Carlos Victoria: De Mariel a los balseros / Breve historia de una insatisfacción
No todos los insatisfechos se vuelven escritores, pero todos los escritores viven insatisfechos. Al menos los genuinos. Hay un extraño vínculo entre la literatura y la insatisfacción.
La insatisfacción, desafortunadamente, no garantiza la calidad literaria: eso depende del talento y de la disciplina. La insatisfacción es más bien el aguijón, el tábano, que hace el papel de lo que en otro tiempo se llamaba musa. Sin embargo, cuando se prolonga y sobre todo cuando se vuelve extrema, va agotando la creatividad, o peor aún, termina por aniquilar al creador. No exagero al afirmar que la insatisfacción puede causar, no sólo el fin del creador como tal, sino que incluso puede causar su muerte.
Los escritores de la llamada generación del Mariel, e incluyo en ella algunos que salieron de Cuba hacia Estados Unidos uno o dos años antes y dos o tres después del gran éxodo de los 80, nos caracterizamos en su mayoría por vivir en la isla en un estado de insatisfacción permanente. Con la excepción de Reinaldo Arenas, que logró publicar dos novelas en la década del 60 que le garantizaron un éxito internacional, pese a vivir marginado en su país, todos creamos nuestra obra en la sombra, amparados en la obstinación, sin lograr el menor reconocimiento, a no ser el dudoso reconocimiento de la persecución.
Al llegar a Estados Unidos, pareció de repente que iba a ocurrir el milagro que tanto esperamos: íbamos al fin a escribir sin temor, a publicar, a formar parte de algo. El vínculo más fuerte entre nosotros era, si se quiere, una especie de desnudez. Debíamos comenzar a partir de cero, no sólo nuestras vidas, sino también nuestras obras, ya que gran parte de los textos escritos en Cuba se habían perdido para siempre, o confiscados por la Seguridad del Estado, o víctimas del azar que sufren los papeles en circunstancias poco favorables.
Esta urgencia por hacernos valer, por dejar constancia, por demostrar que a pesar de todo estábamos vivos, que nada ni nadie había podido hacernos desaparecer, nos sumergió en una marea de fervor creativo; fue como un breve retorno a la adolescencia. Teníamos entre otras cosas el furor del que jamás ha visto nada suyo impreso, y que por primera vez tiene la oportunidad de escribir para publicar.
En los dos primeros años después del éxodo se fundaron cuatro revistas literarias en distintos sitios de Estados Unidos: Término en Ohio, dirigida por Manuel Ballagas, Roberto Madrigal, Orlando Alomá y Richard Oteiza; Linden Lane en New Jersey, publicada por Heberto Padilla y Belkis Cuza Malé; Unveiling Cuba en Nueva York, editada por Ismael Lorenzo; y Mariel en Miami, en la que participaron y publicaron, entre otros miembros de esta generación, Reinaldo Arenas, Juan y Nicolás Abreu, Roberto Valero, Reinaldo García Ramos, Luis de la Paz, Guillermo Rosales, Carlos A. Díaz, René Ariza, Andrés Reynaldo, Esteban Cárdenas, Jesús Barquet, Manuel Serpa, Armando Fernández, Nestor Díaz de Villegas, Soren Triff, Miguel Correa, Daniel Fernández, Vicente Echerri, Rafael Bordao, Rolando Morelli, Milton Hernández y René Cifuentes.
Muchos combinábamos el quehacer literario con empleos totalmente ajenos a la escritura: por ejemplo, Carlos Díaz colocaba latas en los estantes de un supermercado, Juan Abreu era obrero de una factoría, Luis de la Paz trabajaba como mecánico en un taller de carros y yo manejaba montacargas en un almacén. Podría asegurar, por raro que parezca, que estos trabajos ser vían de acicate para escribir más febrilmente y dedicarnos con más entusiasmo a la redacción de estas revistas, que costeábamos gracias a nuestros modestos salarios.
Nos favoreció además nuestro largo ejercicio con la adversidad, por lo que la apatía de una buena parte del exilio ante la literatura, la ausencia casi total de lectores, y el obstáculo insalvable de escribir en español en un país de habla inglesa, no lograron desanimarnos. Veníamos de un sitio donde la recompensa del escritor sincero era la cárcel, y algunos de nosotros la habíamos sufrido por el mero hecho de escribir; por lo que en momentos de desaliento siempre podíamos mirar hacia atrás, y ver que habíamos avanzado un buen trecho.
Otra motivación, que ahora recuerdo con tristeza, es que nos encontramos con que los mejores escritores cubanos que se hallaban exiliados en Estados Unidos vivían también insatisfechos, totalmente ignorados, publicando sus obras con dinero de sus bolsillos. Me refiero a Lino Novás Calvo, Enrique Labrador Ruiz, Carlos Montenegro, Lydia Cabrera y Lorenzo García Vega. De ellos ya sólo queda García Vega, que por cierto aún trabaja cargando víveres en un Publix de Miami; el resto murió en la insatisfacción y el olvido.
Verlos a ellos en los años 80, viejos y muchas veces amargados, jamás invitados a un evento cultural de verdadera importancia, jamás mencionados en ninguna parte a no ser muy de tarde en tarde en los diarios locales, jamás reconocidos por las universidades norteamericanas, ni siquiera las universidades del sur de la Florida; ver que sus antiguos libros, sus obras famosas, jamás volvieron a ser reeditadas por casas de prestigio, y que sus nuevos textos sólo aparecían en las editoriales sin resonancia alguna del exilio; verlos así, repito, era para nosotros un estímulo (si ellos, los maestros, no se habían dado por vencidos, con más razón nosotros debíamos persistir), pero a la vez era un siniestro aviso: era posible que al igual que a ellos el olvido también nos devorara, y que la insatisfacción, y hablo de nuevo de esa insatisfacción extrema, fuente de parálisis, de esterilidad y (en su fase más aguda) de muerte, terminara también por devorarnos.
En el transcurso de estas dos últimas décadas muchos otros escritores cubanos se han exiliado en Estados Unidos, y a riesgo de imperdonables omisiones voy a mencionar a varios que viven en Miami: Armando Álvarez Bravo, Daína Chaviano, José Abreu Felippe, José Lorenzo Fuentes, Ángel Cuadra, Emilio de Armas, Armando de Armas, Norberto Fuentes, Reinaldo Bragado, Manuel C. Díaz, Benigno Dou, Alejandro Armengol, José Antonio Évora, Wilfredo Cancio, Alejandro Lorenzo, Félix Lizárraga, Roberto Uría, Carlos Sotuyo, Daniel Morales, Roberto Luque Escalona, Germán Guerra, Santiago Rodríguez, Rodolfo Martínez, Luis Manuel Rojas y David Buzzi.
No puedo ni quiero enumerar los libros que han ido apareciendo en las editoriales de Miami, con escasas posibilidades de distribución, y hablo en primer lugar de Ediciones Universal, de Juan Manuel Salvat, gracias al cual yo y otros hemos dado a conocer nuestras obras; La Torre de Papel, de Carlos A. Díaz; Término, de Manuel Ballagas y Roberto Madrigal, y más recientemente las Ediciones Deleatur, del pintor Ramón Alejandro. En toda lista hay algo de grosero y opaco. La monotonía de la enumeración mata el sentido vivo de las obras. Si he citado tantos y tantos nombres es por mera justicia: no podría perdonarme que luego de escuchar y repetir las quejas a lo largo del tiempo contra la amnesia y la negligencia, yo también los pasara por alto.
Sí quiero señalar que con la excepción de Linden Lane y de Catálogo de Letras, esos esfuerzos solitarios y valientes de Belkis Cuza y de Soren Triff, todas las revistas del exilio en Estados Unidos se esfumaron; que el único concurso que nos dio una esperanza, el Letras de Oro, hace ya tiempo que desapareció; y que en su gran mayoría los libros de todos estos escritores han pasado sin dejar ni la más leve huella, muchos tal vez porque lo merecían, pero otros por una maldición política y geográfica.
Volvemos entonces a la insatisfacción.
Algo más que ocurre con nosotros, y casi me atrevo a generalizar, es que el afán de ser parte de algo nunca ha llegado a materializarse. En el exilio en Estados Unidos hemos sido, para usar un término en inglés, unos outsiders. Nuestra insatisfacción no nos ha permitido sumarnos a ningún movimiento político, a pesar de que casi todos odiamos el régimen de Cuba. Y esta misma insatisfacción, que entre otras formas se filtra en nuestros textos al poner en evidencia las fallas, no sólo de allá, sino también de aquí, nos ha vuelto sospechosos a los ojos de la gente que más debía tomarnos en cuenta: nuestros propios compatriotas en un país que nunca será el nuestro, a pesar de que muchos llevamos en los pasaportes el engañoso sello de ciudadanos norteamericanos.
He llegado a pensar, porque padezco de la enfermedad de las explicaciones, sobre todo de la enfermedad de buscar explicaciones para mí mismo, que nuestra insatisfacción tiene que ver con el concepto de isla, con la muy peculiar realidad que entraña la palabra isla. Cuba es una isla y Miami también. Salimos de una isla para entrar en otra. Saltamos de isla en isla. No intento aproximar la represión y la miseria en Cuba a la libertad y la abundancia material que disfrutamos los que vivimos en cualquier punto de Estados Unidos, incluso Hialeah y La Pequeña Habana. Eso sería despreciable y absurdo. Hablo de algo sutil, indescriptible. Es si se quiere un estado mental. O tal vez un estigma semejante a los rasgos genéticos. Los que viven en islas tiene que volar o nadar para poder escapar de sus fronteras, de las leyes a veces invisibles, pero igualmente férreas, que imperan en sus límites. Y los seres humanos no nacemos con alas ni aletas. Lo mismo ocurre con la gente que nos mira de lejos: nos juzgan como habitantes de islas, marcados ineludiblemente por el cerco insular, y no como personas con un destino individual y único. El entuerto, el equívoco y la insatisfacción vienen de adentro, pero también de afuera. Vives en Cuba o vives en Miami: eso importa más que cualquier cosa a los ojos de los que viven en otros territorios.
Por último, el trabajo del escritor es solitario e ingrato, y el del escritor que no obtiene reconocimiento es particularmente solitario e ingrato. Sobre todo el de los narradores. Los poetas cuentan con la ventaja de que muchas veces pueden ver el final de su tarea con relativa rapidez, pero el narrador que toma en serio su labor casi nunca puede conformarse con palabras escritas en poco tiempo.
Hace unos años, poco después del suicidio en Miami de mi inolvidable amigo Guillermo Rosales, uno de nuestros mejores escritores, y en quien he estado pensando desde el mismo comienzo de este texto, leí, nada menos que en un periódico de Filipinas, durante un viaje desatinado que hice por esa otra parte del mundo, que los narradores se deprimen con más facilidad que los poetas. Lo vi en un titular y no tuve oportunidad de leer la explicación que daba el periodista. Los periódicos muchas veces mienten y exageran, pero este titular del Manila Bulletin me sonó terriblemente verdadero. Y por supuesto, en un país como Filipinas, que también está compuesto de islas, hay motivos de sobra para que cualquier escritor se deprima, para que viva perpetuamente insatisfecho. Incluso hay motivos para que la depresión lo lleve a ahogarse en uno de los canales que atraviesan Manila.
Por cierto, Miami también tiene canales tentadores.
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Publicación fuente ‘Encuentro de la cultura cubana’ (No. 15, Madrid, Invierno 1999-2000).
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