Rolando Sánchez Mejías: Rufo y Albino tienen una conversación
Ambrosio se topó con su amigo Rufo en la calle Reina. Rufo, el Albino. Rufo era una especie de ángel degenerado en lo que concernía al físico: parecía engordar de repente, pero su sistema óseo se las arreglaba para crear, también de repente, ángulos y anfractuosidades imprevistas, que tenían como centro la frente despejada y huesuda. Al sonreír —y siempre sonreía, una sonrisa bobalicona— parecía un muchacho esencialmente bueno. Sin embargo, sus ojos, muy claros, se llenaban de una malicia infinita. Era pequeño, de hombros cargados, pero de piernas enclenques y retorcidas.
Rufo buscó la voz que lo llamaba:
—Ey, Albino, aquí.
A Rufo no le gustó lo de Albino. Había tenido que soportar durante su infancia, mientras estudiaba en una escuela en el campo, este y otros motes agresivos. Y ahora solo faltaba aquello, que en medio de los portales de Reina alguien le gritara Albino. Por otra parte, no se consideraba un albino. Que fuera rubio y muy blanco era una cosa. Eso sí: sabía que era casi un albino. No lo habían aceptado para el servicio militar precisamente por ese problema de piel, como le dijo la comisión.
—Albino tu madre —dijo Rufo entre dientes avistando a Ambrosio, que ya llegaba sudoroso, agitando una mano de congratulación.
—Ambrosio, no me gusta que me llamen Albino.
Ambrosio se secó el sudor que le caía por la papada. Rufo pensó: «Dios mío, no ha cambiado en nada. El mismo cuello percudido, la misma inocencia congelada en el tiempo».
—¿No eres albino? —preguntó inocente Ambrosio.
—No, no soy albino, Ambrosio.
—Pero tu familia sí, ¿verdad?
—¿Te refieres a mi hermana?
Ya habían llegado a Galiano. Rufo pagó dos cucuruchos de maní y le dio uno a Ambrosio.
—No, a tu hermana nunca la he visto. Dicen que es blanca como la leche, pero que sin embargo no es albina —contestó Ambrosio.
Rufo no dijo nada. Al rato habló, después de masticar lentamente el maní hasta convertirlo en una pasta:
—No, no es albina. En realidad, la única albina de mi familia es mi madre.
—¿Completica? —Ambrosio estaba asombrado.
—Completica.
—¿Y tu hermana?
—Ya te dije. Es muy blanca. Pero de una blancura especial. Como la luna.
«Ah, como la luna», pensó Ambrosio. Y pensó, también, que todo lo que tuviera el color luna contaba con una peculiar belleza.
—Una belleza lunática —concluyó en voz alta.
—Más o menos —dijo Rufo bostezando.
—Oye, Rufo —dijo Ambrosio de pronto—, ¿por qué no me presentas a tu hermana un día?
—No sé si a ella le gustará conocerte, Ambrosio. Eres un tipo especial. Dudo que ella quiera tener tu amistad.
—¿Mi amistad? —Ambrosio se detuvo, sacó el pañuelo y se secó la nuca—. ¿No será al revés? A lo mejor a ella le es imposible sostener cualquier amistad.
«Como la luna», se dijo Ambrosio. «No quiere mi amistad como no la querría la luna con nada ni con nadie». Y dijo, como si hubiera descubierto un secreto importante:
—Es una lunática.
Rufo se puso pálido y escupió el maní medio triturado:
—¿Qué quieres decir con eso de lunática?
Ambrosio respiraba con afán, y la vieja sensación de mandíbulas apretadas le notificaba la imposibilidad de explicar en profundidad sus pensamientos. Al fin dijo:
—Dicen que se pega a los barrotes de la ventana y que mete miedo.
Rufo le sujetó un hombro:
—¿Quién te contó esa historia, Ambrosio?
—Nadie. Es vox populi.
—Fue el cabrón de Helminto. Se hizo novio de ella y ahora anda dándole a la lengua.
—¿Es lunática o no?
—Bueno —Rufo se metió las manos en los bolsillos—, lunática lunática, no.
—¿Y por qué mete miedo?
—Porque tiene la cara redonda e hinchada.
—¿Y el color?
—Siempre tuvo ese color.
—¿Y la gordura?
Rufo se paró y miró serio a Ambrosio:
—¿Qué gordura?
—Dice Helminto que pesa como trescientas libras.
—Helminto es un hijo de puta. Fue a casa con el cuento de que yo le repasara a los filósofos presocráticos. Helminto se ha fabricado una historia a su manera. Es un pinareño desaforado, sin raíz, un mentiroso autóctono de armas tomar. Otra cosa: acuérdate que Helminto no fue aceptado por el servicio militar por leporino.
—¿Y no aceptan a los leporinos? ¿Qué tienen que ver los labios con la guerra?
—El caso de Helminto es un caso sui generis. Sería desconcertante tener a un leporino como Helminto en una tropa donde el resto no fueran leporinos. Es un problema de moral, de moral vinculado a la estética, lo que se vuelve un problema de lógica.
—No obstante, Helminto habla de modo correcto. El labio no lo hubiera estorbado para transmitir y dar órdenes.
—No, en medio de un combate el leporino Helminto hubiera optado por el más total silencio. Su labio huele a traición. Fíjate que a mi hermana le dio mala suerte.
—Helminto cuenta la historia de otro modo. Dice que tu hermana está loca de remate.
Rufo lo llevó a una cafetería vacía. No había nada que comprar, solo unos refrescos aguachentos y calientes. Rufo pidió dos y explicó:
—Mira, Ambrosio, voy a contarte bienl la historia para que no te queden dudas. Eso que está propalando el leporino Helminto por La Habana no es de caballeros. Nadie debe arrogarse la facultad de meter la nariz en la vida de una familia como la nuestra, más en una ciudad donde todo se va divulgando en versiones infinitamente distintas. Resulta que, como sabes, yo me crié prácticamente en la Unión Soviética. Más exacto: en una ciudad cerca de Moscú. Mis padres eran técnicos en máquinas y habían ido a estudiar una nueva especialidad. Yo era pequeño pero ya comenzaba a deslumbrar a la gente con mi inteligencia singular. Causaba admiración hasta a los propios rusos. Aprendí el idioma en un año. Gané el campeonato de ajedrez de la ciudad. Y predije que, durante una tormenta de nieve, un alud se desbancaría hasta sepultar una granja de búfalos en un poblado cerca de la ciudad. Los búfalos habían costado caro, eran una nueva raza, valorada como un verdadero acontecimiento científico. Estaban directamente controlados por el gobierno central. Si un búfalo se enfermaba, había que informarlo con prontitud a las instancias superiores. Yo había dicho que el alud de nieve afectaría las instalaciones de la granja y, tal vez, dependiendo de las circunstancias, a los propios búfalos. El secretario del Partido del pueblo, cuando se enteró de mi predicción, dijo que cómo iban a hacer caso de las insensateces de un niño, un niño, dijo, que para colmo ni siquiera era ruso. Pues dio tan mala suerte —para nosotros y los pobres búfalos— que la predicción se cumplió. Y no solo que se cumplió. ¡Se cumplió al cuadrado! El alud sepultó la granja entera, derrumbó los edificios principales, desbarató el sistema de cañerías… y mató a cinco búfalos. Aún recuerdo sus números, pues en el pecho les incrustaban la numeración con fuego. El 12, el 44, el 101 y el 172. Se armó la gorda. De Moscú vino una delegación a investigar el accidente. Me llamaron para prestar declaraciones. Mis padres se habían opuesto alegando que yo era pequeño, además de ciudadano extranjero. Se carcajearon cuando oyeron la defensa de mi padre. El jefe de la comisión, un tal Alexéi, dijo a mi padre que si su hijo había ganado al campeón del pueblo con una variante Scheveningen en la que yo había sacrificado mi flanco dama para lograr una mínima ventaja en el centro, que si yo había hecho tal proeza en solo quince minutos (en realidad yo estaba apurado de tiempo), y que si yo había previsto el alud bien podía prestar declaraciones, todo esto dándole a mi padre unos espaldarazos joviales (mi pobre padre, hombre parco que había sido prácticamente criado en una iglesia protestante de la Víbora). Entonces Alexéi me dijo: «Ven grumete», y me haló de una mano como si fuéramos al parque o a paseo. Me llevó a la oficina donde funcionaba la comisión, me sirvió un vaso espeso de yogourt con miel: «Toma, grumete, te pondrás fuerte como un toro». Cuando me tomé el yogourt, dijo: «Bueno, ahora cuéntame cómo sabías del alud, etcétera». Le expliqué limpiándome la boca que a ciencia cierta yo no sabía nada del alud, que solo había sido una intuición infantil. Volvió a reírse, dando incluso una patada en el suelo, y enseguida se puso serio, apretandose la cabeza entre las manos: «¿Cómo tú sabías que moriría el 12, el 44, el 101 y …? ». «El 172». «Eso, el 172». Tomé dos cucharadas más de yogourt, una pasta consistente que se te derretía voluptuosamente en la boca. Dije: «Lo soñé». Alexéi reclinó su cabeza sobre la mesa, sin dejar de mirarme. «¿Que soñaste qué?». «La muerte de esos pobres búfalos», exclamé estallando en lágrimas. Alexéi meneó su cabeza y dijo: «Sí, grumete, eres un niño malito, muy malito». Y añadió: «No podemos construir la Utopía con ese tipo de sueños, grumete». Luego: «¿Sabes de quién es el yogourt que te estás tomando?». «Lo sé, del 44». Alexéi dio un salto en la silla: «¿Y cómo lo sabes, cabrón?». (Cabrón lo dijo en perfecto castellano.) «Pues no lo sé. Lo soñé también». Alexéi se paró y empezó a dar paseítos rápidos por la oficina, con las manos en la cintura como si de un momento a otro fuera a bailar. Dijo señalándome con el dedo: «Eres un mentirosito». Y añadió: «Yo creo que tus padres son espías. Clase media tropical. Tu papito que no toma vodka, pero sí gin tonic. No, así no se puede hacer la Revolución Mundial». Continuó: «Mira, hijo: he venido de lejos para resolver este problema. En Moscú me esperan cosas más interesantes. Hace una semana se perdió un tren. Dicen algunos que cruzó la frontera polaca. Dicen otros que se lo tragó la tierra. Tal vez no encontremos ni un vagón, pero sí fogatas, baúles abandonados a la buena de Dios, huellas en la nieve. Con eso se arma un caso». Alexei se me acercó. Olía a ajo, alcohol, arenque ahumado, su nariz sudaba a mares y un ojo le brincaba tirado de la ceja. Habló: «En la guerra vi grumetes como tú. Una vez uno me dijo: Teniente, anoche soñé que el enemigo entrará con sus tanques, no por los flancos como dice usted, sino por el frente. Y le dije: ¿Es que te bebiste anoche todo el vodka, grumete? ¡Ni gota, teniente, ni gota! ¿Entonces cómo sabes que entrarán por los flancos y no por el frente, como tengo previsto, grumete? ¡Porque lo soñé, teniente, porque lo soñé! Entonces le dije: Nada peor que un soñador en la guerra, mi soldadito. Y me dijo: Sí, mi teniente, acepto su crítica constructiva, pero me resultará difícil no aceptar que los tanques entrarán por los flancos y no por el frente. Bueno, para no alargar el cuento, los tanques no entraron ni por los flancos ni por el frente: entraron por la retaguardia. Fue el acabose. Un obús le arrancó a mi grumete las dos piernas. Antes de morir me dijo: Parece que esa noche soñé más de la cuenta, mi teniente. Alexéi volvió como de un lugar remoto y me dijo: «¿Me vas a contar la verdadera historia, hijo mío?». El bulto de la barriga de Alexéi rozaba obsceno mi frente. Eché a llorar y exclamé: «¡Elisa me dijo los números!». Alexéi se sobó las manos: «¿Tu hermanita?». «¡Sí, fue ella!». Añadí llorando: «¡Elisa es una pitonisa!». Alexei abrió la boca asombrado: «¿Pitoqué?». «¡Una adivina! ¡Ella sabe dónde ustedes construyen las bases secretas!». Alexéi no pudo contener las lágrimas, le salían a borbotones, y se mesaba el cabello, los ojos chispeantes: «¡Siempre hubiera querido tener una familia! ¡Un par de niños como ustedes! ¡Mi Elizaveta preparándome el samovar! Pero mi Elizaveta murió después de la guerra. Niños, sí. Pero nada de adivinos. Para adivino yo, que para eso me paga el Partido, que es inmortal».
»Una semana después nos devolvieron a Cuba. Elisa nunca les explicó cómo había obtenido las coordenadas de las bases. Ponía los ojos en blanco y la saliva le goteaba por la boca. De verdad que daba miedo. Los rusos aseguraron que nunca se habían encontrado con una espía tan fea. Como si sus espías fueran tan bonitos, ¿no te parece, Ambrosio?».
Del libro inédito de ficción «Vida de Ambrosio». Fuente original ‘El estornudo’.
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