Ricardo Alberto Pérez: Lezama, el quimbombó y ‘Fragmentos a su imán’
Lezama
Lezama es un poeta que supera los límites del verso. Su métrica se funda en un ritmo interior con tendencia a eclosionar los géneros, escritura segregada para disponer rastros de una sustancia disidente de todo lo que se considera monótono y habitual, digamos que la gelatina de la cual precisó el buen sujeto americano para crear.
Su manipulación de la imagen va de ramales en ramales, alcanzando una intensa propagación capaz de imponer un delirio visual que con el devenir de la experiencia va a impregnarle una creencia al lector totalmente imposible de transmitirla de otra manera, como por magia accedemos a la singularización de cada evento y al fuerte reflujo de su metabolismo.
Su escritura no tiende a complejizar lo existente, sino a crear relaciones y códigos totalmente negadores de la linealidad instaurada como costumbre dentro del pensamiento del lector; por lo que muchas veces lo existente va a transcurrir dentro de un simbolismo atenazante, propio de su ambición, y en alguna medida de su ingenuidad edificadora.
En sus imágenes suelen juntarse elementos vivos e inquietantes con otros inanimados, pero estos últimos casi siempre se van a transformar en una meta o punto de superación para los primeros, emularán ambos con disposición infinita hasta llegar a abrazarse en su propio desacuerdo, tensiones a altas temperaturas del lenguaje, vértigos y transferencias que nos sugieren el delirio.
Una de las diferencias esenciales de Lezama con otros poetas latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX que se entregaron al humor, la experimentación y la parodia radica en que su innegable postura lúdica queda vinculada a una especie de gravedad, de imantación a lo que podría identificarse como la imagen de un origen, el brocal de una memoria que al asomarte te permitirá recuperar la felicidad mezclada de forma casi cruel con lo doloroso. El poeta pronunció en algún momento la frase: “mi carne verbal”, que aporta diversas revelaciones, y cuando nos sumergimos en algunos de sus laberintos suele rescatarnos con una veracidad estremecedora.
Verso tras verso te reta, su provocación máxima se relaciona con hacerte seguir un rastro, poner a prueba el instinto diáfano de la mente que aspira a acercarse al “al misterio de la poesía”, un instinto que no debe torcerse ni exasperarse, y que se transforma en el último y necesario aporte durante el trayecto de la búsqueda.
Lezama es una superficie con legitimidad planetaria; como todo planeta se hace acompañar de una costra o escama que dificulta el contacto con la sustancia de su centro. En específico, su poesía cuenta con una coraza que da la sensación de ser metálica, entre esa coraza y el centro están los entrepisos que configuran los tan llevados y traídos anillos barrocos, sustancia extraída de la sobreabundancia. Escritura que origina pliegues sobre pliegues, dilatación del lenguaje, momento de celebración, paso subterráneo en el que se experimenta el furor de la culebra.
Quimbombó
Las cosas que traen en sí un sonido estelar suelen establecerse y sembrar aquel tipo de inquietud que no acaba nunca; todo aquello que uno contempla en el supuesto esplendor de la integridad, pero a la vez sospecha que, si obtienes los fragmentos, entonces su magnitud se multiplicará varias veces y esa cosa se transforma en un golpe de misterio que no deja de transmitir emociones.
El quimbombó es para mí una de estas cosas, en particular elaborarlo me resulta tan estimulante y placentero como comerlo, mientras lo corto en rodajas y sobre todo cuando emprendo la contienda contra su baba. En más de una ocasión lo he asociado con la mente y el proceder de algunos de mis escritores favoritos, entre cuales que, por supuesto, está incluido José Lezama Lima.
El quimbombó desde su cuerpo total se anuncia, siembra dudas y el atrevimiento de su flor es con certeza un antecedente crucial a hora de marcar su destino. Lo de la flor del quimbombó me deja sin palabras, como artificio va demasiado lejos, se desborda en el contraste de sus tonalidades y ese violeta intenso que se divisa en su centro, ya en otras circunstancias me ha cortado la respiración.
Vuelvo a las formas circulares de sus fragmentos obstruidos por los caprichos de su morfología, si expulsas las semillas con la punta de la uña allí estarán los agujeros, estrictos espacios para la fuga precisa de todo lo que quiera seguirse propagando más allá de intervalo fugaz que separa a lo crudo de lo cocido.
Para implicarlo aún más en las cosas de escritores nuestro quimbombó queda liberado para responder a voces como: okra, ñaju, molodrón, chimbombo y candia, un verdadero milagro etimológico que se multiplica en el instante que el totí (choncholí) se posa sobre su mencionada flor consiguiendo la metáfora antagónica e invocando de manera súbita a Lezama.
En Fragmentos a su imán
Por coincidencia o por instinto cuando de una manera u otra percibo la ronda de la muerte considero a Fragmentos a su imán (libro último de Lezama) un espacio de salvación, la estricta densidad donde a golpe de imágenes se disuelven la angustia y sus fantasmas. Poemas capaces de dinamitar lo abrumador del tedio y el asedio de la gravedad, explosiones tácitas del sentido que se manifiestan a la manera de alumbramiento y se posicionan entre la ruptura y la necesidad de preservar un vínculo esencial con el cuerpo de su poética: “todas las escamas van hacia la escama”.
Este libro es otra pieza que sutura la idea de que Lezama puede llegar a considerarse una especie de límite en nuestra capacidad de producir ficciones, por ello me atrevo a hablar de poemas-batallas donde el ejército del remolino queda frente al ejército del sosiego. Los elementos se organizan desde el propio caos de su irrupción: “La noche era un reloj no para el tiempo / sino para la luz / era un pulpo que era una piedra / era una tela como una pizarra llena de ojos”.
Sostenidos por un hilo metafísico, una clave secreta, estos textos muestran ahora composiciones más calmadas, que han logrado distanciarse de aquellas colisiones violentas que provoca la contradicción del alma frente al cuerpo. En Lezama la presencia del cuerpo originó un relato que pugna, teniendo como trama la desproporción entre el deseo y la realidad, generando de esa manera un desencuentro, una fluctuación perversa descripta por Deleuze: “Debo tener un cuerpo porque hay algo oscuro en mí […] el espíritu es oscuro, el fondo del espíritu es sombrío, y esa naturaleza sombría es la que explica y exige un cuerpo”
En Fragmentos a su imán Lezama parece haber conseguido erguir su verso por encima de todas las batallas, el barroco emanado de la contradicción tiende a volverse más terso renuncia en algo a su exceso de narcicismo para remitirse a una especie de sinceridad donde los conceptos se conjuran con la temperancia, logrando que algunas de sus composiciones sean pasajes filosóficos, estructuras donde las metáforas se interrelacionan a partir de una voluntad del lenguaje de mantenerse en una zona de lucidez y revocación.
“Estoy en la primera esquina de la mañana”, confesaba en el primer verso del poema “Estoy”; y era en realidad a la mañana que el gordo de Trocadero le robaba las energías imprescindibles para tejer con su estambre cada una de las travesuras poéticas, dejando entrever en su esplendor al don de la contemplación, que parece ser una de las cualidades de este poemario, y alcanza un momento cumbre en “Nuevo encuentro con Víctor Manuel”: “Ligero y grave como la respiración / nos enseñó en su pintura / que la esencia de los arquetipos platónicos / está en la segregación del caracol: / chupa la tierra y suelta hilo”. Y así deja un argumento más de su contundente manera de desentrañar los eventos que acontecían ante su mirada.
Este libro encierra un gesto alternativo, matizado por un profundo aliento conceptual y de ruptura; una escritura que acepta y canta zonas oscuras del ser, que llega a una relación de intercambio con valores escatológicos. Las resacas de las doctrinas se deshacen ante la contingencia por la que apuesta la poesía que se quita las máscaras ante el torrente de decepciones, en este sentido se percibe una fe rota; la supuesta “era imaginaria” desligada de su imaginario: aquel Martí “que entristece por su onda de grandeza” vuelve a perder su posibilidad de encarnarse en realidad, promesa vana realizada por un efímero relámpago de la Historia.
En ese sentido, el desencuentro se aprecia como aprendizaje, proceso que deconstruye cualquier estructura fundada en la teología, y que coloca al poeta en la pose de un niño violento y sabio que nuevamente emprende el camino: “Aquí llegamos, aquí no veníamos, / fijo la nebulosa, / borro la escritura, / un punto logro y suelto el espiral”.
Este último segmento en el itinerario lírico de Lezama confirma que él no podría considerarse un mallarmeano puro, tenía extraños puntos de contacto con la historia; solía inflamar la realidad con una rara mezcla entre la prestancia de los saberes y los suburbios de las secreciones. En el poema “Antonio y Cleopatra,” se desenvuelve una trama donde predomina el exhibicionismo cultural, pero paradójicamente el desenlace ocurre en un verso totalmente despiadado: “Vean la cochinilla caminando la lechuga”.
Hace unos cuantos años y entre toques de vodka escuché decir a un amigo que: “Lezama no era más que un quelonio pensante escondiendo los huevos en la arena del lenguaje”, me quedé con la frase y, a golpe de fantasía, he reproducido de múltiples formas la virtual eclosión de esos huevos imaginarios, ejercicio que a la larga considero de gran utilidad para espiar la lógica de estos últimos poemas signados por la intensidad y la dispersión. En gran medida se trata de una dispersión legitimada o rescatada por una relación satisfactoria con los elementos, ellos dan claridad, participan en la constitución de una imagen seductora y punzante, Lezama nunca perdió la manía de pasar por presocrático tardío que danzaba en la pureza de las sustancias.
En “Fragmentos a su imán” nos previene de que “Abrir los ojos es romperse por el centro”, y es de hecho perder el centro como opción; en otra dimensión representa asistir a la disolución de la gruta teológica, poder ascender a la plenitud lúdica a través de la aceptación poética del fragmento. Entonces hasta la noche magnífica que dona transparencia al ejercicio del pensamiento está compuesta de fragmentos, de imanes que animan el aliento prematuro de la ficción: “la noche nos agarra un pie / nos clava en un árbol”.
Desde el poema “Dos familias” se desborda una vez más su ya persistente noción del espacio americano. A través de un relato de enredos familiares se desata la admiración por la herencia barroca propagada por aquel hijo de negra esclava y un arquitecto portugués, que marca la ciudad de Ouro Preto (en Minas Gerais), con sus apariciones y desapariciones, encima de un mulo de relámpagos nocturnos. Se trata nada más y nada menos que de Antonio de Lisboa, el Aleijadinho, dicho en sí un milagro que con su genio y perseverancia venció los ataques despiadados de la lepra y a golpe de cincel cambió para siempre el rostro de esas tierras: “Brasil, /allí donde una nuez es igual a un coco / y la mortinha se baña en una playa”.
Sangre de americano, criollo que degustaba la gravedad de la ceniza de su tabaco, añorando más músculos, capas, recodos para los relatos de un hombre desmesurado, con noción del fuego por causa de su juventud, y de la tierra por su tradición ritual. Este hombre americano no deja de procurar una filosofía capaz de complejizar su sensualidad, entonces tal vez deje penetrar una suerte de Sade hipnotizado por el delirio.
Ese Sade imagino que no estuvo muy lejos del joven Lezama, y más cerca aun del Lezama maduro, en el fondo tan sin límites como el autor de Las ciento veinte jornadas de Sodoma. ¿Qué cantidad de Sade se compactó dentro de Lezama en el devenir de los años? Su manera prodigiosa de manejar el lenguaje quizás supo ocultar la respuesta a semejante pregunta. Lo que no le interesó ocultar en la última etapa de su poesía fue los valores libertarios que encontraron morada y después trascendencia en la obra del Marqués de Sade; de esa forma un estelar sentido erótico marca a algunos de estos poemas: “El árbol y el falo / no conocen la resurrección / nacen y decrecen con la medialuna / y el incendio del azufre solar. / Los dos cuerpos ceñidos, / el rabo del canguro / y la serpiente marina / se enredan y crujen en el casquete boreal.”
El intercambio erótico como expresión natural del ciclo de la vida, el falo alcanzando la naturaleza del árbol, recuperando la seducción en la armonía: “Los dos cuerpos desaparecen / en un punto que abre su boca. / lo húmedo, lo blando / la esponja infinitamente extensiva.” El erotismo durante la encarnación paciente de la soledad tiene una cumbre en el texto “Pañuelo y serpiente”: “Empecé a golpear el pañuelo / con la serpiente. / Y se iban desprendiendo ojos, /escamas, anillos que temblaban / como carne de tortuga”.
Se percibe una síntesis, una exaltación del instante erótico de la autocomplacencia, y además se confirma que en esta poesía dicho erotismo supera los límites de la seducción sexual para transferirse a una relación de los sentidos con el mundo y sus insinuaciones: “La universalidad del roce, / del frotamiento del coito de la lluvia / y sus menudas preguntas sobre la tierra.” Todo es gozado en una clave, la de la antropología secuestrada por la expresión poética, en un espacio que parece existir desde la época de aquella “fauna” anterior a la cultura.
Publicación fuente ‘Rialta’, 2021 / Se publica con permiso del autor
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