Ricardo Alberto Pérez: Ramón Hondal: el círculo y la angustia
En esta isla, gracias a Samuel Beckett, muchas veces el dolor físico sucede a través de la voz de no ser nadie.
Ramón Hondal
La lectura de Samuel Beckett, en su momento, me liberó. A través de ella logré identificar y estar consciente de la naturaleza esquizoide de mis paseos en zonas específicas de la ciudad (La Habana), de la mano de novelas como Molloy, Malone muere, Como es y El innombrable. Esos paseos constituían un porciento elevado de mi realidad. Su rostro duro como una piedra caía en el agua que teníamos enfrente, dejando amplias ondas de resonancia en nosotros, un grupo que en aquel momento lo leíamos con vehemencia. Hablo del inicio de los noventa, cuando una magra realidad nos circundaba, y que mejor nutriente podíamos encontrar que el jugo vitaminado de esa y otras lecturas.
Desde el espíritu de Diáspora(s), y de la propia Azotea de Reina María Rodríguez, dicha escritura de luces perentorias y de precarios afectos entre personajes precarios funda un nuevo lirismo (crear entre mutilaciones una visión distinta de lo poético). Es decir, lo poético como relato, una maña persistente de la prosa, o lo prosaico entrando en el verso, dificultades con la respiración para administrar el dolor y sobre todo el basurero del inconsciente.
Beckett dejó en un grupo de poetas de mi generación una especie de aliento (algo soterrado) que se vincula con lo rudo y con lo agónico a un mismo tiempo, un toque rugoso, ríspido, que de alguna manera espanta esa tendencia ñoña que suele acechar a gran parte de la Poesía Cubana.
Estas razones, y otras ya de carácter estético e ideológico, hacen que me haya provocado una gran plenitud la aparición de El libro de Samuel, un texto de Ramón Hondal, publicado por la colección Ánima (en Argentina), el pasado año 2022. Inicialmente representa un libro muy singular dentro de nuestro bregar literario, sobre todo por su vocación crítica y a la vez venir despojado de ese tono pretencioso que no en pocas ocasiones provoca asfixia. Aquí esencialmente se nos presenta un lector agudo que ha sabido convertir su experiencia en una atendible reflexión que va más allá de la admiración y el deslumbramiento por un autor y se transforma en un valido ejercicio de pensar la propia isla en que vivimos a partir de la escritura de Samuel Beckett.
Nuestra naturaleza tanto geográfica como espiritual tiende a ser dulzona, melancólica, con la memoria, que pudiera resultar tan útil, amarrada de pies y manos o, lo que es aun peor, paralizada por una especie de accidente cerebrovascular que acontece in progres. El producto final de todo eso es la realidad que vivimos; y esa realidad que vivimos, esos ambientes de intemperie y asfixia, esos escenarios de “cuerpos mutilados”, esos “diálogos interminables sin sentido” que lo acosan a diario son los aspectos que Hondal detecta en las obras de Beckett y a partir de los cuales logra obtener reflexiones muy objetivas en torno a lo que es un destino colectivo
Se vale de la magia de las asociaciones y entonces hace estallar metáforas para obtener interrogantes que revitalicen nuestra auténtica capacidad de pensar y ayuden a emprender una búsqueda en torno a quiénes somos, pone en juego ideas que subvierten esos peñascos estériles que oficialmente aparecen como nación o cultura nacional. Tiene la virtud de transformar nexos subjetivos en conceptos, claridades que se legitiman en la siempre riesgosa relación que establece entre pensamiento y lenguaje; y con la fuerza que puede inspirar la cercanía del vacío llega a percibir en los rostros de la pintora cubana Antonia Eiriz una simetría con los seres de Samuel Beckett, planos de angustias que tienden a coincidir a pesar de sus distantes procedencias.
El libro de Samuel nos transmite ese atascamiento circular dentro de la furia por realizar un viaje o recorrido que no va hacia parte alguna, no hay avance, tan solo un chapoteo estéril que nos retorna a la experiencia cotidiana dentro de la cual prácticamente nacimos. Tampoco puedes morir, o más bien no estás dispuesto a hacerlo, nos hundimos (pero no nos ahogamos) en una nefasta costumbre de encontrar algún valor al aumento de la cuota de sufrimientos y frustraciones, el cuerpo termina por soportar y esto también puede sonar beckettiano. Los que deciden morir (Raúl Hernández Novas, Ángel Escobar, Belkis Ayón, Juan Carlos Flores) descabezan con un solo gesto todo eso, se inscriben en otra dimensión.
En verdad, los oídos nos duelen, porque todo ese parloteo que sostiene la farsa va a la sangre, y la sangre lo rebota cruelmente a los oídos. De manera más clara, desde esas repeticiones (retórica) que componen el mencionado parloteo el poder intenta hacer invisible la cultura y la nación auténticas imponiendo finalmente tan solo su discurso vacío y manipulado que conduce a la náusea.
Igualmente, Hondal nos convida a un provechoso divertimento intertextual con el propósito de seguir sustrayendo luz del asunto: para ello recuerda al Lezama que al ver los rostros vacíos de sus coterráneos, mientras caminaba por las calles se sentía expatriado, sensación que muchos hemos experimentado en algún momento; se trata de cómo asimilar ese proceso donde el rostro se transforma en jeta, la fatalidad. Pero su convite va más allá, relaciona el comentario lezamiano con las jetas que aparecen en la novela Ferdydurke de Gombrowicz, especula sobre la posible lectura de Lezama de Ferdydurke y, a la vez, insinúa que el término se lo pudieron haber susurrado Lorenzo García Vega o Virgilio Piñera, en cualquier caso, lo que espanta a Lezama es la pérdida de humanidad que se refleja en dichas jetas.
Así, y siguiéndole el rastro a Lezama, se inventa y nos inventa un relato producto de la intensidad de su lectura, representa al lector potente y hasta cierto punto despiadado, capaz, en este caso, de ver el reflejo del Innombrable en el destino del poeta de Trocadero, que este termina transformando en su propia trascendencia, algo como la invención de otra realidad, que deja pasmada a la multitud de jetas, y desactiva el retorico discurso de nación y cultura nacional.
Este lector de Beckett aborda con radicalidad la relación que este despliega (a través de sus personajes) entre mente y cuerpo, operación que realiza colocándose también como víctima, dejando claro que todo lo que de alguna manera lo ha deslumbrado página tras página pertenece a una experiencia de la que forma parte, lo que lo diferencia de la multitud es que él tiene plena conciencia de lo que está ocurriendo, en cierta medida así queda del lado de Lezama y, al ir con premura hacia el espejo, reconoce que aún tiene rostro. Ahí entonces persisten los temores, la incertidumbre, pero el placer contradictorio que le ofrece la lectura actúa como sanación, estímulo, la ilusión que el conocimiento lo llevará una y otra vez emprender un nuevo viaje en ese sentido, justo hasta que la mente secuestrada por el deterioro del cuerpo pueda asumirlo.
El Libro de Samuel construye un ambiente sutil a partir de una interpretación lúcida y oportuna de lo que debe ser la verdadera cultura; tomémoslo como esa habitación o estancia de donde salimos un poco menos ignorantes. Creo que en este caso se puede repetir aquella frase que le escuchamos decir tantas veces al amigo Enrique Saínz, cuando refiriéndose a otros libros nos advertía: “esto es una joyita”. Igual me parece necesario resaltar las pinturas del artista Lester Álvarez, que funcionan como ilustraciones y alimentan la atmósfera que constituye el sostén subjetivo de esta entrega; paradas o estaciones que desde su simbolismo cierran muy bien con los significados puestos en juego.
Sabemos que resulta desconcertante pertenecer a una “sociedad joven, pero a la vez decrepita” e igualmente sabemos que el capital de la literatura nos ayuda a sobrevivir a esta y otras frustraciones, pero no siempre tenemos la fortuna de estar ante textos que nos aporten suficiente claridad para entender que el vínculo que establecemos con algunos autores puede llegar a semejarse a un acto de salvación.
Publicación fuente ‘Rialta’
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