Manuel Ballagas: Hotel París
Para José Cid Rodríguez
“Yo tengo un amigo muerto
Que suele venirme a ver … ”
José Martí
Nunca soñé que me toparía con él, y menos en Madrid.
Fue en el rastro de libros viejos que hay a la entrada del Pasadizo de San Ginés. En ese entonces, cuando andábamos de paso, me daba un salto por allí; no sé para qué, porque nunca compraba nada. En nuestro apartamento de Miami no cabía un libro más. Así que husmeaba entre los polvorientos volúmenes, acariciaba sus lomos tratando de leer entre las grietas lo que decían las letras truncas, sólo para distraerme. Nada más.
Había alzado la vista de unos libracos cuando nuestras miradas se cruzaron. Le reconocí enseguida. Se parecía, en la cara al menos, a un viejo retrato al óleo suyo, del pintor valenciano Domingo Ravenet. Ahora vestía bluyín y tenía el pelo revuelto y largo, y no engominado a lo Gardel, como se usaba en La Habana en la época en que Ravenet pintó el cuadro. Pero fue aquella mirada triste, la de todos sus retratos, lo que le delató.
Fui a acercarme; pero esquivó mis ojos, dio media vuelta y se escurrió callejón arriba. No le pude alcanzar. Para haber muerto más de medio siglo antes, mi padre era mucho más ágil y joven que yo.
Aquello me dejó pensando. Los muertos no vuelven a este mundo sin motivo. Así que fui a contarle a mi mujer, porque nunca veo espectros ni nada sobrenatural. Pero a Juanita el encontronazo con mi papá se le antojó algo de lo más normal, como si resucitar al pie de la Cibeles fuera consecuencia inevitable de fallecer en La Habana o algo así.
–De Madrid al cielo –creo que dijo.
Una vez, hace algún tiempo, ella le había visto también, durante nuestra corta estadía en Fort Myers. Se le presentó una mañana en la sala de nuestro apartamento. Le dijo que velaba por mí, que siempre me acompañaba y si algún día se me presentaba sería para librarme de un grave peligro. Luego se esfumó. Desde entonces, le tuvimos puesto un vaso de agua, por si regresaba. Es lo que se hace en Cuba con los difuntos.
En Madrid, por la época de que hablo, nos alojábamos siempre en el Hotel París, un lugar muy antiguo que una vez hospedó a Rubén Darío y León Trotski, y cuyos datos había encontrado en un libro de viajes. Costaba unos cuarenta dólares por noche y estaba muy bien situado, a la entrada de la Puerta del Sol, bajo un letrero de Tío Pepe.
No se me olvida. Salíamos de Barajas y yo le decía al taxista: “A Alcalá número dos”, y listo, enseguida estábamos allí. Ahora lo han convertido en una tienda de Apple, creo. Los techies se arrebatan allí artilugios que venden a precios descomunales; pero en ese entonces el edificio estaba casi vacío de huéspedes y repleto de voces y ánimas. Las mucamas se persignaban en sus pasillos a toda hora, aterradas.
Juanita les dio consejos sobre cómo apaciguar a aquellas presencias con agua de colonia y flores. Les enseñó también oraciones poderosas para protegerse de los escalofríos que las asaltaban a veces mientras trajinaban.
Pero los fantasmas de aquel hotel eran demasiado viejos, algunos de antes de la Guerra Civil. La mayoría penaba pecados muy mortales y no se rendían fácilmente ante sahumerios o exorcismos. Algunos eran implacables. Se habían adueñado de muchas de las habitaciones e infestaban los pasillos y las solitarias escaleras. Había uno, en particular, que no cesaba de asediarnos, el de una bailaora andaluza llamada Ada Cochero. Yo no la veía; mi mujer no lo podía creer.
–¡Si está ahí, mirándose al espejo! –decía.
De madrugada, la arrancaba del sueño haciendo repiquetear sobre la pared sus uñas larguísimas. Era morena, altanera y voluptuosa. Lucía un vestido negro entallado, de muchísimos vuelos, como esos que se ven en Sevilla por Semana Santa, y sujetaba su cabello con una enorme peineta del mismo color.
Le contó a mi mujer que había muerto estúpidamente en tiempos de Alfonso XII, engatusada por un señorito que le propuso un pacto suicida del que sólo ella cumplió su parte. El Maligno la eximía de cuando en cuando de sus tormentos, a condición de que conquistara para él alguna que otra alma desesperada en el Hotel París.
Juanita, empero, se las arregló para tenerla a raya. Mientras yo dormía a pierna suelta distraía a la muerta enseñándole pasos de baile. Sus sombras se entrelazaban y giraban en la penumbra de nuestro cuarto, taconeando al compás de unas castañuelas. Yo roncaba de lo lindo.
A todas estas, el tropezón con mi padre me pillaba en muy mal momento. Yo había venido a Madrid esta vez con un propósito muy puntual que oculté incluso a mi mujer, porque no quería asustarla.
Pasando por dos aeropuertos internacionales, y escondido en el forro de un maletín de apariencia inofensiva, había traído conmigo un montón de dinero. Exactamente treinta mil dólares en billetes de a cinco, diez y veinteque debía entregar a alguien; no sabía a quién, ni siquiera dónde ni cuándo. Sólo esperaba un aviso que no acababa de llegar, y aquello me daba cada vez más mala espina.
No era prudente andar con tanta pasta encima, por mucho que me cuidara. ¿Pero qué iba a hacer? No podía dejarla guardada en cualquier gaveta.
En medio de tantos sobresaltos casi se me había olvidado que nuestro sobrino Liván iba a venir la mañana siguiente, muy temprano, para acompañarnos al Escorial. Siempre que viajábamos a Madrid, se prestaba para escoltarnos y ser nuestro guía.
Así que madrugamos y tomamos el tren de cercanías con él a eso de las siete, y cuando llegamos casi una hora después a San Lorenzo, un taxi para trasladarnos a nuestro destino final. Yo no cesaba de bostezar, presa todavía del sueño viejo y el jet lag.
No hubiese querido poner un pie en aquel monumento enorme y siniestro al que íbamos; pero visitarlo era una promesa que le había hecho a un viejo amigo, el pintor y poeta José Cid.
Nos habíamos conocido mucho tiempo antes en una tertulia en La Habana donde se leían y comentaban relatos de ciencia-ficción. Ni él ni yo cultivábamos ese género, pero nos divertíamos con los disparates que allí se hablaban.
Pese a que nos separaba un abismo de edad, Cid y yo congeniamos pronto. Nos prestábamos libros y compartíamos nuestros escritos a menudo. Recuerdo cuánto me conmovió un poema suyo titulado El lobo, en que aullaba sus desventuras de exiliado.
Su vida había tenido también ribetes novelescos. Al fin de la Guerra Civil un tribunal franquista le condenó a doce años de trabajos forzados que cumplió íntegros, picando piedras. Una joven cubana con quien sostuvo correspondencia desde la cárcel le ayudó a escapar de España cuando le pusieron en libertad. Luego, se casó y tuvo hijos con ella.
Para cuando nos conocimos en los sesenta Cid acusaba ya los estragos causados por los rigores del presidio y la amargura del destierro. Todos le llamábamos cariñosamente “el viejito” Cid. Su mirada traslucía en ocasiones una honda tristeza.
Una tarde que compartíamos unas copas en casa de otro escritor -Guillermo Prieto, el cuentista, ahora que recuerdo- un repentino ataque de tos sacudió a mi amigo, a tal extremo que le dejó un buen rato aturdido y sin aliento. Nos hizo pasar a todos un sofocón, y la jornada se tornó sombría, aunque seguimos bebiendo. En Cuba se bebe mucho, sobre todo contra la muerte.
Cid me confesó entonces que, en vista de sus quebrantos de salud, había perdido toda esperanza de volver a ver España. Atribuyó sus percances respiratorios a toda la miasma y la cal que debió absorber mientras operaba taladros en la construcción del Valle de los Caídos. Luego me hizo prometerle que visitaría aquel sitio, para que viera con mis propios ojos la cantera donde se extinguió su juventud.
No lo pensé mucho antes de aceptar, pero tampoco se me ocurrió que alguna vez, para cumplir mi promesa, tendría que marcharme de Cuba para siempre.
De aquella excursión nos quedó de recuerdo una estampa plastificada de la cruz gigantesca que se alza sobre el Risco de la Nava. También memoria de la tétrica caverna donde reposan, ante un altar, los restos de Franco y José Antonio Primo de Rivera.
Traté de imaginarme a Cid taladrando aquel enorme agujero en la montaña, abriéndose paso entre la piedra, y no pude.
Afuera, después, recobramos los tres el aliento mientras contemplábamos el paisaje de Cuelgamuros desde una gris explanada. Fue entonces que saqué algo de mi billetera para enseñárselo a Liván.
Desdoblé el documento. Era una copia del retrato que Ravenet hizo de mi padre en 1935, de espaldas a la luz de una ventana. Desde que despegamos de Miami no me desprendía de ella. El papel no era de buena calidad, ni los colores; pero los rasgos de la cara aparecían bastante definidos.
–¿Conoces a éste? –le pregunté a mi sobrino.
Si había algún cubano nuevo o viejo en Madrid, Liván tendría que haberle visto. Llevaba años viviendo allí y no había rincón de la ciudad que no hubiera recorrido a pie o en metro, ni compatriota con quien no se hubiese cruzado al menos una vez. Cuando andábamos con él por cualquier vecindario, de Malasaña a Salamanca, hasta Hortaleza, Chueca o Chamartín, siempre saludaba a alguien, o alguien le saludaba a él.
Tomó el papel, lo miró y enseguida me dijo que aquella cara le sonaba de alguna parte, probablemente del Mercado San Miguel, o cerca de allí, por la Plaza de Oriente. Nunca le había hablado, sólo le había visto de lejos, pero me aseguró que podía encontrarle si yo quería.
–Lo traigo al hotel, tío –me dijo.
–Mejor no –contesté.
Se me antojó imprudente mandar a Liván en pos de un muerto.
Un muerto que me protegía y cuyo retrato había venido a recuperar a Madrid.
Y es que el cuadro Retrato de Ballagas era quizás la posesión más valiosa que habíamos abandonado al huir de La Habana en 1980, dejando nuestra casa a merced de una legión de pillos. En busca de él incluso me infiltré en Cuba una vez con pasaporte falso, en un viaje que pudo costarme la vida pero que no fue del todo inútil. Allá supe que la pintura de Ravenet también se había marchado al extranjero, probablemente de la mano de su ladrón.
A cambio de moneda dura y un poco de ron alguien me sopló al oído que la obra permanecía en poder de un diplomático, o uno de esos que en Cuba pasa por tal. Era poco, en verdad, apenas un chisme de borrachos susurrado en la Bodeguita del Medio. Casi no le di importancia. ¿Quién iba a decir que con el tiempo, siguiendo el tenue rastro, llegaría un día a Madrid para rescatar aquel tesoro?
De regreso al hotel, la policía nos estaba esperando.
No bien entramos al lobby, ya de noche, un guardia civil nos condujo, con cara de pocos amigos, a nuestro aposento de la segunda planta. Lo encontramos lleno de uniformados y personal de mono blanco.
De repente, se me ocurrió que el cateo tenía que ver con el dineral que había traído conmigo. Lo llevaba oculto ahora en un cinturón especial, prácticamente invisible debajo de la chamarra. Aun así, si me cacheaban lo iban a encontrar.
Revisaban las lámparas, abrían y cerraban las gavetas, espolvoreaban los muebles, levantaban cada mantel, cortina y alfombrilla. Lo retrataban todo desde muchos ángulos. Aquello nos trajo muy malos recuerdos.
En cierto momento, cuando el grupo se despejó delante de nosotros, pudimos percatarnos del cuerpo despatarrado de una mucama y las castañuelas que yacían a su lado, en medio de la habitación, como si alguien hubiera acabado de dejarlas caer allí a las dos.
Juanita se abrazó a mí. Liván lo miraba todo, paralizado. En esa época andaba todavía sin papeles y esperaba lo peor, estoy seguro.
Uno que tenía pinta de comisario nos salió al paso.
–Menuda excursión –dijo–. Pensamos que no íbais a volver nunca.
Por toda respuesta, le mostré la estampa plastificada de la cruz del Risco de la Nava. La miró por un lado y otro, indiferentemente, como si no fuera evidencia ni justificación de nada; luego nos preguntó si conocíamos a la muerta.
–Pobre mujer, era la que hacía la limpieza –fue lo único que se me ocurrió decir.
Juanita le explicó que sólo conversábamos con ella de cuando en cuando.
Fue lo mejor. Al parecer, la policía estaba al tanto de nuestras pláticas con Martirio por las mañanas, antes de irnos a la calle de paseo. Un empleado de la recepción seguramente se los había contado.
Lo que no les dijimos es que era una de las mucamas más acosadas por las sombras del Hotel París.
Se lamentaba a menudo de las voces ásperas que la perseguían por los pasillos, cantando sin parar aquello de dónde vas, Alfonso XII, dónde vas, triste de ti. Tampoco les dijimos que a veces sentía empujones violentos en las escaleras, y cuando se tumbaba a echar una siesta, manos tenaces que la aferraban por los tobillos, para arrastrarla.
Francamente, no nos sorprendió para nada que la hubieran encontrado muerta, porque ya lo estaba hacía mucho tiempo: muerta de miedo, quiero decir.
–¿Son vuestras las castañuelas? –preguntó de pronto el comisario, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al piso y al cadáver.
Estuve tentado de decirle que una bailaora andaluza de otros tiempos era su dueña, pero no me hubiera creído seguramente. Tampoco me hubiera creído si le decía que las mismas garras que las hacían repicar de noche en nuestro cuarto se habían llevado a Martirio para siempre. Ni yo mismo lo hubiera creído, por cierto. No tengo ojos para las cosas que importan. Así que se me antojó más prudente decirle que eran nuestras. Total. No eran precisamente el arma del delito.
No eran tampoco distintas de las que se vendían en algunas tiendecitas de la Plaza Mayor y la calle del Arenal, cerca de la librería de viejos donde tropecé, sin proponérmelo, con mi difunto padre. Las había visto muchas veces desplegadas en las vidrieras: un inofensivo suvenir, como otros que he acumulado al cabo de muchos viajes y naufragios. Muy bien podía haberlas comprado yo; pero no Ada Cochero, ciertamente. Las ánimas que se devuelven al abismo no suelen llevar consigo otro recuerdo que el horror que nos inspiraron.
Esa noche, por una vez, dormimos en una habitación sin fantasmas.
Cuando la policía nos dejó finalmente en paz, el gerente mandó mudar nuestros bártulos a un nuevo cuarto. Juanita le pasó revista antes de acomodarnos, para asegurarse de que nadie inmaterial nos acompañaba.
Miró por todas partes, escudriñó el armario, y parándose en el centro de la estancia, cerró los ojos y extendió los brazos a sus lados: nada. Faltaba allí, al parecer, aquella brisa que, cual gélido presagio, ella sentía antes de que una presencia se volviera visible o la tocara.
–Ni un alma –concluyó, al abrir los ojos.
Juzgamos, pues, oportuno asearnos y echarnos a dormir, seguros de que ninguna sombra maléfica vendría por nosotros. De paso, aproveché para poner a buen recaudo todo el dinero que llevaba conmigo.
Era una carga incómoda que me costaba trabajo escamotear a los ojos curiosos de Juanita. No veía la maldita hora de que me llegara aquel aviso.
Mientras nos preparábamos, Fermín, el gerente, llamó para decir que nunca había dudado de nuestra inocencia. Todo había escapado de sus manos cuando la policía tomó posesión del hotel y colocó a un centinela en el lobby. No pudo hacer más. Insistía ahora en enviarnos a la habitación un modesto platillo de fiambres y algo de vino de Rioja, para mitigar de alguna manera la contrariedad. Los españoles lo arreglan todo con el alimento.
Pero no me fiaba de tanta amabilidad. No creía en la desganada disculpa de Fermín, un pobre diletante que trataba de impresionarme a menudo dejando caer en nuestras pocas conversaciones los nombres de escritores españoles famosos, como si fueran sus grandes amigos. Pensé que algo se traía y le dije varias veces que no teníamos apetito, hasta que desistió de sus zalamerías.
Juanita me reprochó el tono brusco con que había rechazado el agasajo. No era conveniente, me dijo, traslucir recelo. Si se trataba de algún ardid, no haríamos más que reavivar innecesariamente las sospechas de la policía. Podían incluso obligarnos a permanecer en Madrid hasta que todo se aclarara. Quizás tenía razón.
Me levanté entonces de la cama y fui hasta una de las ventanas. Divisé desde allí un sedán oscuro que nunca había visto aparcado de noche del otro lado de la calle de Alcalá, casi junto a la Academia de Bellas Artes.
Hablando entre dientes, alerté a mi mujer:
–Míralos… –dije.
–¿Quiénes? –preguntó ella desde la cama.
–Nos vigilan –repuse.
–Qué idiota.
–En serio –dije.
–Duerme, anda –contestó.
–Creen que somos unos asesinos –murmuré.
Pero Juanita había cerrado los ojos y no me oyó. Al cabo de un rato de otear en las sombras, fui de vuelta a la cama y cuidando no despertarla, me deslicé debajo de las sábanas.
Para cuando el timbre del teléfono me arrebató del sueño, la luz del sol se filtraba ya por las ventanas. Aun así, tenía la sensación de haberme acostado apenas un momento antes.
Estuve tentado de no contestar -temía que fuera Fermín o peor, un equivocado- pero por fortuna lo hice: era Liván. Me dijo que acababa de verle.
Me enderecé de golpe en la cama y le pregunté dónde.
Era un sitio que conocíamos bien. Siempre comíamos algo en aquella fonda. Había hecho buenas migas allí con un camarero rumano de almidonado saco blanco. En algún momento empecé a decirle Ceaușescu y a él se le antojó gracioso.
La pasábamos bien. Se llamaba la Taberna de los Cuatro Robles.
Atravesé Sol prácticamente a zancadas y llegué allí en pocos minutos. No bien me tropecé con Ceaușescu le enseñé la copia de la pintura de Ravenet. Su expresión, habitualmente risueña, se alteró de repente.
–¿Para qué le busca? –preguntó.
–Es un viejo conocido –dije.
No pareció impresionarle, o quizás pensó que yo buscaba a aquel señor para cobrarle una deuda, quién sabe; así que le expliqué que tenía un recado urgente para él, cosa de vida o muerte. El rumano se encogió de hombros.
Me contó que venía de cuando en cuando, por la tarde. Tomaba un refrigerio, puede que una copita de brandi, y se quedaba garabateando cosas en un cuadernillo. Silencioso, incluso hosco, en un rincón. Esta vez parecía tener prisa. Consumió y pagó enseguida, lo justo. Acababa de marcharse.
Ceaușescu hizo entonces un vago gesto.
–Por ahí –dijo.
Me precipité a la calle.
Crucé Arenal, alcancé la Calle Mayor. Miré: sólo fachadas mudas asomaban. Pero sabía que las huellas de mi padre no podían haberse esfumado completamente. Aun las almas en pena deben dejar a su paso un rastro más o menos visible. Sobre todo si quieren prevenir que algo ocurra a un hijo loco.
Las enormes manos del reloj de la Casa de Correos marcaron entonces las cuatro y media.
Dando tumbos por andurriales repletos de turistas y casas de cambio, alcancé los soportales de la Plaza Mayor. Me detuve para recobrar el aliento. No hallaba rumbo. Lamenté en ese momento no tener a Liván conmigo.
Un asunto de empleo había alejado a nuestro sobrino de aquellos vericuetos. Me prometió, empero, vernos esa noche en el hotel, antes de marcharse a Murcia. Por alguna razón, no le creí. Con lo de la policía, habría quedado puesto y convidado con nosotros.
Entonces, de lejos, me pareció verle: igualito al retrato de Ravenet. Se escurría como una anguila en medio del gentío. Me escondí detrás de una columna, para no delatarme. Cuando volví a mirar, acababa de abrir una puerta, y de repente desapareció.
Eché a correr. No sé de dónde saqué la fuerza, pero llegué.
Era la sala de consultas de Mercedes, cartomántica, iridóloga y especialista en auras. Al menos eso decía en una placa. Aunque habíamos paseado antes por allí, nunca me había percatado de una puerta así a la sombra del Arco de Cuchilleros.
Entré sin tocar.
Me hallé en una sala ocupada por un par de sillas y una mesa pequeña casi cubierta de barajas y moneditas antiguas, de esas que tienen un agujero en el centro. El silencio era tal, que cada pisada mía parecía retumbar. Presentí que no me hallaba solo.
Avisté a mi derecha otra puerta. Tenté el pomo y la cerradura cedió, pero escuché unos pasos que parecían venir de dentro y contuve la respiración. Tomé entonces impulso y empujé la puerta: todos los ruidos cesaron inmediatamente.
El aposento era pequeño y ordenado. Flanqueando a un lecho pequeño y bien tendido había estantes repletos de libros y una colección de discos compactos junto a un minúsculo reproductor coreano.
Tomé uno de los libros y lo abrí. Tropecé enseguida con el sombrío exlibris que conocía bien –el grabado en blanco y negro de un portón herméticamente cerrado– con sus iniciales estampadas encima. Pero no pude seguir mirando.
Algo había escapado de pronto de las páginas del libro: un marcador, un papelito, o puede que una flor seca, una de esas cosas que se guardan un día y después se olvidan. Fui a agacharme para recogerlo, cuando escuché los ruidos.
No eran simples pasos. Martillazos, risas apagadas, muebles arrastrados quizás. Tuve la sensación también de ser observado, algo así como el peso de unos ojos ajenos sobre mi espalda. Aguardé el soplo de aire frío, pero nada se movió.
Juana Pérez espiritista,
Juana Pérez espiritual…
Me había venido a la mente aquella rima suya. Empezó a bailar en mi cabeza, como en otra voz, pero era yo quien la canturreaba en silencio, sin darme cuenta de que lo hacía:
Loriyé, loriyé, loriyé que loriyá…
Sentí de pronto la brisa helada.
–Manolo Francesco… –dijo alguien a mi espalda.
Me volví, sobresaltado, pero la brisa se volvió de pronto fuerte ventolera y me torció la cara, como una bofetada. Trastabillé, perdí el equilibrio y caí de rodillas. Las luces del cine se apagaron en mi cabeza antes de que pudiera ver quién me pegó.
Cuando abrí los ojos, qué sé yo cuándo, estaba de regreso en el hotel con una toallita húmeda sobre la frente. Me enderecé abruptamente en la cama y me llevé las manos adonde hubiera estado el fajín con los billetes de cinco, de diez y de veinte.
–¿Estás buscando esto? –Juanita preguntó. Agitó el fajín desde el otro lado de la habitación, donde fumaba sentada cerca de una ventana.
Volví a tumbarme y miré al techo. Me dolía hasta el alma, además de la cabeza.
–¿Cómo llegué? –dije.
–¿Cómo te fuiste? –contestó ella.
Tenía mucho que explicar.
Le conté de la elusiva sombra que perseguí dando traspiés desde la Taberna de los Cuatro Robles hasta el Arco de Cuchilleros; del fantasma de mi padre y el retrato, y lo mucho que se parecían; de todo el dinero que había traído oculto en un maletín, a la espera de un aviso que no llegaba nunca.
–Pues parece que ya llegó –dijo ella.
Se acercó con un papel amarillo doblado mil veces hasta formar algo parecido a un pajarito.
Fermín tenía la costumbre de convertir en origamis los recados anodinos que tomaba a diario para los huéspedes. Supongo que era otra manera de darse ínfulas. Les llamaba ridículamente sus “palomas mensajeras”.
–La encontré posada en la puerta –dijo mi mujer–. Nadie sabe quién la puso, en este hotel todo es un misterio.
Depositó la figurita en mis manos.
–¿No serás tú un fantasma también? –preguntó.
Me costó trabajo deshacer las dobleces, tanto que, por impaciencia, terminé rasgando el papel. De todas formas, pude leer lo que decía. Era un mensaje brevísimo, escrito en tinta muy negra y en muy mala letra. El aviso que aguardaba, sin duda, pero más escueto de la cuenta:
“Calle de Santa María N° 39, 3B 21h”.
Habíamos pasado cerca de aquella puerta otras veces. Quedaba por el Barrio de las Letras, a pocos pasos de una placita insignificante que llaman la de San Juan y casi al lado de un negocio de chinos con un letrero a la entrada que decía: “Alimentación”.
Juanita insistió en acompañarme, armada de una cuchilla que escondió en su bolso, junto con el dinero. Con tanta plata de por medio, no hubo forma de disuadirla. Teníamos cita con un ladrón esa noche. Puede que con alguien -o algo- incluso peor.
–Mejor morir matando –me dijo.
Enseguida que el lentísimo elevadorcito nos dejó en la tercera planta, notamos que la puerta del piso estaba entreabierta. Un haz de luz finísimo escapaba por la hendija iluminando malamente el pequeño y oscuro vestíbulo.
Me llevé entonces un índice a los labios. Con otro gesto indiqué a Juanita que tomara posición del otro lado de la puerta. Allí, con la espalda contra la pared, sacó la navaja de su bolso. La filosa hoja de acero centelleó entre sus dedos.
Me pregunté si alguno de los dos tendría el valor, o siquiera la fuerza, para clavársela a alguien en el pecho aquella noche. Nunca, que yo supiera, mi mujer había matado a nadie. Yo sólo había matado una vez, en una pesadilla. ¿Sería suficiente?
Toqué a la puerta: nadie acudió. Volví a tocar entonces, un poco más fuerte.
La puerta cedió bajo mis nudillos. Empezó a moverse hacia dentro, despacio, hasta quedar abierta de par en par. Juanita se adelantó e irrumpió primero en el piso en penumbras, blandiendo la cuchilla y apuntándola a todos lados.
Yo le vi antes que ella.
Estaba tendido boca abajo, al lado de la única cama. Le palpé el cuello a través de su tupida melena blanca: ni asomo de pulso. Su mano derecha aferraba una pistola, todavía con ganas de disparar. Me agaché para verle de cerca.
No había trazas de sangre ni rastro de pelea; alguien, al parecer, le había desnucado de un tirón, como a una gallina. Al volverle, le reconocí. Era un viejo amigo de mi padre, poeta y también, por lo visto, el ladrón de su retrato.
Empecé a revisarle los bolsillos. Hurgué en la camisa, escarbé en el pantalón. Encontré una llave pequeña escondida en un dobladillo, y me la guardé. Volví el cadáver y seguí buscando.
–No lo toques más –dijo mi mujer.
–La muerte no se pega –contesté.
–Yo tuve un sueño malísimo con esto.
–Tú y tus sueños.
Me puse de pie y miré alrededor. Ella insistió:
–Vámonos, hace frío.
El piso era bastante pequeño, de esos que llaman estudios. Tenía una sola ventana. Pensé que el retrato podía estar en alguna parte. Busqué bajo la cama, luego en los armarios, el baño, la cocina; después, se me ocurrió mirar detrás de la puerta.
No bien me acerqué una sombra veloz y borrosa escapó de ahí. Brotó de la pared, se escurrió entre los dos y corrió hacia el vestíbulo con la imposible agilidad de un ninja. Llevaba algo enrollado debajo de un brazo. Me abalancé, pero no me dejó tocarle.
La sombra retrocedió, dio una voltereta en barrida con una pierna y me arreó tremenda patada al pecho. No le pude ver la cara. Fui a parar al suelo, atontado. Me apoyé en las manos para levantarme. Juanita gritó:
–¡Déjalo!
Para cuando llegué al vestíbulo, se había encerrado en el elevador. Le vi através de la rejilla. Poco a poco, empezó a bajar. Antes de sumirse completamente en la tiniebla alzó los ojos y se despidió de mí con la misma mirada triste del retrato que se llevaba.
Corrimos escalera abajo, pero afuera no pudimos darle alcance. No estaba en la calle ni cerca de ella. Nadie le había visto pasar, ni los chinos; tampoco en un locutorio de mala muerte que había por allí.
Se había esfumado otra vez, dejándome con el dolor de su patada y un montón de preguntas en la cabeza. ¿De qué peligro quería protegerme? ¿Por qué huía de mí?
Tuve la sensación de encontrarme en una de esas pesadillas que a veces padezco, en que huyo de algo, o lo persigo, y me doy de bruces con una tapia al final de un callejón lleno de sierpes negras, de donde no puedo escapar.
La pregunté a mi mujer lo que había soñado, pero no quiso decirme.
–Hay sueños que si se cuentan, se cumplen -respondió. No indagué más.
Me acordé en ese momento de la llavecita que había encontrado poco antes. Me la saqué de un bolsillo y le di vueltas. Tenía algo grabado en letra muy pequeña en una de sus caras:
“Hotel París”.
–Vamos –dije.
Escalamos la pendiente rumbo a la Plaza de Santa Ana. Yo no podía consolarme de haber perdido la pista al fantasma de mi padre y su retrato. Algo me decía que no les vería más. Juanita parecía más resignada.
–Es mejor así –dijo.
–Ya veremos –contesté. Todavía me daba rabia. Cargar con tanto dinero y tanto rondar los bordes de un sepulcro, para nada.
Subimos por Huertas pisoteando frases de escritores ilustres. Las luces se habían encendido en las fondas, los clubes de jazz y los bares de hookah. Pasé por encima de Góngora en alguna parte. Brinqué sobre Quevedo, muy cuidadosamente, en otro lugar.
Cuando llegamos, más o menos a la medianoche, el sedán oscuro estaba aparcado ya frente al hotel. Alguien sentado al timón encendió un cigarrillo. Seguramente fue una señal. El lobby estaba copado por los vigilantes. Pensé que nos iban a caer encima.
Juanita metió la mano en su bolso. Buscaba seguramente la navaja; pero de poco nos hubiera valido. Eran muchos y Liván brillaba por su ausencia. Para ese momento andaría camino de Murcia, lejos de nuestros muertos. Nos habíamos quedado solos.
Se me ocurrió que iba siendo hora de volver a Miami.
Nos plantamos frente a la recepción y le pedí a Fermín que tuviera la factura y un taxi listos a primera hora de la mañana. Por toda respuesta, sonrió y me tendió una de sus palomitas. Desdoblé el papel y lo miré, pero estaba en blanco.
–Es un obsequio –dijo él, viendo mi perplejidad–. Aquí la amabilidad no se cobra.
–¿Y los fantasmas tampoco? –preguntó mi mujer.
–Todo huésped es fantasma –repuso él–. Un día está aquí y otro se desvanece. Ustedes mismos…
No le dejé acabar.
–Mañana, a primera hora -dije.
–Don Manuel, por Dios… –protestó Fermín.
–A primera hora –insistió Juanita.
–Vale –contestó él.
Meneó la cabeza y fue a decir algo del “inmortal Valle-Inclán”, pero le dejamos con la palabra en la boca.
El elevador estaba roto y tomamos la escalera. Casi nunca subíamos por ahí, por todo lo horrible que nos había contado Martirio. Fermín había colocado sobre la rejilla otra de sus palomitas, disculpándose con los huéspedes por el inconveniente.
Arriba, los pasillos estaban repletos de ingleses. Aun de lejos se oía su cháchara displicente. Nunca habíamos visto tantos, ni tan antipáticos. No saludaban ni cedían el paso. Se metían entre nosotros, se quejaban de todo, sobre todo del frío.
–It’s so chilly out here! –gruñó una vejancona, haciéndome a un lado de un empujón.
Fueron desapareciendo al fin, uno a uno y en parejas, por el hueco de las escaleras, cargados de cámaras fotográficas y mapas de Madrid.
Juanita trató varias veces de abrir la puerta de nuestra habitación, pero la llave se resistía a entrar en la cerradura. Probé después con la llavecita que había quitado al muerto y abrí enseguida.
Adentro, la policía hacía de las suyas. Lo revolvían todo, miraban en el armario y retrataban los manchones rojos que cubrían parte de las paredes. Vi a uno meter una navaja parecida a la de Juanita en una bolsa plástica. Luego, la precintó.
Tan absortos estaban en la escena del crimen, que ninguno nos vio entrar.
El comisario que conocimos el día antes estaba acuclillado al pie de la cama, trazando algo en el piso con un pedacito de tiza blanca. Me acerqué y le pregunté qué demonios buscaba, pero me hizo el caso del perro y siguió pintando.
Cuando al fin se levantó, pudimos ver las dos siluetas con forma humana que acababa de dibujar rústicamente en el parqué, una al lado de la otra. Un montón de billetes verdes casi cubría la cama. Ada Cochero los contaba tumbada a lo largo del lecho, luciendo su vestido de vuelos. Los colocaba en montoncitos y hacía sonar unas castañuelas cada vez que acumulaba cierta cantidad. De pronto, alzó la vista y nos sonrió.
Mi mujer me miró, azorada; no podía creer que la hubiera visto. Yo no tenía ojos para esas cosas.
En eso, sonó el teléfono.
Esperé a que uno de los policías acudiera, pero ninguno se movió. Seguían reuniendo cosas nuestras. Recogían un zapato y lo metían en un cartucho; un papelito, y lo deslizaban en un sobre. Otros sacaban del lugar las dos camillas con cuerpos tapados. Vi una mano que colgaba de una de ellas.
Pensé que no acabarían nunca; así que contesté yo.
Era Fermín. Quería saber a qué hora exacta debía venir a recogernos el taxi (él lo llamaba contumazmente el “tasi”). Le expliqué que había dos cadáveres en la habitación. Sí, dos muertos. La policía no nos dejaría marchar, aunque quisiéramos.
–No sabe cuánto me alegro –dijo él. Casi le contesto como se merecía, pero entonces sentí la estocada.
El dolor repercutió de golpe en mis entrañas; me contraje y dejé caer el teléfono al sentir los otros navajazos. Cada golpe abría un surco en mi pecho, en mi espalda. ¿Quién me apuñalaba así?
–¡Me muero! –grité.
Tambaleaba. Algo tibio manchó mis dedos al palparme.
El comisario volvió su mirada hacia mí de pronto, como si hubiera escuchado algo. Pareció, por un momento, que vendría a auxiliarme; pero enseguida se agachó a registrar bajo la cama.
Juanita, mientras tanto, enseñaba pasos de baile a la andaluza. Se entrelazaban y giraban del otro lado del cuarto, taconeando al compás de unas castañuelas. Tendí un brazo hacia ellas y traté de acercarme, caminando como podía.
Pero la fuerza se me escapaba por cada herida y caí, al fin, sobre mis rodillas. Poco a poco me fui arrastrando hasta quedar sobre una de las siluetas que había dibujado el comisario. Cupe en ella perfectamente.
–¡Me muero! –volví a gritar.
–Duerme, anda –dijo Juanita.
El comisario apagó las luces antes de sellar la puerta de la habitación con una cinta amarilla.
Y allí nos quedamos, bailando, durmiendo. Almas desesperadas. Huéspedes perennes del Hotel París.
*Fragmento del libro ‘Hotel París’.
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