Ahmel Echevarría: Raúl Flores Iriarte y la noche: del pop al agitprop
En la mitad del arco descrito por las novelas La autopista. The movie de Jorge Enrique Lage, y La carretera de Cormac McCarthy, se sitúa Después de la noche de Raúl Flores Iriarte, ganadora del Premio Franz Kafka de Novela 2022, convocado por la plataforma inCUBAdora. Con una considerable dosis de humor, catastrofismo, y del aliento que usualmente suele tener la obra de este Raúl, entiéndase por aliento, cine, música, literatura, golosinas y pastillas, Flores Iriarte suma un singular libro a su extenso currículo.
En un primer intento de aproximación, el libro puede resumirse así: capítulos que fluyen como cuentos, enlazados cual episodios de un guión cinematográfico ambientado en La Habana, y contenido en un EPUB que milita en el género novela. Es el mismo autor de siempre, pero tuneado.
En la obra de Raúl Flores Iriarte es común dar de cara con actrices, músicos, escritores, discos, bandas, libros y películas en forma de ecosistema pop que tributa energía, glamur, velocidad, estados de ánimos, sonidos e imágenes a los escenarios más o menos realistas, más o menos verosímiles recreados por el autor. Dicho ecosistema además irradia a una serie de personajes nunca graves, nunca solemnes. En esta nueva entrega hay de todo lo anterior, pero acontece en dosis restringidas.
Cuando Raúl les dispone la sucia alfombra roja, obliga a cada una de esas celebrities a desfilar a lo largo de los capítulos sin iluminarlos demasiado, sin darles demasiada voz, a casi deslizarse en el flujo interno del relato. Porque a un icono de ese calibre es imposible dominarlo del todo.
Lo nuevo también es una suerte de estridencia no tanto social y sí política. Atraviesa la novela. De súbito, el autor nos presenta a un nuevo Raúl aparentemente igual de naif, delirante, que persiste en no dejarse encorsetar en un género o subgénero. Pero en esta nueva vuelta de tuerca parece mucho más reposado.
Visto lo anterior, en Después de la noche (Fra, 2022), Flores Iriarte va del pop al agitprop y con la misma regresa a su zona de confort. Como si no lo estuviera haciendo, y sin perder de vista que en su narrativa a la política y lo político los sometió a un férreo exilio. Toda esa gravedad, toda esa Cuba, toda esa ideología y noción de plaza sitiada se integra al paisaje de fondo, al sonido ambiente, sin instaurarse en combustible de sus personajes. Ni se mueven ni arden con la política y lo político, sin embargo, cuando despiertan, esa estridencia todavía está ahí, modificándolo todo, aunque cada cual siga en lo suyo. Vale recordar que sus ficciones suelen estar ancladas al lado B de la (ir)realidad y nunca son del todo cándidas, luminosas, enajenadas.
No es gratuita la mención de McCarthy y Lage. Después de la noche contiene un súbito cataclismo, un antes y un después de la catástrofe, y una aparente aniquilación bastante ambiciosa de seres humanos. Se trata de un terremoto en la capital y la supuesta desaparición de un alto número de residentes en La Habana. Flores deja picar su balón literario entre las canchas de McCarthy y la de Lage, justo bajo la net, como única forma de plantearse un terremoto que altera la ya alterada (ir)realidad habanera y cubana.
Pongamos que de McCarty está la cinta de asfalto por donde van unos sujetos solitarios, que deben sobrevivir tanto en el plano físico como mental. De Lage habría en esta novela una Habana que no está atravesada por una gigantesca autopista sino por un enorme agujero, pero sí hay mucha basura, destrucción, soledad, angustia, seres que parecen alucinados o una alucinación, y espacios (un bar-cafetería de carretera / una discoteca) donde el alcohol y los refrigerios no son en esencia lo que les otorga orden y sentido al lugar.
Es la Grieta Ye el vacío que irá llenando el devenir de los personajes principales. Una paradoja, sí. Es el enorme boquete consecuencia del terremoto, y es el punto de partida de las peripecias de la mayoría de los personajes. Dentro de ese vacío, Ye encontrará buena parte del sentido de su vida, a su vez Ye se transformará en una gran motivación y centro de gravedad para el narrador de esta historia.
Niños que juegan con los pies colgando sobre la negra boca en el asfalto. Ye dispuesta a bajar una y otra vez a la grieta, a “la noche” bajo tierra para detectar no solo distintas eras que contienen el pasado de la ciudad, el país, el planeta. Una galería de arte creada en los pasillos o galerías de una enorme caverna creada por el propio terremoto. Gentes que bajan y las recorren, artistas dispuestos a exhibir sus obras allí, una emprendedora que ve el filón y crea la galería y junta obras originales y falsifica otras. La Disco Very, una misteriosa y oscura discoteca cual agujero lúdico y lúbrico en la ciudad. Entonces, es el vacío la sustancia que va llenando la vida, una vida de súbito alterada tras el cataclismo.
Más que narrar una Habana poscatástrofe, Flores Iriarte nos sitúa específicamente en el extrarradio cariado y apocalíptico de la capital: Guanabacoa, Regla, San Miguel del Padrón, Alamar. Cuando se ve el mar, casi siempre el paisaje costero es el de la rivera contraria al de la Avenida del Puerto en la Bahía de La Habana. Y siempre que se vea el mar y la masa arquitectónica, acontecerá a través de un blanco velo suspendido, que además se precipita, y que resulta ser harina de trigo levantada por la brisa desde unos silos gigantes destrozados por el terremoto. Esas enormes estructuras pertenecen a la Industrial Molinera de La Habana S.A. (IMSA: “la mejor harina de Cuba”).
Bajo ese velo blanco que desdibuja el panorama de devastación, los personajes ven su realidad. Bajo ese velo blanco los vemos enrolados en mil y una peripecias y ninguna parece en extremo vital. Pero a diferencia de Bartleby, ellos sí preferirían hacerlo.
Velo blanco de aparente doble irrealidad que el autor le impone a sus lectores: el polvillo de la mejor harina de Cuba a partir de un trigo que no se cosecha en el país, la destrucción que se suma a la ya medio destruida masa arquitectónica, la ausencia de electricidad y alimentos en un país que ya la padecía, alucinados titulares del Granma que sintonizan a la perfección con una historia tan postapocalíptica como la preapocalipsis diaria del contexto de Lo Real. Titulares del mismo calado han marcado la ruta ideológica y política del Granma a lo largo de su existencia.
Entonces, ¿cuán absurdo y fantástico y distópico es el relato de Raúl Flores Iriarte? ¿Cuán irreverente o necio puede llegar a ser este Raúl que se mofa de Deleuze y de la noción de Literatura Menor, siendo lo que es este libro –algo así como un rizoma, que parece burlarse de amos y maestros, que habita su propio agujero, su propio Tercer Mundo–? Ábrase un paréntesis para esta cita: “Mejor quedarse feliz e ignorante. La estulticia no mata, y lo que no mata, engorda”. O esta: “Ojos que no sienten, corazón que no ve”. O esta otra: “No sé en qué estamos pensando cuando pensamos en arte contemporáneo”. Incluso esta: “Domestica tu león, pero no me pidas que lo acaricie”. Suena a joda, también a manifiesto, a delirante agitación, a irónica propaganda.
Flores Iriarte nos está vendiendo otro toro. Pasa de la “balada pop” a la “canción política”, y, como mismo llega, regresa a donde partió, porque no es algo que le interese demasiado. “¿Qué podemos hacer con tanta belleza?”, nos dice más de una vez en su libro en boca de sus personajes. Pues traicionarla como si se tratara de otra cosa, como ha venido haciendo desde su primer libro sin habérselo planteado del todo. Ni aspirar a la eternidad ni al canon, ni a la novela de aprendizaje ni a la novela total. A fin de cuentas, ya lo dijo en una entrevista: su gran libro, o su gran novela, será la suma de sus pequeños libros.
En ese plan de traición saltan a la vista aparentes deslices, o sencillamente errores de concepto o incongruencias. ¿En realidad lo son? O mejor: ¿en qué medida esos deslices serían errores en este libro a partir de las características de la narrativa de Flores Iriarte? Apelando a una metáfora musical propia del mundo analógico, si consideráramos a esta novela como un nuevo long play de Raúl, idea para nada descabellada porque ha comparado sus libros con la discografía de The Beatles, esos errores podrían ser equivalentes al scracht en los discos de vinilo. Una falla en la que algunos encuentran un valor, un encanto, un deleite.
¿Desafinación, notas que rechinan en ese solo de Microsoft Word ejecutado por Flores Iriarte como si estuviera dándola toda en una Fender Stratocaster o una Gibson Les Paul?
Supongo que a este Raúl solo debemos pedirle seguir gobernando en sus ficciones con dura mano de general presidente, trátese de un relato con una niebla de harina en suspensión y un enorme agujero, u otro donde los personajes se mudan al interior de un caballo muerto. Si echáramos mano de ciertas frases del imaginario político nacional, este Raúl parece decirnos: al realismo puro y duro, ni un tantico “así” –el dedo índice y el pulgar dispuestos en el equivalente a una pizquita–; a la ciencia ficción canónica no la queremos, no la necesitamos; narrar es cambiar todo lo que debe ser cambiado.
Lo anterior es la razón por la que su Habana de extrarradio postapocalíptica no sobrecoge. No hay allí necesidad de un dolor extremo, depresión, tristeza, sino la búsqueda del placer. Un prado radiactivo repleto de fresas para siempre.
En Después de la noche todo está amablemente mal. Los personajes son conscientes de las vicisitudes, pero van a lo suyo, lo cual se sitúa en comer galleticas dulces con crema, ejecutar una obra de arte en la pared de un bar-restaurante, bajar y pasarse el día en la eterna noche de la Grieta Ye, montar una galería de arte bajo tierra, impartir un taller literario a escritores aficionados muy malos con tal de cobrar un cheque, amar, manejar un taxi por la ciudad aunque el chofer sea una niña y supuestamente no hayan pasajeros a disposición, tomar distancia del cuerpo humano si se trata de un homúnculo pegado al cuerpo de uno de los talleristas, o tomar distancia del cuerpo social y el tejido político. Todo sucede como si el propio Raúl no supiera qué hacer con tanta belleza.
A propósito de las artes visuales, tengo a bien iluminar una singular coincidencia. En Libros raros y de uso (Casa Vacía, 2023), Jorge Enrique Lage se explaya ubicando en su novela a una artista visual y sus obras de arte. Hay una diferencia sustancial en el contenido y el discurso de las obras de arte que Raúl crea / exhibe en su novela con respecto a las de la novela de Lage. Jorge Enrique es ladinamente político. Política cultural, la política de las artes, y la política del mercado. Desde la ficción incluso podrían instaurarse en el mercado del arte contemporáneo, solo necesitan del galerista dispuesto a esa subversión / invención / inversión, a fin de cuentas, se trata de otorgarle un nuevo significado a un proceso tan arduo como disecar un tiburón blanco sin que pierda su capacidad intimidatoria, esa atroz pátina de vida, y meterlo luego en una pecera.
Tras valorar en qué medida ese Ahmel personaje en la novela de Raúl es el que ahora escribe este texto crítico, lo cual me lleva a preguntar cuánto de Flores Iriarte contiene ese narrador del libro que confesará el alto valor de Ye en su vida –¿un guiño a la escritora Yeney de Armas?–, he dejado para el final el capítulo que cierra la novela. En “La noche”, cuando ya parecía que el delirio seguiría campeando por su respeto, Raúl ejecuta un ejercicio de distanciamiento, desplazamiento. O de enroque y contención. Allí revela las reglas internas de ese mundo que ha creado, del cataclismo al que lo ha sometido, y de las reglas de ese pequeño gran universo de ficción que ha narrado sin disminución de tamaño. De ellas nos dice el autor: son “las imposibilidades de la ficción para después permanecer en silencio un silencio ofendido y orgulloso, pleno de intertextualidades”.
Responder