Jorge Enrique Lage: Los libros que saqué de Cuba

Autores | 20 de noviembre de 2023
©‘Librerías’ de Jorge Carrión y ‘Continuación de ideas diversas’ de César Aira / Imagen: J. E. Lage

Lo primero que se me ocurrió fue escribir sobre los libros que dejé en Cuba, pero me di cuenta de que ya estaba pensando al revés. Qué maneras tiene uno de rezagarse sin apenas notarlo, y casi antes de haber partido.

Una buena parte de mi biblioteca la vendí. Llamé al mejor librero de La Habana; él vino a mi casa y se puso a apilar libros en silencio. Sentí que había una especie de solemnidad religiosa detrás de cada ademán suyo. No hablamos mucho. Hablamos, quizás vertiendo un poco de ácido, de algunos escritores o escribidores jóvenes que no voy a nombrar, porque es posible que en algún momento lean esto. Después me pagó, llamó a un carro, llenó con sus bultos el maletero y el asiento trasero, y se fue.

Otros libros los regalé. Y otros, estuve a punto de regalarlos pero al final no lo hice, y terminé sacándolos de Cuba. Por ejemplo, un ensayo titulado Librerías, que empieza evocando al Jakob Mendel de Stefan Zweig (aquel rabino de prodigiosa memoria, entregado al politeísmo de los libros). Ahora lo abro al azar y leo: «¿No es acaso rara la figura del librero? ¿No es más explicable el escritor, el impresor, el editor, el distribuidor, incluso el agente literario?».

Tampoco es fácil explicar la figura del libro errante.

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Librerías, de Jorge Carrión (Anagrama, 2013).

«La última vez que estuve en Venezuela», rememora Carrión en alguna parte de este volumen, su título de mayor recorrido, «un soldado muy joven olió uno por uno los veintitrés libros que llevaba en mi equipaje». El escritor español le pregunta entonces al perro venezolano si ahora la droga viaja en la literatura, y el perro lo mira extrañado.

Más adelante Carrión hace recuento, firma una trilogía: «Además de en Maiquetía, en otros dos aeropuertos del mundo me han revisado los libros del equipaje: en Tel Aviv y en La Habana».

En el aeropuerto de La Habana me abrieron el equipaje y me revisaron todos los libros. No eran muchos (de lo contrario este texto se me hubiera hecho muy largo), pero los rayos X o lo que sea que usan esas máquinas tienen su cosa con ciertas figuras o acumulaciones inexplicables. De pronto, una oficial de aduanas estaba revisando un libro donde se hablaba de oficiales de aduanas que revisaban libros. Como para tomarle una foto. Y por cada libro que ella manoseaba, yo decía para mí: sigue, sigue, tengo más. Lo siento mucho.

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Pedro Páramo, de Juan Rulfo (Fondo de Cultura Económica, 1963).

Una edición de tapa dura que atesoro como una piedra. Entre tapa y tapa, una geología. En las primeras páginas se lee Printed and made in Mexico; en las últimas, es decir, cuando otras novelas abismalmente inferiores apenas están despegando, te despide el dibujo de unos perros infernales, con ojos color de página bíblica. Para que siempre regreses a Comala.

Cuando todos los grandes sudacas muertos (ya incluyo ahí a Vargas Llosa) se te han hecho ilegibles, cuando incluso Borges ya se vuelve un poquito bebé y señor don pomposo, ¿qué te queda? Quedan Levrero, Ribeyro, por supuesto Onetti, y quizás algún otro. Y queda este petroglifo de Rulfo.

Hace poco hablaba por WhatsApp, con un amigo, de otro amigo común. Y él lo caracterizó así, como Pedro Páramo: es un rencor vivo. Me parece que no es mal destino para un escritor: ser un rencor vivo en lugar de un muerto viviente, que es en lo que nos trocamos prematuramente todos nosotros (¿por qué estoy hablando en plural?). Escribir para avivar el rencor, la literatura como rencor.

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