inmerso en sus propios pensamientos o en un vacío infinito.

-Déjenlo. ¿No ven que a ese gordito remolón no le importa lo que está pasando?

El que parecía ser el jefe dijo:

—Bueno, no está mal tratar de convencerlo. Recuerden que primero debemos de hablar lo más posible con la gente. —Y se dirigió a Ambrosio—: ¿Sabes usar armas?

Ambrosio preguntó:

—¿Qué tipo de armas? 

—Bueno, tenemos ametralladoras, pistolas, escopetas… Sin contar cuchillos y otros pérfilos cortantes como la sevillana y el serrucho malayo.

Ambrosio se rascó la cabeza y se dijo: «He perdido tiempo. Si en vez de haberme dejado arrastrar por la neurosis hubiera dedicado el tiempo a construir la Bomba, ahora tuviera algo sólido que ofertarles a estos hombres de acción, que me necesitan».

—¿Te decides o no?

—No, otra vez será. Estoy fabricando «una cosa» que les gustará mucho si nos volvemos a ver.

Del grupo le dijeron al que parecía ser el jefe:

—No pierdas tu tiempo con este lelo. Somos hombres de acción. No peleles de la meditación y la postergación.

Ambrosio pensó: «Cuando mi Bomba explote seguro te tocará, aunque sea una astillita en la cabeza, zoquete sabiondo. Entonces me dirás».

Y dijo:

No es el género de guerra que me interesa.

—Así que no te interesa nuestra guerra, gordo —dijo el que parecía ser el jefe, disparándole una ráfaga. Tenía el pelo revuelto, los ojos pequeños y convulsos, pero los labios habían cuajado en una eterna sonrisa que le hacía parecer un hombre feliz. Luego lanzaron muy cerca de Ambrosio botellas vacías, pedazos de asfalto y hasta un gato muerto, o que se hacía el muerto, porque se levantó en el acto y se esfumó de un salto.

Ambrosio apenas tuvo tiempo para tirarse al piso, quedando protegido dentro del portal. Siguieron otros disparos, que salpicaron la pared y no dejaron en pie ni un cristal de las ventanas.

Y así estuvo hasta que oyó cómo se perdían los pasos, acompañados de vítores y risas. Cuando supuso que estaba fuera de peligro se deslizó prudentemente hacia la calle. Miró a todo lo largo del asfalto y vio grupos que se movían como conjuntos discretos, ya sea en zigzag, en línea recta o en curvas azarosas.

Pegándose a las paredes llegó hasta la esquina siguiente del parquecito de la Iglesia y fue testigo de un espectáculo que le hizo vomitar: varios enanos, uniformados, rodeaban a un hombre alto, flaco y zancudo que trataba a duras penas de escapar a los golpes que los enanos buscaban asestarle con sus fusiles. Uno de los enanos decía:

—Si contáramos con bayonetas caladas, ya te hubiéramos enganchado, cacho cabrón.

Ambrosio pensó: «Sin dudas ese argot es propio de orientales. Sin embargo, la estatura de estos seres es singular. No creo que sean a la vez enanos y orientales, al menos en esta terrible situación que los ha reunido».

Otro enano, parándose a descansar, dijo:

—¿Por qué no lo fusilamos y ya?

Otro dijo:

—Lo mejor es llevarlo al Parque Central, y lo colgamos de una mata. Es la tradición.

Al no ponerse de acuerdo, continuaban en la tarea de propinar al flaco golpes con los fusiles, errando siempre.

—Si esto fuera la guerra ruso-japonesa —dijo un enano—, le entraba por detrás y le cortaba el cuello a este larguirucho.

De pronto, uno de los enanos vio a Ambrosio acurrucado como un muerto contra la pared:

—Eh, ¿qué hace ese ahí mirando?

—¡Pero, miren, si es un gordo!

***

Y le dijo adiós a La Ñata entornando sublimemente los ojos

—Está bueno para decir: «¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego!». Y acabar de incrustar a ese saco de arena contra la pared, así no anda chismorreando en lo que no le importa.

Uno de los enanos, al ver que el resto elevaba sus armas contra Ambrosio, exclamó:

—¡Esperen! Visto así de lejos, parece que no es tan alto que digamos. Vamos a echarle un ojo, no vaya a ser que matemos a uno de los nuestros.

Se acercaron cautelosamente a Ambrosio, que temblaba encogido.

—Mirándolo bien, no es enano.

—Aunque un poco más y pudiera serlo. Solo que abulta.

—No se dejen confundir, señores. Si baja noventa libras sería como los demás.

—Pero, bueno, ¿qué medida garantiza la condición de enano?

Se hizo un silencio espeso. 

Un enano dijo:

—Que yo sepa, Napoleón no era enano.

—Yo hablo de la medida exacta. Napoleón no es rasero de nada.

—Imagínense si tenemos que medir a todo el que nos encontremos por el camino. No mataríamos a nadie, ¿no les parece?

—Bueno, señores, no es para tanto. A ojo de buen cubero uno sabe que quien es, no es, y quien no es, es.

Uno de los enanos miró al que había hablado y le dijo con ira:

—Oye, ¿qué trabalenguas es ese? ¿Dónde te enseñaron a decir semejantes estupideces?

—Ey, ey —dijo otro interponiéndose entre ambos—. Eso precisamente es lo que el enemigo quiere: desunirnos.

Entonces Ambrosio habló intentando ser sereno:

—No crean, amigos míos, él no ha dicho nada insensato.

—¿Qué tú quieres decir con ese tono presuntuoso?

—Intentaré explicarme —dijo A—. Voy a ponerles un ejemplo. Lo pequeño puede ser grande en ciertas circunstancias.

Los enanos se movieron nerviosos. Uno habló asintiendo:

—Me gusta lo que dijo.

Otro:

—En el fondo quiere expresar que no somos tan chiquitos como la gente supone.

—A ver, gordo, dame la mano —dijo otro ayudando a levantarse a Ambrosio de un tirón.

Uno de barba dijo:

—También para un gordo la vida es dura.

Entre todos limpiaron la basura que se había pegado a la ropa de Ambrosio.

—Ahora, vete, y no andes por ahí dando vueltas. En último caso únete a «los gordos» y así podremos luchar en igualdad de condiciones.

Ambrosio dijo:

—No. Yo soy un hombre pacífico, por lo menos en ciertas circunstancias.

De nuevo se hizo un silencio embarazoso.

El enano de la barba dijo:

—Mira, gordi… Aquí no hay ciertas circunstancias. Es la guerra y ya. 

Ambrosio se excusó:

—No es que esté en contra de la guerra. Pero esta guerra no es de mi preferencia. No me gusta el caos.

—Pues deberías tomar partido —dijo otro enano algo ansioso.

Ambrosio contestó:

—Sí. Eso mismo me ha explicado mi profesor de Filosofía. Me ha dicho: «Ambrosio, en esta vida hay que tomar partido». Si no tomas partido, mueres como un perro, que es la frase final de El proceso, de Kafka, una fábula edificante y que os hará llorar (los ojos de Ambrosio se humedecieron). Dos matones lo mataron como a un perro en las afueras de Praga, y el pobre K nunca entendió el porqué. Deberíais leerla en grupo, tipo círculo de estudio. Sé que sois buenos muchachos y amáis secretamente el saber.

—A mí no me gusta la Filosofía, ni ese tipo de literatura tan extraña que lees, pero no dejo de reconocer que tu profesor es un tipo inteligente. Mi padre una vez me dijo algo parecido. Me dijo: «Pequeñín, en este mundo no hay mucha diferencia entre un perro y un enano». Y tenía razón.

Ambrosio dijo:

—Algún día los llevaré a la Universidad para que conozcan a mi profesor. Incluso, ese día puedo pedirle que se acueste en el piso y que se levante un metro en esa misma posición sin mover un dedo.

—¿Eso hace tu profesor? Uff. En el circo que yo trabajaba lo hubieran aplaudido con ese numerito. Si esto acaba bien vamos a ir a ver a tu profesor de Filosofía. Él se irá con nosotros al circo.

—Lo dudo —dijo Ambrosio.

—¿Cómo que lo dudas? ¿Qué quieres decir con eso, gordo?

Ambrosio contestó:

—No lo tomen a mal. Pero a él no le gustan las apariencias de las cosas.

—¿Qué tú quieres decir? ¿Qué nosotros aparentamos ser lo que no somos? —La agresividad crecía.

—No me refiero a ustedes. Y él tampoco se referiría de manera festiva sobre dicho tópico. A mi profesor solo le importaría preguntarse si es justo que ustedes vendan su fuerza de trabajo del modo en que lo hacen.

—¿Tú sabes una cosa? Tu profesor es un camaján. Pero no te ocupes; cuando esto acabe nos damos un saltico por la Universidad y le pasamos la cuenta.

—Mejor vete rápido, antes de que nos arrepintamos —dijo otro.

Y con los fusiles empujaron a Ambrosio.

Cuando doblaba la esquina, Ambrosio pudo escuchar:

—Ya me empezaba a no gustar. ¿No oyeron cuando dijo con voz de mequetrefe: «en ciertas circunstancias… en ciertas circunstancias»? Y que yo sepa he sido enano en todas las circunstancias. Si fuera la guerra ruso-japonesa le arrancaba el pescuezo, y se acabó.

—A mí tampoco me gustó lo que dijo respecto a la altura que se levantaba el profesor: un metro. Ese gordo es un cabrón. A mí me parece que un metro es la medida estándar de un enano.

—Un metro medirás tú. Yo mido casi metro y medio.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué no eres enano?

—He estado a punto de no serlo, en ciertas circunstancias.

—¿Sabes una cosa? A veces creo que tú eres un espía.

Y el pataleo agresivo se escuchó hasta que Ambrosio dobló por la esquina siguiente, en busca del Capitolio. 

En el parque del Buen Cristo asistió a una escena que lo dejó pasmado. Cientos de personas habían conseguido amontonar miles de libros con la decisión de quemarlos, pues saltaban como indios o posesos carismáticos alrededor de la montaña, encendiendo fósforos, dando gritos de júbilo y amagando tirar los fósforos a la masa de papel impreso.

Ambrosio se acercó a la pila de libros y cuál no sería su sorpresa al ver algunos de los títulos y autores: Verne, Salgari, Dumas, etc. Pensó: «Ellos han hecho mucho contra la mala exactitud. No se lo merecen».

La pira empezó a arder. El fuego se multiplicó. La llamarada unánime se alzó hacia el cielo.

Ambrosio, jadeante, siguió su carrerita. Se sentía fatigado y a la vez repleto de una rara energía. En su camino vio otras piras de libros: le molestó sobremanera la que concernía a los textos de geometría, física y matemática. Ante un libro de «teoría de los conjuntos», lloró desconsolado. Avanzó por las últimas cuadras.

En el Capitolio, una multitud coreaba consignas. Los primeros escalones estaban totalmente cubiertos. Una soga y una fila de gente uniformada separaba a la masa ruidosa del resto de los escalones y de la tarima empotrada en lo alto. Ambrosio, dando codazos, llegó hasta los primeros escalones de abajo. Pensó: «La masa, ciertamente, es un conjunto nulo o vacío. Uno puede moverse de un punto a otro y es como si hubieras regresado al punto de origen, si es que alguna vez hubo origen en el caso que nos ocupa».

Fue cuando vio las caras de los que arengaban a la multitud desde la tarima. Su sorpresa no tuvo límites cuando reconoció que en el centro del reducido grupo estaba La Ñata, que en esos momentos gritaba:

—¡Pensaban que nos arrastraríamos como bestiaaas del subsuelo por toda la Eternidaaaaaad! —con el puño en alto, colérica, retaca y, sin embargo, dando salticos dinámicos.

Ambrosio pensó: «Seguro que habla en nombre de los orientales».

Le preguntó al que aplaudía a su derecha:

—Oiga, ¿ustedes son orientales?

El aludido terminó de aplaudir y le respondió a Ambrosio con tono despectivo:

—¿Qué tú te traes?

Entonces sintió sobre él la mirada fulmínea, y a la vez suave, de La Ñata, y su corazón latió con fuerza. Lleno de felicidad, Ambrosio le dijo al que estaba a su izquierda, un viejo con una bolsa con plátanos en una mano y una banderita en la otra, agitando la banderita sobre su cabeza con un movimiento similar al de un ventilador gastado.

—No se ocupe. Vamos a acabar con los orientales. Ya verá.

El viejo lo miró como si no hubiera oído bien y le dijo:

—Caballeros, saquen a este zombi de aquí.

Ambrosio se sintió halado por cientos de manos, y tirado de aquí para allá, como un saco de papas. Pensó: «Es sencillo, como el más sencillo axioma geométrico: la masa siempre es despreciable». Y prefirió irse. Pero antes extendió una mano abierta, desde su precaria situación, y le dijo adiós a La Ñata, entornando sublimemente los ojos.

Dos cuentos del libro inédito de ficción «Vida de Ambrosio». Publicación original en ‘El estornudo’.